Nano

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Plaza del Duomo, Milán, Italia

Domingo, 26 de mayo de 2013, 17.00 h

Una semana después

Zach Berman sabía que su corredor no estaba en condiciones de ganar la corta etapa que finalizaba el Giro de Italia aquel año, y menos aún la carrera, pero aquello no impedía que estuviera sumamente inquieto de todos modos. Una gran multitud se había congregado en la plaza mayor de Milán, dominada por la enorme y esbelta catedral. Berman se había quedado maravillado cuando la visitó con Jimmy Yan aquella misma mañana temprano, sobre todo porque habían tardado seiscientos años en terminarla. A los canteros y artistas del siglo XIV probablemente les gustara saber que su trabajo iba a formar parte de un esfuerzo colectivo que se prolongaría durante cientos de años, y todo para gloria de su Dios. Berman creía que su tarea de hermanar la medicina y la nanotecnología era tan monumental como aquel templo, pero a diferencia de los constructores de la catedral, él disponía de muy poco tiempo para acabar su trabajo.

Miró la hora. Los ciclistas habían salido de la plaza Castello hacía quince minutos. Suponiendo que marcharan a entre cuarenta y cincuenta kilómetros por hora, tardaría unos diez minutos en avistarlos. Jimmy Yan se levantó de su asiento de aluminio en las gradas provisionales y le dio unos golpecitos a su reloj. Berman, sentado a su lado, asintió y se puso igualmente en pie. Yan estaba preparado, como tenía por costumbre.

—Ya se acercan —dijo Jimmy, que observaba los acontecimientos a través de unos minúsculos prismáticos de bolsillo.

La multitud ondeaba banderas de todos los países participantes en la carrera, pero las más numerosas eran las de Italia. Frecuentes bocinazos y pitidos e incluso algunos fuegos artificiales salpicaban el ruidoso griterío hasta convertirlo en un estrépito ensordecedor.

Jimmy se puso de puntillas para observar al grupo que iba en cabeza. Aquella última etapa era básicamente una formalidad. El Giro de aquel año iba a ganarlo un destacado corredor español, siempre que no sufriera una caída, pero tres italianos luchaban por la segunda posición, y ellos eran los que provocaban la excitación del público. Para los espectadores se trataba de una espléndida manera de acabar una competición que había durado casi un mes. Todo el mundo se había puesto de pie en las gradas, y Berman no alcanzaba a ver a través de la multitud de brazos levantados. Al fin logró divisar al pelotón cuando entró en el circuito de la plaza. ¿Veía los colores azul, rojo y verde de su equipo? No estaba seguro.

—¡Allí! —Jimmy lo cogió del brazo y señaló a lo lejos.

Berman vio por fin los colores que buscaba. Los hombres de su equipo rodaban apiñados en medio del pelotón cuando el grupo comenzó a cruzar la línea de meta.

—He visto a Bo —aseguró Jimmy—. Estoy seguro.

«Gracias a Dios», pensó Berman. Su corredor tenía que acabar la carrera, y aquel tan solo era el primero de los muchos obstáculos que se presentarían a lo largo de los meses siguientes. No es que terminar el Giro fuera una gran complicación, pero los funcionarios chinos lo habían dejado bien claro: no más fallos ni fracasos; nada de lesiones durante acontecimientos públicos; no más ciclistas desplomándose por los caminos de Boulder; y no más visitas a Urgencias en ambulancia. Berman deseó tener el poder necesario para controlar cada situación hasta ese extremo.

—Deberíamos bajar y saludar al equipo —propuso Zachary, que opinaba que el hecho de que hubieran acabado la carrera sin contratiempos era motivo suficiente para una pequeña celebración.

—Como quieras —contestó Jimmy—. Iré a ver a Liang una última vez antes de marcharnos.

Liang era el corredor seleccionado para ocupar el puesto de Han, que había regresado en avión a Estados Unidos para que le operaran el talón de Aquiles fuera de la vista de cirujanos europeos potencialmente curiosos. La rotura de Han había dejado perplejo al equipo científico de Nano. Normalmente ese tipo de lesiones eran propias de los jugadores de béisbol que decidían aumentar su masa muscular en exceso y acababan exigiendo demasiado a sus tendones, a veces hasta el punto de arrancárselos limpiamente de los huesos. Pero Han no se había musculado para anotar home runs, sino que había adelgazado y se había preparado para conseguir velocidad y resistencia. Si acaso, sus músculos tenían un diámetro menor que los hacía más eficientes y menos propensos a la acumulación de ácido láctico.

Tanto los médicos de Shangai como los de Boulder habían examinado durante días las resonancias magnéticas de las piernas de Han realizadas tiempo atrás, cuando se plantearon seleccionarlo como sujeto. No encontraron ninguna pequeña fisura ni ninguna deficiencia estructural que pudiera haber causado la rotura. Al final los científicos chinos y norteamericanos habían convenido que la lesión era un simple caso de mala suerte. «La mierda pasa», fue la explicación del imperturbable y poco sofisticado Victor Klaastens, y Berman no había tenido más remedio que aceptar que la frase tenía sentido en aquel caso, al igual que en muchas otras facetas de la vida.

En aquellos momentos Jimmy tenía a Liang encerrado en un apartamento de algún punto de Milán. Berman no sabía exactamente dónde, solo que Liang había volado hasta la ciudad en el mismo avión chino que había llevado a Han hasta Colorado y un médico chino que llevaba dos años trabajando en Nano se estaba encargando de él. Los chinos no dejaban nada al azar, o a los estadounidenses, que, en lo que a ellos se refería, venía a ser lo mismo.

—¿Cómo está Liang? —preguntó Berman mientras Jimmy recogía sus cosas.

—Se encuentra bien. Se siente fuerte y tiene ganas de empezar a competir. A pesar de su situación, resulta que disfruta con esto.

Berman prefería no pensar demasiado en la «situación» de la gente que había llegado a Nano desde China para entrenarse.

—Sabe que si lo consigue podrá obtener la libertad tanto para él como para su familia.

Berman sonrió a Jimmy.

—Claro. Eso es un gran incentivo para él.

—El miedo a fracasar es un incentivo mejor, ¿no te parece? —contestó Jimmy más a modo de afirmación que de pregunta.

A Berman no se le ocurrió ninguna respuesta antes de que se separaran y observó en silencio a Jimmy mientras se alejaba. Luego se abrió paso entre la multitud que se apelotonaba alrededor de los corredores. Quería intercambiar unas palabras con Victor Klaastens.

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