Naomi

Naomi


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—Naomi, te pareces a Mary Pickford.

Estábamos cenando en un restaurante de cocina occidental, después de ver una película de Mary Pickford.

—¿Ah, sí?

No pareció muy complacida. Me miró con gesto interrogante, como preguntándome a qué venía decir tal cosa.

—¿A ti no te lo parece? —insistí.

—No sé si me parezco a ella o no, pero todo el mundo dice que parezco eurasiática —dijo con indiferencia.

—No me extraña. Para empezar, tienes un nombre fuera de lo común. ¿Quién te puso un nombre tan rebuscado como «Naomi»?

—No lo sé.

—¿Tu padre quizá, o tu madre?

—No estoy segura…

—Por cierto, ¿en qué trabaja tu padre?

—No tengo padre.

—¿Y tu madre?

—Madre sí tengo…

—¿Y hermanos?

—Un montón: un hermano mayor, una hermana mayor, una hermana pequeña…

Ese tema resurgía de cuando en cuando, pero cada vez que yo le preguntaba por su familia ella parecía incómoda y respondía con evasivas.

Cuando salíamos para ir a algún sitio solíamos quedar en un banco del parque o delante del Templo de Kannon. Naomi era siempre puntual y jamás faltaba a la cita. A veces yo me retrasaba por esto o aquello, y acudía preocupado por que se hubiera ido a su casa, pero siempre estaba allí como un clavo.

—Lo siento, Naomi. ¿Llevas mucho rato esperando?

—Sí, mucho.

No se mostraba particularmente enfadada ni ofendida. Un día habíamos quedado en determinado banco y de pronto se puso a llover. Me pregunté qué haría Naomi. Cuando llegué, me conmovió encontrarla acurrucada bajo el alero de una pequeña capilla que había junto al estanque, esperándome.

En aquellas ocasiones se ponía un kimono de seda gastado, probablemente heredado de su hermana, con una faja alegre de muselina. Se peinaba con un estilo tradicional adecuado para su edad y se empolvaba la cara ligeramente de blanco. En sus piececitos llevaba calcetines japoneses blancos ajustados, remendados pero de todos modos elegantes. Cuando le pregunté por qué se peinaba a la japonesa los días de fiesta, me contestó: «Porque me lo mandan en casa». Como de costumbre, no me dio una verdadera explicación.

«Es tarde. Te acompaño a tu casa.» Yo hacía esa sugerencia muchísimas veces, pero ella siempre me decía: «No te molestes. Puedo ir sola. No está lejos». Cuando llegábamos a la esquina del parque de diversiones Hanayashiki, me decía adiós por encima del hombro y echaba a correr hacia las callejuelas de Senzoku.

Casi se me olvida. No hay necesidad de detenerse mucho en los acontecimientos de entonces, pero un día sí tuvimos una charla más bien íntima y tranquila.

Era una tarde cálida de finales de abril; lloviznaba. Había poco movimiento en el café y se estaba muy tranquilo. Yo llevaba un buen rato sentado en mi mesa, tomándome una copa. Dicho así parece como si fuera un gran bebedor, pero la verdad es que casi no bebo. Para pasar el rato había pedido un cóctel dulce como los que toman las mujeres, y lo saboreaba despacio, sorbito a sorbito.

Cuando Naomi me trajo algo de comer, le pregunté:

—¿No quieres sentarte aquí un momento? —la bebida me había envalentonado un poco.

—¿Qué ocurre? —tomó asiento obedientemente a mi lado y encendió un fósforo cuando me vio sacar un cigarrillo Shikishima.

—Podemos hablar unos minutos, ¿o no puedes? No parece que hoy estés muy ocupada.

—Casi nunca estamos así.

—¿Siempre estás ocupada?

—De la mañana a la noche. No me queda tiempo para leer.

—Entonces, ¿te gusta leer, Naomi?

—Sí me gusta.

—¿Qué lees?

—Miro revistas de todas clases. Leo lo que sea.

—Me impresionas. Si tanto te gusta leer, deberías ir a una escuela de señoritas.

Dije eso deliberadamente y la miré a la cara. Tal vez se ofendió; alzó la nariz y miró al vacío, pero la mirada triste y desvalida que había en sus ojos era inequívoca.

—Naomi, ¿de veras te gustaría estudiar? Si es así, yo puedo ayudarte.

