Nano

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Camino del Hospital Boulder Memorial, Boulder, Colorado

Martes, 23 de abril de 2013, 12.55 h

Pia continuó intentando comunicarse con el corredor mientras la ambulancia descendía la montaña a trompicones camino del centro de Boulder. El paramédico que los acompañaba aprovechó que Pia estaba distrayendo al paciente para tomarle el pulso, la presión y la temperatura.

—¿Trabaja en Nano? —le preguntó Pia al corredor—. Yo trabajo en Nano —añadió al tiempo que se ponía la mano abierta sobre el pecho.

Por desgracia, sus intentos no obtuvieron respuesta alguna.

—¡Madre mía! —exclamó el sanitario, que miraba con sorpresa la lectura del termómetro—. ¡Está a casi cuarenta de fiebre! —Como si no se creyera lo que estaba viendo, le puso la mano en la frente al enfermo—. El termómetro debe de estar bien. ¡Está ardiendo!

—¿Y qué me dice del pulso y la presión? —preguntó Pia. Tras haberlo tocado, ya se imaginaba que el hombre tendría fiebre.

—Totalmente normales —contestó el enfermero.

—¿No podría haber sufrido una insolación? ¿Qué le parece si procuramos enfriarlo un poco?

El paramédico comunicó las constantes vitales del paciente al conductor para que avisara a los médicos del servicio de emergencias del hospital, luego cogió una bolsa de hielo y se la ofreció al corredor. El hombre lo miró sin comprender qué debía hacer. El enfermero le demostró cómo funcionaba aplicándosela en su propia frente y a continuación volvió a ofrecérsela. El desconocido se la puso en la cabeza y pareció agradecer el frío.

—No lo entiendo —le comentó Pia al sanitario—. Debe de trabajar en Nano, igual que yo, pero no habla una sola palabra de inglés. Por cierto, me llamo Pia.

—Yo me llamo David, y el que conduce es Bill. Encantado.

—¿Cuánto falta para llegar al hospital?

—Unos diez minutos —contestó David, y después lo confirmó con el conductor.

Pia abrió el cierre de velcro y se quitó el iPhone del brazo. Marcó un número. Mientras se establecía la llamada tuvo que apoyarse contra la pared a causa de los saltos y bandazos que iba dando la ambulancia. No llevaban puesta la sirena porque no había tráfico y el paciente parecía hallarse sorprendentemente estable.

—Mariel, soy Pia. Te llamo desde el móvil. He salido a correr y me he encontrado con un hombre vestido con la ropa de deporte de la empresa y desplomado en el suelo.

—¿Un hombre? ¿Quién es? ¿Está consciente? ¿Dónde se encuentra ahora? —Mariel se mostró extrañamente angustiada.

—No sé cómo se llama. Está consciente, pero no habla inglés y tampoco lleva encima identificación alguna. Ahora mismo estamos en una ambulancia y vamos camino del hospital.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio y Pia tuvo que mirar la pantalla del teléfono para ver si la llamada se había cortado. Pero no, al parecer la señal era buena.

—¿Estás ahí, Mariel?

—Pia, escúchame, esto es muy importante. ¿A qué hospital os dirigís?

—Un momento. David, ¿a qué hospital vamos?

—Al Boulder Memorial de Aurora —contestó el chico.

—Al Boulder Memo…

—Sí, ya lo he oído. El Boulder Memorial. ¿Cómo está el hombre en estos momentos? ¿Se encuentra consciente?

—Sí, pero también desorientado y paranoide. Como te he dicho, el problema es que no habla nada de inglés.

—De acuerdo. Te diré lo que haremos: nos veremos en el hospital. Intentaré llegar lo antes posible. Escucha, Pia, no dejes que los de Urgencias le pongan la mano encima. No están cualificados. Te lo repito, que nadie intente examinarlo. ¿Me has entendido?

—Te he oído, Mariel, pero no, no te entiendo. Cuando lo encontré llevaba en parada cardíaca Dios sabe cuánto tiempo. No tenía respiración ni pulso. Ahora respira, pero van a tener que examinarlo. No hacerlo sería negligencia. ¿Qué quieres que les diga exactamente?

