Nana

Nana


Capítulo XII

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Capítulo XII

Hacia la una de la madrugada, en el gran lecho con encajes de Venecia, Nana y el conde aún no dormían. Él había vuelto por la noche después de un enfado de tres días. El dormitorio, débilmente iluminado por una lámpara, estaba caldeado e impregnado de un grato aroma, con las vagas palideces de sus muebles de laca blanca incrustada de plata. Una cortina corrida ahogaba el lecho en una ola de sombra. Hubo un suspiro, luego un beso cortó el silencio, y Nana, deslizándose entre las sábanas, permaneció un instante sentada en el borde, con las piernas desnudas. El conde, recostada la cabeza en la almohada, permanecía en la oscuridad.

—Querido, ¿crees en Dios? —preguntó ella después de un momento de reflexión, serio el rostro e invadida por un temor religioso al salir de los brazos de su amante.

Desde aquella mañana se quejaba de cierto malestar, y todas sus ideas necias, como decía ella, las ideas de la muerte y del infierno, la conmovían sordamente. A veces le ocurría que durante la noche, con los ojos abiertos, sufría pesadillas, con miedos infantiles y visiones atroces. Añadió:

—¿Crees que iré al cielo?

Y se estremecía mientras el conde, sorprendido por esas extrañas preguntas en semejante momento, sentía que se despertaban en él sus sentimientos católicos. Pero con la camisa deslizada de sus hombros y el cabello suelto, Nana se dejó caer sobre su pecho, sollozando y abrazándole.

—Tengo miedo de morir… Tengo miedo de morir…

Muffat pasó grandes apuros para desasirse. Él mismo temía ceder a un arrebato de locura de aquella mujer, pegada contra su cuerpo, en el espanto contagioso de lo invisible, y le decía que ella estaba muy bien de salud y que bastaba con que se portase dignamente para merecer el perdón un día.

Sin embargo, Nana meneaba la cabeza; sin duda no hacía mal a nadie, incluso llevaba una medalla de la Virgen, que le enseñó, colgada de un hilo rojo entre los senos; sólo que todo estaba regulado con antelación, y todas las mujeres que no estaban casadas y se veían con hombres, iban al infierno. Recordaba párrafos de su catecismo. ¡Ah! si se supiese con certeza, pero no, nada se sabía, nadie aportaba noticias, y era cierto; sería estúpido enfadarse si los sacerdotes decían tonterías. No obstante, ella besaba devotamente su medalla, aún tibia por su piel, como una conjuración contra la muerte, cuya idea la llenaba de un horror frío.

Fue preciso que Muffat la acompañase al tocador, Nana temblaba ante la idea de quedarse sola un minuto, aun dejando la puerta abierta. Cuando él volvió a acostarse, ella anduvo por la habitación, revisando los rincones y estremeciéndose al más ligero ruido.

Un espejo la detuvo y, como en otros tiempos, se olvidó de todo ante su desnudez. Pero la visión de su pecho, de sus caderas y de sus muslos redobló su miedo. Acabó por tentarse los huesos de la cara, largamente, con las dos manos.

—Se es fea cuando se está muerta —dijo con voz lenta.

Y se estrechaba las mejillas, agrandando los ojos, hundiendo la mandíbula para ver cómo estaría. Luego, volviéndose hacia el conde, desfigurada de aquella forma, le dijo:

—Mírame, tendré la cabeza muy pequeña.

Entonces él se enfadó.

—Tú estás loca. Ven a acostarte.

El conde la veía en una fosa, con el descamamiento de un siglo de sueño, y sus manos estaban unidas, tartamudeando una plegaria.

Desde hacía algún tiempo la religión le había reconquistado; sus crisis de fe, cotidianas, recobraban aquella violencia de congestiones sanguíneas que le dejaban como aplastado. Sus dedos crujían, y repetía estas únicas palabras continuamente: ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡Dios mío!

Era el grito de su impotencia, el grito de su pecado, contra el que se quedaba sin fuerzas, a pesar de la seguridad de su condenación. Cuando ella volvió a la cama lo encontró huraño, clavadas las uñas en el pecho y con los ojos hacia arriba, como buscando el cielo.

Y Nana lloró nuevamente; se abrazaron, castañeteando los dientes sin saber por qué, rodando hasta el fondo de la misma obsesión imbécil. Ya había pasado otra noche igual, sólo que aquella vez había sido completamente idiota, o así lo consideró Nana cuando se le pasó el miedo.

