Nano

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Mansión de Zachary Berman, Boulder, Colorado

Lunes, 22 de abril de 2013, 20.20 h

George dejó escapar un silbido y sacudió la cabeza con incredulidad. Pia y él permanecían sentados en el coche de la joven, que había aparcado en el camino adoquinado que llevaba a la imponente mansión de madera de Berman.

—¡Menuda casa! —exclamó—. Parece más un hotel que una residencia particular. Ese rollo de la nanotecnología debe de ser un buen negocio.

Como Pia se había marchado a trabajar, él había dedicado el día a informarse en internet sobre la nanotecnología en general y los microbívoros en particular. Se había convertido en una especie de experto de salón. Incluso se había tomado la molestia de leer el artículo de Robert Freitas, ese que Pia había sugerido que le resultaría interesante.

—Es un gran derroche, porque su familia ni siquiera vive aquí —comentó Pia, que estaba tan impresionada como George, especialmente por la combinación de la obra rústica con los grandes techos a dos aguas. La casa, que se alzaba al final de una gran escalinata de piedra, dominaba el entorno como un castillo medieval.

—¿Te ha sorprendido la invitación? —preguntó George.

Se sentía desconcertado por el hecho de que lo hubieran incluido expresamente en ella. Desconocía qué papel desempeñaba Berman en la vida de Pia y no sabía qué esperar. Tan solo estaba seguro de que, si las cosas se ponían feas, no podría competir al nivel de un hombre con los recursos de Berman.

—¿Que si me ha sorprendido? Me ha dejado de piedra —reconoció Pia.

Era lo último que se habría esperado, sobre todo teniendo en cuenta que había ignorado los cada vez más insistentes mensajes que su jefe le había enviado a lo largo del día anterior. Se había pasado toda la jornada preocupada por si Berman se presentaba de pronto en el laboratorio y se producía una confrontación. Pero no había sido así. De hecho, no lo había visto en todo el día y, cuando había preguntado por él, le habían contestado que estaba en un almuerzo con un grupo de invitados chinos recién llegados.

—Al principio —prosiguió—, intenté rechazarla, pero Mariel me dejó bien claro que se trataba de una orden. Además, ella ha estado insoportable conmigo, más que nunca. Era como si le hubiera estropeado alguno de sus experimentos, cosa que no he hecho. Me ha repetido al menos una docena de veces que no me olvidase de la cita de esta noche, y también ha demostrado mucha curiosidad hacia ti: «¿Se lo está pasando bien tu amigo?», «¿Qué le ha parecido tu apartamento?», «No te olvides de que el señor Berman quiere conocerlo…».

—¿Y tú no sabes por qué quiere conocerme? La verdad es que estoy un poco nervioso.

—No, George, no tengo ni idea de por qué quiere vernos a los dos. Pero te digo una cosa: me alegra que estés conmigo. Si no fuera así, no me habría acercado a menos de un kilómetro a la redonda de este lugar.

—¿Por qué lo dices?

—No te lo había contado porque no quería preocuparte, pero entre Berman y yo hubo un pequeño encontronazo antes de su último viaje. Ocurrió tras una cena de lo más inocente. Te lo explicaré en pocas palabras: Berman y yo compartimos unas cuantas citas profesionales. De repente todo cambió, y no porque yo hiciese algo para provocarlo. Decidí no volver a verlo a solas, así de sencillo. Sigo respetándolo como el emprendedor visionario que es y por lo que ha conseguido en el campo de la nanotecnología, pero no me mudé a Boulder para complicarme con una relación, y menos con un hombre casado.

George asintió. Al ver el coche de Pia y el extraño comportamiento de Mariel hacia ella no le había costado imaginarse que entre su amiga y Berman había habido algo. Agradeció su franqueza, pero no pudo evitar preguntarse si le estaría contando toda la verdad.