Mariel no respondió, de modo que Pia volvió a mirar la pantalla. La línea se había cortado. Como no estaba segura de por qué habían perdido la conexión, intentó llamar de nuevo pero le saltó el buzón de voz. Al parecer Mariel había colgado sin más.

Se sujetó de nuevo el iPhone en el brazo. ¿De verdad Mariel le había dicho que nadie debía examinar a aquel hombre? Miró al corredor, que seguía comportándose con miedo. Mientras ella hablaba por teléfono, el enfermero había intentado hacerle un electrocardiograma, pero él se había arrancado los cables. Ni siquiera había permitido que David le quitara la sudadera o le pusiera una vía intravenosa. Lo único bueno era que ya no intentaba bajarse de la camilla ni desatarse la cinta que lo sujetaba por el abdomen.

David se sentó en una silla junto al hombre. Por el momento se conformaría con llegar al hospital sin intentar nada más, pues el desconocido no parecía tener más problema médico que su extrema ansiedad. La bolsa de hielo debía de haberle aliviado, porque seguía con ella en la cabeza.

La agitación del corredor aumentó cuando la ambulancia llegó al hospital y avanzó marcha atrás hasta la plataforma de descarga. Empezó a farfullar para sí y a mirar de un lado a otro como si fuera un animal enjaulado. A duras penas consiguieron trasladarlo a Urgencias en una silla de ruedas. Una vez allí, lo metieron en un cubículo aislado porque su estado febril indicaba que podría tener algo contagioso. Pero el corredor había alcanzado su límite y empezó a desabrocharse la cincha que lo retenía. Cuando se lo impidieron, soltó un torrente de imprecaciones en chino. No permitía que las enfermeras se le acercaran y solo se calmó un poco cuando Pia, que se había mantenido a una prudente distancia, se acercó a él.

Una de las enfermeras se apiadó de la temblorosa joven y le dio una bata blanca para que se la pusiera encima de la ropa de deporte. El aire acondicionado de la sala de Urgencias mantenía la temperatura por debajo de los veintiún grados. La mujer también le explicó que habían solicitado la presencia de un intérprete de mandarín, pero que por desgracia el único del que disponían tenía el día libre y tardaría alrededor de una hora en llegar.

Pia estaba de pie junto a la cama del hombre procurando tranquilizarlo cuando entró el médico a cargo del turno de urgencias. Una de las enfermeras le dijo que lo habían avisado porque el doctor había dado órdenes estrictas de que lo llamaran siempre que ocurriera algo fuera de lo normal. En aquel caso, se trataba de la dificultad de comunicación. Los paramédicos lo habían informado antes incluso de que la ambulancia llegara al hospital.

Pia se llevó una sorpresa. Por su experiencia en la Facultad de Medicina de Columbia, estaba acostumbrada a médicos de urgencias agobiados y hechos un desastre. Por lo general siempre andaban ojerosos, iban vestidos con batas arrugadas y lucían barba de dos días en el caso de los hombres y el pelo alborotado como si acabaran de llegar en un descapotable en el de las mujeres. A lo largo de los pocos minutos que llevaba en las Urgencias del Boulder Memorial, ya había visto a varios médicos que encajaban con aquella descripción.

Pero aquel hombre era todo lo contrario. No llegaba a los cuarenta, era alto y esbelto y estaba bien proporcionado. Tenía aspecto de deportista, y más adelante Pia tendría ocasión de comprobar que, en efecto, lo era. Iba impecablemente arreglado, y lucía el bronceado propio de quien hace ejercicio al aire libre. Bajo su bata blanca como la nieve llevaba una camisa limpia y almidonada con una bonita corbata de seda perfectamente anudada. Unos gemelos le asomaban bajo las mangas de la chaqueta y las gafas modernas le conferían cierto aire intelectual. Su voz era firme, tranquila y transmitía seguridad. Se hizo cargo de la situación y Pia se quedó impresionada. Pocos hombres le resultaban atractivos, pero aquel era uno de ellos.

—¿Qué tenemos aquí? Un pequeño misterio, según me han dicho. Alguien que parecía estar muerto y que ahora está impaciente por marcharse de aquí. —Estudió rápidamente el historial del hombre, que estaba prácticamente en blanco. Luego se volvió hacia Pia—. Soy el doctor Paul Caldwell. Tengo entendido que fuiste tú quien lo encontró.

