Nano

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Col du Grand Colombier, Francia

Miércoles, 10 de julio de 2013, 14.10 h

En Francia, Zach Berman disfrutaba del aire de las montañas del Jura, a mil quinientos metros por encima del nivel del mar. Después de años viviendo en Colorado se sentía cómodo a aquella altitud. Era una mañana preciosa, cálida y prometedora. El sol brillaba en el cielo azul y despejado y un cosquilleo de expectación le recorría el cuerpo. Aquel era el día en que recogería los frutos de años de sacrificios y duro trabajo. Se sentía confiado, pero no en exceso, pues aún tenía la persistente sensación de que algo podía salir mal, como había ocurrido a lo largo de los últimos meses.

Sin embargo, aquello era el pasado. Desde la inquietante mañana en la que le habían avisado de que Han se había roto el talón de Aquiles, no había hecho más que recibir buenas noticias. Bo y Liang, la nueva pareja del equipo ciclista azerí, se habían compenetrado bien con sus compañeros. A través del entrenador, Victor Klaastens, Berman se había ocupado de hacer llegar a la prensa especializada unas cuantas historias sobre aquellos dos ciclistas chinos que tanto potencial estaban mostrando en los entrenamientos. Gracias a su acuerdo con el gobierno del país, un periódico chino había entrevistado a los dos deportistas. La traducción al inglés del texto apareció en internet y unas cuantas publicaciones deportivas occidentales la recogieron. El éxito del ciclismo chino ya no pillaría tan por sorpresa a los entendidos.

Y ese éxito estaba a punto de llegar. Los científicos de Berman creían haber resuelto el problema que había provocado los fallos cardíacos de los atletas. Lo asociaban a un tipo de toxicidad del oxígeno que desencadenaba un estado hipermetabólico. El problema resultó solucionarse con sutiles cambios en las dosis, de hecho bastaba con reducir la inicial. Desde que tales cambios se habían incorporado al protocolo, no había surgido ninguna clase de dificultad. Es más, los niveles de rendimiento habían aumentado, y con ellos la confianza de Berman en que los planes que había trazado para aquella etapa del Tour de Francia estuvieran a punto de cumplirse.

Liang era el más fuerte de los dos corredores, tanto física como mentalmente, de modo que habían decidido que el honor le correspondería a él. El equipo estaba en una posición tal que el triunfo de Liang resultaría una sorpresa, pero no una conmoción escandalosa. Había demostrado ser un buen escalador, y en dos etapas de montaña previas de dificultad media había sumado puntos encabezando el pelotón en las subidas más arduas. Ocupaba una buena posición en la tabla de «Rey de la Montaña», una prestigiosa competición dentro del propio Tour.

Tanto Berman como Jimmy Yan habían pasado algo de tiempo con el equipo en cada una de las etapas. Días atrás, habían instalado su cuartel general en el oeste de Suiza, desde donde podían conducir hasta Francia para charlar con sus ciclistas. Berman nunca había pasado tanto tiempo en compañía de la misma persona, y dudaba de que incluso los matrimonios mejor avenidos comieran y cenaran juntos todos los días como hacían ellos, además de no separarse durante el resto del día. Aunque Jimmy le caía bien, Berman sabía que no le pagaban para que fuera su amigo. Aun así, en aquel momento, mientras ambos esperaban entre la multitud el final del brutal ascenso de dieciocho kilómetros hasta la cima del Col du Grand Colombier, sintió que podía confiar en él.

—Estoy muy nervioso, Jimmy, no me importa reconocerlo. Nos jugamos mucho.

—Yo también lo estoy.

—¿De verdad? —repuso Berman.

No era propio de Jimmy admitir semejante debilidad.

—Desde luego. Sé lo que tienes preparado y lo en serio que mis superiores se toman la necesidad de ver pruebas de que tus métodos funcionan. Ellos también se juegan mucho. Pero eres un hombre sincero, así que espero que lo consigas y cuando lo hagas, China también triunfará. Todos saldremos ganando.