—En fin —siguió diciendo ella—, me alegro de que estés conmigo porque tenía curiosidad por conocer este sitio. He oído hablar de él muchas veces durante los descansos, pero jamás pensé que llegaría a verlo. Que no quiera una relación con mi jefe no significa que él no me interese como persona. Es un personaje único que ha contribuido enormemente a la ciencia médica, igual que Rothman, aunque no de la misma manera.

George sonrió para sus adentros. El mero hecho de que Pia dijera que se alegraba de tenerlo allí justificaba de sobra su viaje a Colorado. Tal vez incluso hubiera sido una buena idea. Aquella mañana, cuando ella se marchó del apartamento sin decirle una palabra, se había convencido de lo contrario, y más aún cuando Pia reapareció por la tarde sin pedirle disculpas ni ofrecerle explicación alguna.

—¡Vamos! —exclamó Pia de pronto—. Salgamos del coche. Sabe que estamos aquí, hace diez minutos que nos abrió la verja. Intenta relajarte y pasarlo bien. Al contrario que a mí, se te da bien conversar. Además, ¿no decías que querías que saliéramos a cenar?

Se apeó del Volkswagen y George la siguió, aferrado a la botella de vino que había comprado para el anfitrión. Había pasado más de diez minutos examinando los tintos de la tienda de licores más cercana antes de decidirse por un Shyrah de Sonoma que le había costado más de cien dólares, un gasto que podía permitirse a duras penas.

Cuando llegó a lo alto de la escalinata, unos pasos por detrás de Pia, vio que Berman ya había abierto las enormes puertas de madera de la entrada y los esperaba en el umbral. Iba vestido con una chaqueta de seda italiana bastante ceñida y un jersey de cuello alto. A juzgar por las protuberancias que se marcaban en los lugares adecuados, George dedujo que hacía pesas. Su confianza en sí mismo se desmoronó. Aquel individuo no solo era rico, sino también apuesto.

—El doctor Wilson, supongo —lo saludó Berman cuando sus invitados alcanzaron la entrada.

A continuación lo miró de arriba abajo, como si estuviera examinando ganado. Al menos aquella fue la sensación que tuvo George, que llevaba unos vaqueros y una camisa de franela que, por comparación, le hacía parecer un paleto. La sonrisa de su anfitrión le resultó más cruel que sincera.

—Ese soy yo. Me alegro de conocerlo. Le he traído esto… —añadió, y le entregó la botella de vino envuelta para regalo.

Ambos se estrecharon la mano, Berman hizo pasar a George al interior y después se volvió hacia Pia.

—¿No habías estado nunca aquí?

—No —contestó ella, consciente de que no había sido más que una pregunta retórica.

Berman sabía perfectamente que era la primera vez que ella ponía los pies en su casa. Si Pia esperaba algo de sinceridad, aquella no era buena manera de empezar la velada. Por de pronto, ya le había sorprendido que Berman hubiera dedicado sus primeros comentarios a George.

—Es una casa espectacular.

Berman la besó castamente en ambas mejillas, al estilo europeo, y a continuación la condujo hacia el interior.

La joven no solía dejarse impresionar por los detalles materiales, pero incluso ella podía darse cuenta de que se trataba de una mansión impresionante. La entrada principal daba a un atrio cuyo techo se alzaba a una altura de dos pisos, hasta el tejado inclinado. Entre las vigas de madera el yeso era de color adobe. El salón, que era todavía más grande y de techos más altos, estaba formado por un entramado de traviesas de madera talladas a mano que, según Berman, habían llegado directamente de Montana.

Cuando llegaron al centro de la sala, Pia ya había contado tres grandes chimeneas donde ardían troncos de más de un metro. El mobiliario era igualmente enorme y los sofás estaban tapizados en cuero color borgoña. Unos grandes cojines repartidos al azar remataban un ambiente acogedor. La única pared desprovista de chimenea era de cristal y se alzaba a lo largo de los tres pisos hasta el tejado a dos aguas. A un lado había un sofisticado sistema de música y entretenimiento que distribuía por toda la estancia el sonido de una discreta música clásica. Resultaba imposible decir con exactitud de dónde procedía.

