Nano

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Apartamento de Paul Caldwell, Boulder, Colorado

Jueves, 25 de julio de 2013, 19.55 h

Paul y George discrepaban sobre si la policía iría a verlos tras su excursión a casa de Mariel Spallek, y a Caldwell no le hizo ninguna ilusión descubrir que era él quien tenía razón. George no había rechazado de pleno la hipótesis de Paul, así que pudieron acordar sus versiones antes de que aquella noche el detective Samuels llamara a su puerta acompañado por un colega al que presentó como detective Ibbotson. Los cuatro se instalaron en la sala de estar de Paul; el anfitrión y Wilson en el sofá y los policías frente a ellos en sendas sillas de cocina. El ambiente estaba tenso. Samuels tomó la palabra.

—Podemos hablar aquí o hacerlo con mayor formalidad mañana en la comisaría —dijo mirando a Paul.

Sin embargo, fue George quien respondió:

—Aquí está bien.

—¿Adónde fueron ayer después de charlar conmigo?

—Dimos una vuelta con el coche mientras pensábamos qué hacer a continuación. Estábamos preocupados por nuestra amiga, y no conseguimos gran cosa de nuestra visita a la policía.

—Lamento que lo vea de ese modo, pero seguimos estudiando el caso. ¿Adónde fueron?

—Alrededor de la una y media llegamos a Niwot. Sabíamos que Mariel Spallek, la jefa de Pia en Nano, vive allí. Se nos ocurrió que quizá estuviera en casa y dispuesta a contestar unas cuantas preguntas. Lo cierto es que estamos muy perdidos y no sabemos cómo actuar. Pero no estaba en casa y nos fuimos pensando que quizá sería mejor volver por la noche.

—Estuvieron por allí cerca de la una y media —dijo Samuels.

—Sí, más o menos —confirmó George sin dar más detalles.

Habían estado en Niwot, pero para esa hora él ya se hallaba en un taxi de camino a casa.

—¿Y usted puede confirmarlo? —le preguntó Samuels a Paul.

—Sí. Recuerdo la hora porque tenía que ir a trabajar al hospital. Iba a llegar tarde.

—Él se fue con el coche y yo cogí un taxi. Desde Niwot.

George sabía que si lo comprobaban averiguarían que, en efecto, había cogido un taxi, pero desde una localización que requeriría ciertas explicaciones.

—¿Por qué cogió un taxi?

—Paul tenía que ir a trabajar. Preferí cogerlo desde allí que hacerlo desde el hospital. Quería volver a casa.

Samuels los observó. Sabía que no estaban siendo en absoluto sinceros, pero en el contexto global tampoco importaba mucho.

—¿Y dicen que llamaron al timbre de la señorita Spallek y nadie les contestó?

—Exactamente —contestó George.

—¿Vieron a alguien más? ¿A alguien que quizá diera la impresión de no encajar con el vecindario?

—Había un coche sospechosamente aparcado en la misma calle.

—¿Qué quiere decir con «sospechosamente aparcado»?

—Bueno, me refiero a que estaba aparcado y sus dos ocupantes seguían dentro. Estaba un poco más abajo de la casa de Mariel. No había más coches ni gente. Nos pareció sospechoso y lo comentamos.

Paul asintió.

—¿Puede describir el vehículo?

—Azul oscuro —respondió Paul—. Un sedán grande. Un Buick o algo parecido. La verdad es que pensé que se trataba de un coche de la policía. Tenía el típico aspecto un tanto desvencijado. Sin ánimo de ofender, claro.

Samuels miró a Paul y después a George. «Muy listos», se dijo, y a continuación cerró su libreta. Aquella situación no merecía que le dedicara más tiempo. Sabía que la policía había recibido el chivatazo de Nano, lo cual sugería que la empresa los había estado siguiendo, seguramente por haber intentado entrar en sus instalaciones. Samuels intuía que en toda aquella historia había un elemento romántico extraño, pero a aquellas alturas no estaba dispuesto a especular. Los hechos del caso eran que alguien, tal vez los dos hombres que tenía sentados enfrente, había entrado a la fuerza en casa de Mariel Spallek, pero no había robado ni roto nada salvo el cristal de la puerta trasera. Y aún más importante: la propia Spallek había rehusado presentar una denuncia cuando contactaron con ella, y los agentes que habían acudido a la escena no habían visto a nadie a pesar de que había pruebas claras de una intrusión.

—Detective Ibbotson, ¿por qué no me espera en el coche? Me reuniré con usted enseguida —dijo Samuels.

