Nana

Nana


Capítulo X

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Capítulo X

Entonces Nana se convirtió en mujer elegante, rentista de la necedad y la lascivia de los hombres y marquesa de las lujosas aceras. Fue un lanzamiento brusco y definitivo, una ascensión en la celebridad de la galantería, en la clara vorágine del dinero y de las audacias despilfarradoras de la belleza. En seguida reinó entre las más cotizadas.

Sus fotografías se exhibían en los escaparates, se la citaba en los periódicos. Cuando pasaba en coche por los bulevares, la gente se volvía y la nombraban con la emoción de un pueblo aclamando a su soberana, mientras que, familiarmente reclinada en sus tocados vaporosos, sonreía con aire jovial, bajo la lluvia de ricitos rubios que caían en el círculo azul de sus ojos y el bermellón de sus labios.

Y lo prodigioso era que esta gorda rameruela, tan torpe en el escenario, tan graciosa cuando pretendía hacerse la mujer honrada, interpretaba en la ciudad los papeles de encantadora sin esfuerzo. Aquello eran flexibilidades de culebra, un estudiado desnudamiento, como involuntario, de exquisita elegancia; una distinción nerviosa de gata de raza, una aristocracia del vicio, soberbia, revuelta, poniendo el pie sobre París como dueña todopoderosa. Ella daba el tono y las grandes damas la imitaban.

El hotelito de Nana estaba en la avenida de Villiers, en la esquina de la calle Cardinet, en ese barrio de lujo, a punto de nacer en medio de los terrenos vacíos de la antigua llanura. Construido para un joven pintor, embriagado por un primer éxito y que hubo de venderlo apenas secas las paredes, era de estilo Renacimiento, con un aire de palacio, fantasía en la distribución interior y comodidades modernas en un cuadro de originalidad caprichosa.

El conde Muffat había comprado el hotel amueblado, lleno de chucherías, de bellísimos tapices de Oriente, de viejos aparadores y de grandes sillones Luis XIII, y Nana se vio en medio de un mobiliario artístico, de un gusto muy fino en el caos de las épocas. Pero como el taller, que ocupaba el centro de la casa, no podía servirle, cambió el orden de los pisos: en la planta baja dejó un invernadero, un gran salón y el comedor, y en el primer piso abrió un saloncito, cerca de su dormitorio y de su tocador. Asombraba al arquitecto con las ideas que le daba, nacidas de un golpe de refinamiento en el lujo, como buena hija del arroyo de París que posee el instinto de todas las elegancias.

En fin, no estropeó demasiado el hotel; incluso añadió algunas riquezas al mobiliario, salvo algunas huellas de necia ternura y de esplendor chillón, en el que se descubría a la antigua florista que un día soñó ante los escaparates de los pasajes.

En el patio, bajo la gran marquesina, una alfombra cubría las gradas del pórtico, y desde el vestíbulo se aspiraba un olor a violetas en medio del aire tibio encerrado entre espesos cortinajes. Un vitral, con cristales amarillos y rosas, de una palidez de un rubio de carne, iluminaba la amplia escalera. Al pie, un negro de madera esculpida presentaba una bandeja de plata, llena de tarjetas de visita; cuatro mujeres de mármol blanco, los senos desnudos, levantaban lámparas, y los bronces y los biombos chinos llenos de flores, los divanes recubiertos de antiguos tapices persas, y los sillones con viejas tapicerías amueblaban el vestíbulo, adornaban los descansillos y formaban en el primer piso como una antesala en donde siempre se veían abrigos y sombreros de hombres. Las telas ahogaban los ruidos y el recogimiento era total.

Se hubiese creído entrar en una capilla inundada de un estremecimiento devoto y en la que el silencio, tras las puertas cerradas, guardaba un misterio.

Nana sólo abría el gran salón, de un Luis XVI demasiado rico, en las noches de gala, cuando recibía al mundo de las Tullerías o a personajes extranjeros. Por lo general, bajaba únicamente a las horas de comer, sintiéndose un poco perdida cuando comía sola en el comedor, muy alto, adornado de Gobelinos y con un aparador monumental, con viejas porcelanas y maravillosas piezas de orfebrería antigua. Volvía a subir en seguida y se pasaba la mayor parte del tiempo en el piso principal, en sus tres piezas, el dormitorio, el gabinete y el saloncito.

Ya había renovado la alcoba dos veces, la primera en raso malva, la segunda con aplicaciones de encaje sobre seda azul, y todavía no estaba satisfecha, pues lo encontraba insípido, y aún buscaba, sin encontrar nada a su gusto. El encaje de Venencia, que adornaba el acolchado lecho, bajo como un sofá, costaba más de veinte mil francos. Los muebles eran de laca blanca y azul, incrustada con filetes de plata; por todas partes se veían tantas pieles de osos blancos que ocultaban las alfombras; un capricho, un refinamiento de Nana, que no podía desacostumbrarse de sentarse en el suelo para quitarse las medias.

Al lado del dormitorio, el saloncito ofrecía una mezcolanza graciosa y de exquisito gusto, contra la colgadura de seda rosa pálido, un rosa turco marchito y recamado de hilos de oro, se destacaba un enjambre de objetos de todos los países y de todos los estilos: gabinetes italianos, cofres españoles y portugueses, pagodas chinas, una mampara japonesa de un acabado precioso, además de porcelanas, bronces, sedas bordadas, tapicerías finísimas, mientras que los sillones, amplios como camas, y los sofás, imponían una perezosa molicie, una vida soñolienta de serrallo.

La estancia conservaba el tono del oro viejo, fundido de verde y de rojo, sin que nada delatase demasiado a la ramera, a excepción de la voluptuosidad de los asientos; dos estatuillas de barro cocido, una mujer en camisa buscándose las pulgas, y otra absolutamente desnuda, caminando sobre las manos y con los pies en alto, bastaban para ensuciar el salón con una mancha de necedad original.