Berman los llevó hasta la veranda que rodeaba toda la parte trasera de la casa. Desde allí se disfrutaba de unas magníficas vistas de los montes Flathead, bañados por la luz de la luna. Los invitó a sentarse en unas grandes mecedoras de madera y un sirviente apareció de inmediato para ofrecerles algo de beber. George se fijó en que su anfitrión había dejado la botella de vino que él había llevado en un discreto rincón.

—Ya conoces a la señorita Jones, Pia —comentó Berman cuando la secretaria hizo su oportuna aparición.

Al igual que su jefe, iba vestida con elegante sencillez. Llevaba el pelo echado hacia atrás y recogido en un moño del que no escapaba un solo cabello. Su cuerpo esbelto y tonificado llamaba la atención.

George se puso rápidamente en pie para las presentaciones. A pesar de que la veranda estaba poco iluminada, pudo apreciar lo impresionante que era aquella mujer, y se alegró de que Berman tuviera una novia tan atractiva.

—La señorita Jones es mi inapreciable ayudante y secretaria personal. Este es el doctor Wilson, que ha venido con Pia. Le he pedido a la señorita Jones que nos acompañe para equilibrar las parejas.

«Pues de novia nada», se lamentó George en silencio.

—Bienvenido a Boulder —lo saludó Whitney antes de sentarse a su derecha.

Pia y su jefe estaban a su izquierda. Berman acercó su asiento al de la joven y empezó a hablar con ella. George cogió el vaso de vodka con tónica que acaban de servirle y tomó un largo trago. Iba a necesitar una buena dosis de alcohol para sobrevivir a aquella velada.

—Gracias —le contestó a Whitney mientras esta cruzaba las piernas e invadía su espacio tanto con su cuerpo como con su perfume.

El chico aguzó el oído para intentar espiar lo que Berman le decía a Pia, pero hablaba en voz demasiado baja. Aun así, enseguida notó que ella se ponía tensa.

—Bueno, doctor Wilson, ¿qué le parece Los Ángeles?

A pesar de su curiosidad por la charla entre Pia y Berman, George notó que, sin ningún esfuerzo, Whitney lo envolvía cada vez más en su conversación. Sin duda, su escote desempeñaba un papel fundamental, pero lo más importante para él era que la mujer mostraba interés por lo que él tenía que contar y, a su vez, era una persona interesante. La joven contestó sus numerosas preguntas sobre Nano con un montón de datos que se sabía de memoria. Tan absorto estaba charlando con ella que no se percató de que le iban rellenando el vaso discretamente. Lamentó que la señorita Jones se levantara para ir a comprobar cómo iban los preparativos de la cena.

En aquel momento, Berman se puso en pie, se apoyó en la barandilla de madera y contempló el paisaje.

—Esto no se parece a Los Ángeles, ¿verdad, doctor Wilson?

—No, desde luego —repuso George tras lanzarle una breve mirada a Pia.

Ella le respondió poniendo los ojos en blanco, un gesto que él no alcanzó a interpretar.

—¿Le parece que es un buen lugar para especializarse en radiología? —quiso saber Berman.

—La formación es de primera, pero la ciudad no acaba de gustarme —respondió él.

—Quizá debería pensar en mudarse aquí, a Boulder —comentó Berman, que parecía hipnotizado por las montañas—. La Universidad de Colorado tiene un programa estupendo.

—No puedo negar que el entorno es precioso —contestó George.

Luego miró nuevamente a Pia y, moviendo tan solo los labios, le preguntó «¿Qué?». Ella se limitó a negar con la cabeza.

—He intentado que Pia me hablara sobre su secuestro —dijo Berman antes de volverse y mirar a George a los ojos—, pero al parecer prefiere no comentar el asunto. Sé que usted estuvo involucrado en el suceso, ¿qué puede contarme?

