Nano

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Estación de metro de Oxford Circus,

Londres, Reino Unido

Viernes, 2 de agosto de 2013, 7.54 h (hora local)

Burim le mostró la fotocopia en color de la fotografía de Pia a otra joven que vivía en la calle. A aquellas alturas debía de habérsela enseñado a diez mil vagabundos y fugitivos. Le habían ofrecido jóvenes como aquella, le habían preguntado si ese era su tipo o si quizá prefería una más joven. En muchas ocasiones le habían dicho que podían darle la dirección de la joven de la foto a cambio de veinte, cincuenta o cien libras. Pero nadie había visto a Pia. Burim sabía que era inútil, pero seguía insistiendo. Era mejor que quedarse sentado sin hacer nada, y cada vez estaba más desesperado. En realidad sabía que la única forma de averiguar algo en algún momento era que la mafia albanesa de Londres se enterase de algún rumor. Cogió el móvil que Harry le había prestado el día anterior y llamó a la casa de Tottenham. No, Harry no tenía novedades. ¿Y en qué estaba pensando para llamar a aquellas horas de la mañana?

Colgó y se preguntó si George estaría teniendo más suerte que él o si simplemente habría duplicado su propia futilidad al arrastrarlo hasta Londres. Por supuesto, en parte lo había hecho viajar hasta allí para vengarse por haberlo implicado en una búsqueda tan inútil.

El hombre que había estado siguiendo a Burim durante las últimas tres horas anotó la hora de la llamada y le envió un correo electrónico a su jefe con un resumen de lo observado. Aquello era lo que le habían pedido que buscase, y al fin lo había presenciado.

George había dado con Graziani a última hora de la mañana del jueves. Burim había decidido incluso antes de su llegada que lo más inteligente sería no informar a sus colegas albaneses de que había hecho ir al muchacho hasta allí, así que le había dicho a Wilson que se buscara un alojamiento en otra parte de la ciudad. También le había dado un fajo de billetes para que se comprase un móvil. Después le dio unas cuantas copias de la foto de Pia y le dijo que tuviera el teléfono siempre encendido. Nunca sabría cuándo iba a llamarlo. George estaba cumpliendo obedientemente con todas las órdenes del padre de Pia, recorriendo las principales estaciones de autobús, tren y metro. Al igual que Burim, estaba viendo una faceta de Londres que la mayor parte de los turistas estadounidenses no llegaba a conocer.

Jimmy Yan llevaba dormido solo un par de horas cuando su despertador sonó el viernes por la mañana. Aun así, no sintió la tentación de dormir unos minutos más. No tenía costumbre de hacerlo, y aquel día era muy importante que todo se hiciese con puntualidad. Había pasado despierto casi toda la noche para ultimar los complicados preparativos y había terminado con una larga llamada telefónica a su superior en Pekín —realizada a través de la línea segura— durante la que habían repasado todos y cada uno de los detalles del plan, especialmente el capítulo dedicado a su inesperada huésped.

Sabía que tanto Berman como Jones se habían despertado pronto, así que llamó a su socio para que se reunieran todos ante la puerta de la vicaría tras un desayuno ligero.

—Buenos días, Whitney —la saludó Berman cuando salió de la casa—. Llevaba tiempo sin verte.

—He estado muy ocupada —repuso ella mirándolo con irritación—. No resulta fácil dirigir una empresa que está en Colorado desde la campiña inglesa.

Berman ignoró aquel comentario. Esperaba que Whitney hiciera su trabajo hubiera siete horas de diferencia horaria o no.

Entonces Jimmy se unió a ellos y les hizo un gesto para que lo acompañaran en el segundo de dos coches.

—Vamos a hacer un recorrido turístico hasta Windsor —explicó. Estaba tan de buen humor como siempre. Había aprendido muy pronto en la vida que era mejor no mostrar todas sus cartas—. Little Chalfont… Amersham… Beaconsfield.

Jimmy era un guía entusiasta. Mientras subían por una empinada colina para salir de la pequeña ciudad de Amersham, les explicó que se llamaba Gore Hill en recuerdo de una antigua batalla contra los vikingos, tras la que la sangre había descendido por la ladera hasta el pueblo.

