Naomi

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El que la mimara de esa manera no significa que hubiera abandonado mi primer propósito de darle una buena educación y hacer de ella una dama respetable. Yo no tenía una idea clara de cómo era una dama respetable, pero seguramente pensaba en algo vago y simplista, como «una mujer moderna y sofisticada a la que no me avergonzaría presentar en cualquier sitio». ¿Era compatible hacer de Naomi una señora con tratarla como a una muñeca? Ahora me parece ridículo, pero entonces el amor me tenía tan trastornado que no veía la patente incongruencia.

—Naomi, cuando hay que jugar se juega y cuando hay que estudiar se estudia —le decía continuamente—. Si te esfuerzas por llegar a ser algo, te compraré muchas otras cosas.

Ella siempre respondía lo mismo:

—Sí que voy a estudiar, te lo prometo, y voy a ser una señora.

Cada día después de cenar dedicaba media hora a repasar con ella su lectura y su conversación en inglés. Dijera yo lo que dijera, «jugar» y «estudiar» tendían a fundirse. Envuelta en su traje de terciopelo o en una bata, Naomi se repantigaba en una silla y balanceaba una chinela colgada de un dedo del pie como si fuera un juguete.

—¿Qué haces, Naomi? ¡A la hora de estudiar tienes que comportarte!

Entonces se sentaba derecha, agachaba la cabeza y adoptaba el tono empalagoso de una colegiala: «Disculpe, profesor», o «Lo siento mucho, señor Kawai». Luego me miraba de reojo y me daba un besito en la mejilla. Yo no tenía valor para ser estricto con mi adorable pupila; mis reprimendas siempre acababan en payasadas pueriles.

Yo no sabía cómo iba Naomi con la música, pero el inglés llevaba ya un par de años estudiándolo con la señorita Harrison; era de suponer que hubiera hecho ya buenos progresos. Había empezado por el primer grado de lectura, y llevaba más de la mitad del segundo; el manual de conversación era el English Echo, y como gramática usaba la Intermediate Grammar de Kanda Naibu. El equivalente sería un tercer curso de la escuela media. Sin embargo, me parecía que Naomi seguía estando por debajo de un estudiante de segundo curso, o ni eso. Extrañado, fui a hablar con la señorita Harrison.

—No, no, nada, nada —dijo la amable y corpulenta solterona, con una sonrisa alegre. Hablaba un japonés un poco raro—. Es muy despierta. Va muy bien.

—Es verdad que es una muchacha despierta, pero a mí me parece que su inglés no es como debería ser. Lee, pero a la hora de traducir al japonés o hacer análisis gramatical…

—No —me interrumpió sonriente—. Tiene usted una idea equivocada. Los japoneses siempre piensan en gramática y traducción. Muy mal. Cuando se estudia inglés no hay que pensar en gramática, ni hay que traducir. Lo que hay que hacer es leer y volver a leer como inglés. La señorita Naomi tiene buena pronunciación, y lee muy bien. Pronto tendrá un nivel de inglés muy bueno.

Tenía su razón; pero yo no quería decir que Naomi tuviera que memorizar sistemáticamente las normas gramaticales. Al cabo de dos años de estudio y tras completar el tercer libro de lectura, por lo menos debería saber emplear el participio pasado, formar la voz pasiva y utilizar el subjuntivo. Pero cuando yo le hacía traducir del japonés al inglés se veía claramente que no había aprendido nada de eso. Estaba al nivel del alumno de secundaria más atrasado. A ese paso jamás llegaría a hablar un inglés correcto, por muy bien que se le diera leerlo. Yo me preguntaba qué era lo que le habían enseñado en aquellos dos años. Pero la señorita Harrison no quiso darse por enterada de mi gesto de contrariedad, y repitió, con aire magnánimo y confiado: «La señorita Naomi es una muchacha muy despierta».

Yo diría que los profesores occidentales tienen cierto prejuicio respecto a sus alumnos japoneses. O, si «prejuicio» es demasiado fuerte, se podría decir que tienen ideas preconcebidas. A mí me parece que cuando ven un muchacho o una muchacha occidentalizado, sofisticado y modoso, directamente deducen que es listo. Esa tendencia es especialmente fuerte entre las solteronas. Por eso la señorita Harrison era tan liberal en sus elogios de Naomi: desde el primer momento había decidido que Naomi era «una muchacha despierta». Naomi tenía una pronunciación sumamente fluida, como decía la señorita Harrison. Daba gusto oír su voz, gracias a sus clases de canto y a su perfecta dentadura. Su inglés sonaba precioso, y no me cabe la menor duda de que al menos yo no podía medirme con ella en ese aspecto. Seguramente la señorita Harrison estaba deslumbrada por la voz de Naomi. Me di cuenta del afecto que sentía por Naomi cuando vi con gran asombro que tenía fotos suyas clavadas alrededor de su espejo de tocador.