George intentó que su mente reaccionara deprisa, pero se dio cuenta de que estaba más bebido de lo que creía. Había reparado vagamente en que el nivel de su vaso no descendía jamás gracias a los atentos camareros, pero no le había dado importancia. No obstante, a pesar de su ligero aturdimiento, recordó lo mucho que aquel episodio afectaba a Pia y lo poco que le gustaba hablar de ello, incluso con él. Sabía que tendría que tener mucho cuidado para que ella no se enfadara.

—La verdad es que no sé gran cosa —farfulló atropelladamente.

—¡Venga ya! —exclamó Berman con un dejo de irritación—. Entiendo la reticencia de Pia, pero no la suya. ¿A usted también le resultó traumático?

—Sí, pero sobre todo porque Pia corrió peligro físico.

—Estoy segura de que el señor Berman no quiere oír nada de eso —terció Pia por primera vez.

—No, al contrario, me gustaría conocer todo lo que ocurrió. De hecho, lo que más me interesa es el uso de polonio 210 para asesinar a los investigadores. Como todo el mundo, había oído hablar de lo ocurrido en Londres. ¿Llegaron a averiguar de dónde habían sacado el material? Tengo entendido que el polonio 210 no es precisamente fácil de obtener.

—Así es —convino George, que consideró que aquella cuestión no podría herir la sensibilidad de Pia—. Se utiliza como detonador en las armas nucleares.

—No sé a qué viene tanto secretismo. Aquí fue un notición durante varios días. Tengo entendido, Pia, que el mérito de que descubrieran que habían empleado polonio fue tuyo.

—Era la única sustancia que explicaba todos los síntomas.

—No te otorgas el mérito que mereces. Leí que, en opinión de varios analistas, el razonamiento deductivo fue brillante. Verá, doctor Wilson, ese es el nivel de los científicos que tenemos aquí, en Nano.

Berman hablaba como si intentara fichar a Pia para su empresa, y aquello confundía a George, que sabía que Nano ya contaba con la lealtad de su amiga. Antes de que nadie pudiera responder, Whitney Jones anunció que la cena estaba lista.

Como era de prever, la comida resultó excelente. Berman no volvió a mencionar el asunto de Rothman, pero señaló con orgullo que todos los ingredientes eran de procedencia local, y se mostró especialmente locuaz acerca del solomillo de venado, que constituía el plato principal. A pesar de lo incómodo que se sentía en un entorno tan elegante y ajeno a él, George se dijo que Berman tenía todo el derecho del mundo a presumir de la carne porque, aunque conservaba un ligero aroma a caza, estaba exquisita.

Sin pensárselo mucho, se tomó varias copas de un vino tinto que sabía que era mucho mejor que el que él le había regalado a Berman. Hacia el final de la cena, el ligero aturdimiento que había notado antes se había intensificado. Cuando Pia y Berman se levantaron y salieron de nuevo a la terraza para observar las abundantes estrellas a través de un impresionante telescopio electrónico, George concentró su atención en Whitney, que se quedó con él como el epítome de la perfecta y atenta anfitriona.

—Bueno, ¿y de qué va todo esto? —le preguntó en tono confidencial tras inclinarse hacia ella.

Estaba lo bastante bebido para olvidar el sentido de la propiedad y la contención. Había una pregunta que le quemaba en los labios y había llegado a la errónea conclusión de que Whitney se había encaprichado de él.

—¿De qué va qué? —repuso ella en voz baja para seguirle el juego. Tuvo que reprimir una sonrisa—. ¿A qué se refiere?

—Mire, soy consciente de que he bebido más de la cuenta y Dios sabe que en circunstancias normales nunca me atrevería a preguntar algo así.

Tomó otro trago de vino.

—¿Algo como qué, doctor Wilson?

—¿Berman y Pia se acuestan?

Whitney rio por lo bajo.

—Se lo está preguntando a la persona equivocada. No sabría qué contestarle. ¿Y no es algo que debería responderle su amiga?

—Sí, claro, pero… Bueno, no sé si lo haría.

—¿Y eso por qué?