Su compañero asintió y se fue.

—No sé qué está pasando aquí —continuó el detective—, pero me parece que harían bien en dejar de jugar a los detectives antes de meterse en un problema serio. Conozco a la gente de seguridad de Nano y no son tontos. La próxima vez que intenten algo parecido, espero que no los cojan ellos primero.

—Eso suena a amenaza —señaló George.

—No lo es. Más bien se trata de un consejo amistoso. Su amiga regresará, si es que quiere hacerlo. Eso es lo que sucede en el 99,9 por ciento de este tipo de casos. Y si no quiere, pues no aparecerá. Pero tenemos unos hechos comprobados y seguiremos con el caso. Estamos en contacto directo con el departamento de personal de Nano. Contamos con la descripción de la joven y su foto. Había pruebas de que regresó a su piso tras enviarle a usted un mensaje de texto, doctor Caldwell, además de indicios de que se había marchado hacia el este. Naturalmente seguiremos todas esas pistas, así que, amigos, tranquilícense antes de que los arresten o les hagan daño.

Samuels se levantó y se fue.

—Tiene gracia que hayan aparecido por aquí justo después de que haya acabado mi turno en Urgencias —comentó Paul cuando el policía hubo salido.

—He estado pensando, Paul. Está claro que los de Nano nos están siguiendo, que la policía no nos quita ojo y que no estamos más cerca de encontrar a Pia. Ha desaparecido, estoy seguro. No me creo ni por asomo que se haya largado al este. Opino que alguien se la ha llevado, y que ese alguien es Berman. Y no tenemos los recursos necesarios para encontrarla.

—¿Y qué demonios hacemos? Es obvio que las autoridades no nos hacen ni caso.

—La otra vez que Pia se metió en problemas, su padre la salvó. Odio hacerlo porque es un gángster de la peor calaña, pero creo que debo pedirle ayuda.

—¿Su padre? No sabía que Pia tuviera familia.

—Es un pez gordo de la mafia albanesa del área metropolitana de Nueva York. No tengo razón alguna para pensar que quiera ayudarnos, pero lo hizo la última vez que Pia se metió en un lío de este tipo. Debo decir hay muchas similitudes entre aquella situación y lo que está sucediendo ahora. Entonces también la secuestraron. Dios, es como si fuera un imán para las desgracias.

—¡La mafia albanesa! ¡Cielo santo! Creo que vi una película sobre ellos. Son unos tipos muy violentos.

—Los que más.

—¿Cómo se llama el padre?

—Burim Graziani o algo parecido.

—¿No es Grazdani, como Pia?

—Al parecer el padre tuvo que cambiarse el apellido por algún motivo.

—¿Y cómo la salvó?

—Pia había sido secuestrada por un clan albanés rival al que unos financieros habían contratado para que la mataran. No lo hicieron porque se dieron cuenta de que su apellido era albanés. Llamaron al padre, que es un tío con muchos contactos, y él demostró que era su hija. Los albaneses se parecen un poco a la mafia italiana, porque tienen su propia idiosincrasia sobre la familia y el honor por encima de todo.

—Con mafia o sin ella, creo que deberías llamar al tal Burim. ¿Qué te hace pensar que tal vez no quiera ayudarnos?

—Después de ingeniárselas para salvarla, intentó recuperar cierta relación con su hija, pero Pia se negó en redondo. Ni siquiera le hablaba. Cuando ella tenía más o menos seis años, su padre la abandonó en manos del programa de acogida de Nueva York, y a partir de ahí sufrió todo tipo de torturas psicológicas. Burim se puso en contacto conmigo para llegar hasta ella, por eso tengo su número. Me pidió que intercediera para que Pia lo llamara, y fui lo bastante estúpido como para intentar ayudar. Pia se puso hecha una furia conmigo por entrometerme en su vida. Aquella fue la última vez que la vi hasta que me presenté aquí en abril.

Paul hizo un gesto de impotencia.

—No parece el padre del año, pero no creo que tengamos más elección. Por desgracia está bastante claro que la policía de Boulder no va a hacer nada salvo que aparezcan pruebas de que ha sido secuestrada. Tengo la corazonada de que ya no está aquí, en Boulder.

—Eso creo yo también.

—Tengo un contacto en el aeropuerto. Quizá para empezar podría averiguar si el avión de Nano está aquí, y si no es así, adónde ha ido. No sé si es una información difícil de conseguir, pero los pilotos tienen que rellenar planes de vuelo.

