Naomi

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Naomi no hacía más que pedirme que la llevara a Kamakura. Fuimos a principios de agosto, con la intención de estar dos o tres días.

—¿Por qué tiene que ser sólo dos o tres días? —preguntó—. Menos de una semana o diez días no tiene gracia.

Llevaba el enfado pintado en la cara cuando salimos de casa. Pero yo había adelantado mi regreso del campo con la excusa de tener mucho trabajo, y por respeto a mi madre no quería exponerme a que se descubriera la estratagema. Por otra parte, si se lo hubiera explicado así a Naomi se habría sentido humillada; de modo que lo que le dije fue:

—Trata de contentarte con dos o tres días este año. El año que viene te llevaré más tiempo a otro sitio. ¿Te parece bien?

—Pero es que dos o tres días nada más…

—Lo sé; pero si quieres bañarte cuando volvamos, puedes ir a la playa de Ōmori.

—Yo no me puedo bañar en un sitio tan asqueroso.

—No deberías decir esas cosas cuando realmente no lo conoces. Pórtate bien. Te compraré algo de vestir para compensar. ¿No dijiste que querías ropa europea? Iremos a comprarla.

Atrapada con el señuelo de la ropa europea, se conformó finalmente.

En Kamakura nos alojamos en el Pabellón Olas de Oro de Hase, un hostal vulgar para bañistas. Ahora me río al acordarme. No había necesidad de hacer economías, porque yo todavía conservaba la mayor parte de la paga extra semestral. Emocionado por hacer mi primer viaje con Naomi, quería proporcionarle las más bellas impresiones: nos alojaríamos en un hotel de lujo sin pensar en el coste. Pero cuando llegó el día y subimos a un vagón de segunda en dirección a Yokosuka, nos entró un ataque de timidez. El tren estaba lleno de mujeres y muchachitas que iban a Zushi y Kamakura, sentadas en fila y resplandecientes. En medio de ellas, el traje de Naomi, para mí al menos, era penoso.

Siendo verano, claro está que las mujeres no podían ir excesivamente arregladas. Pero comparándolas con Naomi yo notaba una diferencia inequívoca de refinamiento entre la nacida en las clases altas de la sociedad y la que no. Aunque Naomi parecía una persona diferente de la camarera que había sido, la mala cuna y la mala crianza no se pueden ocultar. Y si eso era lo que yo iba pensando, ella tenía que sentirlo todavía más. Qué lamentable resultaba ahora aquel kimono de muselina con el dibujo de racimos, que la había hecho parecer tan moderna. Algunas de las mujeres que viajaban sentadas a nuestro lado llevaban vestidos de verano sencillos, pero en sus dedos relucían las piedras preciosas y su equipaje era lujoso; todo proclamaba su riqueza y su posición, mientras que Naomi no tenía nada que lucir aparte de su cutis de terciopelo. Todavía recuerdo cómo escondía su sombrilla, avergonzada, debajo de la manga. Y con razón, porque aunque la sombrilla era nueva estaba a la vista que era una baratija, que no podía costar más de siete u ocho yenes.

Al principio, pues, nos habíamos imaginado en el hotel Mitsuhashi, o incluso en el Kaihin. Pero al acercarnos a los edificios sus magníficas verjas nos intimidaron de tal manera que recorrimos varias veces el Hase, arriba y abajo, hasta vernos finalmente en el Pabellón Olas de Oro, un establecimiento que medido por los baremos del lugar era de segunda o de tercera.

En el hostal había demasiados estudiantes ruidosos para que fuera posible ningún descanso, así que pasamos casi todo el tiempo en la playa. Naomi, como era un chicazo, se animó tan pronto como vio el mar, y se le olvidó lo decaída que había estado en el tren.

«Tengo que aprender a nadar este verano», decía aferrada a mi brazo y chapoteando como loca en el agua baja. Yo la sostenía con las dos manos y le enseñaba a flotar boca abajo o a mover las piernas agarrada a un poste en el agua, y la soltaba de pronto, haciéndole tragar agua salada. Cuando se cansó de aquello practicamos el salto de la ola, jugamos con la arena tumbados en la playa, y al atardecer salimos a la bahía remando en una barca de alquiler. Con una toalla grande sobre el traje de baño, ella se sentaba en la popa o se recostaba en la borda, y contemplando el cielo azul cantaba una canción marinera, la que más le gustaba de las canciones napolitanas, «Santa Lucía», con timbre agudo:

O dolce Napoli,

O suol beato…

Mientras su voz de soprano reverberaba sobre el mar en la calma del atardecer, yo remaba despacio y escuchaba extasiado. «Más lejos, más lejos», gritaba ella, como si quisiera estar siempre surcando las olas. Antes de que nos diéramos cuenta, el sol se había ocultado y brillaban las estrellas; mientras la oscuridad se espesaba en torno, la forma de Naomi, envuelta en una toalla blanca, se convertía en un bulto indistinto. Pero su clara voz continuaba. Cantaba «Santa Lucía» una y otra vez, y después «Lorelei», «Zigeunerleben» y una melodía de Mignon. Se encadenaban las canciones mientras la barca avanzaba dulcemente.

Supongo que todo el mundo ha experimentado algo así en su juventud, pero para mí era la primera vez. Yo era un ingeniero eléctrico, que sabía menos que otros de literatura y arte y apenas leía novelas; pero aquella tarde pensé en la Almohada de hierba de Natsume Sōseki, que había leído. En esa novela hay una frase que dice: «Mientras Venecia se hundía, mientras Venecia se hundía», y no sé por qué me vino a la memoria mientras Naomi y yo, mecidos por la barca, contemplábamos desde el agua, a través del velo de la bruma vespertina, el parpadeo de las luces de la orilla. Arrastrado a un éxtasis lacrimógeno, yo habría querido flotar con Naomi hasta un mundo inexplorado y remoto. En un rústico como yo, esa sensación ya era bastante para que nuestra corta estancia en Kamakura hubiera valido la pena.