Por una puerta, casi siempre abierta, se veía el cuarto de baño, de mármol y de espejos, con el ribete blanco de su bañera, sus tarros y sus palanganas de plata, sus adornos de cristal y de marfil. Una cortina corrida dejaba el cuarto en una blanquecina claridad, pareciendo dormir, como calentado por un perfume de violeta, ese perfume turbador de Nana, del que todo el hotel, hasta el patio, se impregnaba.

La gran tarea fue instalar la casa. Nana tenía a Zoé, esa muchacha devota de ella, que desde hacía meses esperaba tranquilamente aquel brusco lanzamiento, segura de su éxito. Ahora Zoé triunfaba, dueña del hotel, hacía su bolsa a la vez que servía a su señora con la mayor honradez posible. Pero una doncella no bastaba para todo. Se necesitaban un mayordomo, un cochero, un conserje y una cocinera. Por otro lado, había que instalar las caballerizas.

Entonces Labordette resultó muy útil, al encargarse de las diligencias que fastidiaban al conde. Intervino en la compra de los caballos, recorrió los carroceros, guió con sus consejos a Nana, que siempre estaba cogida del brazo de él en casa de sus proveedores. Incluso Labordette proporcionó los criados: Charles, un muchachote que era cochero y salía de casa del duque de Corbreuse; Julien, un menudo mayordomo de pelo muy rizado y gesto risueño, y un matrimonio cuya mujer, Victorine, era cocinera, y el hombre, François, entró como conserje y lacayo, de pantalón corto, peluca empolvada y vistiendo la librea de Nana, azul claro y galón de plata; él recibía a los visitantes en el vestíbulo.

Todo era de una apariencia y una corrección principescas.

En el segundo mes la casa quedó terminada. El gasto pasaba de los trescientos mil francos. Había ocho caballos en las cuadras y cinco carruajes en las cocheras, entre los cuales había un landó adornado en plata que, durante unos días, llamó la atención de todo París. Y Nana, en medio de esta fortuna, se ahuecaba, se apoltronaba.

Había abandonado el teatro a la tercera representación de la Duquesita, dejando a Bordenave apuradísimo, al borde de una amenazadora quiebra, a pesar del dinero del conde.

No obstante, ella conservaba cierta amargura de su fracaso, lo que se añadía a la lección de Fontan, una indecencia en la que hacía culpables a todos los hombres. Así pues, ahora se sentía muy fuerte y a prueba de todo capricho.

Pero las ideas de venganza no duraban en su cerebro de pájaro. Lo que permitía, además de sus momentos de cólera, era un desmesurado apetito de derroche, un desdén natural hacia el hombre que pagaba, un continuo capricho de devoradora y de caprichosa, orgullosa de la ruina de sus amantes.

Al principio Nana puso al conde en el buen camino. Estableció claramente el programa de sus relaciones. Él daría doce mil francos al mes, sin contar los regalos, no pidiendo más compensación que una fidelidad absoluta. Ella le juró fidelidad, pero exigió consideraciones, una total libertad de ama de casa y un respeto completo a sus voluntades. Así, recibirían todos los días a sus amigos; él acudiría solamente a unas horas fijas, y por último, y por encima de todo, tendría una fe ciega en ella. Y cuando dudaba, preso de una inquietud celosa, ella se ponía digna, amenazándole con devolvérselo todo, o jurando por la vida de su Louiset. Esto debía bastarle. No había amor donde no había estimación.

Al terminar el primer mes, Muffat la respetaba.

Pero ella quiso y obtuvo más. En seguida tomó sobre él un ascendiente de buena muchacha. Cuando llegaba malhumorado, ella le alegraba, y luego le aconsejaba, después de haberse él confesado. Poco a poco ella fue cuidándose de los enojos de su hogar, de su esposa, de su hija, y de sus asuntos de amor y de dinero, siempre muy razonablemente, con rasgos de justicia y de honradez. Sólo una vez se dejó arrebatar por la pasión, y fue el día en que le confió que, sin duda, Daguenet iba a pedirle en matrimonio a su hija Estelle.

Desde que el conde se exhibía con Nana, Daguenet creyó más hábil romper con ella y tratarla de sinvergüenza, a la vez que juraba que arrancaría a su futuro suegro de las garras de aquella mujerzuela.

También Nana endomingó bonitamente a su antiguo Mimí, un perdido que tiró su fortuna con querindangas, que carecía de sentido moral, no se hacía dar dinero pero se aprovechaba del dinero de los demás, pagando un ramillete o una comida en raras ocasiones, y como el conde pareciese excusar estas debilidades, ella le soltó con toda la crudeza que Daguenet la había poseído, y le dio detalles repugnantes. Muffat se quedó muy pálido. No se habló más de aquel joven. Esto le enseñaría a ser desagradecido.

No obstante, cuando aún no estaba totalmente amueblado el hotel, Nana, una tarde en que había prodigado a Muffat los juramentos de fidelidad más exaltados, retuvo al conde Xavier de Vandeuvres, quien desde hacía quince días le hacía una corte asidua de visitas y de flores.

Ella cedió, no por capricho, sino para demostrarse que era libre. La cuestión de intereses se le ocurrió luego, cuando Vandeuvres, al día siguiente, la ayudó a pagar una cuenta de la que no quería hablar al otro. Le sacaba de ocho a diez mil francos por mes, y éste era un dinero utilísimo para sus gastos.

Vandeuvres, por entonces, estaba dando fin a su fortuna en un arrebato febril. Sus caballos y Lucy se le comieron tres fincas. Nana iba a comerse su último castillo, situado en las inmediaciones de Amiens, y parecía tener prisa en barrerlo todo, hasta los escombros de la antigua torre construida por un Vandeuvres en tiempos de Philippe-Auguste, rabioso de un apetito de ruinas, encontrando bonito dejar los últimos besantes de oro de su blasón en manos de aquella cortesana que deseaba París.

También aceptó las condiciones de Nana: completa libertad, caricias en días fijos y sin caer en la apasionada candidez de exigir juramentos. Muffat no sospechaba nada, pero Vandeuvres lo sabía todo, aun cuando jamás hacía la menor alusión a ello, fingiendo ignorarlo, con su fina sonrisa de vividor escéptico que no pide imposibles con tal de que tenga su hora y todo París lo sepa.

