Nano

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Nano, S. L., Boulder, Colorado

Martes, 7 de mayo de 2013, 13.07 h

Cinco días después

Zach Berman notó que ya había superado los últimos efectos del cambio horario. Poco importaba lo mucho que durmiera durante un vuelo, lo puntualmente que se tomara los complementos de melatonina —pues estaba convencido de que ayudaban— o que no durmiese durante el día tras volver a Colorado. Siempre que regresaba de un viaje transoceánico estaba descolocado durante varios días.

Había regresado a Boulder coincidiendo con la primera etapa del Giro de Italia —una contrarreloj corta—, que se había celebrado el sábado. Al día siguiente había una etapa más larga, de más de doscientos kilómetros. Siguió la evolución del equipo en internet y le alegró comprobar que los ciclistas del equipo azerí desempeñaban un papel correcto sin caer en lo bochornosamente malo ni en lo improbablemente bueno. Aunque carecía de control sobre el rendimiento del líder del grupo, se sintió satisfecho al ver que iba en decimotercera posición en la general. Sus ciclistas chinos acababan siempre en medio del pelotón, el grupo principal de corredores de apoyo, tal como debía ser. Berman estaba impaciente por volver a Milán el día 27 para presenciar el final de la carrera, aunque tuviera que hacer el trayecto vía China. El largo viaje valdría la pena si los últimos resultados de los entrenamientos se repetían a lo largo de las dos semanas siguientes.

El domingo se había obligado a hacerle otra dolorosa visita a su madre en su casa asistida de Louisville. Cada vez que iba, creía detectar un declive tangible en las facultades de la mujer. En aquella ocasión se mostró un poco más beligerante hacia él y ligeramente menos capaz de completar una frase coherente. Aquel inexorable deterioro le resultaba aterrador, y no por su madre, puesto que ya había perdido toda esperanza de contener su enfermedad, sino por él.

Tenía la impresión de que sus visitas eran como esos programas para delincuentes juveniles en los que mandaban a los adolescentes díscolos a una cárcel de adultos con la esperanza de que el miedo los devolviera al camino recto. La diferencia estribaba en que él trabajaba como un loco para asegurarse de que su equipo de Nano contara con los recursos necesarios para progresar en sus investigaciones. Su capacidad para comprender los aspectos técnicos del programa había sido ampliamente superada por los avances que sus científicos estaban realizando, pero aun así procuraba mantenerse lo mejor informado que podía. De lo que sí podía encargarse era de garantizar la financiación.

A tal fin se encerraba durante horas en el centro neurálgico de Nano con su científico jefe, Allan Stevens, y su pequeño círculo de colaboradores más íntimos, la gente de fabricación molecular, y los escuchaba mientras revisaban una y otra vez los protocolos. Los márgenes con los que operaban parecían minúsculos: en el universo nano, un número infinitesimal de moléculas, unas cuantas de menos o unas cuantas de más, podían producir un descenso del rendimiento, por un lado, o, por el otro, un estrés abrumador para el cuerpo y, potencialmente, un colapso catastrófico. Eso ya había quedado claro. Era un paseo por la cuerda floja.

La mayor parte de su tiempo lo pasaba con Whitney Jones para que lo pusiera al día de la información que había obtenido del último grupo de dignatarios chinos y de su mentalidad nacionalista y competitiva, además de para repasar con ella la estrategia de la empresa de cara a las semanas siguientes. Por lo que ambos podían deducir, la enorme inyección de capital necesaria para llevar el proyecto de los microbívoros al siguiente nivel —es decir, para pasar a ensayar con mamíferos y después a los estudios de seguridad con humanos— iba según lo esperado. Una vez se hubiera completado, la fase de compartir los avances en nanotecnología comenzaría de verdad. Pero los criterios de rendimiento continuaban siendo un desafío que Nano debía superar. Por esa razón Berman pasaba más tiempo con los mejores atletas que seguían entrenándose, y con la ayuda de los intérpretes procuraba comprender su personalidad. ¿Estarían preparados para asumir la responsabilidad que se estaba depositando sobre sus hombros? ¿Podía confiar en que actuarían como se les había ordenado? Obviamente, algunos de los prescindibles no lo habían hecho, aunque en última instancia su desobediencia había contribuido al proyecto de formas inesperadas pero valiosas.

Berman estaba completamente absorbido por su trabajo. Los preparativos eran meticulosos hasta en los detalles más nimios, y él siempre estaba dispuesto a ayudar en todos y cada uno de los aspectos de su desarrollo. No podía dejar nada al azar. Adoptó una vida monacal, se levantaba cada día más temprano y trabajaba con más ahínco. Durante aquellas semanas necesitaría tener la cabeza lo más despejada posible. Era un hombre hecho y derecho, podía aplazar la inevitable gratificación hasta el día en que pudiera apreciarla de verdad. Hizo un pacto consigo mismo: nada de carnes rojas, nada de alcohol y nada de puros. Y nada de Pia. Suponía una distracción demasiado grande.

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