Berman y Jones asintieron solícitamente. A ninguno de los dos les interesaba lo más mínimo.

—Por ahí se llega a la casa de John Milton, en Chalfont St. Giles —comentó Jimmy al tiempo que señalaba una carretera todavía más estrecha que por la que circulaban—. Pero está demasiado lejos. Puede que vayamos a visitarla la próxima vez que salgamos.

Media hora más tarde, se hallaban a bordo de una rápida embarcación que los llevaba hacia el este por el Támesis. Whitney disfrutaba de su libertad fuera de los confines de la sórdida habitación donde llevaba días encerrada trabajando. Berman parecía totalmente distraído. Jimmy consultaba su móvil cada dos minutos. Un flujo incesante de mensajes lo mantenía informado de la situación. Todo iba según lo planeado.

Tumbada en la cama en el silencio de la mañana, Pia oyó que se cerraban las portezuelas de dos o tres coches y el sonido de los neumáticos sobre la gravilla al alejarse. Supuso que serían Berman y Jones que se marchaban con el chino que había conocido la noche anterior. ¿Quién era aquel hombre? Durante los últimos días había disfrutado de sus paseos por el jardín, pero dudaba que le permitieran salir en ausencia de Berman. Aquellas jornadas le habían resultado más soportables gracias a la comida y el baño. Incluso la ridícula cena de la noche anterior había sido una agradable distracción de su aburrimiento generalizado.

Estaba pensando en todo ello cuando se abrió la puerta de su habitación y entró el médico chino seguido de un guardia, uno diferente, por una vez. El médico fue directo hacia ella y la cogió por el brazo sano.

—¡Eh! ¿Qué significa esto? —protestó Pia mientras intentaba zafarse.

El hombre evitó mirarla a los ojos, y ella comprendió que se trataba de una mala señal.

—¿Qué va a hacerme? —exigió saber cuando el guardia la cogió por los hombros y la obligó a tenderse boca arriba en la cama.

Un instante después, Pia notó una punzada en el brazo seguida de una sensación de cosquilleo; después, una especie de espiral de negrura se cerró sobre ella como si fuera el lento obturador de una cámara vieja.

El móvil prestado de Burim sonó una vez, y él contestó antes de que pudiera volver a hacerlo.

—¿Sí?

—Soy Harry. Hemos oído algo, viene de un contacto de fiar. Está en la Tubería.

—¿La Tubería? ¿Qué demonios es eso? ¿Dónde está?

—No sabemos dónde se encuentra. ¡Escucha con atención! Recuerda los nombres de estas personas, ve a una biblioteca y búscalos en internet. Así descubrirás lo que es la Tubería.

Harry le dio dos nombres albaneses y Burim los anotó.

—¿Tienes todo lo que te dimos?

Harry le había entregado el móvil por el que estaba hablando y una pistola automática SIG Sauer con un cargador de recambio. En la casa de Tottenham, Burim lo había metido todo en una pequeña mochila. La llevaba colgada a la espalda.

—Sí, lo tengo todo.

—De acuerdo. Estate preparado. Es posible que no sepamos nada más hasta dentro de varias horas. Tendrás que reaccionar con rapidez si quieres tener alguna posibilidad de conseguirlo, así que mantente alerta.

Burim miró el reloj. Eran las dos en punto. Estaba en la estación de tren de King’s Cross, una terminal concurrida. Dos minutos después, ya estaba de camino hacia la cercana biblioteca de St. Pancras.

Zachary Berman se quedó perplejo cuando se enteró de que las pruebas de atletismo en el Estadio Olímpico no empezaban hasta las siete de la tarde. ¿Por qué habían salido tan temprano? ¿Por qué tenían que estar sentados en aquella suite codeándose con funcionarios chinos? A diferencia de él, Whitney Jones parecía estar pasándoselo bien, o eso dedujo Berman al observarla.