Desde entonces Nana tuvo realmente instalada su casa. El personal era completo, en la cuadra, en la cocina y en las habitaciones de la señora. Zoé lo organizaba todo y salía de las complicaciones más imprevistas; estaba dispuesto como en un teatro, regulado como en una gran administración, y funcionaba con tal precisión que, durante los primeros meses, no hubo sobresaltos ni rozamientos. Únicamente la señora causaba demasiados quebraderos de cabeza a Zoé con sus imprudencias, sus cabezonadas y sus alocadas bravatas. Así pues, la doncella fue desviándose poco a poco, viendo, por otro lado, que sacaba mayor provecho de los atolondramientos, cuando la señora había cometido alguna necedad que debía repararse. Entonces llovían los regalos y pescaba luises en el agua revuelta.

Una mañana, cuando Muffat aún no había salido del dormitorio, Zoé introdujo un señor muy tembloroso en el cuarto de aseo, donde Nana se cambiaba de ropa.

—¡Zizí! —exclamó Nana estupefacta.

En efecto, era Georges, quien al verla en camisa, con sus cabellos dorados cayendo sobre sus hombros desnudos, se arrojó a su cuello, abrazándola y besándola por todas partes, aunque ella se debatía, asustada y balbuciendo con voz ahogada:

—¡Acaba, déjame ya! Eso es estúpido… Y usted, Zoé, ¿está loca? Lléveselo de aquí. Métalo abajo; ya veré si puedo ir luego.

Zoé tuvo que empujarle para llevárselo. Abajo, en el comedor, cuando Nana pudo reunirse con ellos, los reprendió a los dos. Zoé se mordió los labios y se retiró muy contrariada, diciendo que ella había creído darle una alegría a la señora.

Georges contemplaba a Nana con tanto entusiasmo por volver a verla, que sus hermosos ojos se llenaban de lágrimas. Los malos días habían pasado, su madre le creía razonable y le permitía abandonar las Fondettes; así, nada más llegar a la estación había cogido un coche para abrazar cuanto antes a su queridita. Hablaba de vivir, en adelante, cerca de ella, como allá, cuando la esperaba descalzo en el dormitorio de la Mignotte. Y a la vez que refería todo esto, alargaba sus dedos, deseoso de tocarla después de aquel cruel año de separación; se apoderaba de sus manos, escudriñaba en las anchas mangas de su peinador y subía hasta los hombros.

—¿Continúas amando a tu bebé? —preguntó con su voz de niño.

—Claro que te amo —respondió Nana, desprendiéndose con un movimiento brusco—. Pero caes como una bomba… Ya sabes, pequeño mío, que no soy libre. Es necesario tener prudencia.

Georges, al apearse del coche con el mareo de un largo deseo al fin satisfecho, ni siquiera había visto el lugar donde entraba. Entonces tuvo conciencia de un cambio alrededor suyo. Observó el rico comedor, con su alto techo decorado, sus Gobelinos y su aparador deslumbrante de objetos de plata.

—Sí —dijo tristemente.

Y ella le hizo comprender que no debía ir nunca por las mañanas. Por la tarde, si quería, de cuatro a seis, era cuando recibía. Después, como la mirara con gesto suplicante y sin pedirle nada, le besó en la frente y se mostró muy buena.

—Sé prudente, y haré lo posible —murmuró Nana.

Pero en verdad era que aquello ya no le decía nada. Encontraba a Georges muy gentil y hubiera querido tenerlo como camarada, pero nada más.

Sin embargo, cuando el joven llegaba cada tarde a las cuatro, parecía tan desgraciado que aún cedía, y le escondía en los armarios para dejarle recoger continuamente las migajas de su belleza. Georges ya no abandonó el hotel, familiar como el perrito Bijou, el uno y el otro en la falda de la dueña, teniendo un poco de ella aunque Nana estuviese con otro, atrapando las gangas de azúcar y caricias en las horas de fastidio solitario.

Sin duda la señora Hugon supo la recaída del pequeño en brazos de aquella mala mujer, porque corrió a París y le pidió que la ayudase a su otro hijo, el teniente Philippe, entonces de guarnición en Vincennes. Georges, que se escondía de su hermano mayor, se sintió preso de gran desesperación, temiendo alguna violencia, y como no podía callarse nada en la expansión nerviosa de su ternura no hizo más que hablar a Nana de su hermano, un muchachote de lo más atrevido.

—Ya lo comprendes —explicaba—; mamá no vendrá a tu casa mientras pueda enviar a mi hermano… Estoy seguro de que enviará a Philippe a buscarme.

La primera vez Nana se sintió muy ofendida, y dijo secamente:

—Me gustaría verlo, qué caramba. Por muy teniente que sea, haré que François lo ponga en la puerta, y en el acto.

Después, como el pequeño insistía en el tema de su hermano, Nana acabó por ocuparse de Philippe. Al cabo de una semana lo conocía de pies a cabeza, muy alto, muy fuerte, alegre, un poco brutal, y además de esto, detalles íntimos: velludos los brazos y un lunar en el hombro. Así, un día en que estaba llena de la imagen de este hombre que debía echar a la calle, exclamó:

—Dime, Zizí. ¿No viene tu hermano? Será un mal amigo.

Al día siguiente, cuando Georges estaba solo con Nana, subió François para preguntar a la señora si recibirían al teniente Philippe Hugon. Georges se quedó pálido, y murmuró:

—Me lo suponía; mamá me habló de eso esta mañana.

Y suplicó a la joven que respondiera que no podía recibirle. Pero Nana ya se levantaba, enardecida y diciendo:

—¿Por qué no? Creería que le tengo miedo. Pues nos vamos a reír. François, tenga a ese señor un cuarto de hora en el salón. Luego me lo trae.

