Nano

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Apartamento de Paul Caldwell, Boulder, Colorado

Lunes, 22 de julio de 2013, 3.25 h

Al igual que millones de estadounidenses, Paul Caldwell no tenía teléfono fijo en casa y dependía únicamente de su móvil para comunicarse. Cuando no tenía que trabajar, desconectaba de verdad, así que no recibía llamadas nocturnas como la mayoría de sus colegas médicos. Para él aquello significaba que, cuando se iba a dormir, apagaba el móvil.

Pia conocía aquella costumbre desde que se habían hecho amigos. Por lo tanto, si quería hablar con él cuando ya había acabado su turno en el hospital, tenía que ir a su apartamento. Si lo necesitaba por la noche, significaba sacarlo de la cama.

Era la primera vez que se veía en esa tesitura. Tras salir de Nano, no se molestó en intentar llamarlo. Fue directamente en coche hasta su casa. Al llegar dejó el motor en marcha, corrió hasta la puerta principal del edificio de su amigo y apretó el interfono durante más de un minuto, hasta que Paul contestó.

—¿Quién es? —preguntó con voz soñolienta.

—Soy yo, Pia. Tengo que hablar contigo.

—¿Pia? ¿Eres tú? Son las tres y media de la mañana. ¿No puede esperar?

—No, no puede esperar. Si así fuera, no habría venido.

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?

—¡Ábreme de una vez!

Paul la dejó pasar y ella subió a toda prisa los tres pisos de escalera hasta su apartamento.

—¿Estás acompañado? —le preguntó. Quería asegurarse.

—No. Estoy solo. —Paul sujetaba la puerta vestido solo con unos boxers, los ojos medio cerrados y el pelo revuelto—. ¿Se puede saber qué es eso tan importante que no puede esperar? —Cerró la puerta y se quedó de pie en el vestíbulo con aire desdichado.

—¿Dónde tienes la muestra de sangre? La del corredor chino.

—¿Qué? ¿Por qué la necesitas ahora?

—Porque sí. ¿Dónde está, Paul? ¡Tengo prisa!

—Ya lo veo. Está en el congelador de la nevera que hay en la sala de médicos del hospital. Al menos ahí la dejé. ¿No puedes sentarte y explicarme qué está pasando?

—No, lo siento pero no. No tengo tiempo. Tengo que examinar esa muestra. Analizarla a fondo. Tienes que confiar en mí, Paul. Sé lo que hago. Si te vistes, puedes seguirme con tu coche. Iremos al hospital, cogerás la muestra y me la darás. Si quieres, podrás estar de nuevo en la cama en menos de treinta minutos. No podemos esperar a mañana por la mañana. Puede que entonces ya no me dejen volver a entrar en mi laboratorio.

—Yo creía que ya no podías entrar. ¿Qué ha cambiado?

—No tengo tiempo para explicártelo. Debo volver a Nano de inmediato. Creo que he quemado varias de mis naves, puede que todas, pero me he hecho una idea de lo que están haciendo allí, y de lo que no querían que supiera. En pocas palabras: es mucho peor de lo que pudiera haberme imaginado. Vamos, Paul. Dentro de un par de horas volveré y te lo explicaré todo, suponiendo que tenga razón.

Paul empezó a protestar, pero Pia ya había salido dejando la puerta de su apartamento abierta de par en par tras de sí. Sabía que podía darse media vuelta y meterse de nuevo en la cama, pero también que Pia regresaría de inmediato y lo sacaría de ella sin miramientos. Se puso unos vaqueros y una camiseta, se calzó unos mocasines y salió tras ella. Pia lo esperaba con impaciencia sentada al volante de su coche y con el motor en marcha. El médico se acercó al vehículo y ella bajó la ventanilla.

—No tenemos tiempo para hablar, Paul. Si me das la muestra, estaré de vuelta enseguida y ya tendremos todo lo que necesitamos.

—¿Lo que necesitamos para qué?

Pia cerró la ventanilla y él se quedó sin alternativas, así que subió a su coche y la siguió hasta el Boulder Memorial. Cuando llegaron al hospital todo estaba tranquilo. Dejaron los coches junto a la entrada de Urgencias y Paul acompañó a Pia por el silencioso departamento hasta la sala de personal. Era la primera vez que Pia veía Urgencias sin pacientes esperando.

