Naomi

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Naomi y yo hablamos en la cama aquella noche como si nada hubiera pasado; pero, a decir verdad, yo no había podido quitármelo por completo de la cabeza. Ya no era honrada, y ese pensamiento no sólo arrojaba una sombra oscura sobre mi corazón; también rebajaba el valor de Naomi, que hasta ese momento era mi tesoro, a menos de la mitad. Porque la mayor parte de su valor para mí estaba en que yo mismo la había criado, yo mismo había hecho de ella la mujer que era, y sólo yo conocía todos los recovecos de su cuerpo. Para mí Naomi era igual que una fruta que yo hubiera cultivado con mis propias manos. Yo había trabajado arduamente, sin escatimar esfuerzos, para llevar a esa fruta hasta su actual y magnífica madurez, y era lo justo que yo, el cultivador, fuera el que la saborease. Nadie más tenía ese derecho. Y en ésas, cuando yo no estaba mirando, un absoluto extraño había mondado la piel y se había llevado un mordisco. Una vez perpetrada la profanación, no había cantidad de disculpas que deshicieran lo ocurrido. La tierra preciosa y sagrada de su piel había quedado mancillada para siempre con las huellas cenagosas de dos ladrones. Cuanto más pensaba en ello, mayores eran mi dolor y mi pesar. No odiaba a Naomi; odiaba lo que había ocurrido.

«Jōji, perdóname…», dijo ella cuando me vio llorar en silencio. Su actitud había cambiado por completo. Yo sólo pude asentir mientras seguía llorando. Podía decir: «Te perdono», pero con eso no se borraba la angustiosa certeza de que lo que había ocurrido no se podía deshacer.

De ese modo nuestro verano en Kamakura tuvo un final cruel, y volvimos a la casa de Ōmori. No nos llevábamos bien; yo no siempre podía ocultar lo que sentía. Aunque superficialmente habíamos resuelto nuestras diferencias, yo seguía sin fiarme de ella. Cuando estaba trabajando me preocupaba por Kumagai. Me inquietaba tanto la conducta de Naomi en mi ausencia, que por la mañana fingía irme a trabajar y me colaba después por la puerta de atrás; la seguía cuando iba a sus clases de inglés y de música, y leía su correo a hurtadillas. Empecé a sentirme como un espía. Naomi daba la impresión de reírse para sí de mi persistencia. No reñía conmigo, pero empezó a ponerse desagradable.

—¡Eh! ¡Naomi! —exclamé una noche, sacudiéndola (ya jamás le hablaba como a una niña). Se estaba haciendo la dormida, y tenía una expresión particularmente fría en la cara—. ¿Qué haces, haciéndote la dormida? ¿Tanto me odias?

—No me hago la dormida. Simplemente quería dormir, y por eso he cerrado los ojos.

—Pues ábrelos. No tienes por qué tener los ojos cerrados cuando te hablo.

De mala gana los abrió un poco. Aquella estrecha rendija que me miraba a través de las pestañas daba a su rostro un aspecto todavía más frío y cruel.

—¿Qué? ¿Me odias? Si es eso, dilo.

—¿Por qué haces esa pregunta?

—Lo noto en tu manera de actuar. Ya no discutimos, pero en nuestros corazones estamos el uno contra el otro. ¿A esto se le puede llamar ser marido y mujer?

—Tú eres el que está contra mí. Yo no.

—Yo creo que es mutuo. Tu actitud me pone nervioso. Empiezo a tener sospechas, y…

Naomi me interrumpió con su sarcástica risa nasal.

—Entonces deja que yo te pregunte: ¿es que hay algo sospechoso en mi actitud? Si lo hay, veamos en qué te basas.

—No me baso en nada, pero…

—¿Y no es irracional sospechar de mí sin ninguna prueba? No esperarás que vivamos como marido y mujer cuando tú no te fías de mí y no me dejas ni la menor libertad ni mis derechos como tu esposa. ¿Crees que no me entero de nada? Sé que has estado leyendo mis cartas y siguiéndome los pasos como un detective.

—No ha estado bien por mi parte, pero es que estoy con los nervios de punta por lo que pasó antes. Eso lo tienes que entender.

—¿Y qué quieres que haga? ¿No quedamos en que no íbamos a hablar del pasado?

—Quiero que me abras el corazón. Quiero que me quieras para que se me calmen los nervios.

—No puedo, mientras no te fíes de mí.