Una sospecha la indujo a interrogar al conde prudentemente; tal vez Rose Mignon ya había enviado la famosa carta. Pero no había tal cosa, aquello no era la causa, porque él aún ignoraba sus cuernos.

Dos días más tarde, después de una nueva desaparición, Muffat se presentó al empezar la tarde, a una hora en que no solía aparecer nunca. Estaba lívido, los ojos enrojecidos y sacudido por una gran lucha interior.

Pero Zoé, asustada a su vez, no se dio cuenta de aquella turbación. Había corrido a su encuentro y le pedía:

—Señor, entre, entre. La señora estuvo a punto de morir anoche.

Y como Muffat pidiese detalles, repuso:

—Lo más increíble… Un aborto, señor.

Nana estaba encinta de tres meses. Hacía mucho tiempo que había creído en una indisposición; el mismo doctor Boutarel dudaba. Luego, cuando se pronunció abiertamente, fue tanta su contrariedad que hizo todo lo posible por disimular su embarazo. Sus miedos nerviosos, sus humores negros procedían un poco de esa circunstancia, que ella guardaba celosamente, con una vergüenza de madre soltera obligada a ocultar su estado.

Esto le parecía un accidente ridículo, algo que la rebajaba y de lo que se burlarían.

¡Bonita broma! Verdaderamente era mala suerte. Haber caído en la trampa cuando se creía maestra. Y no volvía de su sorpresa, como si hubiesen descompuesto su sexo; se hacían, pues, niños, incluso cuando no se querían y aunque se emplease para otros menesteres.

La naturaleza la exasperaba; esta maternidad grave que se levantaba en su placer, esta vida dada en medio de tantas muertes como sembraba en torno suyo… ¿Era que no se podía disponer de sí a su capricho y sin tantas historias? ¿De dónde salía aquel crío? Ni siquiera podía decirlo. ¡Ay, Dios! Quien lo había hecho ya pudo tener la hermosa idea de guardárselo para él, porque nadie lo quería, molestaba a todo el mundo y seguramente tampoco le esperaban muchas felicidades en su existencia.

Mientras, Zoé relataba la catástrofe:

—La señora se sintió atacada de cólicos hacia las cuatro de la madrugada. Cuando yo fui al tocador, al ver que ella no regresaba, la encontré tendida en el suelo, desvanecida. Sí, señor, en el suelo y sobre un charco de sangre, como si la hubieran asesinado… Entonces lo comprendió todo, ¿no es cierto? Estaba furiosa; la señora pudo confiarme su malestar… Precisamente estaba el señor Georges. Él me ayudó a levantarla, y a la primera palabra de aborto, él también se puso mal… La verdad es que no he hecho más que tragar bilis desde ayer.

En efecto, el hotel parecía trastornado. Todos los criados corrían arriba y abajo de la escalera y de las habitaciones. Georges se había pasado la noche en un sillón del salón. Él fue quien aquella tarde dio la noticia a los amigos de la señora a la hora en que ella tenía la costumbre de recibir visitas. Aún estaba pálido y contaba la historia, sin reprimir su estupor y su emoción. Steiner, Héctor, Philippe y otros más se habían presentado. Desde las primeras palabras no hacían más que exclamar: ¡No es posible! Debe de ser una farsa.

En seguida se ponían serios, miraban hacia la puerta del dormitorio con gesto adusto, meneando la cabeza, no encontrando gracioso aquello. Hasta medianoche una docena de señores estuvieron hablando bajo cerca de la chimenea, todos ellos amigos y todos inquietos por la misma idea de paternidad.

Parecían excusarse unos a otros, torpemente. Luego se encogieron de hombros; aquello no les incumbía, y era culpa de ella. ¡Qué asombrosa resultaba Nana! Nunca hubiesen creído en semejante broma por su parte. Y todos se fueron, uno detrás de otro, de puntillas, como si estuviesen en la alcoba de un muerto, donde ya no se podía reír.

—Pero suba usted, señor —le pidió Zoé a Muffat—. La señora está mucho mejor, y podrá recibirle… Esperamos al doctor, que ha prometido volver esta mañana.