Sin hablar, porque uno de los médicos de guardia estaba durmiendo en el sofá, Paul abrió la nevera donde sus colegas guardaban el almuerzo y metió la mano en el congelador para sacar una bolsa de papel marrón.

—¿La tenías ahí?

Paul se encogió de hombros.

—Nadie limpia nunca el congelador. Conseguiste que me pusiera paranoico tras la pérdida de la primera muestra, así que pensé en esto. Dicen que lo mejor es esconder las cosas a la vista de todo el mundo.

—Pero la sangre está congelada. Necesito examinarla al microscopio.

—Sí, Pia, ha estado en el congelador. No sabía cuánto tiempo se suponía que debía conservarla. Y nunca pensé que la necesitarías de inmediato y en mitad de la noche.

—Vale, vale. Vete a casa y yo iré a verte tan pronto como pueda, ¿de acuerdo?

Salieron deprisa y Pia se puso de nuevo al volante de su coche, que había dejado en marcha. Cuando fue a cerrar la puerta, Paul se lo impidió.

—¿Tengo que preocuparme por ti?

—No, no tienes que preocuparte. Me encantaría contártelo todo, pero tardaría demasiado. Volveré lo antes que pueda a tu apartamento y te lo explicaré. Conecta el móvil y te llamaré, o volveré a apretar el interfono. ¡Lo que sea, pero déjame cerrar la puerta!

Cerró con brusquedad, dio marcha atrás y se dirigió hacia la salida a toda velocidad. Paul la vio alejarse. Era todo un caso, de eso no había duda. La palabra «cabezota» no bastaba para describirla. Podía resultar exasperante, pero aquello era parte de su encanto. A pesar de las protestas de Pia, Paul se dio cuenta de que estaba preocupado por ella. Sabía que no volvería a dormirse hasta que apareciera de nuevo.

Whitney Jones solía tener problemas para volver a dormirse una vez la habían despertado. Pero aquella noche, cuando su móvil al fin había dejado de informarla de los movimientos de Zachary Berman, se había sumido en un profundo sueño. Oyó el pitido que avisaba de que su jefe había salido de la zona restringida y otro más mientras, al parecer, se movía por las instalaciones. Pero para cuando Pia salió del edificio del biolaboratorio y el teléfono pitó de nuevo, Jones ya estaba dormida.

No obstante, su descanso duró poco.

Aquella vez, cuando la despertaron de nuevo, se puso de mal humor. Encendió la luz de golpe para ver qué ocurría. Deseó poder desconectar sin más el dichoso móvil, pero mantenerse al tanto de los movimientos de su jefe formaba parte de sus obligaciones. Fue a buscar un vaso de agua a la cocina y se sentó en la encimera. Vio que Berman había regresado al complejo de Nano pasadas las cuatro de la mañana. Pero sabía que acababa de marcharse. ¿Dónde había estado? ¿Qué demonios estaba haciendo?

Repasó los mensajes de texto para ver cuál había sido la respuesta de su jefe a la pregunta de qué estaba haciendo. Pero vio que no había ninguna. Se sintió momentáneamente confusa, pero luego se dio cuenta de que lo que había imaginado que era un mensaje de Berman era en realidad el sistema de seguridad de Nano diciéndole que Zachary acababa de entrar en el laboratorio donde ya había estado hacía un rato. ¿Por qué entraba y salía de allí? No tenía sentido.

También vio que se le había pasado por alto el mensaje que indicaba que Berman había salido de Nano. Tamborileó con los dedos sobre la encimera de mármol. Su jefe no había contestado a su mensaje. Aunque no era lo habitual, no era la primera vez, dado que se mostraba muy activo a aquellas horas de la noche. Whitney supuso que Berman lo había visto y simplemente lo había ignorado. Se lo podría haber tomado como una afrenta, pero ya había aprendido que no valía la pena.

El teléfono tintineó de nuevo cuando aún lo tenía en la mano. La informaba de que Berman estaba entrando otra vez en aquel laboratorio de la zona común de Nano. ¿Qué interés tendría en aquella habitación en concreto?

Pensó en el laboratorio y entonces recordó quién había trabajado allí. Repasó mentalmente y a toda velocidad las distintas alternativas que aquel dato planteaba.

