Naomi

Naomi


12

Página 14 de 30

12

La casa de Ōmori siempre había sido tranquila; pero pasó el tiempo, y Hamada, Kumagai y sus amigos, en su mayoría jóvenes a los que habíamos conocido en bailes, fueron a visitarnos cada vez con más frecuencia.

Solían venir por la tarde, más o menos a la hora en que yo volvía de trabajar; ponían el gramófono y bailaban. No era sólo que a Naomi le gustara tener compañía; no había servidumbre ni personas mayores que les coartasen, y el estudio era perfecto para bailar. Disfrutaban tanto que se les pasaba el tiempo sin sentir. Al principio tenían la cortesía de irse a la hora de cenar, pero después Naomi empezó a obligarles a quedarse: «Eh, ¿dónde vais? Tomad algo antes de iros». Total, que al final siempre encargábamos comida occidental para ellos.

Era una noche húmeda de mediados de junio, al comienzo de la estación lluviosa. Hamada y Kumagai habían venido y estaban todavía de charla cuando, pasadas las once, en las ventanas empezó a sonar un aguacero. Los dos hablaron de irse a casa, pero vacilaron un poco.

—Hace un tiempo fatal. No os podéis ir con la que está cayendo. Quedaos aquí esta noche —dijo de repente Naomi—. ¿Por qué no? Ma-chan, ¿tú puedes, no es cierto?

—Sin duda. Me da igual. Pero si Hamada se va a su casa, yo también.

—Hama-san se puede quedar, ¿verdad que sí? —Naomi me lanzó una mirada—. No pasa nada, Hama-san, no hay que tener vergüenza. Si fuera invierno no habría suficiente ropa de cama, pero ahora da para cuatro personas. Y mañana es domingo, así que Jōji estará en casa y podemos dormir hasta la hora que nos parezca.

—Sí, ¿por qué no se quedan? Está lloviendo a cántaros.

No me quedaba otro remedio que sumarme a la invitación.

—Venga, ¿qué decís? Y mañana podemos seguir pasándolo bien. ¡Ya sé, por la tarde podemos ir a Kagetsuen!

Cuando por fin se decidió que se quedaran, yo pregunté:

—¿Qué hacemos con el mosquitero?

—No hay más que uno, así que dormiremos todos juntos debajo. ¡Así será más divertido! —chilló Naomi feliz, como una niña de excursión. Quizá dormir en grupo fuera algo terriblemente novedoso para ella.

Yo no estaba preparado para eso. Había pensado que ofreceríamos el mosquitero a los otros dos mientras Naomi y yo quemábamos incienso insecticida y dormíamos en el sofá del estudio. No había contado con que los cuatro compartiéramos un cuartito. Pero eso era lo que quería Naomi, y yo no quería aparecer como un aguafiestas delante de los otros. Como siempre, Naomi lo decidió todo mientras yo titubeaba.

—Voy a sacar las camas, y quiero que me ayudéis los tres —ordenó, y con ella a la cabeza subimos a la mayor de las habitaciones de arriba.

Me pregunté cómo pensaría colocar los futones. El mosquitero no daba de sí para que todos durmiéramos debajo en paralelo. La solución era que tres durmieran en paralelo y el cuarto en perpendicular.

—Vamos a hacerlo así: los tres hombres dormís ahí juntos, y yo duermo aquí sola.

—Esto no va a funcionar muy bien —dijo Kumagai, metiendo la cabeza debajo del mosquitero que acabábamos de instalar—, todos aquí amontonados como cerdos en una cochiquera.

—¿Y qué pasa por estar amontonados? Oye, no puedes pedir lujos todo el tiempo.

—¿Tampoco cuando disfruto de la hospitalidad de los amigos?

—Pues claro que no. De todos modos, esta noche no vas a poder dormir.

—Ya lo creo que voy a dormir. Voy a dormir y voy a roncar —vestido todavía con su kimono, Kumagai se tiró a la cama, haciendo retemblar la casa.

