Nano

Nano


64

Página 68 de 70

64

Estadio Olímpico, Londres, Reino Unido

Viernes, 2 de agosto de 2013, 22.00 h

Dos de los miembros del equipo de seguridad de Jimmy acompañaron a Berman a una pequeña sala de reuniones que había al fondo de la inmensa suite, frente al lavabo. El empresario se sorprendió al ver que Whitney Jones ya estaba allí sentada con otro vigilante a su espalda. Sobre la mesa, delante de ella, había dos ordenadores encendidos. Sentados a su alrededor había varios hombres chinos vestidos con traje y corbata. Cada uno tenía también sobre la mesa su propio portátil.

Jimmy cerró la puerta a su espalda y le hizo un gesto a Berman para que tomara asiento junto a Whitney. Al ver que se resistía, los dos guardias lo sentaron a la fuerza.

—¡Quitadme las manos de encima! —gritó Berman con la voz pastosa por la bebida.

—Tranquilo, Zachary —le dijo Jimmy—. Sé que te debo una explicación.

—¡Desde luego que sí!

Berman estaba muy enfadado, sobre todo por cómo lo habían tratado los hombres de Jimmy. Yan era su amigo, eran socios, y a él no le gustaba que le tocaran. El día había tomado un cariz muy feo.

—Te aseguro, Zachary, que en nuestra relación no ha cambiado nada.

—Podrías haberme engañado. ¿Qué ha pasado ahí fuera? Si no me pareciera increíble, diría que la ganadora ha corrido con respirocitos en el sistema sanguíneo, ¿y me dices que nada ha cambiado? El único lugar del mundo donde se fabrican respirocitos es Nano.

—He dicho que no ha cambiado nada. Bueno, puede que el calendario que tenemos haya variado un poco.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Y quién era esa corredora? Juro que no la había visto en mi vida.

—Es la nueva heroína de China y la campeona del mundo. Hay que felicitarla. Y también a ti, Zachary. Y a la señorita Jones.

—¿Qué tiene que ver conmigo su victoria? —quiso saber Berman.

—A Wei se le había administrado una dosis de respirocitos según el último protocolo de un centro de entrenamiento secreto de China.

—¿Qué? —Berman se levantó de la silla de un salto, pero los dos guardias lo obligaron a ocuparla de nuevo inmediatamente—. ¡Esto es inadmisible! ¡Las cosas tenían que ser de otra manera! ¡Tenemos un trato! ¡La tecnología apenas está perfeccionada y ya la habéis robado!

—Yo no diría tanto. Cogimos unos cuantos respirocitos como préstamo a cuenta de la suma, de la ingente suma, diría yo, que estamos a punto de pagar para compartir la tecnología que nos permita fabricar nanorrobots en China. Y estamos aquí sentados para completar nuestra parte del trato. Por lo tanto, no hemos hecho nada malo.

Jimmy se volvió y habló con uno de sus colegas de la mesa.

—¿Qué está diciendo? —le preguntó Berman a Whitney—. ¿Sabías algo de todo esto?

—¡No! Claro que no. Le está pidiendo que prepare una transferencia bancaria.

—No tengo las claves para descodificar las páginas web que contienen las especificaciones técnicas —dijo Berman—. No creí que fuera a necesitarlas hoy.

—Me he tomado la libertad de traerte el portátil —repuso Jimmy, que enseguida le pasó el ordenador.

—¿Por qué estáis haciendo esto? ¿Por qué no hemos esperado al maratón, como habíamos pactado?

—Decidimos que no teníamos que esperar. Mis superiores añadieron más condiciones al trato e insistieron en que no las compartiera contigo. Teníamos que duplicar el éxito previsto en los campeonatos con uno de nuestros propios corredores, solo para verificar que todo iba bien. Como el maratón es la última prueba, eso nos lo ponía un tanto difícil.

—¿Cómo conseguisteis los respirocitos? ¿Tenéis espías en mi empresa? ¿Quiénes son? Lo averiguaré aunque no me lo digas, y lo pagarán muy caro.

—Zachary, por favor, no te alteres. Estás malgastando energías. Todos estamos plenamente comprometidos con la nanotecnología y con nuestro trato, y este dinero es la prueba de nuestro compromiso. Señorita Jones, por favor, mire los detalles de la pantalla. Dígame si le parecen bien.

Jimmy acercó los dos portátiles a Whitney y ella leyó la información. La cantidad de dinero, la enorme cantidad de dinero, era correcta. Los datos bancarios también. Había memorizado el número de cuenta, y vio que no había errores.