La doncella había convencido a Georges para que volviese a su casa y durmiera un poco. Arriba, en el salón, no había más que Satin, echada en un diván, fumando un cigarrillo y con los ojos en el vacío.

Desde el accidente, en medio del atolondramiento de toda la casa, ella sólo mostraba una rabia fría con sus encogimientos de hombros y sus agresivas palabras.

En el momento en que Zoé pasaba por delante de ella repitiendo al conde que su pobre señora había sufrido mucho, soltó irritada:

—¡Le está bien empleado! ¡Así aprenderá!

Los dos se volvieron sorprendidos. Satin no se había movido, los ojos fijos en el techo y el cigarrillo colgando nerviosamente entre sus labios.

—¡Pues sí que es usted buena! —dijo Zoé.

Pero Satin se incorporó rápidamente, miró iracunda al conde y le lanzó de nuevo su frase a la cara:

—¡Le está bien empleado! ¡Así aprenderá!

Y volvió a echarse, sopló unos aros de humos, como desinteresada, y resolvió no mezclarse en nada. Aquello era demasiado estúpido.

Zoé acababa de introducir a Muffat en el dormitorio. Un olor a éter reinaba en medio de un tibio silencio que los escasos coches de la avenida de Villiers apenas turbaban con su sordo sonar. Nana, cuya palidez resaltaba sobre la almohada, no dormía, y sus grandes y soñadores ojos permanecían abiertos. Sonrió, sin moverse, al ver al conde.

—Ah, gatito mío —murmuró con voz lenta—; creí que no volvería a verte.

Luego, cuando él se inclinó para besarle los cabellos, Nana se enterneció y le habló del niño de buena fe, como si él fuese el padre.

—No me atrevía a decírtelo… ¡Era tan feliz…! Hacía proyectos, hubiese querido que fuera digno de ti. Y de pronto, ya no hay nada… En fin, tal vez sea mejor. No quiero poner un obstáculo en tu vida.

Él, asombrado de esta paternidad, balbucía frases. Había cogido una silla y se sentó junto a la cama, un brazo apoyado en la colcha. Nana se dio cuenta de que estaba trastornado, como si tuviese los ojos inyectados en sangre y le temblasen los labios.

—¿Qué tienes? ¿Estás enfermo tú también?

—No —respondió penosamente.

Nana le miró con la mayor atención. Con una seña despidió a Zoé, que se demoraba colocando en orden los frascos. Y cuando estuvieron solos, ella lo atrajo y repitió:

—¿Qué tienes, querido? Estás llorando; lo estoy viendo. Habla, tú has venido para decirme algo.

—No, no, te lo juro —tartamudeó él.

Pero abatido por el sufrimiento, conmovido todavía más por aquella habitación de enfermo adonde fue sin saberlo, estalló en sollozos y hundió su rostro en las sábanas para ahogar la explosión de su dolor.

Nana había comprendido. Seguro que Rose Mignon se había decidido a enviarle la carta. Lo dejó llorar un instante, sacudido por convulsiones tan violentas que hacía temblar la cama. Por último, con acento de maternal compasión, le preguntó:

—¿Tienes problemas en tu casa?

Dijo que sí con la cabeza. Ella hizo una nueva pausa; luego, muy bajo, añadió:

—Entonces, ¿lo sabes todo?

Él dijo que sí con la cabeza. Y volvió el silencio, un pesado silencio que llenó la alcoba ya dolorida. La noche pasada, al regresar de una velada en casa de la emperatriz, había recibido la carta escrita por Sabine a su amante.

Después de una noche atroz, pasada planeando una venganza, salió por la mañana para rechazar el deseo de matar a su esposa. Una vez fuera, vencido por la suavidad de una hermosa mañana de junio, no fue capaz de ordenar sus ideas, y acudió a casa de Nana, como solía hacerlo en todas las horas terribles de su existencia. Sólo allí se abandonaba a su miseria con la cobarde alegría de ser consolado.

—Vamos, cálmate —le pidió Nana con acento bondadoso.

Hace mucho tiempo que yo lo sé. Pero seguro que no habría sido yo quien te abriese los ojos. Recuerda que el año pasado tenías tus dudas. Gracias a mi prudencia las cosas se arreglaron. Tú carecías de pruebas… Si ahora las tienes… es duro, lo comprendo. No obstante, hay que ser juicioso. No se queda deshonrado por eso.

