Nano

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Complejo asistencial Valley Springs, Louisville, Colorado

Domingo, 21 de abril de 2013, 19.15 h

La mujer que tomaba el té no sabía quién era su visitante, y este era tan consciente de ello que ya no se sorprendía ni se disgustaba. «Si existe un Creador —se dijo—, tiene un sentido del humor francamente macabro». Los seres humanos no deberían retirarse de la vida de aquella manera.

Se había acostumbrado a la rutina a la que debía someterse para poder verla, pero seguía sin comprender qué sentido tenía. Durante su espera en la sala de estar de la casa en la que la atendían, un joven enfermero se había encargado de los preparativos para la visita: ordenó el cuarto de la mujer, se aseguró de que estaba cómoda y adecuadamente vestida y preparó dos tazas de aquel maldito té, una de las cuales permanecería intacta sobre el reposabrazos de su sillón. «¿Qué importancia tiene todo esto? —se había preguntado—. Me da igual el aspecto que tenga, y si se siente incómoda en algún momento, tampoco va a acordarse».

Zachary Berman contempló a su madre, que miraba por la ventana de la planta baja de su casa de una sola habitación. Fuera había un árbol con un comedero para pájaros. Cuando hacía buen tiempo, ella se quedaba allí sentada todo el día y contemplaba las aves volar, picotear y reñir por un lugar donde posarse. La mujer depositó su taza de té sobre el platillo y miró a su hijo. Zachary se volvió y cogió una foto enmarcada que había sobre un escritorio que había estado en su casa de New Jersey durante años. Era demasiado grande para aquella habitación, pero Zach creía que era buena idea que su madre tuviera tantas cosas que le recordaran a su hogar como fuera posible. Aunque aquello había sido antes de que la pobre perdiese la cabeza por completo.

El marco contenía diez fotos pequeñas. Había una de sus padres el día de su boda, de él y de su hermano de niños y de ambos casados, con sus esposas y sus hijos. Zachary le mostró el marco a su madre y señaló una foto de Jonathan.

—Mira, Susan, este es Jonathan. ¿Te acuerdas de él? Tenía diez años cuando le hicieron esta foto. Recuerdo ese día a la perfección.

—¿Por qué lo recuerdas? —preguntó ella.

Hacía tiempo que Zachary había dejado de insistirle en que ella era su madre y Eli su padre, porque aquellos conceptos la alteraban profundamente. Estaba claro que Eli era alguien a quien ella conservaba a salvo en un rincón de su mente.

—Me acuerdo porque la saqué yo. Fue una primavera que estuvimos en Poconos, buscando un campamento. Cogí la cámara prestada y le hice la foto. ¿Ves cómo sonríe? A Jonathan le encantaba esta imagen. Era su favorita.

—¿Cómo sabes que era su favorita?

—Porque me lo dijo, Susan.

—¿Qué hora es?

—Son las siete pasadas. ¿Por qué?

—¡Vaya, maldita sea! ¿A qué día estamos?

—Es domingo, Susan.

—Mi programa favorito está a punto de empezar. Es a las siete —dijo, y volvió a mirar por la ventana hacia el oscurecido jardín interior—. Será mejor que no me lo pierda.

El enfermero se asomó a la puerta.

—¿Cómo la ve? —preguntó.

—Igual que hace unas semanas. Al menos es la sensación que me da. ¿Han notado ustedes algún cambio?

—Últimamente se altera cada vez más a menudo —contestó él—. Está obsesionada con que quiere ver un programa de televisión, pero no hemos podido averiguar cuál. Ya sabrá que la semana pasada intentó escaparse por la salida de incendios. Realmente es una lástima que no podamos hacer nada por ella.

Berman se sorprendió ante el candor del joven, pero estaba en lo cierto. El Alzheimer se había apoderado de su madre, el cerebro de la mujer estaba consumiéndose, y con él su personalidad y todo lo que la convertía en Susan Berman. A todos los efectos, la persona que fue había sido borrada y sustituida por aquella versión espantosamente reducida de sí misma, la de una mujer que no tardaría en perder el control de todas sus funciones corporales, cuando su cerebro se desconectara por completo. En aquellos momentos su madre era como un niño pequeño, pero aquella analogía no resultaba del todo adecuada para ella. Berman pensaba que tenía incluso menos capacidades.

Gracias a sus extensas investigaciones, sabía perfectamente lo que le estaba ocurriendo a su madre. Su cerebro era un conjunto de neuronas o células nerviosas que se transmitían información unas a otras. Los pensamientos, las ideas, los recuerdos, capacidades como la de reconocer al único hijo que le quedaba con vida: todo ello podía describirse como el resultado de interacciones químicas o eléctricas entre las células nerviosas. En algunas personas, como Susan, dichas interacciones comenzaban a verse interrumpidas o bloqueadas por ciertas anomalías llamadas placas amiloides, compuestas de una proteína beta-amiloide o por marañas neurofibrilares provocadas también por unas proteínas desplazadas y llamadas tau. Tanto en un caso como en el otro, las proteínas duras se acumulaban de tal manera que acababan bloqueando la transmisión neuronal y matando las neuronas una por una. Cuando las proteínas tau desempeñaban sus funciones correctamente, colaboraban en la alimentación y el mantenimiento de las neuronas; sin embargo, en ciertas condiciones, las tau se agrupaban como hebras de hilo que interrumpían y destruían los microtúbulos que formaban la estructura de las neuronas.