—Tú creerás quizá que vas a dormir, pero yo no te dejaré. Hama-san, no dejes que Ma-chan se duerma. Si le entra el sueño, hazle cosquillas.

—¿Quién puede dormir con el bochorno que hace?

A la derecha de Kumagai, que estaba despatarrado en el centro con las rodillas levantadas, yacía Hamada boca arriba en camiseta y pantalones. Su vientre formaba una marcada depresión en su cuerpo enteco. Con una mano apoyada en la frente y la otra moviendo un abanico, parecía escuchar atentamente la lluvia de fuera. El rumor del abanico parecía acentuar su incomodidad.

—Además, me parece que yo no voy a poder dormir muy bien con una chica en la habitación.

—Pero si soy un chico, no una chica. Tú mismo lo dijiste, Hama-san, que yo a ti no te parecía una chica.

En la penumbra, más allá del mosquitero, la blancura de la espalda de Naomi relumbró por un instante al ponerse el camisón.

—Bueno, lo diría, pero…

—Si me tumbo a tu lado, ¿te pareceré una chica?

—Creo que sí.

—¿Y tú qué dices, Ma-chan?

—No me preocupa. Para mí no eres una chica.

—¿Pues qué soy?

—Vamos a ver… Eres una morsa.

—Eso me gusta. ¿Y qué es mejor, una morsa o una mona?

—Ninguna de las dos —dijo Kumagai, poniendo voz de sueño. Yo me tendí a su izquierda, escuchando en silencio la cháchara. Me preguntaba cómo se tumbaría Naomi cuando entrara bajo el mosquitero, si con la cabeza hacia Hamada o hacia mí. Su almohada estaba colocada en una posición ambigua, ni aquí ni allá. Sospeché que la hubiera dejado así adrede cuando extendió los futones, para poderse instalar mirando a un lado o al otro. Por fin, vistiendo su camisa de crespón color de rosa, se metió bajo el mosquitero y se quedó de pie.

—¿Apago la luz? —preguntó.

—Sí, sería buena idea —era la voz de Kumagai.

—De acuerdo.

—¡Ay! ¡Oh! —dijo Kumagai. Naomi se le había subido al pecho, utilizándole como peldaño para llegar al interruptor.

La habitación quedó a oscuras, pero la farola que había delante de la casa proyectaba su luz sobre la ventana, iluminando el interior lo suficiente para distinguir la cara y la ropa de cada cual. Naomi se fue a su sitio pasando por encima de la cabeza de Kumagai; por un instante se abrieron los vuelos de su camisón, y por mi nariz pasó un soplo de aire tentador.

—Ma-chan, ¿te apetece un cigarrillo?

En lugar de tumbarse, Naomi se sentó sobre su almohada separando las rodillas como un hombre, y bajó los ojos hacia Kumagai:

—¡Eh! ¡Ponte hacia aquí!

—Demonios, ¿no me vas a dejar dormir?

Naomi soltó su risilla.

—¡Aquí! ¡Ponte hacia aquí! Si no lo haces, te atacaré.

—¡Ay! ¡Para, para! ¡Para, te digo! Soy un ser vivo; trátame con un poco de respeto. Una cosa es que uno sea fuerte, y otra que le pisen y le den de puntapiés.

Nuevas risillas.

Yo estaba mirando a lo alto del mosquitero, así que no puedo estar seguro, pero al parecer Naomi le estaba clavando los dedos de los pies en la cabeza.

—Me rindo —dijo por fin Kumagai, dándose la vuelta.

—Ma-chan, ¿estás hacia arriba? —era Hamada.

—Sí, me estaba atormentando.

—Hama-san, tú también te tienes que volver para este lado. Si no, te atormentaré a ti.

Hamada se dio media vuelta y se tumbó boca abajo.

Entonces oí el crujido de una caja de cerillas que Kumagai se sacó del kimono. Encendió una, y sobre mis ojos estalló una llama.

—Jōji, ¿por qué no te vuelves tú también hacia aquí? ¿Qué haces ahí tú solo?

—¿Cómo dices…?