—Me parece que está bien. Diría que todo está en orden —declaró.

Berman miró fijamente a Jimmy.

—¿Cómo voy a volver a confiar en ti? —preguntó con la voz temblorosa.

—No soy yo quien debe responder a eso, Zachary —contestó Jimmy—. Debes comprender que la situación estaba fuera de mi control. Tienes que creerme. Y ahora, por favor, si eres tan amable de pasarme los códigos, accederemos a las páginas web.

—Y entonces ¿qué?

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué ocurrirá cuando te los haya dado?

—Pues que, tal como acordamos, el dinero va a parar a la cuenta de Nano. Y nosotros tenemos acceso a las especificaciones técnicas de la empresa. Oficialmente. Luego podemos empezar a fabricar nanorrobots y colaborar con vosotros en las futuras investigaciones.

—¿Y después volveremos a la vicaría?

—Por desgracia, eso no podrá ser.

—Pero Pia… —farfulló Berman. Y de pronto comprendió la peor parte de lo que acababa de ocurrir.

Cuanto más tiempo pasaba sin que Harry lo llamase, más se desesperaba Burim Graziani. Había ido a Piccadilly Circus, la estación de metro que parecía estar mejor situada para desplazarse a cualquier punto de la ciudad. Supuso que aquel era el mejor medio de transporte si tenía prisa, porque el tráfico de los viernes por la noche en el centro de la ciudad era imposible. Eran casi las once y llevaba horas sin tener noticias. Si había un destino peor que la muerte, Burim había leído algo sobre él aquella tarde. Conocía a los traficantes de sexo y sabía a lo que se veían sometidas las chicas que caían en sus manos. Apenas podía contener la furia. Alguien iba a pagar por aquello, y aquel alguien se llamaba Zachary Berman.

—¡Serás cabrón!

—Zachary, te estoy salvando de ti mismo. Estas dos últimas semanas has estado totalmente fuera de juego. La señorita Jones ha tenido que dirigir Nano en solitario mientras tú te obsesionabas con esa tal Pia. Te has pasado los días y las noches pensando en ella. Y anoche vi que nunca se entregará a ti voluntariamente. Ya lo hemos hablado, no pasa nada por tener ciertas debilidades, pero esa mujer será tu ruina. Pareces el héroe de una obra griega.

—Ya me encargaré yo de que…

—No te encargarás de nada. Puedes gritar y patalear tanto como quieras. Tú tienes tu dinero y nosotros tenemos las especificaciones técnicas. Lo hemos dispuesto todo para tu partida. Tu avión despegará de Stansted dentro de hora y media para llevarte de regreso a Boulder. Cuando llegues a casa habrás visto las razones de todo lo que hemos hecho y lo habrás entendido.

—Pero ¿dónde está Pia?

—Obviamente no voy a decirte nada. De hecho, no sé dónde se encuentra. Para mantener nuestra… imagen y posición… hemos recurrido a un intermediario para limpiar tu mierda. No podría decirte dónde está aunque quisiera. Ahora te marcharás. Por las buenas o por las malas, me da igual. Vete a casa, Zachary. Vuelve a ese castillo tuyo y búscate otra diversión. Te mereces un descanso.

—Sé que he estado distraído —reconoció Berman—, pero te ruego que reconsideres lo que estás haciendo. Sé que Pia habrá entrado en razón antes de que empiece el maratón. Ese fue el trato. Ella misma me dijo que estaba cambiando de opinión. ¡Maldito cabrón!

Jimmy se encogió de hombros y les ordenó a sus escoltas que se aseguraran de que Berman llegaba hasta el coche sin incidentes. Él los seguiría hasta el aeropuerto de Stansted.

Cuando sonó su móvil, Burim apenas pudo oírlo por encima del ruido de la multitud. Debía de haber un centenar de chicos en centro de la plaza, todos tocando la guitarra y cantando la misma estúpida canción.

—¿Eres Burim? —le preguntó una voz que no reconoció.

—¿Con quién hablo? —Graziani se tapó el otro oído con un dedo y se alejó del griterío tan rápido como pudo.

—Sé dónde tienen retenida a tu hija.

—Si le haces algo te mataré.

—No la tengo yo. Hay dos hombres —dijo la voz.

Burim intentaba localizar el acento. Desde luego no era albanés. Ni siquiera europeo.

—Dime dónde está.

—En Wimbledon.