Ya no volvió a sentarse; paseaba febrilmente, yendo del espejo de la chimenea a una luna veneciana colgada sobre un arcón italiano, y cada vez que se miraba, ensayaba una sonrisa, y Georges, alicaído en un sofá, temblaba ante la escena que se acercaba. Nana, sin dejar de pasear, dejaba escapar frases sueltas.

—Esto le calmará a ese buen mozo. Que espere un cuarto de hora… Y después, si cree que viene a casa de una mujerzuela… el salón lo deslumbrará.

Sí, sí, mira bien, pequeño. Esto no es de baratillo; te enseñará a respetar a la burguesía. No hay nada como el respeto para los hombres… ¿Qué? ¿Ha pasado el cuarto de hora? No, apenas diez minutos. Aún tenemos tiempo.

No podía estarse quieta. Al cuarto de hora, despidió a Georges haciéndole jurar que no escucharía detrás de la puerta, porque sería un inconveniente si los criados le veían. Cuando pasaba al dormitorio, Zizí arriesgó con voz estrangulada:

—Ya sabes, es mi hermano…

—No tengas miedo —dijo ella con dignidad—. Si es correcto, yo seré correcta.

François introdujo a Philippe Hugon, que vestía de levita. Georges atravesó la alcoba de puntillas para obedecer a Nana, pero las voces le detuvieron, vacilante y con tanta angustia que las piernas le flaqueaban. Imaginaba catástrofes, bofetadas, algo abominable que le enemistase para siempre con Nana. Y no pudo vencer el deseo de retroceder y pegar el oído a la puerta.

Se oía muy mal. El espesor de las puertas amortiguaba los ruidos.

No obstante, cogía algunas frases pronunciadas por Philippe, expresiones duras en las que sonaban las palabras niño, familia y honor. Su corazón latía, aturdiéndole con un zumbido confuso en su ansiedad por saber lo que su amada respondía. Seguramente que soltaría un «puerco» o un «váyase a paseo: estoy en mi casa». Sin embargo, no se oía nada; Nana estaba como muerta allí dentro. Y en seguida hasta la voz de su hermano se dulcificó. No entendía nada, y sólo oía un extraño murmullo que le dejó estupefacto. Era Nana que sollozaba.

Durante unos segundos le acosaron sentimientos contradictorios, huir, caer sobre Philippe. Pero precisamente en aquel instante entró Zoé en la habitación y él se apartó de la puerta, avergonzado al verse sorprendido.

Zoé ordenó tranquilamente la ropa blanca en un armario, mientras él, mudo e inmóvil, apoyaba la frente en un cristal, devorado por la incertidumbre. Después de un breve silencio, ella preguntó:

—¿Es su hermano quien está con la señora?

—Sí —respondió el muchacho con voz estrangulada.

Siguió un nuevo silencio.

—Y eso le inquieta, ¿verdad, señor Georges?

—Sí —repitió él con la misma dificultad.

Zoé no se apresuraba. Doblaba los encajes y dijo lentamente:

—No tiene por qué… La señora arreglará esto.

Y eso fue todo; no hablaron más. Pero ella no abandonó la habitación.

Aún transcurrió un largo cuarto de hora; Zoé iba de un lado a otro sin ver la creciente exasperación del muchacho, que palidecía de contrariedad y de duda mientras miraba de reojo hacia el salón. ¿Qué podían hacer durante tanto tiempo? Tal vez Nana continuaba llorando. El otro, tan bestia, quizá la había abofeteado.

Cuando, por fin, Zoé se fue, Georges corrió a la puerta y pegó de nuevo el oído. Y se quedó asombrado, alelado, porque oía una rara jovialidad, unas voces tiernas que cuchicheaban, y risas sofocadas de mujer a quien hacen cosquillas. Luego Nana acompañó a Philippe hasta la escalera, con un cambio de palabras cordiales y familiares.

Cuando Georges se atrevió a entrar en el salón, Nana estaba frente al espejo, contemplándose.

—¿Y qué? —preguntó él, atontado.

—¿Y qué? —dijo ella sin volverse.

Después añadió con indolencia:

—¿Qué decías tú? Tu hermano es muy amable.

—Entonces, ¿está arreglada la cosa?

—Claro que está arreglada… ¿Qué pensabas tú? ¿Creías que íbamos a pegarnos?

Georges seguía sin comprender nada. Balbuceó:

—Me ha parecido oír… ¿Tú no has llorado?

—¿Llorar yo? —exclamó ella mirándole fijamente—. Tú sueñas. ¿Por qué quieres que haya llorado?

Entonces el muchacho se turbó cuando ella le hizo una escena por haberle desobedecido y espiar detrás de la puerta. Como ella le reñía, él insistió con una sumisión mimosa, deseando saber más:

—Entonces, ¿mi hermano…?

—Tu hermano ha visto en seguida dónde estaba… Ya comprenderás; yo podía ser una mujerzuela, y entonces su intervención se explicaba a causa de tu edad y el honor de tu familia. Yo sé lo que son esos sentimientos… Pero una mirada le ha bastado, y se ha comportado como un hombre de mundo… Así que no te inquietes; todo ha concluido y tranquilizará a tu mamá.

Y prosiguió riendo:

—Además, verás a tu hermano por aquí… Lo he invitado, y vendrá.

—¿Vendrá? —dijo el pequeño palideciendo.

No añadió más y no se volvió a hablar de Philippe. Nana se vestía para salir y él la contemplaba con sus grandes ojos tristes.

Sin duda estaba muy contento porque las cosas estaban arregladas, pues hubiera preferido la muerte a una ruptura, pero sentía una sorda angustia, un profundo dolor, que desconocía y del que no deseaba hablar. Nunca supo de qué manera Philippe tranquilizó a su madre. Tres días después, ella regresaba a las Fondettes muy satisfecha.

Aquella misma noche en casa de Nana se estremeció cuando François anunció al teniente, quien con acento jovial bromeó y le trató de tunante, a quien había protegido de una calaverada sin consecuencias. Pero él continuaba con el corazón oprimido, no atreviéndose a moverse y ruborizándose a la menor palabra, como si fuese una muchacha.

