Nano

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La vieja vicaría, Chenies, Reino Unido

Jueves, 25 de julio de 2013, 14.10 h (hora local)

Pia tenía la sensación de estar sumergida en melaza. Como no habían vuelto a inyectarle sedantes, había tardado una eternidad en conciliar el sueño, pero una vez que lo consiguió, durmió profundamente. Estaba claro que su cuerpo estaba todavía bajo los efectos de los barbitúricos. Se despertó poco a poco y se preguntó cuánto tiempo habría perdido. No había vuelto a ver a Berman desde que este se había marchado del sótano tras pronunciar su gran discurso sobre la nanotecnología. Le resultaba imposible no perder la noción del tiempo. La habían privado de toda diferencia entre el día y la noche, pues la luz de su habitación estaba siempre encendida. ¿Cuándo había visto a Berman? ¿El día de antes? ¿La semana anterior? Hasta donde ella sabía, bien podría haber pasado un año. Le dolía la cabeza y veía borroso. Se encontraba fatal, pero no tenía más remedio que intentar concentrarse en lo que le estaba ocurriendo.

Al margen de cuánto tiempo hubiera pasado, Pia no había tenido demasiadas oportunidades de pensar en su situación por culpa de los sedantes que le habían administrado. Sin embargo, en aquel momento, mientras repasaba mentalmente todos los detalles que era capaz de recordar, entendió muchas cosas. Berman le había contado demasiado para que liberarla fuera una opción viable. Se hallaba en una posición delicada. Tendría que plegarse a la voluntad de Berman o afrontar las consecuencias.

No tardó más de unos segundos en estudiar su habitación. Para evitar que se deshidratara, le habían puesto una vía intravenosa. En la estancia no había nada más que pudiera utilizar como arma, ni aunque lograra alcanzarlo, pues seguía atada aunque con cierta holgura.

Cuando aún estaba intentando despejarse la cabeza vio que, en la puerta, una mirilla en la que no había reparado se abría y se cerraba rápidamente. Descorrieron el cerrojo y el médico chino volvió a entrar. Pia se sentó en la cama, lista para plantarle cara de nuevo.

—Vengo para mirarle el brazo. Quieren que se ponga bien. —El hombre evitó mirarla a los ojos.

—O sea que habla mi idioma… ¿Y para qué quieren que me ponga bien? ¿Quiénes son «ellos»? Si usted es médico, tiene la obligación de ayudarme.

La puerta se abrió otra vez y un guardia muy alto y corpulento entró en la habitación. Cerró a su espalda y se quedó mirando a Pia en silencio. Su presencia resultaba intimidante.

—¿Dónde está Berman, el estadounidense…?

—No puede hablar, señorita.

El médico empezó a examinarle el brazo. Además de sentirse mentalmente espesa, le dolía la fractura. Sabía lo bastante de aquel tipo de lesiones como para comprender que lo ideal habría sido llevarlo siempre en cabestrillo y así mantener la alineación adecuada para que el hueso pudiera soldarse. Pero había pasado la mayor parte del tiempo tumbada boca abajo, puede que incluso se hubiera apoyado sobre el brazo. No tenía forma de saberlo. Por mucho que odiara a aquel médico, dejó que le manipulara el brazo con delicadeza. No quería que el húmero le quedara mal alineado o no se soldara. En ambos casos tendría que pasar por el quirófano para que se lo arreglaran.

—¿Cómo lo nota?

—Bien. Es decir, algo sensible, pero nada preocupante.

—Ya sabe que podría convertirse en un problema si no se lo cuida.

—Estoy prisionera no sé dónde y me tienen esposada a la cama. No puede decirse que sea responsabilidad mía, ¿no le parece?

—Si no se cura el brazo puede quedarle mal para siempre.

—Como si ese fuera el mayor de mis problemas —replicó Pia.

Sabía que no se encontraba en su mejor momento y se preguntó si sería esa la razón de que Berman no la hubiera forzado todavía.

—Soy vulnerable en muchos aspectos —añadió.

El médico no contestó.