—¿Qué te ocurre? ¿Tienes sueño?

—Ah, sí, creo que me estaba quedando dormido.

Ella volvió a reír.

—Lo haces muy bien, pero es mentira. ¿A ver? ¿Tengo razón o no? ¿No será que estás un poquito nervioso?

Había dado en la diana. Yo tenía los ojos cerrados, pero sentí que me ponía colorado.

—No pasa nada. Sólo nos estamos divirtiendo un poco, así que puedes relajarte y dormir… O, si de veras estás nervioso, ¿por qué no miras para acá? No hay necesidad de hacerse el mártir.

—Yo creo que quiere que le atormenten —era Kumagai; encendió un cigarrillo y le dio una calada.

—¡Ah, no! No tendría sentido atormentarle; ya lo hago yo todo el rato.

—Es un hombre afortunado —dijo Hamada, pero no lo decía en serio; sólo pude tomarlo como un halago dirigido a mí.

—¿Jōji? Oye, si quieres que te atormente, lo haré.

—No, ya he tenido bastante.

—En ese caso, vuélvete hacia mí. Hace muy raro que una sola persona mantenga esa diferencia.

Me di la vuelta y apoyé la barbilla en la almohada. Naomi estaba sentada con las rodillas dobladas y las piernas abiertas en V. Tenía un pie plantado delante de la nariz de Hamada y el otro delante de la mía. Entre sus piernas estaba la cabeza de Kumagai, que fumaba su Shikishima tan tranquilo.

—Bueno, Jōji, ¿qué te parece la vista?

—Hum…

—¿Qué quiere decir «hum»?

—No me gusta mucho. ¿Realmente eres una morsa?

—Así es, soy una morsa, y estoy descansando sobre el hielo. Y estos tres que tengo estirados delante de mí son morsos.

La gasa verde pálida colgaba del techo como una espesa nube… el largo pelo de Naomi, negro incluso contra la oscuridad de la noche, caía suelto alrededor de su blanco rostro… aquí y allá, las aberturas de su descuidado camisón dejaban ver su pecho, sus brazos y sus pantorrillas… era una de las posturas que Naomi adoptaba siempre para seducirme: ante eso me convertía en presa fácil. Sentí que me miraba fijamente, en la vaga oscuridad, con su expresión seductora de costumbre, sonriendo con mirada malévola.

—Y mientes cuando dices que no te gusta. Siempre dices que no te puedes controlar cuando me pongo un camisón, pero esta noche vas a tener que aguantarte por respeto a los demás. ¿Tengo razón, Jōji?

—No seas ridícula.

Ella respondió con su risilla.

—Si te pones así de despectivo te haré ceder. ¿Quieres?

—Eh, eh, van ustedes demasiado lejos —dijo Kumagai—. Sería mejor dejarlo para mañana por la noche.

—Eso creo yo también —le secundó Hamada—. Esta noche hay que tratar igual a todo el mundo.

—Os estoy tratando igual. Sólo por ser justa tengo este pie delante de ti, Hamada, y este otro delante de Jōji.

—¿Y yo qué?

—Tú eres el más favorecido de todos, Ma-chan. Eres el que está más cerca de mí, y mira dónde tienes la cabeza.

—Me siento muy honrado.

—¡Ya puedes!

—¿Pero tú no pensarás pasarte toda la noche ahí sentada, no? ¿Qué va a pasar cuando te tumbes?

—Bueno, vamos a ver, Hamada: ¿dónde pondré la cabeza? ¿Hacia ti o hacia Jōji?

—No tiene gran importancia dónde pongas la cabeza.

—Sí la tiene —dijo Hamada—. Tú estás en medio, Ma-chan, y a ti te da lo mismo, pero para mí es un problema.

—¿De veras, Hamada? Entonces me tumbaré con la cabeza hacia ti.

—Ése es el problema. Si pones la cabeza hacia aquí, me preocuparé; pero también me pondré nervioso si te tumbas con la cabeza hacia el señor Kawai.