Georges había vivido poco en camaradería con su hermano, diez años mayor le consideraba igual que a un padre, al cual se ocultan las historias de mujeres. Por este motivo sentía una vergüenza llena de malestar al verle tan desenvuelto con Nana, riendo fuerte y demostrando el optimismo con que se consideraba a sí mismo.

Sin embargo, como no tardó en presentarse todos los días, Georges acabó por acostumbrarse un poco. Nana estaba en la gloria. Aquello era una última instalación en pleno lodazal de la vida galante, una cadena colgada insolentemente en un hotel que reventaba de hombres y muebles.

Una tarde en que los hermanos Hugon estaban allí, el conde Muffat apareció fuera de las horas convenidas, pero como Zoé le dijo que la señora tenía visitas, se fue sin entrar, afectando una discreción de hombre galante.

Cuando volvió aquella noche, Nana lo acogió con la fría cólera de una mujer ultrajada.

—Señor —dijo ella—, no le he dado ningún motivo para que me insulte… ¿Entiende usted? Cuando estoy en mi casa, le ruego que entre como todo el mundo.

El conde se quedó boquiabierto.

—Pero, mi querida… trató de explicar.

—¿Acaso porque tenía visitas? Sí, había hombres. ¿Qué se figura que hago con esos hombres? Se compromete a una mujer adoptando esos aires de amante discreto, y yo no quiero que me comprometan.

Obtuvo difícilmente su perdón, pero en el fondo se sentía feliz. Con escenas como ésa, Nana le tenía sumiso y convencido. Desde hacía algún tiempo le había impuesto a Georges, un mocoso que la divertía, según aseguraba ella. Le hizo cenar con Philippe, y el conde se mostró muy amable; al levantarse de la mesa, se lo llevó aparte y le pidió noticias de su madre. Desde entonces los hermanos Hugon, Vandeuvres y Muffat fueron abiertamente de la casa, y se estrechaban la mano como amigos íntimos. Era lo más cómodo.

Muffat era el único que aún ponía cierta discreción al no acudir muy frecuentemente y guardar el tono ceremonioso de un extraño en visita. Por las noches, cuando Nana, sentada sobre las pieles de oso, en el suelo, se quitaba sus medias, el conde hablaba amistosamente de aquellos señores, sobre todo de Philippe, que era la lealtad personificada.

—Eso es cierto, son muy amables —decía Nana, siguiendo en el suelo mientras se cambiaba de camisa—. Sólo que, ¿sabes? ellos ven quién soy yo… Una palabra de más, y les abriría la puerta.

No obstante, en su lujo y en medio de aquella corte, Nana se aburría soberanamente. Tenía hombres para todos los minutos de la noche, y dinero hasta en los cajones de su tocador, entre los peines y los cepillos, pero esto no la contentaba, y sentía como un vacío en algún sitio, un agujero que la hacía bostezar. Su vida se arrastraba desocupada, volviendo siempre a las mismas horas monótonas. El mañana no existía para ella, que vivía como un pájaro, segura de comer y dispuesta a posarse sobre la primera rama que se le antojase.

La certeza de que la nutrirían, la dejaba tendida durante todo el día, sin un esfuerzo, adormilada en el fondo de aquella ociosidad y aquella sumisión de convento, como encerrada en su profesión de ramera. Al no salir más que en coche, perdía la costumbre de andar. Volvía a sus gustos de chiquilla, besaba a Bijou de la mañana a la noche, mataba el tiempo con placeres tontos, en su única espera del hombre, al que soportaba con una lasitud complaciente, y en medio de este abandono de sí misma, no se preocupaba más que de su belleza: la vida para ella era peinarse, lavarse, perfumarse de arriba abajo, con la voluptuosidad de poderse exhibir desnuda a cada momento y delante de cualquiera sin ruborizarse.

Nana se levantaba a las diez de la mañana. Bijou, su perrito escocés, la despertaba lamiéndole la cara, y entonces seguía un juego de cinco minutos, en que el perrito corría por entre sus brazos y sus muslos, ofendiendo al conde Muffat.

Bijou fue el primer personaje de quien el conde tuvo celos. No era conveniente que un animal metiese las narices de aquella manera por debajo de las sábanas.

Luego Nana pasaba a su tocador, donde tomaba un baño. Hacia las once, Francis acudía a arreglarle los cabellos, en espera del complicado peinado de la tarde.

Para almorzar, como detestaba comer sola, casi siempre tenía a la señora Maloir, que llegaba por la mañana, desconocida con sus extravagantes sombreros, y se volvía por la tarde a aquel misterio de su vida, de la que nadie, por otra parte, se preocupaba. Pero el momento más duro eran las dos o tres horas que mediaban entre el almuerzo y su arreglo.

Por lo general proponía jugar una báciga a su vieja amiga; a veces leía Le Fígaro, en el que los ecos teatrales y las noticias de sociedad le interesaban mucho; incluso llegaba a abrir algún libro, porque se consideraba aficionada a la literatura. Arreglarse la tenía ocupada hasta cerca de las cinco.

Sólo entonces se despertaba de su larga somnolencia, saliendo en coche o recibiendo en su casa a una pandilla de hombres; cenaba frecuentemente en la ciudad, se acostaba muy tarde y se levantaba al día siguiente con la misma fatiga, para empezar el nuevo día, igual al anterior, igual a todos los demás.

Su gran distracción consistía en ir a Batignolles para ver a su Louiset en casa de su tía. Durante quince días ni siquiera pensaba en él; luego, presa de un frenesí, corría a pie, rebosándole una modestia y una ternura de buena madre que llevaba regalos de hospital: tabaco para la tía, naranjas y bizcochos para el niño, o llegaba en su landó, al regreso del Bosque, con vestidos cuyo lujo amotinaba la solitaria calle.

Desde que su sobrina vivía en la grandeza, la señora Lerat reventaba de vanidad. Raras veces se presentaba en la avenida de Villiers, pretextando que allí no se encontraba su sitio, pero triunfaba en su calle, dichosa cuando la joven aparecía con sus vestidos de cuatro y cinco mil francos, empleando el día siguiente en enseñar sus regalos y dar cifras que dejaban estupefactas a sus vecinas.