—¿Donde el tenis? Dame la dirección.

El hombre le dio los detalles y él los memorizó.

—¿Dónde estás?

—En el centro de Londres.

—Será mejor que te des prisa.

Burim colgó y empezó a hojear la guía de Londres que había comprado precisamente para aquella ocasión. Cuando localizó la dirección llamó a Harry y le explicó la conversación que acababa de mantener por teléfono.

—Qué raro —le dijo Harry—. ¿Quién crees que era?

—Ni lo sé ni me importa. ¿Podéis venir conmigo o no? Tengo que llegar allí como sea. El tío me ha advertido que me diera prisa.

—De acuerdo, iremos, pero Wimbledon está al otro lado de Londres. Tardaremos un rato.

—Pues llegad lo antes que podáis. Es posible que necesite apoyo.

Colgó y, mientras se dirigía a toda prisa hacia la entrada del metro, llamó a George.

—¿Dónde está?

—En Hammersmith —respondió George—. Se ha enterado de algo, estoy seguro.

—Tiene que reunirse conmigo ahora mismo. Es una dirección de Wimbledon. Ahora le daré los detalles. Pia está allí, espero. Coja un taxi y espéreme, pero no haga nada hasta que yo llegue. No intervenga, ni siquiera si la ve, solo sígala. ¿Entendido?

—Vale, vale. Dios mío. Solo dígame adónde debo ir.

Burim le dio la dirección y le repitió la advertencia de que no hiciese nada hasta que él llegara. Añadió que podría ser peligroso tanto para él como para Pia. Cuando empezó a bajar las escaleras maldijo el hecho de tener que confiar en un estúpido crío universitario como George.

Jimmy sintió una punzada de compasión por Zachary Berman, pero la desechó de inmediato. Al fin y al cabo, el estadounidense era un hombre débil. Había triunfado admirablemente en la vida, pero había sido incapaz de controlarse en el momento más importante. A Jimmy le había resultado fácil acceder a los secretos de Nano, pero todo podría haber salido de forma diferente si Berman hubiera sido más hombre. Yan estaba tan harto de sus quejas y lloriqueos que se montó en un coche distinto. Después de que Berman hubiera subido al suyo, Jimmy había conducido a Whitney al otro vehículo y entrado tras ella.

—Debería haber acudido antes a mí —le dijo ella—. Yo habría hablado con él. Las cosas habrían salido de otra manera.

—Sé que habría hablado con él. Pero creo que es incapaz de quitarse a esa mujer de la cabeza. Pero se le pasará, y dejará de odiarme. O no. Me da igual —añadió con una sonrisa.

—Todo irá bien en Nano —dijo Whitney.

—Lo sé —convino Jimmy—. Sobre todo gracias a usted.

Miró la hora. Todo estaba saliendo a la perfección. Ya estaban cerca del aeropuerto, y era importante que Berman estuviera volando sano y salvo antes de que empezara el último acto.

—Medianoche —dijo, y se recostó en el asiento.

A pesar de que había conseguido hacer el trasbordo rápidamente en la estación de South Kensington, donde por un momento había considerado la posibilidad de salir del metro y buscar un taxi, Burim rogaba con todo su ser para que el convoy fuera más deprisa. ¿Por qué iba tan despacio? ¿Por qué tenían que estar las estaciones tan próximas unas de otras? Dio con una pasajera que se apeaba en Wimbledon, y ella le explicó que la manera más rápida de salir era situándose en el vagón de cabeza de District Line. Así pues avanzó de vagón en vagón abriéndose paso entre el feliz y mayoritariamente borracho gentío del viernes por la noche. Todos le miraban y le cedían el paso sin quejarse, pues se daban cuenta de que era un sujeto al que no convenía importunar.

Burim sabía que Hammersmith estaba más cerca de Wimbledon que Piccadilly, por eso le había dicho a George que cogiera un taxi, aunque aquello significara que llegase antes que él. Deseaba con todas sus fuerzas que el chico fuera capaz de contenerse y no actuara. Su misión consistía en asegurarse de que no trasladaban a Pia antes de que él llegara.

El tren llegó finalmente a su destino y Burim salió a toda prisa del vagón. Había cerca de un kilómetro y medio hasta la dirección que le habían dado y no veía taxis por ninguna parte. Echó a correr. Conocía el camino gracias a su guía de bolsillo, y cuando comenzó a acercarse a la casa vio a George de pie en la acera. Fue hacia él. Era una calle residencial y tranquila en una parte de la ciudad más próspera y elegante que aquella en la que él se había alojado. Todas las casas tenían cuatro plantas.