—Sí. Me llamo Pia.

—Y me han dicho que eres médica.

—Más o menos —repuso ella, que no deseaba dar una falsa impresión—. Me gradué en la Facultad de Medicina de Columbia, pero todavía no he hecho la residencia porque me dedico a la investigación.

—Muy bien —dijo Caldwell—. Háblame del paciente.

—Lo encontré mientras corría. Al parecer él estaba haciendo lo mismo cuando se desplomó. Al llegar junto a él comprobé que no respiraba ni tenía pulso. Como no sabía cuánto tiempo llevaba en ese estado, le hice un masaje cardiorrespiratorio. Lo que me sorprendió fue que tenía la piel muy caliente y una especie de urticaria en los antebrazos. Al cabo de unos minutos volvió en sí y pareció recuperarse de una manera extraordinariamente rápida. Estaba inconsciente y, un instante después, despierto por completo. Desde entonces ha estado muy agitado.

—¿No sabemos nada más?

—Nada. No habla inglés y yo no tengo ni idea de mandarín, que creo que es lo que habla él.

Paul sonrió. Pia le resultaba interesante, sobre todo porque su belleza era de las más exóticas que había visto jamás. Intentó averiguar cuáles podrían ser sus orígenes, pero no fue capaz. Su mejor suposición fue que debía de ser medio norteafricana y medio francesa.

—La Universidad de Columbia. Interesante. Yo también vengo de la costa Este. Estudié en Harvard pero elegí la Universidad de Colorado para hacer la residencia. Incluso hice una rotación aquí, en el Boulder Memorial. En fin, ¿qué crees que le pasa a nuestro paciente, señorita… señora…?

—Me llamo Pia Grazdani —repuso, pues no quería morder el evidente anzuelo—. No sé qué es lo que le pasa, pero le aseguro que cuando lo encontré sufría una parada cardiorrespiratoria en toda regla. Pensé que era una insolación por lo caliente que estaba y por la falta de sudoración. También me planteé la posibilidad de que fuera un ataque. Y la del shock séptico. Pero ninguna de ellas encajaba con otra de las observaciones: las ronchas de los antebrazos, así que tal vez sea algún tipo de reacción alérgica.

—En fin, lo bueno es que parece estar recuperándose sin problema —contestó Paul—. Veamos si podemos hacerle unas cuantas pruebas.

Entonces el médico intentó hablar con el desconocido, pero este se limitó a guardar silencio y mirarlo fijamente, como si lo retara a acercarse más. Acto seguido, Paul se sacó un termómetro de oído del bolsillo y buscó una caperuza para cubrirlo. Lo único que quedaba claro en el parco historial era la elevada temperatura del paciente.

—Solo quiero… ¡Eh, tranquilo, amigo!

Cuando Paul se inclinó sobre él para tomarle la temperatura, el desconocido apartó el termómetro de un manotazo.

—Déjeme intentarlo —propuso Pia.

La joven cogió el termómetro, se lo mostró al hombre y se lo introdujo en su propio oído. Luego le permitió mirar la pantalla. Acto seguido puso otra caperuza y, sin dejar de sonreírle, se lo puso a él. Su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que la temperatura del corredor había bajado a valores completamente normales.

—¡Esto es increíble! —exclamó Pia.

Antes el hombre estaba a más de cuarenta. Un descenso tan pronunciado ponía en duda la veracidad de la primera lectura.

—¿Podrías hacerle un examen neurológico básico? —le preguntó Paul, que estaba tan sorprendido como ella por el brusco cambio de temperatura corporal del paciente.

—Puedo intentarlo —contestó ella, no muy convencida de sus posibilidades.

Cogió la linterna que Paul le ofreció y la dirigió por turnos hacia cada uno de los ojos del desconocido. Las pupilas de ambos se contrajeron de igual modo. Prosiguió con el resto del examen y, aunque le resultó difícil llevar a cabo muchas de las pruebas básicas a causa de las dificultades de comunicación, tuvo la impresión de que las funciones cerebrales del sujeto eran normales. Consiguió que el corredor le tocara el dedo con uno de los suyos, que se llevase la mano a la nariz y que después la imitara mientras ella iba poniendo el dedo en distintos puntos del cuerpo. El ejercicio servía para comprobar las funciones del cerebelo. Saber si estaba correctamente orientado en el tiempo y el espacio no era más que una suposición, pero parecía que así era.