Frecuentemente Nana reservaba sus domingos para la familia, y en esos días, cuando Muffat la invitaba, se negaba con la sonrisa de una burguesita; no era posible, comía en casa de su tía y tenía que ver a su pequeño. A todo esto el pobre Louiset seguía siempre enfermizo. Iba a cumplir tres años, pronto sería un hombrecito, pero había tenido un eczema en la nuca y ahora se le formaban depósitos en las orejas, lo que hacía temer una caries de los huesos del cráneo. Cuando Nana lo veía tan pálido, la sangre viciada, con su carne blanducha manchada de amarillo, se entristecía, y sobre todo se quedaba muy sorprendida. ¿Qué podía tener aquel primor para estropearse de aquella manera? Ella, su madre, gozaba de tan buena salud…

Los días en que no se ocupaba del niño, Nana volvía a caer en la monotonía ruidosa de su existencia: paseos por el Bosque, estrenos teatrales, comidas y cenas en la Maison-d’Or o en el café Anglais; luego todos los lugares públicos, todos los espectáculos donde se hacinaba la multitud: Mabille, las revistas, las carreras… Sin embargo, no lograba evadirse de aquel círculo de ociosidad estúpida que le producía como calambres en el estómago.

A pesar de los continuos caprichos que se le ocurrían, al quedar sola estiraba los brazos en un gesto de inmensa fatiga. La soledad la desconsolaba inmediatamente, porque se encontraba con el vacío y con el aburrimiento de sí misma.

Muy jovial por oficio y por naturaleza, se volvía entonces lúgubre, resumiendo su vida en este grito, que reaparecía sin cesar entre dos bostezos: ¡Oh, cómo me aburren los hombres!

Una tarde, al regresar de un concierto, Nana vio en una de las aceras de Montmartre a una mujer que callejeaba, con los botines gastados, las faldas sucias y un sombrero destrozado por las lluvias. En el acto la reconoció.

—Pare, Charles —ordenó al cochero.

Y se puso a llamar:

—¡Satin, Satin!

Los paseantes volvieron la cabeza, y se quedaron mirando. Satin se había acercado, rozando las ruedas del carruaje, ensuciándose más.

—Sube, querida —dijo Nana tranquila, burlándose de la gente.

La recogió y se la llevó, aún asquerosa, en su landó azul claro, al lado de su vestido de seda gris perla, con encajes, mientras toda la calle sonreía ante la rígida dignidad del cochero.

Desde entonces Nana tuvo una pasión en que ocuparse. Satin fue su vicio.

Instalada en el hotel de la avenida de Villiers, limpia y bien vestida, estuvo refiriendo durante tres días lo que era Saint-Lazare, y los fastidios sufridos con las hermanas, y aquellos cochinos policías que la inscribieron en el registro. Nana se indignaba, la consolaba y juraba sacarla de allá, aun cuando tuviese que verse con el ministro. Entretanto, no tenía por qué apurarse, nadie iría a buscarla a su casa.

Y empezaron las tardes de ternura entre las dos mujeres, con palabras cariñosas y besos cortados por las risas. Era el jueguecito que interrumpió la llegada de los policías en la calle de Laval, y ahora volvía a empezarse en un tono festivo. Luego, una hermosa tarde, el mundo se puso serio. Nana, tan asqueada en Casa Laure, lo comprendía ahora. Quedó trastornada, rabiosa; sobre todo cuando, precisamente la mañana del cuarto día, Satin desapareció. Nadie la había visto salir. Se largó con su ropa nueva, impulsada por una necesidad de aire y sintiendo la nostalgia de sus trotes.

Aquel día hubo una tempestad tan ruda en el hotel que todos los criados bajaban la cabeza, sin decir una palabra. Nana estuvo a punto de abofetear a François, que no la había detenido en la puerta. No obstante, procuraba contenerse y trataba a Satin de indigna y desagradecida; aquello la enseñaría a no recoger basuras del arroyo.

Por la tarde, cuando la señora se encerró, Zoé la oyó sollozar. Al anochecer, bruscamente pidió su coche y se hizo conducir a Casa Laure. Se le había ocurrido que encontraría a Satin en una mesa del fonducho de la calle Martyrs. Y no era por volver a verla, sino para señalarle la mano en la cara. Y en efecto, Satin cenaba con la señora Robert. Al ver a Nana se echó a reír, y Nana, herida en el corazón, no armó jaleo, sino que, por el contrario, se mostró muy dulce y muy tierna. Pagó champaña, emborrachó a los comensales de cinco o seis mesas y se llevó a Satin cuando la señora Robert estaba en los lavabos. Sólo cuando estuvieron en el coche la mordió y la amenazó con matarla si repetía la jugada.

Desde entonces la misma jugada se repitió continuamente. Más de veinte veces, trágica en sus furores de mujer engañada, Nana corrió en busca de aquella bribona, que se escapaba por capricho, aburrida de vivir bien en el hotel.

Hablaba de abofetear a la señora Robert, y un día hasta soñó con un duelo, porque una de las dos sobraba. Ahora, cuando cenaba en Casa Laure, se ponía sus diamantes, y a veces llevaba a Louise Violaine, a María Blond y a Tatán Néné, todas resplandecientes, y en la podredumbre de los tres comedores, bajo el gas amarillento, aquellas mujeres encanallaban su lujo, felices por asombrar a las mujerzuelas del barrio, que se llevaban al levantarse de la mesa.

En esos días, Laure, encorsetada y reluciente, besaba a sus clientes con aire de la más amplia maternidad.

Satin, sin embargo, conservaba su tranquilidad en medio de tantas historias, con sus ojos azules y su puro rostro de virgen; mordida, golpeada y arrastrada entre las dos mujeres, se limitaba a decir que aquello era necio, y que sería mejor que se entendiesen entre ellas. No conducía a nada que la abofetearan; ella no podía dividirse en dos, a pesar de su buena voluntad por ser gentil con todo el mundo.