Viendo que seguía sin decir nada, añadí en tono más alegre:

—Vamos, habla. ¿Qué quieres hacer? ¿Qué te gustaría estudiar?

—Quiero estudiar inglés.

—Inglés; ¿y qué más?

—Música.

—Pues entonces tienes que ir a una escuela. Yo te pagaré las clases.

—Pero es tarde para ir a una escuela de señoritas. Ya he cumplido quince años.

—Quince años no es tarde para las chicas, eso es sólo para los chicos. Y si lo único que quieres estudiar es inglés y música, no hace falta que vayas a una escuela. Podríamos contratar a un profesor particular. ¿Qué me dices, Naomi: te lo tomarías en serio?

—Pues, sí… ¿De verdad haría eso por mí?

—Claro que sí. Pero no podrías seguir trabajando aquí. ¿Estarías de acuerdo en eso? Si estás dispuesta a dejar este trabajo, a mí no me importaría ocuparme de ti. Me encargaría de educarte y hacer de ti una señorita.

—Sí, eso estaría muy bien —dijo sin la menor vacilación. Su respuesta rápida y rotunda me asustó.

—¿Quieres decir que dejarías el trabajo?

—Sí.

—Eso podría estar muy bien para ti, Naomi, pero deberías pedirles su opinión a tu madre y a tu hermano.

—No hace falta preguntarles. No dirán nada.

Eso dijo, aunque yo estaba seguro de que no lo pensaba; fingía que no había razón para preocuparse porque no le apetecía dejarme ver las interioridades de su casa. Yo no quería inmiscuirme viéndola tan remisa, pero para darle lo que quería tendría que ir a su casa y discutirlo a fondo con su madre y su hermano. A medida que nuestros planes progresaban, le pedí reiteradamente que me presentara a su familia, pero ella se mostraba extrañamente desganada. Siempre decía lo mismo: «No es necesario ir a verles. Yo hablaré con ellos».

No hay razón para enojar a Naomi aireando todos los trapos sucios de su familia; ahora es mi esposa, y por ella, por el buen nombre de «la señora Kawai», me detendré lo menos posible en el tema. Todo acabará saliendo a su debido tiempo; y aunque no salga, cualquiera podrá adivinar qué clase de familia era si piensa que vivía en Senzoku, que la colocaron de camarera en un café a la edad de quince años y que no quería que nadie viera dónde vivía. No sólo eso: cuando por fin conseguí conocer a su madre y su hermano, no vi en ellos la menor preocupación por la virtud de la muchacha. Yo les dije que me parecía que era un crimen dejarla en el café cuando ella manifestaba interés por estudiar, y pregunté si estarían dispuestos a considerar la posibilidad de confiármela. No era mucho lo que yo podía hacer por ella, pero necesitaba una criada, y si ella se ocupaba de cocinar y limpiar, yo me encargaría de que recibiera una educación aceptable en sus ratos libres. Naturalmente, les hablé con franqueza de mis circunstancias y les dije que estaba soltero. Una vez que hube planteado mi solicitud, ellos respondieron con una banalidad del estilo de: «Sería estupendo para ella». Fue exactamente lo que Naomi había dicho. No tenía sentido ir a hablar con ellos.

Padres irresponsables hay muchos en el mundo, pensé; pero para mí eso sólo hacía más conmovedor y lastimoso el caso de Naomi. De lo que había dicho su madre deduje que no sabían muy bien qué hacer con ella. «Quisimos que fuera geisha», me dijo la madre, «pero no ponía interés, y no quedó otro remedio que mandarla al café. No podía seguir jugando». Para ellos sería un alivio que otra persona se ocupara de Naomi y la educara. Después de hablar con la familia entendí por fin la razón de que siempre quisiera ir al cine los días de fiesta. Le daba horror estar en aquella casa.

De todos modos, fue una suerte para Naomi y para mí que procediera de semejante hogar. Tan pronto como llegué a un acuerdo con su familia, se despidió en el café y todos los días me acompañaba en la búsqueda de una casa apropiada para alquilarla. Queríamos un sitio que tuviera buena combinación con mi oficina de Ōimachi. Los domingos nos citábamos por la mañana temprano en la estación de Shimbashi, y los días laborables en Ōimachi, a la hora en que se cerraba mi oficina, para explorar los barrios periféricos de Kamata, Ōmori, Shinagawa y Meguro, y en la ciudad la zona de Takanawa, Tamachi y Mita. A la vuelta cenábamos juntos y veíamos una película o paseábamos por el Ginza, si daba tiempo. Luego ella se iba a su casa de Senzoku y yo volvía a mi pensión de Shibaguchi. Así estuvimos un par de semanas. En aquella época escaseaban las casas de alquiler, y nos costó trabajo encontrar lo que queríamos.