Aunque no me convencieran las opiniones de la señorita Harrison ni sus métodos de enseñanza, el caso es que era una occidental que valoraba a Naomi y que declaraba que Naomi era brillante. Eso era lo que yo estaba esperando, y no pude evitar quedarme tan complacido como si la señorita Harrison me hubiera aplicado a mí sus elogios. No sólo eso: como casi todos los japoneses, tendía a sentirme desvalido en contacto con los occidentales, y perdía el coraje de manifestar mis opiniones con claridad. Reblandecido por el parloteo familiar de la señorita Harrison en su extraño japonés, no le dije lo que le debería haber dicho. No importa, pensé para mis adentros. Si es eso lo que piensa, bastará con llenar las lagunas en casa.

—Sí, tiene usted mucha razón —le respondí—. Es lo que usted dice. Ahora lo comprendo. No me volveré a preocupar.

Y con una sonrisa ambigua y aduladora me despedí y me volví a casa alicaído. No había resuelto nada.

—¿Qué te ha dicho la señorita Harrison, Jōji? —me preguntó Naomi esa noche. El tono de su voz indicaba que confiaba en el respaldo de la profesora y no se tomaba en serio la cuestión.

—Me ha dicho que vas muy bien. Pero los occidentales no entienden la psicología de los estudiantes japoneses. Se equivoca si piensa que basta con tener buen acento y poder leer de corrido. Tú eres buena memorizando, pero cuando te pido que traduzcas resulta que no has comprendido para nada el contenido. Eso lo hace un loro. A este paso tu inglés no te servirá nunca de nada.

Fue la primera vez que reñí de verdad a Naomi. Me sublevaron su mirada de triunfo y su manera de ponerse del lado de la señorita Harrison, como diciendo: «¿Qué te decía yo?». Pero, más que eso, me surgió la duda de que Naomi pudiera llegar a ser aquella «gran señora» de la que hablábamos. Aparte de su inglés, no era difícil ver qué futuro podía tener una cabeza que no era capaz de asimilar ni las normas gramaticales. ¿Por qué estudian los chicos geometría y álgebra en la escuela secundaria? Lo que se persigue no es tanto dotarles de una herramienta práctica como cultivar su capacidad de utilizar la mente con precisión. Antiguamente una mujer podía pasarse sin una mente analítica, pero eso ya no es así. Una mujer que quiera estar «a la altura de las occidentales» y ser una «gran señora» no promete mucho si carece de aptitud para el pensamiento sistemático y el análisis.

Hasta entonces yo sólo dedicaba treinta minutos al día a repasar sus lecciones, pero entonces me empeñé en darle clase de traducción del inglés y gramática inglesa entre una hora y hora y media o más cada día. Ya no le permitía las bromas de antes; la regañaba severamente. Como era en la comprensión donde fallaba más, me abstenía de dar explicaciones detalladas, y en su lugar le daba pequeñas pistas para que ella dedujera el resto. Si el tema de estudio era la voz pasiva, por ejemplo, inmediatamente le ponía un ejercicio.

—Muy bien, traduce esto al inglés —le decía—. Si has entendido lo que acabas de leer, sabrás hacerlo.

Luego esperaba pacientemente a que ella me diera la respuesta. Si la respuesta era equivocada, no le decía dónde estaba el error.

—No lo has entendido, ¿verdad? Vuelve a leer la gramática —y así la remitía una y otra vez al libro de texto.

Si no era capaz ni por ésas, le decía:

—Naomi, ¿cómo quieres llegar a alguna parte si no eres capaz de hacer algo tan sencillo? ¿Cuántos años tienes ya? Has sido corregida una y otra vez sobre lo mismo, y sigues sin entender. ¿Dónde tienes la cabeza? La señorita Harrison dice que eres despierta, pero a mí no me lo parece. Si fueras a una academia y no supieras hacer esto, serías la última de la clase.

Al final perdía los estribos y le levantaba la voz, y Naomi hacía pucheros, inflaba los carrillos y se echaba a llorar.

Normalmente éramos la más feliz y enamorada de las parejas: yo me reía con todo lo que le hacía reír, y no nos peleábamos nunca. Pero cuando llegaba la hora de repasar el inglés el ambiente se nublaba y se hacía opresivo para los dos. Una vez al día yo perdía la paciencia y ella se enfurruñaba. Un momento antes estábamos contentos, y de pronto nos sentábamos tiesos y nos lanzábamos miradas de hostilidad. Yo olvidaba mi intención original de hacer de ella una gran señora, y, frustrado por mi propia incompetencia, empezaba a encontrarla exasperante. Si Naomi hubiera sido un chico es muy posible que yo hubiera perdido los nervios y le hubiera dado una bofetada. Aun así, no hacía más que gritarle: «¡Idiota!». Una vez hasta le di en la frente con los nudillos. Su reacción era ponerse terca, y no contestar aunque supiera la respuesta. Aguantando las lágrimas que le corrían por las mejillas, se quedaba muda como una piedra. Una vez que caía en aquel empecinamiento su terquedad era asombrosa, y el darse por vencida no entraba en su carácter. Al final era yo el que cedía y el asunto quedaba sin zanjar.