—Me fiaré. A partir de ahora me fiaré.

Aquí tengo que reconocer lo viles que somos los hombres. Fuera lo que fuese lo que ocurriera durante el día, por la noche siempre cedía ante ella. O, mejor que «cedía», debería decir que ella sometía al animal que había en mí. La verdad es que yo seguía sin fiarme ni un pelo, pero el animal que había en mí me obligaba a someterme ciegamente; me llevaba a dejarlo todo y rendirme. Naomi ya no era un tesoro sin precio ni un ídolo adorado; había pasado a ser una ramera. Ni la inocencia de los amantes ni el afecto conyugal sobrevivían entre nosotros. Esos sentimientos se habían evaporado como un sueño antiguo. ¿Por qué seguía yo sintiendo algo por aquella mujer infiel y manchada? Porque me arrastraban sus encantos físicos. Eso me degradaba al mismo tiempo que degradaba a Naomi, porque significaba que había perdido mi integridad, mi exigencia y mi sinceridad como hombre, que me había despojado de mi orgullo y me había rebajado ante una fulana, y ya no sentía vergüenza de haberlo hecho. En realidad, había veces en que adoraba la figura de aquella zorra despreciable como si venerase a una diosa.

Bastante bien conocía Naomi mi debilidad. Cuando empezó a darse cuenta de que su cuerpo era irresistible para los hombres, y que una vez llegada la noche podía poner a un hombre de rodillas, pasó a ser increíblemente grosera durante el día. Dejó claro que lo que hacía era vender la «mujer» que llevaba dentro a aquel hombre, y que no tenía otro interés por él ni otros lazos con él. Se mostraba hosca, seca e indiferente, como una desconocida que yo me cruzara por la calle. Si yo le hablaba, nunca me daba una respuesta satisfactoria. Si era absolutamente necesario, contestaba con un sí o con un no. Yo sólo podía interpretar su comportamiento como una señal de desafío indirecto y desdén absoluto hacia mí. «Jōji, no tienes ningún derecho a enfadarte, por muy fría que yo pueda ser. Me estás sacando todo lo que puedes; ¿no te basta con eso?» Eso era lo que parecía decir su mirada implacable cada vez que me tenía en su presencia. Y la expresión de sus ojos decía a menudo: «Qué hombre más asqueroso…, bajo y ruin como un perro. Le aguanto porque no me queda otro remedio».

Aquella situación no podía durar mucho. A la vez que sondeábamos cada uno el corazón del otro y llevábamos adelante nuestro litigio sordo y soterrado, sabíamos que el día menos pensado iba a estallar. Una tarde la llamé con un tono más dulce y cariñoso de lo habitual.

—Digo, Naomi: ¿por qué no abandonamos los dos esta absurda terquedad? Yo no sé tú, pero yo ya no la soporto más, esta vida glacial que llevamos.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Volvamos a ser una pareja de verdad. No podemos seguir viviendo con esta desesperación. Debemos tratar de recuperar nuestra felicidad de antes.

—Aunque lo intentásemos, los sentimientos no cambian tan fácilmente.

—Tal vez, pero yo creo que hay un camino para que volvamos a ser felices. Si tú estuvieras de acuerdo…

—¿De qué camino me hablas?

—¿No quieres tener un niño? ¿Ser madre? Si tuviéramos un hijo, uno solo, podríamos ser marido y mujer de verdad. Podemos ser felices. Te lo ruego. Dime que sí.

—No. No quiero —su respuesta fue instantánea y tajante—. ¿No me decías que yo no debía tener hijos? ¿Que querías que siguiera siendo joven siempre, como una niña? ¿Que no había nada más espantoso para una pareja que tener un hijo?

—Es verdad que en otro tiempo lo pensé, pero…

—Entonces es que ya no me quieres como me querías antes, ¿verdad? No te importa lo vieja y lo fea que me vuelva, ¿verdad? No, yo sé lo que digo. Eres tú el que no me quiere.

—No me comprendes. Antes te quería como amiga. Ahora te voy a querer como a una esposa de verdad.

—¿Y tú crees que con eso se recupera nuestra «felicidad de antes»?

—Puede ser que no sea igual, pero la verdadera felicidad…

—No, no, ya he oído bastante —y sacudió la cabeza con violencia sin dejarme acabar—. Yo quiero la clase de felicidad que teníamos antes. No quiero otra cosa. Ése fue el trato cuando me vine a vivir contigo.

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