—¿Sincero?

—Crees en lo que dices, y no resulta fácil rebatir esa confianza. Sin embargo, muchas de las cosas que prometes escapan a tu control, de modo que puede que tu sinceridad no siempre te favorezca, porque despierta expectativas.

Berman no supo qué contestar. ¿Debería ser menos sincero? ¿Hacer menos promesas? Jimmy le echó una mano cuando habló de nuevo.

—¿Estás seguro de que quieres estar aquí y no en la línea de meta?

La etapa finalizaba en el pequeño pueblo de Bellegarde-sur-Valserine, a más de cuarenta kilómetros de la montaña, y había otro ascenso, menos duro, antes de la meta.

—Sí, este es el lugar donde quiero estar. Si Liang pasa en cabeza por aquí, sabré que es lo bastante fuerte para ganar la etapa. Ver a nuestro ciclista sufriendo para llegar a lo alto de la montaña, en solitario, luchando contra el dolor y la fatiga tanto como contra el resto de sus adversarios, eso es lo que la carrera significa para mí.

—Sé que te gusta el deporte —repuso Jimmy.

—Para mí es como una metáfora —explicó Berman—. Soy un tipo competitivo.

Al cabo de un momento, se oyeron gritos de ánimo entre el público y la multitud se abalanzó hacia delante.

—Están llegando —anunció Jimmy.

La policía luchaba por contener la muchedumbre y mantener la carretera despejada. Un instante después, un vehículo de Tráfico coronó el pico haciendo sonar la sirena. Lo siguió otro coche y, a continuación, el vehículo del equipo azerí y un motorista con una cámara vuelto hacia atrás para grabar prácticamente encima del rostro del corredor. Berman trató de vislumbrar algo entre las banderas y vio que la gente le daba palmadas en la espalda al deportista entre vítores y gritos de ánimo. ¡Era Liang, era el líder de la carrera! Zachary había estado siguiendo la carrera por internet y sabía lo que estaba ocurriendo, pero necesitaba verlo con sus propios ojos. Era una dulce victoria.

Liang parecía conservar las fuerzas. Su expresión era de concentrada determinación y respiraba con regularidad. Marchaba de pie sobre los pedales para aprovechar al máximo su esfuerzo, pero cuando alcanzó el breve llano que precedía al descenso, se sentó. Después cogió su botella de agua, se subió la cremallera de la camiseta —se la había abierto para ventilarse durante el ascenso—, se llevó algo de comida a la boca, bebió y desapareció de la vista de Berman seguido por más coches del equipo y motos que se abrían paso entre la multitud que se había cerrado a su paso.

Un altavoz vociferaba datos sobre la posición los demás corredores en francés, pero Berman no entendió lo que decía. Miró a Jimmy, que le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que debían marcharse. Zachary lo siguió y miró hacia la carretera que descendía serpenteando. Divisó a Liang y la caravana que lo seguía. Estaban tomando una curva a lo lejos, mucho más abajo. Jimmy miró el reloj y después su móvil.

—Tiene una ventaja de cuatro minutos —dijo—. El resto del pelotón está muy estirado y nadie ha salido en su persecución. Liang ganará la etapa.

A pesar de que había visto a su corredor coronar la montaña en cabeza, Berman se estaba cuestionando su decisión de evitar la línea de meta. Se daba cuenta de que Jimmy y él tardarían horas en poder abandonar la cima de la montaña. Sin embargo, sabía que en menos de una hora Liang ganaría una etapa del Tour de Francia y él, Zachary Berman, estaría a medio camino de lograr su objetivo: financiación ilimitada para los microbívoros. Una imagen de su madre acudió a su mente, pero la apartó enseguida. No era el momento. Tomó una bocanada del fresco aire de la montaña y se permitió esbozar una breve sonrisa de autosatisfacción.

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