Nano

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Apartamento de Paul Caldwell, Boulder, Colorado

Miércoles, 31 de julio de 2013, 10.35 h

George Wilson estaba asombrado de la capacidad que tenía Paul Caldwell para compartimentar su vida. Iba a trabajar, hacía los turnos de noche y siempre se quedaba alguna hora más. Cada dos horas llamaba a George para comprobar si había novedades, pero él nunca tenía nada que decirle. La policía no se había puesto en contacto con él. Los de Nano no contestaban a sus correos electrónicos. Seguía sin conseguir el teléfono de Zach Berman y Burim Grazdani tampoco lo había llamado.

A George le resultaba imposible concentrarse en nada. Después de visitar brevemente a Will McKinley en Nueva York y de comprobar que su amigo seguía igual, había regresado a Boulder, donde mataba el tiempo dando vueltas por el apartamento de Paul. Nunca se había sentido tan deprimido y frustrado en toda su vida. Sabía que no podía hacer nada, y aquello lo estaba volviendo loco.

Aquella mañana había telefoneado nuevamente a la policía de Boulder, pero habían comenzado a desviar sus llamadas a un enlace civil. Paul había vuelto del hospital y se había centrado en intentar localizar a Whitney Jones. En aquellos momentos repasaba el listín telefónico intentando encontrar a algún pariente suyo. El mismo teleoperador del 411 que había dado con el apartamento de Mariel Spallek le había facilitado una dirección, pero Paul enseguida se dio cuenta de que en realidad era la de Nano, S. L. Tal vez aquella mujer viviera permanentemente en la oficina. Entretanto, la maldijo por apellidarse Jones y no Johansson o de cualquier otra forma menos corriente.

Entonces, cuando George estaba a punto de hacer una llamada, su móvil comenzó a sonar y en la pantalla apareció una ristra de números. Eran más de los diez habituales. Una llamada internacional. «¡Es Pia! —pensó—. ¡Está a salvo!». Contestó:

—¿Pia?

—Nada de nombres, recuerde.

Era una voz masculina, áspera y seca. George tardó unos segundos en identificarla. Era Burim.

—¿La ha encontrado?

—No.

Graziani llamaba desde un lugar púbico. George oía voces de fondo y el sonido de un sistema de megafonía a lo lejos.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Ha tenido alguna noticia de ella? Si aparece o usted descubre algo hágamelo saber, ¿de acuerdo?

—Claro. ¿Quiere que utilice el número de móvil que tengo para usted?

—Sí, pero no diga nada. Ya le devolveré la llamada cuando vea que ha intentado contactar conmigo. Entonces ¿nada nuevo?

—Nada, ni una palabra.

—Bien. En ese caso, quiero que mueva el culo hasta aquí —dijo Burim.

—¿Qué? —preguntó George—. ¿Por qué?

—Porque yo no paro de ir de un lado a otro y usted está cómodamente sentado en un lugar en el que sabemos que no está, ¿vale?

—¿Quiere que lo ayude?

—No se emocione, tipo listo, que no le estoy ofreciendo trabajo. Está siendo una tarea lenta y pesada. Pero deberíamos sacarle el máximo partido a lo que tenemos. Sé que usted la reconocería si nos topáramos con ella. Y ahora véngase para acá y lo llamaré dentro de veinticuatro horas, ¿de acuerdo?

—¿Dónde está, en Milán?

—En Londres. Venga a Londres y póngase en contacto conmigo. Yo le devolveré la llamada.

Burim colgó en la cabina.

Su búsqueda de Pia en Londres no había dado frutos. Harry le había confirmado que, efectivamente, el avión procedente de Milán era un vuelo oficial del gobierno chino. También le dijo que no conocía a nadie con contactos con las mafias chinas, y menos aún con las autoridades gubernamentales de aquel país. Graziani comprendió que ya había recibido toda la ayuda que los albaneses iban a ofrecerle. La conexión china era como un muro metafórico. No obstante, también sabía que no les importaría que se quedase para proseguir la búsqueda por su cuenta.

Así pues se había dedicado a recorrer el centro de Londres, había entrado en pensiones de mala muerte, hoteles de tercera, prostíbulos y clubes masculinos para enseñar la foto de Pia, que empezaba a estar arrugada y sucia de tanto manosearla. Estaba convencido de que drogada sería muy cotizada por su belleza, como muchas otras jóvenes y mujeres de Europa del Este. Pero cuando sus amigos albaneses le dijeron que no habían conseguido nada se temió que sus esperanzas de dar con ella se desdibujaran a la misma velocidad que su fotografía. En cuanto la imagen se tornase irreconocible, sabría que la había perdido. Aun así su determinación era inquebrantable. Ayudaría a su hija si estaba en peligro. Solo necesitaba una pista que no fuese la de la conexión china, que había resultado ser un callejón sin salida.

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