Naomi

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Tuvo que ser a finales de mayo cuando por fin me hice cargo de Naomi a todos los efectos y nos mudamos a la «casa de cuento». Una vez allí descubrí que no era tan incómoda como yo creía. Las habitaciones de arriba eran soleadas y tenían vista al mar; el patinillo de entrada estaba orientado a mediodía y era perfecto para plantar un arriate de flores. Los trenes de la Línea Nacional que pasaban de tanto en tanto eran un inconveniente, pero un pequeño campo de arroz que había entre la casa y las vías amortiguaba el ruido. Decidí que era un sitio perfectamente aceptable para vivir. Además, como era una casa inservible para la mayoría de la gente, el alquiler era baratísimo. Incluso en aquella época de precios bajos, veinte yenes al mes, sin fianza, era un precio apetitoso para mí.

—Naomi, a partir de ahora no me llames «señor Kawai», llámame «Jōji» —le dije el día que nos mudamos—. Y vivamos como amigos, ¿de acuerdo?

Naturalmente, informé a mi familia de que me había mudado de la pensión a una casa propia, y de que había tomado como criada a una muchacha de quince años; pero no les dije que íbamos a vivir «como amigos». Mis parientes casi nunca venían del campo a hacer visitas, y si algún día había necesidad, ya se lo diría entonces.

Pasamos muchos días atareados y felices comprando muebles adecuados para nuestra extraña casa nueva y organizándolos en las habitaciones. Para contribuir a formarle el gusto, yo le pedía a Naomi su opinión sobre casi todo lo que comprábamos. Siempre que podía utilizaba sus ideas. En una casa así no había sitio donde poner los enseres habituales, como cómodas y braseros, así que éramos libres de elegir nuestros muebles y hacer el plan que más nos gustara. Compramos unos estampados indios baratos que Naomi, con sus manos inexpertas, convirtió en cortinas. En una tienda de Shibaguchi especializada en muebles occidentales encontramos un viejo sillón de ratán, un sofá, una butaca y una mesa, todo lo cual instalamos en el estudio. En las paredes colgamos fotografías de Mary Pickford y otras actrices del cine americano. Yo quería también camas occidentales, pero renuncié a esa idea porque dos camas habrían sido caras, y podía pedir que me enviaran futones japoneses de la casa del campo.

Cuando llegaron los futones, el de Naomi resultó ser como los que se ponen a las criadas: un cobertor tieso de algodón, delgado y duro como una galleta y adornado con el dibujo de arabescos de rigor. Me dio lástima.

—Esto no puede ser, Naomi. Vamos a cambiarlo por uno de los míos.

—No, está muy bien —dijo ella, y tendiéndose en el cuartito de dos por tres se lo echó por encima.

Yo dormía al lado, en el cuartito de tres por tres, pero cada mañana nos llamábamos del uno al otro antes de levantarnos.

—¿Estás despierta, Naomi?

—Sí. ¿Qué hora es?

—Las seis y media. ¿Cuezo yo hoy el arroz?

—¿Querrías? Yo lo hice ayer, así que hoy lo puedes hacer tú.

—Bueno. Pero es mucho trabajo. ¿No podríamos arreglarnos con pan?

—Podemos. Pero eres un tramposo, Jōji.

Cuando queríamos arroz lo cocinábamos en una cazuela de barro, que sacábamos directamente a la mesa sin molestarnos en pasarlo a una fuente de madera. Para acompañarlo abríamos alguna lata. Si eso era demasiado esfuerzo, nos contentábamos con leche y pan con mermelada, o una empanada occidental. Para cenar hacíamos fideos, o íbamos a un restaurante occidental del barrio si queríamos algo más variado.

—Jōji —decía ella muchos días—, hoy me pides un filete.

Después de desayunar yo me iba a trabajar y la dejaba sola. Ella se pasaba la mañana trajinando en el arriate de las flores. Por la tarde echaba la llave a la casa y se iba a sus clases de inglés y de música. En días alternos iba a Meguro, a practicar conversación y lectura en inglés con una americana, la señorita Harrison —nos pareció mejor que empezara desde el principio con un occidental—, y yo la ayudaba en casa a repasar sus puntos débiles. Respecto a las clases de música yo no tenía ni idea, pero oímos hablar de una mujer que acababa de graduarse en el conservatorio de Ueno y enseñaba piano y canto en su casa de Isarago, en el distrito de Shiba, y allí viajaba Naomi todos los días para recibir lecciones de una hora. Vestida con una falda formal de cachemira azul oscura sobre un kimono de seda, calcetines negros y zapatitos primorosos, parecía la viva imagen de una escolar. Henchida de emoción por haber realizado su sueño, acudía a sus clases diligentemente. De vez en cuando yo me la encontraba en la calle al volver a casa, y me costaba trabajo creer que se hubiera criado en Senzoku y hubiera trabajado de camarera. Ya nunca se peinaba a la japonesa; se hacía trenzas y se las ataba con cintas.

Creo que ya he dicho que yo pensaba tenerla como un pajarito. Desde que pasó a mi tutela le había mejorado el color y poco a poco le había cambiado el genio, de manera que ahora sí que era un pajarillo verdaderamente radiante y alegre, y el enorme estudio era su jaula. Pasó mayo y se asentó el tiempo luminoso del comienzo del verano. Las flores del jardín estaban más altas y vistosas cada día. Por las tardes, cuando yo volvía de trabajar y Naomi de sus clases, entraba el sol a través de las cortinas de estampado indio y hacía dibujos sobre las paredes blancas, como si a esa hora fuera todavía mediodía. Naomi, con los pies desnudos en zapatillas y un kimono veraniego de franela sin forro, marcaba el compás con el pie cantando las canciones que había aprendido. A veces jugaba al marro o a la gallina ciega conmigo. Corriendo a lo loco por el estudio, saltaba por encima de la mesa, se arrastraba por debajo del sofá y tiraba al suelo las sillas. Y cuando no bastaba con eso, echaba a correr escaleras arriba y se escabullía como un ratón de pared a pared en nuestro palco-descansillo. Una vez jugamos al caballito y yo recorrí a cuatro patas la habitación con Naomi encima.