—¿Has visto algo? —consiguió preguntarle. Estaba casi asfixiado y jadeaba con fuerza.

—Nada —contestó George sin molestarse en saludarlo—. Creo que es el último piso de la segunda casa empezando por el final. La que tiene las luces encendidas. ¿Qué vamos a hacer?

Burim no contestó, pero sacó su arma y la cargó. Metió una bala en la recámara y se la metió en el cinturón. Echó una última ojeada a las ventanas iluminadas del apartamento y cruzó la calle corriendo hacia la entrada del edificio.

George vaciló un segundo. La visión de la pistola lo había puesto nervioso. Pero entonces, sin pensar mucho más en lo que estaba haciendo, siguió a Burim, que ya había llegado a la puerta y estaba sacando una palanqueta de su mochila.

Tras introducirla en la ranura del marco, Graziani empujó con fuerza y la puerta cedió con facilidad. Entró sin perder un segundo y corrió escalera arriba hacia el último piso. George le pisaba los talones. Una vez arriba, Burim buscó la puerta adecuada, la 4-A. Con ambas manos, metió la palanqueta entre la puerta y la jamba justo por encima de la cerradura. Luego se sacó la pistola del cinturón con la derecha y presionó la herramienta con la izquierda volcando todo su peso sobre ella. La puerta tenía el cerrojo echado y además una cadena de seguridad, pero Burim parecía poseído: su fuerza astilló el marco e hizo que la puerta saltara de sus goznes.

En un abrir y cerrar de ojos entró en el piso sosteniendo la pistola ante él con ambas manos. Dentro había dos hombres en un sofá. Comenzaron a moverse, pistolas sobre la mesa, rayas de cocaína… Burim disparó dos tiros en dirección a cada uno de ellos, apuntando a sus sorprendidos rostros. El primero cayó, pero el segundo intentó alcanzar su arma y Burim volvió a disparar, con más acierto esta vez.

George entró en la estancia y en el acto le entraron ganas de vomitar. Estaba claro que los dos hombres estaban mortalmente heridos. Ambos yacían en posturas grotescas. Uno gemía y el otro gorgoteaba. Burim tenía buena puntería y les había dado en la cabeza. La pared de detrás del sofá estaba salpicada de sesos y fragmentos de hueso. El televisor estaba encendido y el presentador seguía conversando con su invitado como si no hubiera pasado nada. Encima de la mesa, junto a las pistolas y la cocaína, había un grueso fajo de billetes de cien euros.

—¡Dios mío! —exclamó George.

Aún con la pistola en la mano, Burim empezó a registrar el apartamento. Primero entró en la cocina, que estaba hecha un desastre. Los platos sucios se amontonaban sobre la encimera y en el fregadero. Sin perder ni un segundo, corrió hacia el fondo del salón. Había dos puertas cerradas que llevaban, supuso, a los dormitorios. Cogió el picaporte de la primera mientras sostenía la pistola con la otra mano. Abrió rápidamente y entró agachado, listo para disparar de nuevo. Había una cama de matrimonio sin hacer, un armario ropero abierto y poco más. Entró en el pequeño cuarto de baño. Estaba vacío.

Se acercó a la segunda puerta sin prestarle atención a George, que estaba petrificado en medio del salón. Agarró el tirador de la última puerta con la pistola a punto. Entonces abrió de un tirón.

Jimmy Yan bostezó. Había sido un día muy ajetreado. Pero el avión de Berman ya estaba listo para volar de regreso a Boulder y, al cabo de unos cuantos minutos, él estaría de camino a Manchester, a otro aeropuerto, para subirse al avión que lo llevaría a su casa y a su nueva vida de hombre poderoso.

Se acercó al pie de la escalerilla del Gulfstream. Berman estaba a un lado, con aire abatido y un poco borracho. Jimmy hizo un gesto con la cabeza y sus hombres soltaron a Zachary, que caminó con paso vacilante hacia la escalerilla. Yan le tendió la mano para que se la estrechara si le apetecía, pero Berman no lo hizo. Se detuvo un momento, le lanzó una mirada de desprecio y subió al avión sin mirar atrás.

