Nano

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La vieja vicaría, Chenies, Reino Unido

Miércoles, 24 de julio de 2013, 17.14 h (hora local)

Pia había pasado la mayor parte del día durmiendo en una cama, en una de verdad, no en el sucio colchón del sótano donde había hablado con Berman. Después de que el médico la examinara, dos hombres vestidos con monos y mascarillas quirúrgicas la habían trasladado a un pequeño y espartano dormitorio tras subir los peldaños de cemento que se alejaban del sótano y atravesar un pasillo con el techo más bajo que Pia hubiera visto jamás. Incluso ella había tenido que agacharse al caminar. Una bombilla desnuda colgaba en medio del techo uniforme.

Se sentía aturdida y desubicada. Había perdido la noción del tiempo y no estuvo segura de dónde se encontraba hasta que su mente empezó a aclararse. De camino al dormitorio había visto una pequeña ventana por la que había atisbado un jardín y varios árboles. Fuera llovía y hacía un día gris. En aquel momento se había preguntado dónde podía estar, ¿quizá en Colorado? Pero los árboles no encajaban. Y todo era demasiado verde. Berman había mencionado Londres. «¿Será esto Londres?», se preguntó.

Los dos hombres la habían esposado al cabecero de metal de la cama. La habitación carecía de muebles y ventanas, y la puerta era de acero pesado. No era más que otra celda, solo que menos húmeda que la mazmorra del sótano. Estaba furiosa con Berman por ponerla en aquella situación. Vio una cuña y comprendió que no tendría más remedio que utilizarla. Entonces la humillación se sumó a la rabia. La estaban tratando como a un animal.

Unos minutos después de despertarse, la puerta se abrió y entró el médico chino.

—¿Habla inglés? —le preguntó.

El hombre la miró impertérrito. Era difícil determinar su edad, y tenía una cara mofletuda e inexpresiva.

—Si es usted médico, ¿qué ha sido de su juramento hipocrático? ¿Quiere explicármelo?

El hombre bajó la mirada, y Pia supuso que estaba a punto de inyectarle de nuevo la sustancia que habían estado utilizando para mantenerla inconsciente.

—¡No, ni hablar! —gritó Pia cuando él le cogió el brazo—. ¡No quiero que vuelvan a sedarme! ¡Déjeme en paz, capullo!

Se zafó de su presa sin dejar de gritar y vociferar. Él no intentó retenerla y tampoco dijo nada. Se limitó a dar unos golpes en la puerta y a apartarse cuando dos centinelas chinos entraron en la habitación.

—¡Déjenme en paz! ¡Les exijo que me digan dónde estoy! ¿Dónde está Berman? Quiero hablar con él.

Pia aulló de dolor cuando uno de los centinelas la agarró brutalmente por el brazo lesionado. En el reducido espacio de la celda, la redujeron en cuestión de segundos.

El médico le mostró las manos para que viera que no llevaba ninguna jeringa y le examinó el brazo.

—¡Usted no es más que otro sádico nazi experimentador, como Berman! Sé que entiende lo que le digo. No se saldrán con la suya. ¡A usted también lo cogerán!

El médico la observó sin mover un solo músculo de la cara, y a continuación salió con los guardias de la habitación sin decir palabra. Pia no lo había visto siquiera parpadear.

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