—Estoy impresionado por tu técnica —le dijo Paul con una sonrisa. Estaba disfrutando tanto de la compañía de Pia como del hecho de que lo estuviese ayudando con un paciente complicado. Para no tener experiencia, se estaba desenvolviendo muy bien—. Creo que has demostrado que no parece sufrir daños neurológicos. ¿Qué te parece si intentamos hacer un electrocardiograma?

El corredor estaba mucho más tranquilo que en ningún otro momento desde que se había despertado, de modo que Pia pudo conectarle los cables sin que se los arrancara. Paul puso en marcha el aparato y los resultados que este proporcionó fueron completamente normales.

—Esto es increíble —reconoció. Estudió el gráfico con mayor detenimiento—. ¿Estás segura de que sufría una parada cardiorrespiratoria total cuando lo encontraste? No veo nada anormal.

Pia se encogió de hombros.

—Estoy razonablemente segura de que carecía de pulso y no respiraba, así sí.

—¿Y dices que le viste ronchas en los brazos?

—Sí.

Señaló la zona donde las había detectado.

—Ahora no se ve nada —aseguró Paul, y Pia no pudo contradecirlo. Fuera lo que fuese, había desaparecido.

Paul le pidió al desconocido mediante gestos que se quitara la sudadera, pero este se negó a gritos mientras sacudía la cabeza de un lado a otro.

—Está bien —dijo Paul, que no quería forzar la situación, al menos de momento. Quería, como mínimo, auscultar al hombre, pero decidió que sería mejor esperar a que se mostrara más colaborador—. Tenemos que sacarle una muestra de sangre. Eso debería hacerlo yo.

Pia le lanzó una mirada. El corredor no había permitido que el médico se le acercara para nada. ¿Qué le hacía pensar que podría extraerle sangre, una maniobra mucho más invasiva que tomarle la temperatura o conectarle unos cables?

—Quizá sea mejor que lo intente yo.

—Pero tú no estás asegurada —objetó Paul.

Pia lo miró con expresión interrogadora. El comentario del médico le parecía completamente ilógico.

Paul se echó a reír al ver su expresión confundida.

—Solo estaba bromeando. Está claro que este hombre no dejará que me acerque, así que tendrás que hacerlo tú.

Pia sonrió. Al parecer aquel médico también tenía sentido del humor.

—Probaré una vez, pero no puede decirse que tenga mucha experiencia. De todas maneras, parece que confía en mí.

—Eso he notado.

Paul le entregó la aguja y un tubo. Sujetaba otros dos entre las manos. Deseaba realizar toda una batería de análisis.

Pia se entretuvo en enseñarle la aguja al desconocido e hizo como si fuera a sacarse sangre ella misma. El hombre la observó sin decir nada. Cuando Pia le subió la manga izquierda, se encontró con señales de otros pinchazos relativamente recientes sobre varias venas. Miró a Paul, que estaba de pie al otro lado del paciente.

—¿Ha visto esto? —le preguntó procurando que el corredor no supiese a qué se refería.

Pensó que tal vez se tratara de un adicto.

—Desde luego —repuso Paul sin más comentarios.

Pia le aplicó el torniquete y le clavó la aguja. El hombre hizo una mueca pero no se quejó, como si estuviera acostumbrado.

Tras llenar el primer recipiente, Pia se lo guardó en el bolsillo y cogió los otros dos que le pasó el doctor. Estaba orgullosa de sí misma, pues el proceso estaba transcurriendo con normalidad. El hecho de que el paciente estuviera delgado y tuviera las venas gruesas como cigarros también ayudaba.

—Buen trabajo —comentó Paul mientras ella deshacía el torniquete y después retiraba la aguja.

Le entregó las muestras de sangre a uno de los enfermeros que se habían quedado por allí por si los necesitaban. La noticia de que tenían un paciente potencialmente conflictivo había corrido como la pólvora en Urgencias.