—Es muy cabezota, y eso por expresarlo con delicadeza. Ya me entiende. Odia que los demás se metan en su vida. Pero a mí me interesa saberlo, y no solo por celos. No me consta que haya tenido una relación íntima duradera con nadie.

—¿Ni siquiera con usted?

—Sí —repuso George, y se recostó en su asiento—, esa es una buena pregunta. —Se le trababa la lengua—. Me temo que yo también estoy incluido. Llevo cuatro años intentando perforar su caparazón.

—Lo lamento —dijo Whitney—. No debe de ser tarea fácil. Aplaudo su determinación.

—Sí, resulta difícil.

—Salgamos fuera —propuso ella de repente—. Hace una noche preciosa.

Se levantó y fue a reunirse con Pia y Berman.

George permaneció sentado durante unos minutos, ya convencido de que probablemente Berman se acostaba tanto con Pia como con Whitney. Se maldijo por haberle hablado de aquella manera a la joven. Incluso sin alcohol, sabía que el trato social no era uno de sus fuertes. La pregunta que acababa de hacerle se correspondía con el tipo de comportamiento pusilánime que Pia había intentado que abandonara, si no de palabra, sí con el ejemplo. Se sirvió un poco más de vino y se levantó para reunirse con los demás en el exterior. Estaba francamente mareado y tuvo que caminar más despacio de lo normal y apoyarse en los muebles para mantener el equilibrio.

En la terraza, Berman seguía presumiendo de su telescopio y había apagado las luces del salón para que las estrellas se vieran mejor. Cuando le llegó el turno, George se sintió impresionado, una vez más, a pesar suyo. Nunca había contemplado los anillos de Saturno, que resultaban claramente visibles. Tras observar otros cuerpos celestes, incluyendo una lejana galaxia en forma de espiral, se situó junto a Pia. El alcohol no solo le había soltado la lengua, sino que lo había vuelto más efusivo, incluso posesivo.

—Ha sido una velada realmente encantadora, pero creo que deberíamos volver a casa —soltó de repente.

Se atrevió a pasarle un brazo por la cintura a Pia y se sorprendió cuando ella no se esforzó por zafarse, como de costumbre. Si Berman se fijó en el gesto, no lo demostró. Whitney, por su parte, le hizo un discreto gesto de aprobación.

—La noche todavía es joven —objetó Berman.

—La verdad es que es tarde —intervino Pia. En su opinión, ya llevaban allí demasiado tiempo—. Además, como bien sabe, señor Berman, yo tengo mucho que hacer.

—Zachary, mi nombre es Zachary, o Zach.

—Muy bien, Zachary. Gracias por la maravillosa cena. Y a usted también, señorita Jones.

—De nada. Ha sido un placer.

George no se movió hasta que Pia se encaminó hacia la puerta con Whitney. Berman esperó a George, que se tomó su tiempo para superar el peldaño de la terraza y cruzar el salón a oscuras.

—¿Volveremos a verle por aquí? —le preguntó Berman.

—Nunca se sabe —repuso él enigmáticamente.

Cuando llegaron a la puerta, el joven se despidió de Whitney dándole un beso en la mejilla y ella le dijo que había sido un placer conocerlo. Después George le estrechó la mano a Berman, cogió a Pia del brazo y bajó la escalinata de piedra fingiendo que era él quien la ayudaba a ella. Una vez llegaron al coche, los dos se dieron la vuelta y miraron hacia la casa. Berman y Whitney, de pie en la puerta, los saludaron con la mano.

—Una cena y una pareja de lo más extraño —comentó George.

Se encaramó al vehículo y se dejó caer sobre el asiento con un gran suspiro, como si estuviese agotado.

—¿Estás borracho? —preguntó Pia.

—Desde luego. Era la única manera de sobrevivir a una velada así.

—Has estado muy…

—Borracho, eso es lo que he estado. Y lo sigo estando. Vamos, Pia, estamos otra vez sentados en el coche como un par de pasmarotes. Salgamos de aquí de una vez.

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