A decir verdad, los tres días en Kamakura me depararon otro descubrimiento importante. Aunque llevaba algún tiempo viviendo con Naomi, no había tenido ocasión de observar su figura —la forma de su cuerpo desnudo, por decirlo sin rodeos— hasta aquel viaje. Cuando apareció, en la playa de Yuigahama, con el traje de baño y el gorro verde oscuro que habíamos comprado un día antes en el Ginza, me regocijé ante las bellas proporciones de sus miembros. Sí, me regocijé: viendo cómo le caía el kimono ya había yo conjeturado las curvas de su cuerpo, y había acertado. Mi corazón exclamó: «¡Naomi, Naomi, mi Mary Pickford! ¡Qué hermoso tu cuerpo, qué bien proporcionado! ¡Qué airosos brazos! ¡Qué piernas, rectas y esbeltas como las de un muchacho!». Y no pude por menos de acordarme de las alegres «bellezas en bañador» de Mack Sennett que había visto en el cine.

Me figuro que a nadie le divierte publicar los detalles del cuerpo de su esposa. A mí no me gusta presumir de la chica que después iba a ser mi mujer, ni contar estas cosas a tanta gente. Pero si rehúyo el tema será difícil que pueda contar mi historia con propiedad, y esta crónica no tendrá ningún sentido. Por consiguiente, debo anotar aquí qué aspecto presentaba Naomi en la playa de Kamakura, en el mes de agosto de su decimoquinto año. En aquel momento venía a ser unos dos centímetros más baja que yo (téngase en cuenta que yo, aunque de complexión robusta, era un hombre de modesta estatura, sólo un metro cincuenta y siete). Pero una característica llamativa del tipo de Naomi era el tener el tronco corto y las piernas largas, por lo que de lejos parecía mucho más alta de lo que era en realidad. Su breve tronco se adelgazaba en un talle finísimo, para ensancharse después en unas caderas opulentamente femeninas.

Habíamos visto una película llamada La hija de Neptuno, sobre una sirena, protagonizada por la famosa nadadora Annette Kellerman. «Naomi», le dije, «quiero ver cómo imitas a Annette Kellerman». Ella se irguió, con los brazos rectos por encima de la cabeza, y me mostró su pose de «trampolín». Al juntar los muslos, sus piernas, tan rectas que no quedaba hueco entre ellas, formaban un largo triángulo desde las caderas hasta los tobillos.

Estaba contenta con sus piernas. «Jōji, ¿tengo las piernas torcidas?», preguntaba. Dando unos pasitos, quedándose quieta, estirándose sobre la arena, estudiaba complacida su perfil.

Otro rasgo peculiar de su cuerpo era la línea del cuello a los hombros. Tuve muchas oportunidades de tocar sus hombros: cada vez que se ponía el traje de baño me hacía abrocharle los botones de las hombreras. Normalmente una persona como Naomi, de hombros curvos y cuello fino, tiende a ser delgada; pero en ella sorprendían los musculosos hombros y el recio pecho, señal de pulmones robustos. Cuando yo intentaba abrocharle los botones, ella respiraba hondo y movía los brazos, de manera que los músculos de la espalda se tensaban y abultaban. El traje de baño, que ya antes parecía a punto de estallar, se tensaba todavía más sobre sus hombros abultados y amenazaba abrirse por las costuras. En una palabra, tenía unos hombros fuertes y rebosantes de juventud y belleza. Cuando yo la comparaba subrepticiamente con las otras chicas de la playa, me parecía que ninguna de ellas tenía aquella combinación de hombros saludables y cuello gracioso.

—Estate quieta, Naomi. Si te mueves así no puedo abrocharte los botones —yo agarraba bien el borde del traje de baño y le metía dentro los hombros como el que embute algo grande en un saco escaso.

Con aquella constitución, era natural que fuera un chicazo y le gustara hacer deporte. Todo lo atlético se le daba bien. Después de nuestros tres días en Kamakura, estuvo yendo a diario a la playa de Ōmori para practicar la natación, y cuando acabó el verano la dominaba. También aprendió a remar y a navegar. Después de hacer ejercicio todo el día, llegaba a casa con el traje de baño mojado en la mano, se tiraba exhausta en una silla y exclamaba: «¡Estoy muerta de hambre!». Aburridos de preparar la cena todas las noches, a veces al volver de la playa nos parábamos en un restaurante occidental y nos atracábamos como si estuviéramos en un concurso. Uno tras otro desaparecían los filetes; Naomi se zampaba tres o cuatro raciones.

Podría seguir contando interminablemente mis recuerdos felices de aquel verano, pero me detendré aquí. Sólo hay una cosa más que no se puede omitir. Por aquellas fechas tomé la costumbre de bañar a Naomi: le lavaba los brazos, las piernas, la espalda, etcétera, con una esponja. La cosa empezó porque Naomi llegaba a casa demasiado soñolienta para ir al baño público. En lugar de eso se quitaba el salitre echándose agua por encima en la cocina, o mojándose con una esponja y una palangana. «Naomi», le dije, «si te acuestas así estarás toda pringosa. Métete en el barreño y yo te aclaro». Obedeció y permitió que la lavase. Poco a poco se fue haciendo costumbre. Los baños en el barreño continuaron hasta que llegaron los días frescos del otoño; entonces yo hice poner una bañera a la europea con una alfombrilla en una esquina del estudio y la cerré con un biombo. Allí ayudé a Naomi a bañarse durante todo el invierno.

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