—¡Galopa, galopa! —gritaba ella, que a guisa de riendas me hizo sujetar una toalla en la boca.

Tuvo que ser un día en que estábamos con aquellos juegos cuando Naomi, riendo a gritos, subió las escaleras demasiado deprisa, resbaló, cayó rodando desde arriba y prorrumpió en sollozos.

—¿Dónde te duele? Enséñame.

La ayudé a levantarse, pero ella siguió hipando y se subió una manga para que yo lo viera. Seguramente se había hecho daño con un clavo o algo así al caer; tenía un arañazo en el codo derecho y sangraba un poco.

—Bueno, no es como para llorar. Te pondré un vendaje.

Le di un poco de linimento y corté una toalla para usarla como venda. Ella estuvo todo el tiempo sollozando y moqueando como una niña pequeña, con los ojos llenos de lágrimas. Desafortunadamente, la herida se infectó y tardó cinco o seis días en cerrarse. Yo le cambiaba el vendaje todos los días, y ella lloraba cada vez.

¿Estaba ya enamorado de Naomi? No estoy seguro. Supongo que sí; pero mi intención y mi ilusión era educarla como una señorita, y creía que hallaría satisfacción simplemente en hacer eso y nada más. Pero cuando aquel verano, como todos los años, me fui a la casa del campo a pasar mis dos semanas de vacaciones, dejando a Naomi con su familia en Asakusa y cerrando la casa de Ōmori, aquellos días en el campo me resultaron insoportablemente monótonos y tristes. ¿Será posible, me preguntaba, que la vida sin ella sea así de aburrida? Fue entonces cuando por primera vez se me ocurrió pensar que quizá estuviera viviendo los comienzos de un amor. Disculpándome ante mi madre, volví a Tokio antes de tiempo. Llegué una noche pasadas las diez, y, a pesar de la hora, tomé directamente un taxi de la estación de Ueno a la casa de Naomi.

—Naomi, he vuelto. Tengo un taxi esperando en la esquina. Vámonos a Ōmori.

—¿Sí? En seguida estoy.

Me tuvo esperando fuera de la puerta de celosía corredera, y por fin apareció cargada con un pequeño fardo. Hacía una noche de calor húmedo; Naomi se había puesto para salir un kimono fino de muselina blanca sin forro, con un dibujo de uvas en azul pálido, y se había recogido el pelo con una banda de color rosa encendido. Yo le había comprado la muselina en las recientes fiestas del Bon, y durante mi ausencia ella le había pedido a alguien de su casa que le hiciera un kimono.

—¿Qué has hecho cada día, Naomi?

Sentado a su lado en el coche, que echó a rodar hacia la avenida llena de tráfico, acerqué mi cara a la suya.

—He ido todos los días al cine.

—Entonces me figuro que no te habrás sentido sola, ¿o sí?

—No especialmente… —se quedó pensando un momento—. Tú has vuelto antes de tiempo, ¿no, Jōji?

—Me aburría en el campo, así que he abreviado y me he vuelto. Como en Tokio no se está en ninguna parte.

Di un suspiro de alivio y miré por la ventanilla a las alegres luces parpadeantes de la ciudad nocturna.

—Pues yo creo que tiene que estar bien irse al campo en verano.

—Depende de dónde. Mi familia vive en una granja apartada. El paisaje es soso, no hay lugares históricos, estás rodeado de moscas y mosquitos en pleno día, y hace un calor que te mueres.

—Qué mal. ¿Es así el sitio?

—Exactamente.

—Yo quiero ir a la playa —dijo de pronto en un tono zalamero, como de niña caprichosa.

—Muy bien. Cualquier día de éstos te llevo a alguna parte para refrescarnos. ¿Qué te parecería Kamakura? ¿O Hakone?

—Me gustaría más el mar que un balneario. ¡Quiero ir!

La ingenua voz sonaba como la misma Naomi de antes, pero de algún modo, en los diez días que había estado sin verla, era como si sus miembros se hubieran estirado y crecido perceptiblemente. No pude resistirme a mirar de soslayo los contornos de sus hombros llenos, que se movían con su respiración bajo el kimono de muselina sin forro, y su pecho.

—Estás bien con ese kimono —dije tras una pausa—. ¿Quién te lo ha hecho?

—Mi madre.

—¿Y qué dijo de mí? ¿Que había escogido bien la tela?

—Sí, dijo que no estaba mal, pero que era demasiado moderna.

—¿Eso dijo tu madre?

—Sí. No entiende nada —y mirando a lo lejos añadió—: Todos dicen que he cambiado.

—¿Que has cambiado en qué sentido?

—Que me he vuelto muy moderna.

—No me extraña que lo digan. Yo también lo creo.

—No sé. Me decían que intentara peinarme a la japonesa, pero yo no quise.

—¿Y esa banda?

—¿Ésta? Me la he comprado en una tienda que hay enfrente del Templo de Kannon. ¿Te gusta?

Y apartó la cabeza para que yo viera ondear la tela rosa cuando la brisa revolvía su pelo limpio y sin aceites.

—Te sienta muy bien. Mucho mejor que el peinado a la japonesa.

Con un respingo de su nariz chata soltó una risilla de asentimiento. Era un tic que tenía: una risilla nasal, descarada, pero que a mí me parecía que le daba un aire inteligente.

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