Paul sacó su estetoscopio y se dispuso a tratar de auscultar de nuevo al sujeto. Le indicó con gestos que iba a levantarle la sudadera, pero antes de que este pudiera responder, justo al otro lado de la cortina comenzaron a oírse gritos y portazos.

—Pero ¿qué…? —empezó Paul. Se quitó el estetoscopio y se volvió para descorrer la cortina del cubículo, pero alguien se le adelantó desde fuera. El corredor soltó un grito de miedo y se aferró al brazo de Pia cuando vio que dos individuos uniformados se situaban uno a cada lado de su cama. Pia se dio cuenta de que iban armados y reconoció los uniformes: pertenecían al personal de seguridad de Nano.

—¿Es él? —preguntó uno de ellos dirigiéndose a alguien que todavía no había llegado.

—Sí —contestó una voz conocida.

Pia se dio la vuelta y vio que Mariel Spallek entraba a través de la cortina abierta. Tras ella aparecieron dos hombres chinos vestidos con traje y gafas de sol. Uno de ellos le dijo algo en mandarín al corredor y este se encogió atemorizado.

—¿Quién está al mando? —exigió saber Mariel. Ni siquiera se molestó en saludar a Pia.

—Yo —contestó Paul—. Soy el doctor Caldwell. ¿Qué demonios es todo esto? No pueden irrumpir aquí de esta manera. Este hombre es un paciente. —Estiró una mano y apretó un botón rojo que había en la pared. Un altavoz se encendió de inmediato—. ¡Enfermera, llame ahora mismo a seguridad! —ordenó.

—Doctor Caldwell —dijo Mariel con tono autoritario—, hemos venido para hacernos cargo de este paciente. Sin examinarlo siquiera, puedo asegurarle que está perfectamente. Nosotros nos ocuparemos de cualquier percance que haya podido sufrir. Además, como puede ver, está deseando marcharse.

El corredor se había sentado rápidamente en la cama y hablaba con el chino trajeado que se había dirigido a él. Por sus gestos quedaba claro que lo reconocía como un superior. El paciente seguía visiblemente alterado, pero al mismo tiempo parecía aliviado de ver a gente a la que conocía.

—Mariel, ¿qué está ocurriendo? —quiso saber Pia—. ¿Este hombre trabaja en Nano? Aunque así sea, no creo que deba marcharse. Como mínimo tiene que permanecer bajo observación. Creemos que ha sufrido un paro cardíaco. ¿Por qué ha venido el personal de seguridad de Nano? ¿Por qué van armados?

Mariel ignoró deliberadamente a Pia. Entretanto, los chinos que no estaban hablando con el corredor le arrebataron los dos tubos de sangre al enfermero antes de que este pudiera reaccionar. El hombre hizo ademán de recuperarlos, pero Paul se lo impidió.

—Doctor Caldwell —prosiguió Spallek—, prepare el alta de este paciente. Acaba de decirle a su compatriota que desea marcharse. —Se volvió hacia uno de los chinos—. Señor Wang, confirme una vez más que el paciente quiere marcharse del hospital, por favor.

El oriental a quien se había dirigido Mariel habló con el corredor y este asintió con la cabeza. Al mismo tiempo, pareció confirmarlo verbalmente.

—Un momento —interrumpió Paul, que no estaba dispuesto a dejarse engañar tan fácilmente—. ¿Cómo sé lo que le está preguntando este caballero? Podría haberle dicho cualquier otra cosa. Deje que llame a alguien de administración del hospital.

Paul salió al pasillo, pero otros dos corpulentos agentes de seguridad de Nano le cerraron el paso de inmediato.

—¡Apártense! —ordenó, pero ellos se mantuvieron firmes—. ¡Eh! —gritó el médico por el pasillo en dirección a la ventanilla de admisiones de Urgencias—. ¿Dónde demonios está nuestro personal de seguridad? ¡Que venga ahora mismo alguien de administración!

Pia intentó hablar con Mariel nuevamente, pero ella siguió sin hacerle caso. Spallek chasqueó los dedos para ordenar al corredor que se pusiera en pie. El hombre obedeció, pero le fallaron las piernas y dos de los chinos con traje se adelantaron para sostenerlo.

—¡Mariel, esto es indignante! —exclamó Pia—. ¿Qué está pasando aquí?