—Se mueve mucho al dormir —interpuso Kumagai—. Aquel al que le toquen los pies se puede llevar una patada en mitad de la noche.

—Señor Kawai, ¿es verdad que se mueve mucho?

—Sí, más de lo normal.

—Oye, Hamada.

—¿Sí?

—Me han dicho que lamiste la planta del pie de alguien estando dormido —dijo Kumagai con una risotada.

—¿Y qué pasa por lamer un pie? Jōji lo hace todo el tiempo. Dice incluso que tengo los pies más bonitos que la cara.

—Eso es una especie de fetichismo, ¿no?

—Pero es verdad. ¿No es verdad, Jōji, que te gustan más mis pies?

Después de lo cual Naomi ponía los pies primero hacia mí y después hacia Hamada, diciendo: «Hay que ser equitativo». Cada cinco minutos se daba la vuelta y se estiraba en la dirección contraria: «¡Ahora le tocan los pies a Hamada!». Sin levantarse, giraba el cuerpo como un compás de dibujo, levantaba los pies al girar, y daba una patada a lo alto del mosquitero al tirar la almohada de un extremo al otro. La actividad de la morsa era tan violenta que la parte baja del mosquitero, de la que en cualquier caso sobresalía medio colchón por su lado, subía y bajaba, dejando entrar a todos los mosquitos habidos y por haber.

—¡Maldición! ¡Aquí hay un millón de mosquitos! —Kumagai se sentó de pronto y empezó a batallar con ellos. Alguien pisó el mosquitero, se rompieron sus enganches y se nos cayó encima. Bajo la gasa caída, Naomi botó todavía más que antes. Sujetar los enganches y volver a colgar la red llevó un buen rato. Cuando por fin se calmó un poco el alboroto, el cielo empezaba a clarear.

El rumor de la lluvia, el ulular del viento, los ronquidos de Kumagai tendido junto a mí… Al arrullo de aquellas cosas me dormí por fin, pero en seguida me desperté otra vez. La habitación era angosta cuando sólo estábamos los dos, y se llenaba de la dulce fragancia y el olor a sudor de la piel y la ropa de Naomi. Aquella noche, con dos hombres de más en la habitación, el olor rancio a humanidad era más fuerte que nunca; y el aire, entre las paredes cerradas, producía esa sensación de bochorno sofocante que precede a un terremoto. De vez en cuando, cuando Kumagai se daba una vuelta dormido, me rozaban un brazo o una pierna húmedos y fríos. La almohada de Naomi estaba de mi lado, pero ella tenía puesto encima un pie. La otra rodilla estaba levantada, y el pie metido debajo de mi colchón. Su cabeza estaba en ángulo hacia Hamada; los brazos, abiertos a uno y otro lado. Exhausto, el chicazo dormía felizmente.

—Naomi —murmuré, luego de comprobar que los otros respiraban acompasadamente. Acaricié el pie que descansaba debajo de mi colchón. ¡Ay, aquel pie! Aquel pie apaciblemente dormido, blanco, bello; aquel pie era mío: yo lo había lavado y enjabonado todas las noches en el baño desde que era niña. ¡Y aquella piel suave! El cuerpo de Naomi había dado un estirón desde sus quince años, pero aquel pie seguía siendo tan adorable como siempre. Apenas parecía haberse desarrollado. Sí, el dedo gordo era exactamente igual. La forma del dedo pequeño, la redondez del talón, la carnosidad del arco: todo era igual que antes… Sin darme cuenta, apreté los labios suavemente contra el empeine.

Me volví a dormir cuando ya había amanecido, y me despertó un estallido de risa. Naomi me estaba metiendo un papelillo enrollado por la nariz.

—¿Jōji? ¿Estás despierto?

—¿Qué hora es?

—Las diez y media. Pero todavía no hay que levantarse. Vamos a quedarnos en la cama hasta que suene el cañón del mediodía.

Había dejado de llover, y el cielo de domingo era azul; pero en la habitación seguía flotando el olor rancio a humanidad.

Ir a la siguiente página

Report Page