Whitney estaba encantada. Era la primera vez que podía relajarse desde que habían llegado a Londres hacía casi dos semanas. A pesar de que el futuro de Nano se estaba decidiendo en aquellos campeonatos, algo de lo que era consciente en su fuero interno, seguía habiendo un montón de detalles rutinarios de los que ocuparse. Había muchos experimentos en marcha en Boulder, aparte del día a día del funcionamiento de las instalaciones. Era necesario gestionar la plantilla, así como otras muchas tareas mundanas, y su jefe había mostrado poco interés en todas ellas, ya que tenía que ocuparse de Pia. Por eso todo había recaído sobre sus capaces espaldas.

En aquellos momentos estaba sentada en la suite de la delegación china tomando champán y charlando con Jimmy Yan, un hombre que le resultaba deliciosamente intrigante. Era un soplo de aire fresco comparado con Berman, y Whitney no pudo evitar quejarse un poco de su jefe.

—Sí, parece bastante ausente —comentó Jimmy—, y estoy de acuerdo en que esa mujer no le conviene. Pero somos hombres de negocios. O personas de negocios, señorita Jones. Siempre y cuando el señor Berman cumpla con lo que nos ha prometido, estamos contentos. Todos tenemos nuestras debilidades. Solo espero que se haya ocupado adecuadamente de la situación en su conjunto.

—Puedo asegurarle que todo está a punto —repuso Whitney—. Los sitios web están listos, no hay más que acceder a ellos.

—Estoy convencido de todo irá como la seda, incluyendo el rendimiento de los atletas esta noche. Londres ha hecho un buen trabajo con estos campeonatos, igual que con los Juegos Olímpicos. No fueron tan espectaculares como los de Pekín, desde luego, pero los ingleses tenían interés en involucrar a la ciudadanía, cosa que para nosotros no supuso tanto problema.

—Tenían que garantizarles el acceso a los contribuyentes —dijo Whitney—. Se supone que así es como funcionan las democracias.

—Desde luego —concedió Jimmy—. Pero no aquí y ahora. ¿Un poco más de champán?

—Me he fijado en que usted no está bebiendo.

—Todavía no. Quiero brindar por una victoria china. Veo que primero tenemos una carrera de los cien metros femeninos. La velocidad no ha resultado ser uno de nuestros puntos fuertes como sí que lo es para los jamaicanos; tal vez tenga que esperar a las pruebas de larga distancia para que llegue nuestro éxito.

Burim se sentó ante la pantalla del ordenador de la biblioteca St. Pancras. El vagabundo al que acababa de apartar del terminal le había dicho que iba a buscar a «la dirección», así que se dio prisa por si el hombre realmente lograba convencer a alguien para que fuera a investigar el motivo de su queja. Se metió en el buscador y tecleó los dos nombres que le habían dado. Lo que encontró no resultó ser una lectura muy agradable.

Aquellos individuos eran figuras destacadas de una banda albanesa dedicada a la explotación sexual que estaba especializada en exportar mujeres de Europa del Este a Extremo Oriente, el norte de África y los estados árabes de Oriente Medio. La banda no tenía reparos en captar a jóvenes vulnerables en las calles de Londres, Manchester, Edimburgo o cualquier otra capital europea. A menudo las chicas eran adolescentes huidas de sus casas que no habían sido capaces de encontrar un trabajo decente en Praga, Budapest o Bratislava. Solían ser bastante atractivas según los cánones del actual mundo de la moda: jóvenes, delgadas pero con curvas y con los rasgos faciales marcados. Una de aquellas jóvenes de belleza excepcional podía llegar a valer medio millón de libras en el mercado árabe. Burim se apresuró en leer el artículo hasta el final. «La Tubería» era el nombre que recibía la cadena por la que pasaban las chicas secuestradas, normalmente obligadas a tomar grandes dosis de drogas ilegales. Según decía el texto, una vez que una joven entraba en la Tubería, era prácticamente imposible seguirle el rastro. Era el equivalente a ser absorbido por un agujero negro. Sencillamente desaparecían.

Burim salió de la biblioteca a toda prisa y llamó a Harry, pero no obtuvo respuesta. Entonces probó con George.

—¿Ha habido suerte? —preguntó.

—En absoluto. Hay demasiadas chicas fugadas. Tenía una visión equivocada de Londres —contestó George.

—Siga trabajando, pero tenga el móvil a mano —ordenó Burim antes de colgar.