Zachary se estremeció, incapaz de evitar el espanto que suponía imaginarse a sí mismo sentado en el lugar que su madre ocupaba en aquellos momentos. A pesar de que el complejo asistencial estaba limpio y bien administrado, seguía apestando a vejez, a personas incapaces, a orines y a Dios sabía qué más. Odiaba ver a su madre en aquellas condiciones y detestaba hallarse en un lugar tan deprimente. No obstante seguía visitándola, a pesar de que ella ni siquiera lo reconocía ni recordaba que había estado allí.

Mientras la contemplaba, experimentó una sensación de ansiedad creciente: tenía que acelerar el trabajo con los microbívoros. Debían estar listos para cuando él iniciara su propio declive, tal vez incluso antes de que aquello sucediera. Cada vez que olvidaba algo o no recordaba un nombre o una cifra, creía que el proceso degenerativo había empezado. Unas horas antes, mientras se hallaba a bordo del avión, se había asustado al darse cuenta de que se había olvidado de cómo se llamaba su actor favorito. Hasta que llegó a su oficina de Nano, el nombre de Tom Hanks no apareció en su mente y despejó su angustia.

Estaba convencido de que los microbívoros serían la respuesta, ya que teóricamente eran capaces de operar dentro del cerebro e identificar y destruir las proteínas tau y las placas amiloides. Pero si su equipo seguía el protocolo de desarrollo, quedaban por delante años de trabajo y una ingente tarea de recaudación de fondos que lastraba su creatividad. Por suerte había encontrado una fuente de financiación y solo tenía que asegurarse de que el grifo siguiera abierto, lo cual quería decir que necesitaba resultados.

—¿Quién es usted? —gritó Susan de repente—. ¿Qué hace en mi cuarto? ¡Salga de aquí!

Sus alaridos hicieron que el enfermero llegara corriendo.

Zachary no dijo nada. Ya había ocurrido antes, y nada de lo que había hecho en tales ocasiones había logrado consolar a su madre. Necesitaba al enfermero, a quien en cierto modo lograba reconocer. El joven la tranquilizó y Susan volvió a mirar los pájaros por la ventana.

Tras su éxito inicial con la nanotecnología fuera del ámbito médico, Zachary había invertido grandes cantidades de dinero y contratado a los mejores cerebros disponibles para orientar la empresa hacia el campo de la medicina, sobre todo después de los avances que habían logrado en la manufactura molecular. Había sido su idea de imitar la manera en que las células vivas utilizaban los ribosomas para fabricar proteínas lo que le había dado a Nano una sustancial ventaja sobre sus competidores en el terreno de los nanorrobots. Gracias a su constante presión, el primer producto fruto de aquel método había sido el microbívoro de Nano, que había sido teóricamente diseñado hacía más de una década.

Al mismo tiempo que puso en marcha el proyecto de microbívoros de fabricación molecular, Berman inició un programa de investigación privado sobre la enfermedad de Alzheimer. Muchos de los científicos que había contratado trabajaban en pruebas diagnósticas con la idea de que cuanto antes pudiera detectarse la acumulación de proteínas, más posibilidades tenían los médicos de reducir el avance de la enfermedad. Fue en aquella época cuando se sometió en secreto a las pruebas para determinar si tenía el gen predictivo, cuyos resultados solo sirvieron para aumentar su inquietud general.

Cuando empezó a anochecer al otro lado de la ventana, Zachary se puso en pie lentamente. Aborrecía de verdad aquellas visitas. En cierto sentido, le parecían una falta de respeto hacia Susan como persona. Estaba convencido de que, si ella hubiera sabido cómo iba a acabar, habría sido la primera en decirle que no fuese y que la recordara como cuando era una madre atenta y cariñosa.

Salió sin molestarse en decirle adiós y recorrió el largo pasillo hasta el vestíbulo respirando lo menos posible para evitar el olor. Se sentía asqueado y se odiaba a sí mismo por ello, pues sabía lo tenues que eran los hilos de las fibras nerviosas que separaban su estado mental del de su madre.

El sol se había puesto tras las montañas cuando salió al exterior. La oscuridad cayó rápidamente mientras atravesaba el jardín y el aparcamiento de camino hacia su Aston Martin.

Puso en marcha el motor y miró el reloj. Era hora de regresar al laboratorio y averiguar de qué quería hablarle con tanta urgencia Stevens, el jefe de investigadores del estudio chino. Acababa de mandarle otro mensaje y no sonaba nada bien. A Berman no le gustaban las sorpresas. Cuando salió a la carretera, aceleró y dejó la marca de los neumáticos en el asfalto como un adolescente temerario.

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