Ya arriba, giró a la derecha y se dejó caer en una de las butacas de piel. Se recostó y cerró los ojos. Los pilotos estaban ultimando las comprobaciones para el vuelo. Al cabo de un momento, cuando la puerta del aparato se cerró con un golpe sordo, Berman abrió los ojos y le hizo una señal con la cabeza a la azafata. Solo entonces se volvió y miró hacia la parte de atrás del avión. Se llevó una sorpresa. Él era el único pasajero. Whitney Jones no había subido a bordo.

Miró por la ventanilla ovalada que caracterizaba el diseño de los Gulfstream. Consiguió distinguir la figura de Jimmy y, sí, junto a él, de pie, estaba Whitney Jones. Se recostó de nuevo en su asiento. «He conseguido el dinero —pensó—, pero ¿por qué tengo la sensación de haberlo perdido todo?».

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Jimmy a Whitney.

—Sí —respondió ella—. Mejor que bien. Estoy impresionada por lo que ha sido capaz de hacer. Nano funcionará mucho mejor con usted al frente.

—Con su ayuda —dijo Jimmy—. Usted garantizará la continuidad necesaria.

—Gracias por el reconocimiento —repuso Whitney—. La verdad es que me lo merezco, sobre todo después de lo mucho que he tenido que trabajar estos últimos meses para que la empresa siguiera funcionando. Pero todo el mérito le corresponde a usted.

—Me alegra que nos haya apoyado tanto en nuestro pequeño golpe de Estado.

—Como ya le dicho, si hubiera acudido a mí antes lo habría ayudado. Berman estaba descuidando el negocio por culpa de su estúpida obsesión de adolescente. Nano estará mucho más segura con usted. Lo que ha hecho ha sido extremadamente astuto.

Con Whitney Jones sentada a su lado en el estadio, Berman había examinado los datos de la transacción en la pantalla del ordenador y no había sospechado nada. En aquel momento, Whitney tampoco. Pero era una página falsa que solo imitaba la verdadera. No había habido transferencia bancaria. Berman creía que Jimmy solamente había robado unos cuantos respirocitos, pero la realidad era mucho peor. Todos los secretos y técnicas de Nano, que eran el principal activo de la empresa al margen de sus instalaciones —sobre las que pesaban gravosas hipotecas—, se hallaban en manos de los chinos. Unos días más tarde, los chinos comprarían la empresa para completar lo que de hecho ya era una realidad: Nano pertenecía a China. Jimmy conocía todos los secretos sobre las investigaciones de Nano, y en aquellos momentos los científicos asiáticos ya iban muy por delante de los de la empresa estadounidense. Jimmy iba a regresar a su país para dirigir la empresa con Whitney como recién nombrada número dos. En el futuro inmediato, China dominaría la nanotecnología médica.

—Me alegro de que piense así —dijo Jimmy—. Estoy contento.

Yan se sentía satisfecho consigo mismo. Nano estaba en buenas manos y la chica había desaparecido. Gracias a las tríadas chinas instaladas en el Reino Unido había sabido que Burim Graziani estaba en Londres buscando a su hija, así que había decidido utilizar al albanés para limpiar su propio rastro. Los servicios de información chinos de Estados Unidos ya se habían fijado en Burim, pues era un gángster poderoso y por lo tanto una persona potencialmente útil en la zona de Nueva York. Jimmy estaba convencido de que haber utilizado un equipo albanés para deshacerse de Pia y después enviar a Graziani para que despachara a los individuos que se habían ocupado de ella era una manera brillante de poner fin a tan sórdido asunto.

¿Dónde demonios se habían metido Harry y Billy? Burim había telefoneado al primero y le había dicho que se habían perdido la acción, muchas gracias, pero que su gente y él necesitaban desesperadamente que los recogieran. Mientras hacía la llamada, estaba acurrucado entre las sombras de la calle a varios cientos de metros de la casa de Wimbledon, que en aquellos momentos estaba llena de policías. Sabía que tenían que salir de allí y deprisa. Su móvil sonó. Era Harry, que llamaba para preguntarle dónde estaba exactamente.

—¿Dónde coño te metes? ¡Estamos acorralados y necesitamos salir de aquí ya!

—Vale. Vemos a la pasma desde donde hemos aparcado. Daremos la vuelta muy despacio y llegaremos por el otro lado, ¿conforme?

—Somos dos —aclaró Burim.

—Lo sé. Tienes a la chica.

Hubo una larga pausa antes de que Burim contestara:

—No, no la tengo —dijo mientras revivía mentalmente lo ocurrido—. No estaba allí. El piso estaba vacío. Llegamos demasiado tarde. Solo somos mi cómplice y yo.

Ir a la siguiente página

Report Page