—Puede que estar débil tenga sus ventajas. Quizá el americano ricachón no se haya aprovechado de mí por eso.

Apenas había acabado de formular la frase cuando se le pasó por la cabeza un pensamiento terrible.

—A menos que sí lo haya hecho… No se ha aprovechado de mí, ¿verdad?

Pia creía que no, pero cuando estaba despierta no podía recordar gran cosa, y mientras estaba sedada no se habría dado cuenta. Pero habría sentido algo, y Berman habría presumido de ello. ¿O no?

—Sabe para qué clase de hombre trabaja, ¿no? —le dijo al médico.

El hombre no reaccionó y se limitó a anotar algo en una pequeña libreta. Luego se la guardó en un bolsillo y salió de la habitación. Un momento después regresó con un cuenco de sopa y una botella de agua. Llevaba un sobre de papel Manila bajo el brazo.

—Le traigo sopa y agua. Debería comer. El jefe americano quiere que lea esto.

Dejó el cuenco en el suelo, al alcance de Pia, y se marchó. El sobre contenía un documento de unas diez páginas. Llevaba el sello rojo de CONFIDENCIAL y las páginas tenían impreso como marca de agua un número de serie. Pia lo hojeó brevemente antes de arrojarlo al suelo en un rincón. Era un informe económico para posibles inversores que detallaba los planes de expansión de Nano hasta 2020. «Está intentando impresionarme —pensó—, y se supone que con este documento va a demostrar que es un hombre de negocios serio. ¿Los hombres de negocios serios hacen estas cosas?», concluyó mirándose el brazo esposado a la cama. Le dolía demasiado la cabeza para leer lo que sin duda no era más que una sarta de gilipolleces que ensalzaban al presidente de Nano.

—¡Si quieres que me lea esa mierda, sácame de aquí! —gritó a la puerta.

Luego se tumbó en la cama con la mirada perdida en el techo. No se encontraba bien, pero no quería dormir más. Al cabo de un rato se acordó de la sopa que el médico le había dejado. Se incorporó y pensó que iba a estallarle la cabeza. Un minuto después el dolor disminuyó y se tomó la sopa fría. Luego arrastró la carpeta con la punta del pie hasta donde pudo cogerla y, por puro aburrimiento, leyó su contenido.

Según aquel documento, la nanotecnología iba a cambiar la medicina para siempre. «Dime algo que no sepa», pensó Pia. Los nanorrobots eran capaces tanto de devorar la placa dental como de desobstruir arterias. Podían acabar con las infecciones y las células cancerígenas más resistentes. Eran capaces de atacar las inflamaciones, de cicatrizar heridas, incluso de limpiar dientes.

En el informe se destacaba una de las aplicaciones de los nanorrobots por encima de las demás: podían tener un impacto favorable en la acumulación de proteínas en el cerebro de los pacientes de Alzheimer incipiente. Tal vez incluso tuvieran propiedades profilácticas que harían posible que una persona con riesgo de desarrollar la enfermedad pudiera ser tratada antes de que aparecieran los primeros síntomas. Berman le había contado que su madre padecía Alzheimer y que estaba recluida en una residencia clínica cerca de Nano.

«¡Claro! —se dijo cuando lo comprendió—, esa es la razón de que Berman esté corriendo tantos riesgos, tomando tantos atajos. Por eso está tan desesperado por adelantarse diez años a la competencia». ¿Cuántos años tenía? ¿Cuarenta y largos? Si era susceptible de desarrollar la enfermedad, en su cerebro podrían estar produciéndose ya los primeros cambios. Dentro de diez años, seguramente serían irreversibles. Pia estaba convencida de que no se equivocaba. Pero ¿qué podía hacer con aquella información?

Pensó en las motivaciones de Berman. Curar el Alzheimer era una razón sobradamente legítima para dedicarse a la investigación. Podía ser un trabajo vital, incluso noble; pero no si se llevaba a cabo como él lo estaba haciendo. Se acabó la sopa y bebió un poco de agua. Sabía que no podría hacer nada hasta que volviera a ver a Berman.

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