Hasta que un día ocurrió lo siguiente. Yo le había repetido multitud de veces que el gerundio (doing, going, etcétera) debe ir precedido del verbo to be, pero Naomi no se enteraba; seguía diciendo I going y He making. «¡Idiota!», le gritaba yo una y otra vez. Me quedé afónico a fuerza de explicarle las distintas aplicaciones de going, incluidos los tiempos verbales: pasado, futuro, futuro perfecto, pasado perfecto. Para mi asombro, ella no entendió nada: siguió escribiendo He will going y I had going. Rabioso, grité:

—¡Idiota! ¡Mira que eres tonta! ¿Cuántas veces hay que decirte que no se dice will going y have going? Si no te entra, vamos a seguir machacando hasta que te entre. De aquí no te vas mientras no lo hagas a derechas, aunque haya que estar en pie toda la noche.

Le devolví violentamente el lápiz y el cuaderno. Naomi había palidecido. Apretando los labios, me miró con furia desde su cara gacha. De pronto cogió el cuaderno, lo rasgó en dos pedazos y lo tiró al suelo. Después volvió a clavar en mí aquellos ojos que daban miedo, como si quisiera taladrarme la cara.

—¿Qué haces? —sorprendido por la ferocidad bruta de su mirada, tardé un momento en recuperarme—. ¿Te has puesto rebelde, eh? «¿Quién quiere estudiar?», estás pensando. «Voy a estudiar mucho», decías; «voy a ser una gran señora». ¿Ahora has cambiado de opinión? ¿Por qué has roto el cuaderno? Discúlpate. Si no te disculpas, no quiero saber más de ti. ¡Hoy mismo te vas de esta casa!

Naomi permaneció tercamente silenciosa, con la cara blanca como el papel. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa, como si fuera a llorar.

—Muy bien, no te disculpes. Vete. ¡Lárgate ahora mismo!

Nada menos que eso le haría mella, pensé, y en consecuencia me levanté, reuní varias cosas suyas de vestir e hice con ellas un fardo. Bajé del piso de arriba mi cartera y saqué un par de billetes de diez yenes.

—Naomi —dije, lanzándoselo todo—, he puesto algunas de tus cosas en ese bulto. Lo coges y te vuelves a Asakusa esta noche. Y aquí tienes veinte yenes. No es mucho, pero para ahora vale. En unos días me encargaré de los detalles, y mañana te mandaré el resto de tus cosas… ¿Y bien? ¿Por qué no dices nada?

A pesar de su mirada desafiante, en el fondo seguía siendo una niña. Mi determinación la arredró; pesarosa, bajó la cabeza y pareció como encogerse sobre sí misma.

—Eres terca, pero lo que he dicho lo mantengo. Si crees que no tienes razón, discúlpate. Si no quieres disculparte, entonces vete a tu casa. Decídete. ¿Vas a pedirme disculpas? ¿O te vuelves a Asakusa?

Ella meneó la cabeza.

—Entonces, ¿no te quieres volver?

Ella meneó nuevamente la cabeza.

—¿Te vas a disculpar?

Ella asintió.

—En ese caso te perdonaré. Hazme la reverencia debida.

Ella apoyó las manos a regañadientes sobre la mesa, pero aún parecía burlarse de mí al hacer una pequeña reverencia descuidada, apartando los ojos.

Ya fuera porque había sido así desde el principio o porque yo la hubiera echado a perder, estaba claro que su carácter insolente y caprichoso iba a peor con el tiempo. O quizá yo lo había dejado pasar como una gracia juvenil cuando aún contaba quince o dieciséis años, y ahora que era mayor me resultaba ingobernable. Antes, cada vez que se ponía displicente y mandona, bastaba una pequeña reprimenda para dejarla como un guante; pero ahora se esquinaba a la más mínima. Cuando lloraba, aún estaba defendiéndose; pero había veces en que, por muy severamente que yo la regañara, me provocaba haciéndose la inocente, o me asestaba aquella mirada cortante de abajo arriba. Si existe la electricidad animal, los ojos de Naomi la poseían en abundancia. Parecía increíble que fueran los ojos de una mujer. Agudos, centelleantes y temibles, aún así rebosaban una seducción misteriosa. Y a veces, cuando me lanzaba aquella mirada asesina, yo sentía que me recorría un escalofrío.

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