Naomi

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Si Naomi se negaba a tener un hijo, me quedaba otro recurso. Nos iríamos de la «casa de cuento» de Ōmori y pondríamos una casa más razonable y tranquila. Yo había vivido en aquel extraño e impráctico estudio de artista porque me atraía la idea seductora de la vida simple; pero indudablemente la casa había contribuido a que nuestras vidas fueran caóticas. Era inevitable que una joven pareja que vivía sin criada en una casa así se hiciera egoísta, abandonara la vida sencilla y cayera en costumbres desordenadas. Para tener un ojo puesto sobre Naomi cuando estaba fuera, contrataría a una doncella y una cocinera. No más «casas culturales»: nos mudaríamos a una casa de puro estilo japonés, adecuada para un caballero de clase media y con espacio para un matrimonio y dos muchachas. Vendería los muebles occidentales que veníamos usando y compraría en su lugar mobiliario japonés. Compraría un piano para Naomi. Le pediríamos a la señorita Sugizaki que viniera a darle clase en casa. También le diríamos a la señorita Harrison que viniera para las clases de inglés. Naomi ya no tendría que salir. Pero yo necesitaría bastante capital para poner en práctica mi plan. Decidí que le pediría el dinero a mi familia y no le diría nada a Naomi hasta tener resueltos todos los preparativos. Con esa idea, empecé a dedicar mucho tiempo a buscar una casa en alquiler y ver muebles.

Mi familia inmediatamente me envió una orden de pago por mil quinientos yenes. En respuesta a mi solicitud de criada, mi madre me escribía en la carta acompañante: «Tenemos la persona ideal para ti. Te acordarás de Sentarō, que trabajó en casa. Su hija Ohana ha cumplido hace poco los quince años. Como ya la conoces, estarás cómodo con ella. Te estoy buscando cocinera. Te enviaré alguna para cuando hayas encontrado la nueva casa».

Naomi debió de intuir que me traía algo entre manos, pero al principio mantuvo una calma inquietante, como si dijera: «Me limito a observar a ver qué ocurre». Hasta que una noche, dos o tres días después de que llegara la carta de mi madre, ronroneó:

—Jōji, me gustaría algo de ropa occidental. ¿Me la querrás comprar?

Su tono era a la vez coqueto y extrañamente despectivo.

—¿Ropa occidental? —atónito, la miré de hito en hito. «Ajá; sabe que ha venido un giro, y me está sondeando», pensé para mis adentros.

—¿Querrás? Ropa japonesa también estaría bien. Algo bonito para ponerme este invierno.

—No te voy a comprar nada de eso en mucho tiempo.

—¿Por qué no?

—¿No tienes ya ropa para dar y tomar?

—Pero estoy cansada de lo que tengo. Quiero algo nuevo.

—No te voy a permitir más esa clase de lujos.

—¿De veras? ¿Entonces en qué vas a emplear ese dinero?

¡Ya se le escapó!, pensé. Fingiendo ignorancia dije:

—¿Dinero? ¿Qué dinero?

—Jōji, he leído la carta certificada que había debajo de la librería. Como tú lees mi correo, pensé que no pasaría nada por hacer yo lo mismo.

Eso no me lo había esperado. Pensaba que simplemente habría visto el sobre certificado y habría deducido que contenía una orden de pago. No había contado con que leyera la carta que había escondido debajo de la librería. Sin duda había estado rebuscando con la esperanza de desvelar mi secreto. Si la había leído, habría visto la cantidad del envío. Se habría enterado de mis planes de mudanza, de la muchacha y de todo lo demás.

—Con todo ese dinero puedes comprarme aunque sólo sea un kimono. ¿Qué decías antes? «Viviré en una casa pequeña y soportaré cualquier inconveniente por ti. Con el dinero que ahorre te daré todos los lujos.» ¿Ya no te acuerdas de lo que decías? Has cambiado por completo desde entonces.

—Mi corazón no ha cambiado. Te sigo queriendo, sólo que ahora lo demuestro de otra manera.

—Entonces ¿por qué has tenido en secreto que nos mudábamos de casa? ¿Qué pensabas, hacerlo por decreto?

—Iba a hablarte de ello cuando encontrara una buena casa, por supuesto —adoptando un tono más suave, intenté apaciguarla con una explicación—. Naomi, te voy a decir lo que realmente siento. Yo sigo queriendo darte lujos. No sólo ropa lujosa: quiero que vivas en una casa como es debido. Quiero que tu vida sea en todos los aspectos la que corresponde a una señora. No tendrás nada de que quejarte.

—¿De veras? Gracias.

—Quizá te gustaría venir conmigo mañana a ver casas. Cualquier sitio estará bien si tiene más habitaciones que éste, y si a ti te gusta.

—En ese caso, elijo una casa occidental. No aguantaría una casa japonesa.

Mientras yo buscaba una respuesta, su cara dijo: «Te lo advertí», y ella me espetó:

—En cuanto a la criada, les pediré que me la busquen en Asakusa. Puedes decir que no a esa paleta. Es una criada para mí, acuérdate.