Si alguien se hubiera fijado en nosotros, un oficinista y una chica mal vestida y peinada a la japonesa, caminando juntos por el verde extrarradio de Ōmori en una luminosa mañana de domingo del mes de mayo, ¿qué habría podido pensar? Yo la llamaba «Naomi», y ella me llamaba «señor Kawai». Nadie nos habría tomado por señor y criada, ni por hermanos, esposos ni amigos. Sin duda formábamos una pareja singular, tan contentos aunque un poco cohibidos el uno frente al otro, en un largo día de finales de la primavera, buscando direcciones, contemplando las vistas y volviéndonos a mirar las flores de un seto, de un jardín o de la cuneta. Eso me recuerda que a Naomi le encantaban las flores occidentales y se sabía los nombres, nombres imposibles en inglés, de muchas que yo no conocía. Al parecer los había aprendido en el café, donde tenía a su cargo los floreros. A veces, al pasar, veíamos un invernadero al otro lado de una verja, y ella, siempre alerta, se paraba y exclamaba feliz: «¡Qué flores más bonitas!».

—¿Cuál es la flor que más te gusta, Naomi?

—A mí lo que más me gusta son los tulipanes.

Su anhelo de jardines y campos espaciosos y su amor a las flores quizá fueran una reacción a las miserables callejas de Senzoku donde se había criado. No había vez que viera violetas, dientes de león, kikuyos o prímulas creciendo en un ribazo o a la vera de un camino de tierra, que no fuera corriendo a cogerlas. Al final del día iba cargando con cantidad de flores en incontables ramilletes, y en el camino de vuelta seguía llevándolas cuidadosamente.

—Ya están todas ajadas. ¿Por qué no las tiras?

—Se recuperarán poniéndolas en agua. Lléveselas para su escritorio, señor Kawai —y siempre me daba los ramilletes al despedirnos.

Por más que buscábamos, no era fácil encontrar una buena casa. Por fin alquilamos una mediocre de estilo occidental que estaba cerca de las vías de la Línea Eléctrica Nacional, a doce o trece manzanas de la estación de Ōmori. Moderna y sencilla, me figuro que era lo que hoy llama la gente una «casa cultural», aunque entonces todavía no se había puesto de moda esa expresión. Más de la mitad la ocupaba un tejado agudo cubierto de pizarra roja. El exterior blanco de las paredes le daba aspecto de caja de cerillas; aquí y allá se habían abierto ventanas rectangulares acristaladas. Delante del porche de entrada había un patinillo. Parecía más divertida para dibujarla que para vivir en ella, lo cual no tenía nada de sorprendente, ya que la había construido un artista que se casó con una de sus modelos. La distribución era la más incómoda que se pueda imaginar. En la planta baja había un estudio de tamaño descomunal, una entrada diminuta y una cocina: nada más. Arriba había dos cuartos pequeños al estilo japonés, de dos por tres y tres por tres metros respectivamente. Poco más que trasteros, en realidad eran absolutamente inútiles. A ese ático se accedía mediante una escalera desde el estudio. Subiéndola se llegaba a una meseta cerrada por una barandilla, como un palco de teatro, desde la cual se veía todo el estudio.

A Naomi le encantó nada más verla.

—¡Qué moderna! Es el tipo de casa que yo quiero.

En vista de que le gustaba tanto, la alquilé inmediatamente.

Aquel extraño diseño, como de ilustración de cuento, debía de resultar atractivo para la curiosidad infantil de Naomi, a pesar de la poco práctica distribución. Desde luego era lo justo para una joven pareja despreocupada que quisiera vivir a su aire y evitar las complicaciones de un hogar convencional. Ésa sería sin duda la clase de vida que proyectaban el artista y su modelo cuando la ocuparon. El estudio en sí era, de hecho, lo suficientemente grande para servir a las necesidades de dos personas.

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