Por fin, fue Nana quien se la llevó a fuerza de colmar a Satin de ternuras y regalos, y, para vengarse, la señora Robert escribió abominables anónimos a los amantes de su rival.

Desde hacía algún tiempo el conde Muffat parecía preocupado. Una mañana, sumamente conmovido, puso ante los ojos de Nana un anónimo en el que, desde las primeras líneas, se la acusaba de engañar al conde con Vandeuvres y con los hermanos Hugon.

—¡Esto es falso, falso! —rugió ella enérgicamente y con un acento de extraordinaria franqueza.

—¿Lo juras? —preguntó Muffat, ya aliviado.

—¡Por lo que tú quieras…! Por la salud de mi hijo.

Pero la carta era larga. A continuación seguía la descripción de sus relaciones con Satin, en términos de una crudeza canalla.

Cuando concluyó la lectura, Nana sonrió.

—Ahora ya sé de dónde viene —dijo simplemente.

Y como Muffat quería un mentís, ella repuso con tranquilidad.

—Eso, lobo mío, es una cosa que no te debe preocupar… ¿Qué perjuicio puede causarte?

Ella no negó nada, y él tuvo palabras de rebelión. Entonces Nana se encogió de hombros. ¿De dónde salía? Aquello se hacía en todas partes, y citó a sus amigas, jurando que hasta las damas más decentes lo eran. Oyéndola, se habría dicho que no había nada más común ni natural en el mundo.

Lo que no era verdad, lo desmentía; así pues, como él acababa de ver, se indignó en lo referente a Vandeuvres y a los hermanos Hugon. ¡Ah! entonces, sí, hubiese tenido motivos para estrangularla. ¿Pero por qué mentir en una cosa sin consecuencias? Y repetía su frase:

—A ver, ¿en qué te perjudica esto?

Luego, como continuase la escena, la cortó de repente con voz brusca:

—Además, querido, si esto no te conviene, es muy sencillo… Las puertas están abiertas… ¿Entiendes? Hay que tomarme tal como soy.

Y el conde bajó la cabeza. En el fondo se sentía dichoso con sus juramentos. Y ella, viendo su poderío, empezó a no hacerle más caso. Desde entonces Satin quedó instalada en la casa abiertamente, con el mismo miramiento que los señores. Vandeuvres no había necesitado anónimos para comprender, bromeaba y buscaba escenas de celos con Satin, mientras Philippe y Georges la trataban como camaradas, con apretones de mano y chistes muy escabrosos.

Nana tuvo un aventura cierta noche que, abandonada por aquella perra, se fue a cenar a la calle Martyrs sin lograr ponerle la mano encima. Mientras comía sola, apareció Daguenet; aunque ya se había situado, a veces acudía aguijoneado por una necesidad de vicio, esperando no ser reconocido en aquellos oscuros rincones de las basuras de París. Pero la presencia de Nana pareció contrariarle al principio, y como no era de los hombres que se baten en retirada, avanzó hacia ella con una sonrisa.

Preguntó si la señora le permitía cenar en su mesa. Nana, al verle bromear, adoptó un gesto de frialdad y respondió secamente:

—Siéntese donde le plazca, señor. Estamos en un local público.

Empezada en este tono, la conversación resultó divertida, pero, a los postres, Nana, fastidiada y deseosa de triunfar, puso los codos sobre la mesa, y luego volvió a tutearle:

—¿Sigue adelante tu matrimonio, querido?

—No mucho —confesó Daguenet.

En efecto, cuando iba a hacer su petición en casa de los Muffat, notó tal frialdad por parte del conde que juzgó más prudente abstenerse. Aquello le parecía un negocio fracasado.

Nana le miraba fijamente con sus ojos claros, la barbilla sobre la mano y un pliegue irónico en los labios.

—Así que soy una desvergonzada —repuso ella con lentitud—. Habrá que arrancar al futuro suegro de mis garras… Pues por muy inteligente que te creas, eres un solemne idiota. Le vas con chismorreos a un hombre que me adora y que me lo cuenta. Mira, tú te casarás si yo quiero.

Desde hacía un instante él lo veía todo claramente, y planeó una especie de sumisión. No obstante, continuaba bromeando, sin querer que el asunto tomase un cariz serio, y después de ponerse los guantes le pidió, con los debidos modales, la mano de la señorita Estelle de Beauville.

Nana acabó por reírse como si le hicieran cosquillas. ¡Oh, este Mimí! No había manera de guardarle rencor.

Los grandes éxitos de Daguenet con las damas se debían a la dulzura de su voz, una voz de una pureza y una flexibilidad musicales, que le valieron el apodo de Boca de Terciopelo entre las mujeres. Todas cedían ante la caricia sonora en que las envolvía. Él sabía esa fuerza y adormeció a Nana con un arrullo sin fin de palabras, contándole historias imbéciles.

Cuando dejaron la mesa, ella estaba muy sonrosada, vibrante en su brazo y reconquistada.

Como hacía muy buen tiempo, despidió el coche, acompañó a Daguenet hasta su casa y, naturalmente, subió. Dos horas más tarde, Nana le dijo mientras se vestía:

—Entonces, Mimí, ¿deseas ese matrimonio?

—¡Por Dios! Es lo mejor que podría hacer. Ya sabes que no tengo un céntimo.

Nana le pidió que le abotonara los botines. Y tras un breve silencio, dijo:

—Yo también lo quiero, y te apoyaré… Esa pequeña está seca como una percha… Pero ya que eso te interesa… Soy muy complaciente y voy a defenderte.

Luego, echándose a reír, con el pecho todavía desnudo, agregó:

—Sólo una cosa, ¿qué me das?

Él la abrazaba y le besaba los hombros en un arranque de agradecimiento. Ella, muy alegre, se estremecía, se debatía y se echaba hacia atrás.

—Ya lo sé —exclamó excitada por ese juego—. Oye la comisión que quiero. El día de tu matrimonio, me traerás el estreno de tu inocencia… Antes que a tu mujer, ¿entiendes?

—Eso es, eso es —dijo él, riendo más que ella.