Las nubes de tormenta se cerraron poco a poco sobre nosotros al multiplicarse ese tipo de discusiones. Había muchos días en los que ni siquiera nos dirigíamos la palabra. La explosión llegó por fin a primeros de noviembre, dos meses después de que volviéramos de Kamakura, cuando tuve la prueba positiva de que Naomi no había roto con Kumagai.

No es necesario describir en detalle los hechos que condujeron a mi descubrimiento. Aunque estaba atareado con los preparativos del traslado, mi intuición me hacía seguir sospechando de Naomi y mantener mis actividades investigadoras, con el resultado de que un día la sorprendí cuando volvía de una audaz cita secreta con Kumagai en el Pabellón Amanecer, cerca de nuestra casa de Ōmori.

Esa mañana, despiertas mis sospechas por su maquillaje desusadamente llamativo, di media vuelta después de salir de casa y me escondí detrás de un saco de carbón en la leñera de la puerta de atrás (estaba faltando muchos días al trabajo en aquella época). Efectivamente, a las nueve de la mañana se echó a la calle hecha un brazo de mar, a pesar de que ese día no tenía clase. En lugar de dirigirse a la estación, se encaminó con paso rápido en la dirección contraria. Yo dejé que se adelantara diez o doce metros, y entonces entré en casa corriendo, saqué una capa y una gorra que me ponía de estudiante, me las eché por encima del traje, me calcé unas sandalias de madera sobre los pies descalzos, salí corriendo y seguí a Naomi de lejos. La vi entrar en el Pabellón Amanecer, y diez minutos después llegaba Kumagai. Decidí esperar a que salieran.

Salieron por separado, igual que habían entrado. Eran cerca de las once cuando Naomi apareció en la calle, dejando dentro a Kumagai. Yo había estado casi hora y media haciendo tiempo en los alrededores del Pabellón. Lo mismo que a la ida, Naomi recorrió el kilómetro que había hasta nuestra casa a paso ligero, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Yo fui acelerando el paso gradualmente mientras la seguía. Cuando abrió la puerta de atrás y se metió, ya casi le pisaba los talones.

Tan pronto como crucé el umbral vi sus ojos, muy abiertos y serios, clavados en mí mientras ella se quedaba inmóvil. Mi sombrero, mi abrigo, mis zapatos y mis calcetines yacían a sus pies, diseminados tal como los había dejado al quitármelos. Seguramente se lo dijeron todo. Su cara, bañada en la gloriosa luz de mañana otoñal que entraba en el estudio, estaba tranquila y pálida, con la profunda serenidad de la resignación total.

—¡Vete!

Grité con tanta fuerza que me retumbaron los oídos. No dije nada más, y Naomi no replicó. Como dos hombres cara a cara con las espadas desenvainadas, cada uno escudriñó al otro buscando un resquicio. En ese momento sentí realmente la belleza del rostro de Naomi. Me di cuenta de que el rostro de una mujer se hace más bello cuanto más excita el odio de un hombre. Don José mató a Carmen porque la vio tanto más bella cuanto más crecía su odio. Yo sentí lo mismo. Con los músculos del rostro perfectamente inmóviles, los ojos fijos, los labios descoloridos y apretados, Naomi parecía la encarnación del mal. Era la viva imagen de una puta desafiante.

—¡Vete! —volví a gritar. Impulsado por el odio, el miedo y su belleza, la agarré por los hombros como un loco y la empujé hacia la puerta—. ¡Vete! ¡Largo de aquí! ¡Vete, he dicho!

—¡Perdóname, Jōji! Desde ahora…

Su expresión cambió de pronto; la voz le temblaba suplicante; sus ojos se llenaron de lágrimas, y cayó de rodillas, alzando a mí la mirada implorante.

—¡Jōji, me he equivocado, perdóname! Perdóname…, perdóname…

Yo no esperaba que fuera tan rápida para pedirme perdón. Sorprendido, me enfurecí aún más, y empecé a golpearla con los puños.

—¡Perra! ¡Maldita! ¡He terminado contigo! ¿Por qué no te largas cuando te lo mando?

Naomi volvió a cambiar de actitud súbitamente, como si se dijera: «Me parece que no me ha salido bien». Se puso en pie con rapidez, y en un tono de voz absolutamente normal dijo:

—Me voy, entonces.

—¡Muy bien! ¡Ahora mismo!

—Sí, en este mismo momento me marcho. ¿Me dejas que suba a coger ropa para cambiarme?

—¡No! ¡Luego mandas a alguien! ¡Yo le daré todas tus cosas!

—Pero hay algunas que necesitaré inmediatamente.

—¡Pues haz lo que te parezca, pero date prisa!

Hablé con aspereza porque interpreté su «en este mismo momento» como una amenaza y no estaba dispuesto a ceder. Ella subió al piso de arriba, revolvió ruidosamente las habitaciones y cargó más cestas y fardos de los que podía transportar. En seguida llamó ella sola a un rickshaw y lo cargó.

—Adiós, pues. Gracias por todo.

Sus palabras de despedida no pudieron ser más simples.

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