—¡Mierda! —exclamó en voz baja, y al final llamó al teléfono de casa de Berman.

Pia miró por el ocular del potente microscopio para estudiar la sangre centrifugada del individuo del tanque. Ajustó el enfoque y la imagen ganó nitidez. Tal como había esperado, vio una multitud de formas esferoides que a todos los efectos parecían microbívoros. Aun así dudó si realmente lo eran, porque bajo la luz del microscopio las estructuras tenían un tono azul cobalto, mientras que los microbívoros eran negros. Pero seguía sintiendo que sus sospechas eran justificadas. La sangre del individuo sumergido y diseccionado contenía miles de millones de algún tipo de nanorrobots.

Entonces se acercó a la consola del microscopio de barrido electrónico. Había preparado una muestra de la misma sangre, así que la colocó en la cámara de especímenes y conectó las bombas de vacío. Cuando el vacío fue total, puso en marcha la fuente de electrones. Poco después obtuvo una imagen en la pantalla del monitor. Comprendió que estaba viendo nanorrobots, y que sin duda no se trataba de microbívoros. Estos últimos eran esferoides, y los que estaba contemplando en aquel momento eran esféricos. No tenía la menor idea de qué clase de nanorrobots tenía ante sí. Incrementó los aumentos al orden de trescientos mil para verlos mejor y esperó mientras se realizaba el barrido. Cuando finalizó, volvió a ajustar el enfoque.

Entonces pudo observar los microbívoros con mucha más claridad. Como la imagen que ofrecía el microscopio electrónico era solo en blanco y negro, no pudo apreciar el tono azulado que había visto bajo la luz del otro. Lo que sí pudo distinguir allí fue que parte de la superficie de los nanorrobots, desde el ecuador hasta más o menos la mitad de los polos, estaba llena de lo que parecían rotores nanoeléctricos. Desconocía por completo qué función desempeñaban.

Cogió la muestra de sangre que le había entregado Paul, que ya se había descongelado, y siguió la misma secuencia de observación. Empezó buscando nanorrobots con el microscopio normal, pero solo vio glóbulos rojos y algunos blancos. Siguió buscando durante más de diez minutos y estaba a punto de desistir cuando halló una de las esferas azuladas. El corredor chino tenía nanorrobots en la sangre, pero en una concentración menor. No obstante, su presencia le dio a Pia una idea de lo que podían ser.

Cuando empezó a trabajar en Nano e hizo sus primeras indagaciones en torno a los nanorrobots, descubrió que Robert Freitas, el científico que había diseñado los microbívoros, había creado también un respirocito, un nanorrobot capaz de transportar oxígeno y dióxido de carbono de forma mil veces más eficiente que los glóbulos rojos naturales. Si en aquel momento hubiera tenido que aventurar una conclusión acerca de lo que estaba viendo, habría dicho que era un respirocito. Las implicaciones eran obvias: Nano estaba utilizando prematuramente glóbulos rojos artificiales en sujetos humanos con resultados catastróficos. Ni siquiera trató de comprender el motivo.

Consciente de que ya había conseguido todo lo que podía en aquellas circunstancias, recogió sus muestras y el resto de sangre y lo guardó todo en la bolsa de papel marrón que había utilizado para llevar la sangre del corredor.

Apagó los instrumentos del laboratorio y comprobó la hora. Faltaba poco para que dieran las cinco de la mañana. No había perdido el tiempo y estaba contenta de que no la hubieran interrumpido. No necesitaría volver porque estaba convencida de que tenía todo lo que precisaba para denunciar a Nano y, de paso, a Zachary Berman por los crueles e inhumanos experimentos que estaban realizando. Disponía de pruebas: dos muestras de sangre de dos sujetos diferentes —una de uno vivo y la otra de un segundo prácticamente muerto— y, con suerte, una fotografía que todavía no había podido ver.

A pesar del tranquilizador silencio que reinaba en el laboratorio vacío, sabía que había corrido un gran riesgo al salir y después regresar a Nano, sabía que tenía que confirmar la presencia de nanorrobots en las dos muestras de sangre.