—No estaría de más —contestó George—. Mierda, no me gusta la idea de tener que hablar con tipos como Graziani. Es lo peor, pero no se me ocurre qué otra cosa podemos hacer.

—Supongo que lo mejor será que lo llames —dijo Paul.

—La verdad es que ya lo he hecho. Naturalmente, no me contestó, así que tuve que dejar mi nombre y mi número.

La llamada que George esperaba llegó una hora más tarde. En cuanto Wilson empezó a hablar, la persona que llamaba, que reconoció no ser Burim, dijo que no quería oír los detalles por teléfono. Si George pretendía hablar con Burim, tendría que ser cara a cara y en un sitio público, lo cual significaba que debería viajar al este. Luego le advirtió que más le valía no estar haciendo perder el tiempo a nadie. Por muy arisca que fuera, aquella invitación era lo que George necesitaba oír. Pero entonces surgió la cuestión de cómo salir de Boulder sin que lo vieran. Ni él ni Paul consideraban que fuera buena idea revelar adónde se dirigía Wilson mientras Nano siguiera vigilándolos.

George reservó un billete en el avión de United que salía hacia Newark a las 8.37 y después ideó con Paul una manera de llegar al aeropuerto de Denver sin ser visto. Y por eso Paul estaba sentado en su Subaru frente a su apartamento a las cuatro de la mañana con el motor en marcha.

—Eh, Eric, se han puesto en marcha.

Después de no haber podido conseguir que detuvieran a George y Paul en casa de Mariel, a Chad Wells y Eric McKenzie les había tocado encargarse de hacer el turno de vigilancia de la noche. Habían aparcado al final de la calle del edificio de apartamentos de Paul, en un lugar desde donde divisaban el aparcamiento. Chad tuvo suerte: se había dormido, al igual que Eric, pero se despertó a tiempo de ver que las luces del Subaru se habían encendido y que los hombres estaban dentro con el motor en marcha.

—¿Están los dos en el coche? —preguntó Eric mientras intentaba que sus ojos enfocaran—. ¡Joder! ¿Qué hora es?

—Más de las cuatro.

—¿Y qué coño están haciendo despiertos a esta hora? ¿Adónde demonios van?

—Creo que eso es lo que debemos averiguar. No olvides que son médicos, así que es posible que hayan recibido una llamada de emergencia.

—Parece que están los dos en el coche.

—Eso mismo creo yo —convino Chad, aunque no podía estar seguro a causa de la distancia.

Pero le parecía más prudente sonar convencido que admitir que no lo tenía claro. Además, como hasta aquel momento aquellos dos lo habían hecho todo juntos, parecía apostar sobre seguro. No quería tener que salir a comprobarlo con aquel frío en caso de que Eric se lo ordenase.

—Muy bien, sigámoslos, pero mantente a bastante distancia, ¿vale?

—Entendido.

Cinco minutos más tarde, Paul se puso en marcha y salió lentamente del aparcamiento, asegurándose de iluminar con los faros el coche que suponía que los vigilaba. El plan era que él condujera hasta casa de Berman, diese unas cuantas vueltas por allí y volviera pasando por el hospital. El paseo le llevaría al menos una hora, tiempo suficiente para que George pudiera salir por la parte de atrás del edificio y subir al taxi que debía recogerlo en una gasolinera situada a quinientos metros de distancia en dirección contraria. Ninguno de los dos creía que hubiera más de un coche siguiéndolos, y aunque dejaran a alguien vigilando la casa no podría verlo salir por la parte de atrás. Al menos eso esperaban.

George vio a Paul alejarse y volvió a colocar la cortina en su sitio. Esperó quince minutos y puso en marcha su parte del plan. Salió del apartamento de Caldwell, se dirigió a la puerta trasera del edificio y caminó por la calle a paso vivo sin mirar atrás. Había cogido prestada una de las cazadoras de Paul y un pantalón de vestir que le sentaba bastante bien. Por alguna razón, deseaba estar presentable para la reunión que tenía prevista a las cuatro de la tarde de aquel día. Solo de pensar en ella se ponía nervioso y el pulso se le aceleraba. No le gustaba correr riesgos, pero sabía que debía hacerlo, y cuanto antes mejor. Cuando se acercó a la gasolinera, vio un taxi aparcado junto a la acera y supuso que sería el suyo.

Entonces sí se atrevió a echar la vista atrás y comprobó que no lo seguía nadie. Lo había conseguido.

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