El convenio les divertía. Encontraron el lance muy gracioso. Precisamente al otro día había una cena en casa de Nana; se trataba de la comida acostumbrada de los jueves, con Muffat, Vandeuvres, los hermanos Hugon y Satin.

El conde llegó temprano. Necesitaba ochenta mil francos para desembarazar a la joven de tres o cuatro acreedores y ofrecerle un aderezo de zafiros, por el que se moría de deseo. Como ya venía podando demasiado su fortuna, buscaba un prestamista, pues aún no se atrevía a vender ninguna de sus propiedades. Siguiendo los consejos de la misma Nana, se dirigió a Labordette, pero éste, habiendo encontrado demasiado crecida la cantidad, había querido hablar de ella al peluquero Francis, quien deseaba complacer a sus clientes.

El conde se ponía en manos de estos señores con el deseo formal de no figurar en nada; los dos se comprometían a guardar en caja el pagaré de cien mil francos que les firmaría, y se excusaban por aquellos veinte mil francos de interés, protestando contra los desvergonzados usureros, a quienes tenían que acudir, según decían.

Cuando se hizo anunciar Muffat, Francis acababa de peinar a Nana, y Labordette, con su familiaridad de amigo sin consecuencias, también estaba en el tocador. Al ver al conde, puso discretamente un paquete de billetes de Banco entre los polvos y las pomadas, y el pagaré fue firmado sobre el mármol del tocador.

Nana quería que Labordette se quedara a comer, pero él rehusó, alegando que debía pasear a un rico extranjero por París. Sin embargo, habiéndole llamado Muffat aparte para que acudiese rápidamente a casa de Becker, el joyero, y le trajese el aderezo de zafiros, con el que pensaba dar aquella misma tarde una sorpresa a Nana, Labordette se encargó gustosamente de la comisión. Media hora más tarde, Julien entregaba misteriosamente el estuche al conde.

Durante la comida, Nana estuvo muy nerviosa. La vista de los ochenta mil francos la había agitado. ¡Pensar que todo aquel dinero iba a parar a manos de los proveedores! Esto la disgustaba. Desde la sopa, en aquel soberbio comedor iluminado por el reflejo de la vajilla de plata y la cristalería, se puso sentimental y alabó las venturas de la pobreza.

Los hombres vestían frac, ella misma llevaba un vestido de raso blanco bordado, mientras que Satin, más modesta, vestía de seda negra, luciendo en el pecho un sencillo corazón de oro que le regaló su buena amiga. Detrás de los comensales, Julien y François servían ayudados de Zoé, los tres con suma dignidad.

—Seguro que me divertía más cuando no tenía un céntimo —repetía Nana.

Había colocado a Muffat a su derecha y a Vandeuvres a su izquierda, pero ni siquiera les miraba, ocupada exclusivamente de Satin, que estaba frente a ella, entre Philippe y Georges.

—¿No es verdad, gatita mía? —decía a cada momento—. Bien nos divertíamos aquella época, cuando íbamos a la pensión de la tía Josse, en la calle Polonceau.

Servían el asado. Las dos mujeres se abismaron en sus recuerdos, sin dar un momento de reposo a la lengua; sentían la necesidad de remover aquel lodo de su juventud, y esto siempre sucedía cuando había hombres, como si quisieran darles todas las señales del estercolero donde habían crecido. Ellos palidecían, mirándose unos a otros molestos. Los hermanos Hugon trataban de reír, mientras que Vandeuvres se mesaba nerviosamente la barba y Muffat redoblaba su gravedad.

—¿Te acuerdas de Víctor? —dijo Nana—. Ése sí que era un chico vicioso, llevándose a las niñas a las bodegas.

—Ya lo creo —respondió Satin—. Me acuerdo muy bien del patio de su casa. Había una portera con una escoba…

—La tía Boche; murió.

—Aún me parece ver vuestra tienda… Tu madre era muy gorda. Un día que jugábamos, tu padre llegó borracho, pero muy borracho.

Vandeuvres intentó dar otro giro a la conversación, para que no siguieran con sus recuerdos las dos amigas.

—¿Sabes, querida que me comería otra ración de trufas…? Están exquisitas. Ayer las comí en casa del duque de Corbreuse, y no eran tan buenas.

—Julien, más trufas —dijo rudamente Nana.

Después, volviendo a su tema, repuso:

—Papá casi nunca estaba razonable… ¡Qué escenas! Si hubieses visto aquello… Una verdadera tragedia. Las pasé de todos los colores, y es un milagro si no dejé allí la piel, como papá y mamá.

Esta vez, Muffat, que estaba jugando con un cuchillo, se permitió intervenir:

—No es muy alegre lo que cuentan.

—¿Cómo? ¿No es alegre? —repitió Nana, fulminándole con la mirada—. Claro que no tiene nada de divertido… Teníamos que llevar pan, querido… Ya saben que soy una buena chica y que digo las cosas como son. Mamá era planchadora y papá se emborrachaba, de lo que murió. Eso es. Si esto no les conviene, si se avergüenzan de mi familia…

Todos protestaron. ¡Vaya ocurrencia! Se respetaba a su familia. Pero ella insistía:

—Si se avergüenzan de mi familia, déjenme, porque no soy de esas mujeres que renieguen de su padre y de su madre… Hay que tomarme con ellos, ¿entienden?

La tomaban, aceptaban al papá, a la mamá, al pasado y lo que ella quisiera.

Los cuatro hombres, con los ojos puestos en la mesa, se hacían los sumisos mientras ella los sometía a sus antiguas y embarradas chancletas de la calle de la Goutte-d’Or, en el arrebato de su omnipotencia. Y siguió en sus trece; ya podían regalarle fortunas, y levantarle palacios, que siempre echaría de menos aquel tiempo en que se comía hasta la piel de los plátanos. El dinero era una burla; todo para los vendedores. Su acceso concluyó con un deseo sentimental de una existencia sencilla, con el corazón en la mano y en medio de una bondad universal. Pero en aquel momento vio a Julien, que esperaba impasible.

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