Su jefa le dedicó una de sus típicas miradas despectivas.

—Lo que está pasando es que nos lo vamos a llevar del hospital y se quedará bajo nuestra jurisdicción y responsabilidad. Te dije por teléfono que nosotros nos encargaríamos de todo —añadió siseando entre dientes.

—Ya sé lo que me dijiste —repuso Pia con incredulidad—, pero este hombre necesita que lo vigilen y lo examinen a fondo.

—Lo vigilarán mucho mejor en la enfermería de Nano, que está mejor equipada para hacer frente a este tipo de emergencias. Los médicos de Nano, que conocen perfectamente su historial sanitario, se ocuparán de él. Te agradezco que ayudaras a este hombre, pero te pedí que no permitieras que lo examinaran y le han sacado sangre.

Pia estaba boquiabierta, y una de las cosas que más la habían desconcertado era la mención de que Nano contaba con una enfermería equipada.

El doctor Caldwell seguía protestando en el pasillo, diciendo que el paciente debería permanecer en el hospital, que básicamente lo estaban secuestrando y que tanto él como el resto del personal estaban siendo retenidos a la fuerza en su propio hospital.

Pia observó al extraño grupo que se disponía a marcharse. Dos de los chinos sostenían al corredor; los seguían dos guardias de seguridad y Mariel. Antes de abandonar la sala, el hombre le dedicó una débil sonrisa a Pia y le hizo un gesto con la mano como para darle las gracias.

—¡Vamos! —le ordenó Mariel a su subordinada—. Puedes venir en el coche conmigo.

Pia la siguió obedientemente. Una vez en el pasillo, el grupo se unió a los otros guardias de seguridad, que solo entonces permitieron que Paul corriera hacia el mostrador de enfermeras. El grupo se dirigió hacia la salida de Urgencias con dos guardias abriendo la marcha y otros dos cerrándola.

El doctor llegó al mostrador en el momento oportuno, justo cuando aparecían varios miembros de la administración del hospital vestidos de traje. Entre ellos se hallaba incluso el gerente, Carl Noakes. Los acompañaban varios efectivos uniformados de la seguridad del centro y, por si fuera poco, a ellos se habían sumado unos cuantos agentes de la policía de Boulder, incluido el que había ido con la ambulancia a socorrer al corredor.

—¡Ah, doctor Caldwell! —dijo Noakes casi sin aliento—. Quizá usted pueda explicarme qué está pasando aquí.

Paul maldijo para sus adentros. Hasta donde él sabía, el señor Noakes, el presidente del hospital, era un simple testaferro y, además, la clase de persona que no deseabas ver en una situación como aquella. Era un burócrata convencido.

—Tenemos un problema con un paciente que no habla nuestro idioma. Es probable que haya sufrido un paro cardíaco y se lo están llevando contraviniendo mis órdenes.

Los dos grupos se encontraron cara a cara en aquel crítico momento. Noakes alzó la mano para que todos se detuvieran. Luego se aclaró la garganta.

—Creo que se ha producido un malentendido. ¿Cómo se llama el paciente, doctor Caldwell?

—No lo sabemos —contestó Paul.

—¡Yao Hong-Xiau! —exclamó el corredor, y uno de los chinos trajeados empezó a gritarle.

—Será mejor que despejemos la entrada y hablemos en una de las salas vacías —propuso Noakes.

La enfermera jefe le indicó adónde ir y Noakes invitó a todo el mundo a seguirlo con un gesto de la mano. Nadie protestó. Muchos de los pacientes que esperaban para ser atendidos los contemplaban fascinados. Era como si estuvieran presenciando el rodaje de una película de espías internacionales, con todos aquellos policías y vigilantes de seguridad mirándose con suspicacia.

—No hay ningún malentendido —dijo Mariel con tranquilidad una vez se encontraron en un ambiente de relativa privacidad—. El paciente es un representante del gobierno chino invitado por el de Estados Unidos, y además ha expresado su deseo de volver a nuestras instalaciones. Estos otros dos caballeros que me acompañan son ciudadanos chinos con pasaporte diplomático y están de visita en Nano. —Spallek señaló a los dos orientales trajeados y ambos asintieron.

