Nano

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Apartamento de Paul Caldwell, Boulder, Colorado

Lunes, 22 de julio de 2013, 9.55 h

Repasando los tres meses de amistad que había compartido con Pia, Paul Caldwell hizo una lista mental de la cantidad de ocasiones en que ella le había dicho algo parecido a «enseguida vuelvo» y después no había cumplido su palabra. Sabía que la joven podía ser poco de fiar. A menudo cuando hablaban por teléfono ella le decía «vuelvo a llamarte dentro de un momento», y la mitad de las veces no lo hacía. En un par de ocasiones la había invitado a tomar algo con sus amigos y, aunque ella le había dicho que iba para allá, después había cambiado de opinión. No era que ese rasgo suyo lo molestara especialmente, se trataba de un elemento más de su única y por lo demás encantadora personalidad que había aprendido a aceptar como contrapartida a sus otras y mejores cualidades.

Había acabado por asumir que la sensibilidad hacia los sentimientos de los demás que solía esperarse de un amigo no era uno de los puntos fuertes de Pia, a causa del trastorno de vinculación afectiva que desde el principio había reconocido padecer. Después de que se lo confesara, Paul se había informado sobre el problema y sus investigaciones lo habían ayudado a aceptar sus peculiaridades, como la impulsividad, la aparente falta de empatía y la dificultad a la hora de confiar en alguien. Pero Pia nunca se había mostrado tan insistente como cuando había salido de Urgencias hacía unas horas y le había asegurado que volvería rápido a su apartamento. Incluso le había enviado un mensaje diciéndole que estaba en camino. Y por eso a Paul le preocupaba que no hubiera aparecido.

La había dejado marchar del hospital sin hacer grandes esfuerzos por impedírselo, y en aquellos momentos lo lamentaba. Pero no era la primera vez que Pia le decía que iba a hacer algo cuando en realidad estaba claro que pensaba hacer otra cosa completamente distinta, como ir a ver a Berman o entrar en Nano. Estaba seguro de que aquello era lo que había ocurrido en aquel caso. Respetaba el derecho de Pia, como adulta que era, a asumir la responsabilidad de sus propios actos y sabía que iba a seguir con sus planes aunque él no los aprobara. A pesar de todo, un pensamiento no dejaba de acosarlo: ¿y si…?

Además, la cuestión básica era, después de cinco horas desde que se había marchado, ¿dónde estaba Pia? Tampoco contestaba al teléfono.

Si, tal como Paul suponía, su amiga se había marchado después de recoger la muestra de sangre, cabía la posibilidad de que se hubiera metido en problemas. Había tres alternativas posibles. La primera, que Pia no hubiera vuelto a Nano, se hubiese llevado la muestra a cualquier otra parte para analizarla y no hubiera tenido tiempo de decirle dónde estaba o hubiera decidido no hacerlo. El problema de aquella teoría era que no había muchos sitios en los que pudiera encontrar un microscopio, y menos a aquellas horas de la noche. La segunda alternativa era que hubiera conseguido analizar la muestra en Nano sin problemas y después de salir hubiera preferido marcharse directamente a casa y desconectar el móvil en lugar de pasar por su apartamento y despertarlo por segunda vez. La tercera y menos probable era que siguiera en Nano. Paul decidió empezar por la opción más sencilla de comprobar y, puesto que su turno en Urgencias no empezaba hasta más tarde, cogió el coche y se dirigió hacia el oeste.

Cuando llegó a casa de Pia vio que el Toyota de sus padres no estaba en el aparcamiento. Aquello no demostraba de manera concluyente que ella no estuviera en su apartamento, pero sí apuntaba en tal dirección. No se dejó desanimar y llamó varias veces a la puerta. Al final cogió la llave que Pia escondía en el dintel. Le había reprendido muchas veces por escoger un escondite tan obvio, pero ella siempre le contestaba que no tenía nada que valiera la pena robar y que no había otro sitio donde ocultarla. Además, le dijo a Paul que siempre guardaba la llave en casa cuando entraba.

—¿Estás ahí, Pia?

Al pronunciar su nombre, casi esperó recibir una ráfaga de insultos seguida de un grito preguntándole qué demonios se creía que estaba haciendo, pero no oyó nada. Pia no estaba en la cama, que parecía no haberse deshecho aquella noche, aunque tratándose de ella era difícil adivinarlo. Las tareas del hogar no eran su fuerte, y a veces cuando volvía de trabajar de madrugada no se molestaba en desvestirse y se tumbaba encima de la colcha o en el sofá.

Su falta de posesiones y el hecho de que siempre tuviera la nevera vacía no ayudaría a la hora de saber si había estado allí hacía poco. Nunca había platos sucios en el fregadero ni un libro abierto en la mesilla de noche por la sencilla razón de que Pia casi nunca tenía comida, carecía de mesilla de noche y había muy pocos libros. Un vistazo al armario no le reveló nada especial, porque, a pesar de que reconoció algunas prendas, no vio que faltara nada. Se sentó en el reposabrazos del sofá y miró de nuevo el móvil por si tenía algún mensaje de ella. No fue así.

¿Qué opciones tenía? Repasó mentalmente la conversación que tendría con la policía si los llamaba: «Sí, la vi por última vez hará unas seis horas. No, técnicamente hablando no está desaparecida. ¿Por qué estoy preocupado? Porque creo que pueden estar reteniéndola en la empresa para la que trabajaba, donde ya no es bien recibida. De hecho es posible que la hayan considerado una intrusa y que hayan llamado a la policía. No tendrán constancia de que hayan detenido a alguien llamado Pia Grazdani, ¿verdad?».

No era optimista con respecto a tal llamada. Si Pia había sido detenida y le habían concedido la famosa llamada de teléfono, lo habría telefoneado a él. Por lo que sabía, no tenía familia, y George vivía en California, a miles de kilómetros de allí. Pensó que él estaba allí, en Boulder, y que conocería la situación. Pero no había recibido llamada alguna, ni de Pia ni de nadie.

Lo único que podía hacer era irse a casa y esperar.

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