Muffat ya no lloraba. Le contenía cierta vergüenza, aun cuando hacía tiempo que se había enterado hasta de las más íntimas confidencias sobre su hogar. Ella tuvo que animarle. Nana era mujer y lo comprendía todo. Luego él murmuró:

—Tú estás enferma ¿por qué tengo que fatigarte? Ha sido una estupidez haber venido. Me voy.

—Pues no —dijo ella con viveza—. Quédate. Te daré un buen consejo, seguramente. Sólo que no me hagas hablar mucho; me lo ha prohibido el médico.

Él se había levantado y paseaba por la habitación. Entonces ella le preguntó:

—¿Qué piensas hacer?

—Abofetear a ese canalla.

Ella hizo una mueca de desaprobación.

—Eso no es conveniente… ¿Y tu mujer?

—La denunciaré, tengo una prueba.

—Menos aconsejable todavía, querido. Es una necedad. Nunca te dejaré que hagas eso.

Y pausadamente, con voz débil, le demostró el escándalo inútil de un duelo y un proceso. Durante ocho días sería la comidilla de los periódicos; era toda su existencia lo que se jugaba: su tranquilidad, su encumbrada posición en la corte, el honor de su nombre, ¿y por qué? Para que se riesen de él.

—¡Qué me importa! —exclamó—. ¡Me habré vengado!

—Gatito mío —dijo ella—, cuando no se venga uno inmediatamente de esas vilezas, ya no se venga nunca.

Él se detuvo, balbuciendo. No era un cobarde, pero comprendía que Nana tenía razón. Otro malestar crecía dentro de él y le invadía; era algo ruin y vergonzoso que minaba la razón de su cólera. Además, Nana le llegó con un nuevo golpe, dispuesta a decirlo todo.

—¿Y quieres saber qué es lo que más te subleva? Que tú también engañas a tu mujer. Tú no pasas las noches fuera de tu casa para ensartar perlas. Tu mujer debe de estar enterada. Entonces, ¿qué puedes tú reprocharle? Ella te responderá que tú le diste el ejemplo, lo que te cerrará la boca… Por eso, querido, estás aquí pataleando, en vez de estar allí y matarlos a los dos.

Muffat había caído de nuevo en la silla, aplastado bajo la brutalidad de aquellas palabras. Nana se calló, para tomar aliento; luego gimió:

—¡Oh! Estoy como rota. Ayúdame a incorporarme un poco. Me escurro y tengo la cabeza muy baja.

Cuando la hubo ayudado, ella suspiró, encontrándose mejor. Y volvió a meditar sobre el hermoso espectáculo de un proceso de separación. Ya veía al abogado de la condesa divirtiendo a todo París con las cosas de Nana. Todo saldría a relucir, su fracaso en el Varietés, su hotel, su vida… ¡Ah, no!

Ella no necesitaba tanta publicidad. Cualquier cochina tal vez le empujase para darse bombo a costa suya, y ella quería su dicha antes que nada.

Nana lo había atraído hacía sí, y ahora lo tenía con la cabeza sobre la almohada, pegada a la suya y con un brazo bajo su cuello… Suavemente le murmuró:

—Óyeme, gatito mío; vas a arreglarte con tu mujer.

Él se revolvió. ¡Jamás! El corazón le estallaba; era demasiada vergüenza.

No obstante, Nana insistía con ternura:

—Vas a arreglarte con tu esposa… ¿Tú no querrás oír decir por todas partes que yo te he separado de tu hogar? Sería la peor reputación; ¿qué pensarían de mí? Júrame sólo que me amarás siempre, pues aunque te vayas con otra…

Las lágrimas la ahogaban. El conde la interrumpió, llenándola de besos y repitiendo:

—Estás loca; eso es imposible.

—Sí, sí —repuso ella—; es preciso… Yo procuraré conformarme. Al fin y al cabo se trata de tu mujer… No será lo mismo que si me engañaras con la primera que encontrases.

Y así continuó, dándole los mejores consejos. Incluso le habló de Dios. El conde creía estar oyendo al señor Venot, cuando este viejo le sermoneaba para arrancarle del pecado. Sin embargo, ella no hablaba de romper sus relaciones; predicaba complacencias, una partición de buen hombre entre su mujer y su querida, una vida de tranquilidad, sin fastidio para nadie; algo así como un precioso sueño en las suciedades inevitables de la existencia. Aquello no cambiaría nada en su vida; él seguiría siendo su gatito preferido, sólo que vendría menos frecuentemente y dedicaría a la condesa las noches que no pasase con ella.