No creía que George fuera a tomarse bien la noticia de la Tubería, pero quería tenerlo disponible.

Para ahorrar batería, se resistió a intentar llamar a Harry y siguió caminando por las calles de Londres mientras pasaban las horas; no podía estarse quieto. Deseó que todo aquello hubiera sucedido en Nueva York, donde tenía poder y contactos de verdad, y no en Londres.

Jimmy Yan tuvo que obligar a Berman a sentarse en la primera fila del palco para ver la última carrera de la tarde, la final femenina de los diez mil metros. El norteamericano había seguido de mal humor y había bebido más gin-tonics de los que debía. En la carrera participaba una atleta británica, y la posibilidad de que pudiera ganar la medalla hacía que el público local coreara su nombre y cantase himnos al unísono.

—Será una buena carrera, lo presiento —comentó Jimmy.

Al cabo de cinco vueltas, un grupo de cuatro mujeres —dos keniatas, la británica y una estadounidense— marchaba en cabeza y se estaba distanciando del pelotón. Las keniatas se turnaban para tirar y forzaban el ritmo de la carrera. Whitney animó a su compatriota gritando su nombre y Jimmy la reprendió en broma.

—Bueno, la corredora china va muy atrás —se defendió Whitney.

—Dele tiempo —repuso Jimmy—. Es de las que empiezan despacio.

Berman vio que Wei, la corredora china, atacaba cuando faltaban cuatro vueltas para el final. Era como si hubiera engranado otra marcha y comenzó a coger velocidad tranquila e imparablemente. Desde casi el final del pelotón, fue adelantando a sus adversarias una por una hasta que, a dos vueltas del final, solo las dos keniatas y la estadounidense se interponían entre ella y la victoria. El público la vio llegar y, cuando la corredora británica se desfondó, empezó a corear la heroica carga de Wei. En la gran televisión de la suite, Berman se dio cuenta de que la joven china corría con gran economía de esfuerzo. Miró a Jimmy Yan. Aunque los demás funcionarios que lo rodeaban gritaban y vitoreaban, él se mantenía impasible, como si aquello no lo sorprendiera. Jimmy le devolvió la mirada. Asintió, sonrió y señaló la pista.

—¡Miren cómo va! —gritó Whitney.

Durante la última vuelta, Wei alcanzó a las keniatas y se les pegó a los talones. Las dos corrían hombro con hombro para intentar cerrarle el paso a la china y evitar que ocupase la primera posición. Pero Wei no se dejó intimidar. Rodeó ampliamente a la pareja por el carril exterior en la última curva, tan ampliamente que dio la impresión de estar echando a perder sus posibilidades de ganar, pero se las ingenió para meter otra marcha más. Primero iba tras ellas, luego las adelantó con aparente facilidad y, mientras se acercaba a la victoria de la carrera y del campeonato del mundo, alzó los brazos al aire en un gesto de alegría.

En el palco se estalló el caos. En medio de aquel alboroto, los hombres que lo rodeaban se daban palmadas en la espalda. Era el delirio.

Berman se sintió fuera de lugar, de manera que salió del palco y se dirigió al aseo que había en la parte de atrás de la suite. Tras utilizar el inodoro, tiró de la cadena y después se miró en el espejo. Sabía que había bebido demasiado, pero la cabeza le funcionaba sin problemas. Lo que lo inquietaba era la manera en que la mujer había ganado la carrera. Había parecido demasiado ensayado, demasiado planificado, demasiado improbable teniendo en cuenta el nivel de la competición, en la que participaban atletas de primera fila, entre ellas la poseedora del récord del mundo. Había algo que desentonaba. Se lavó las manos distraídamente y regresó al palco.

—¿Qué ocurre?

Era Jimmy, que se había colocado detrás de Berman y le había apoyado la mano en el hombro con demasiada fuerza.

—Dímelo tú, Jimmy. Esa mujer ha ganado la carrera de un modo extraño.

—Ven conmigo y lo hablaremos.

—¿Por qué no puedes decírmelo aquí? —quiso saber Berman.

—Ven conmigo —repitió Jimmy—. Debo insistir.

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