—¿Por qué no esperamos a nuestro traductor, que estará aquí enseguida? —propuso Paul.

Mariel lo miró con altanería.

—No vamos a esperar a nadie. Nos gustaría llevarnos a este hombre a nuestras instalaciones médicas cuanto antes.

Como si quisiera apoyar lo que la mujer acababa de decir, al parecer el paciente pidió sentarse, y los dos hombres que lo sostenían le acercaron una silla.

—¿Y qué me dice de los gastos que la visita ha ocasionado al hospital? —preguntó Noakes.

Paul gruñó para sí. Era típico de Noakes preocuparse por cuestiones puramente económicas en un momento así. Los gastos de Urgencias eran, sin duda, secundarios frente a la cuestión ética que representaba darle prematuramente el alta a un paciente vulnerable para entregárselo a una guardia armada.

—Me alegra que me lo haya recordado —contestó Mariel con una sonrisa forzada—. Estoy autorizada para correr con cualquier gasto que haya podido surgir.

Dicho lo cual, sacó un montón de billetes de una bolsa que llevaba. Pia vio que eran de cien dólares. Su jefa se aseguró de que Noakes también los veía y le alargó un puñado. Debía de tener varios miles en la mano, y sin duda había más en la bolsa.

—Esto debería bastar —dijo.

—Esto es muy poco ortodoxo —objetó Noakes sin apartar la vista del dinero—. Normalmente no aceptamos efectivo sin una factura.

—Y esto por los inconvenientes —siguió diciendo Mariel, que sumó unos cuantos billetes más a su ofrecimiento. Noakes parecía paralizado, de modo que ella le puso el dinero en la mano—. Creo que esto cubre los gastos sobradamente. Lamentamos mucho los inconvenientes causados.

—Señor Noakes… —empezó a protestar Paul, que no estaba nada conforme con aquel proceder.

Pero el gerente ya se había apartado, y el grupo del corredor salió rápidamente de la habitación y de Urgencias.

Pia los siguió con la esperanza de poder hablar con Mariel. Tenía un montón de preguntas que hacerle, así que caminó a paso vivo junto a ella mientras se dirigían hacia la segunda de las dos furgonetas negras que esperaban en el aparcamiento con el motor en marcha. Los conductores, de uniforme y con gafas oscuras, las habían situado de tal manera que pudieran marcharse enseguida. Los dos chinos de traje subieron a la primera con el corredor.

—Mariel, ¿se puede saber qué está pasando?

—Pia… —La mujer se detuvo y la miró con frialdad—. Nano es mucho más que nuestro pequeño departamento. El mundo está lleno de gente a la que le encantaría poder ponerle las manos encima a lo que se hace en la empresa. La nanotecnología es uno de los campos de investigación más importantes de la actualidad, y nosotros lo encabezamos, pero somos vulnerables y debemos protegernos.

—¿Con guardias armados? ¿Y qué tiene todo eso que ver con este hombre? Había salido a correr un rato y se ha desplomado. ¿Y tú apareces con un montón de tipos armados? ¿Y dices que es un representante del gobierno chino? ¿Y que Nano dispone de enfermería? ¿Y…?

—Pia, te agradezco que me llamaras, pero ahora tienes que confiar en mí y dejar de hacer preguntas. Tenemos que marcharnos. ¿Vienes? Hay que llevar a ese hombre a Nano cuanto antes.

Pia seguía vestida con la bata que le habían prestado y, de pronto, se acordó de que se había olvidado el móvil en el servicio de Urgencias.

—Mi teléfono… —dijo, y volvió la cabeza para mirar por encima del hombro sin saber muy bien qué hacer.

—No podemos esperarte. Si quieres quedarte tendrás que volver por tus propios medios. Pero no tardes. Tenemos mucho trabajo que hacer.

Pia asintió, dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada de Urgencias.

—Ah, otra cosa —gritó Mariel. Pia se volvió y la miró con los ojos entrecerrados cuando el sol le dio de frente—. Será mejor que olvides todo lo ocurrido, ¿vale?

Sin esperar respuesta, Mariel se encaramó al asiento del pasajero de la furgoneta y la cerró de un portazo. Pia se quedó allí de pie viendo cómo los dos vehículos se alejaban.

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