La participación de Paul era decisiva. Sin él, sus afirmaciones podrían considerarse meros actos de desesperación por parte de una empleada descontenta a la que acababan de despedir, o incluso de una amante despechada del jefe de la empresa, especialmente si al final Pia desaparecía sin más. A pesar de que tan solo ella había visto los cuerpos de los tanques y de que su testimonio quizá resultara fácil de desacreditar, el de Paul no lo sería tanto. Él había estado a su lado cuando tomaron la primera muestra de sangre y era un profesional de la medicina con una excelente reputación que corroboraría que aquella sangre provenía del corredor chino. Aquella noche había descubierto muchas más cosas de las esperadas, así que tenía que actuar sin pérdida de tiempo.

Le envió a Paul un mensaje de texto diciéndole que estaba de camino, pero no esperó a que le contestara porque supuso que se habría vuelto a dormir. Iría a su apartamento respondiera o no al mensaje. Lo despertaría tal como había hecho antes. Salió del laboratorio a toda prisa y bajó a la recepción. Estaba muy nerviosa y tuvo que hacer un esfuerzo para caminar con normalidad. En el vestíbulo, era el momento de mayor tranquilidad para el turno de noche y Russ debía de estar tomándose un descanso, porque en el mostrador solo vio al guardia de seguridad que no conocía. Este se limitó a saludarla con un gesto de cabeza. Pía no tenía más que salir al aparcamiento y sería libre.

El viejo Toyota arrancó sin problemas. A aquellas alturas, a Pia le preocupaba cualquier contratiempo posible, pero llegó hasta la verja de entrada y la franqueó sin problemas. Pasó por un momento de angustia cuando el vigilante tardó más de lo habitual en levantar la barrera, pero finalmente lo hizo y Pia pudo salir a la desierta carretera. Conduciría con la mayor prudencia posible, se mantendría justo por debajo del límite de velocidad permitido y se aseguraría de llevar bien abrochado el cinturón. Por muy emocionada que pudiera estar, no quería cometer errores de ningún tipo.

Pero entonces, a pesar de toda la atención que había prestado a los detalles, un coche patrulla de la policía apareció de repente en su retrovisor. Para espanto de Pia, se colocó justo detrás de ella y empezó a seguirla. Segundos más tarde, encendió las luces de emergencia e hizo sonar la sirena una sola vez.

—¡Deténgase, por favor! —dijo una voz metálica.

Pia obedeció a regañadientes mientras se preguntaba qué infracción podría haber cometido. Detuvo el coche en el arcén y dejó el motor en marcha.

«Pero ¿qué demonios es esto?», pensó. Quizá llevara una luz trasera fundida, pero lo dudaba. Nadie salía del coche patrulla y se le pasó por la cabeza que tal vez debería llamar a emergencias, pero no lo hizo. En aquel momento, dos enormes 4 × 4 se detuvieron detrás del coche de policía. Alarmada, Pia levantó el pie del freno, pero antes de que pudiera moverse otro 4 × 4 se acercó en dirección contraria, se cruzó en medio de la carretera y se detuvo justo delante de ella. Las luces largas del coche la deslumbraron. Dos hombres se apearon rápidamente del vehículo, uno por cada lado, y un tercero que al parecer se le había acercado por detrás dio unos golpecitos con los nudillos en su ventanilla y le abrió la puerta. Se inclinó hacia ella.

—Hola, Pia —la saludó Zachary Berman—. Me alegro de volver a verte tan pronto. Tenemos que hablar.

Berman mantuvo la portezuela abierta, y Pia no vio más alternativa que bajar del coche.

—Acabo de llamar a la policía —mintió a la desesperada—. Solo conseguirás empeorar las cosas.

—Cómo puedes ver, Pia, la policía ya está aquí. Y no parece que se den mucha prisa por acudir en tu ayuda. Mira, la señorita Jones acaba de llegar.

Whitney se acercó a donde estaban, y Pia se sintió algo más segura con la presencia de otra mujer. Tenía la sensación de que no le ocurriría nada violento estando Jones delante.

—Siento mucho todo esto, Pia, de verdad —dijo Whitney, y antes de que la joven pudiera reaccionar, le clavó una aguja en el brazo y apretó el émbolo de la jeringa.

Uno de los guardias de seguridad de Nano agarró a Pia antes de que cayera al suelo inconsciente.

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