Nana había agotado sus fuerzas, y acabó con un ligero suspiro:

—Tendré en mi conciencia la tranquilidad de haber hecho una buena acción. Y tú me amarás más.

Siguió un silencio. Ella había cerrado los ojos, más pálida aún sobre la almohada. Ahora, el conde escuchaba, con el pretexto de que no quería fatigarla más. Al cabo de un largo minuto, Nana volvió a abrir los ojos y murmuró:

—¿Y el dinero? ¿De dónde sacarás el dinero si rompéis? Labordette vino ayer por lo del pagaré… Yo carezco de todo, no tengo nada que ponerme sobre el cuerpo.

Luego, cerrando los párpados, pareció muerta. Una angustiosa sombra pasó por el rostro de Muffat. En medio del golpe que le hería, olvidaba desde la víspera los apuros de dinero, de los que no sabía cómo salir. A pesar de las promesas formales, el pagaré de cien mil francos, renovado una primera vez, había sido puesto en circulación, y Labordette, afectando desespero, achacaba toda la culpa a Francis, diciendo que jamás se comprometería en un negocio con un hombre de tan poca educación.

Era preciso pagar, el conde jamás admitiría que se protestase su firma. Luego, aparte de las nuevas exigencias de Nana, tenía en su casa una cantidad de gastos extraordinarios. Al regresar de las Fondettes, la condesa había demostrado bruscamente su afición al lujo, un apetito de goces mundanos que devoraba su fortuna.

Se empezaba a hablar de sus caprichos ruinosos, de un nuevo tren de casa, quinientos mil francos gastados en transformar el viejo hotel de la calle Miromesnil, y de los trajes excesivos, y de las considerables sumas desaparecidas, fundidas, dadas tal vez, sin que ella se molestase en rendir cuentas.

Dos veces Muffat se había permitido unas observaciones, queriendo saber, pero ella le había mirado con un gesto tan extraño y sonriendo, que no se atrevió a interrogarla más por miedo a una respuesta demasiado clara.

Si aceptaba a Daguenet como yerno, sugerido por Nana, era sobre todo con la idea de reducir la dote de Estelle a doscientos mil francos, contando arreglarse sobre el resto con el joven, todavía dichoso por aquel inesperado matrimonio. No obstante, desde hacía ocho días, con esa necesidad inmediata de encontrar los cien mil francos de Labordette, el conde había pensado en una única salida, y ante la cual retrocedía. Se trataba de vender los Bordes, una magnífica propiedad, valorada en medio millón, que un tío acababa de legar a la condesa. Sólo que hacía falta la firma de ella, pero tampoco la condesa, por su contrato, podía desprenderse de la propiedad sin autorización del conde.

La noche anterior aun pensó hablar de ello con su mujer. Y ahora todo se desmoronaba; después de lo sucedido, jamás aceptaría un compromiso semejante. Y este pensamiento abría todavía más la horrible herida del adulterio.

Comprendió muy bien lo que Nana le pedía, porque en el abandono creciente que le impedía enterarse de todo, se había quejado, y le confió sus apuros respecto a esta firma de la condesa.

Sin embargo, Nana no parecía insistir. No volvía a abrir los ojos. Y al verla tan pálida, tuvo miedo. La hizo tomar un poco de éter. Y ella suspiró, preguntándole, sin nombrar a Daguenet:

—¿Y qué hay del matrimonio?

—Se firma el contrato el martes, dentro de cinco días —respondió él.

Entonces, con los párpados siempre cerrados, como si pensase en voz alta, Nana añadió:

—En fin, gatito mío, ya ves lo que debes hacer… Yo sólo quiero que todo el mundo esté contento.

Y le tranquilizó cogiéndole una mano. Sí, él vería; lo importante era que ella reposase.

Ya no se revolvía. Aquella habitación de enferma, tan tibia y tan adormecida, impregnada de éter, había concluido por amodorrarle en una necesidad de paz dichosa. Toda su virilidad, enfurecida por la injuria, se había desvanecido al calor de aquel lecho, junto a aquella mujer doliente, a la cual cuidaba con la excitación de su fiebre y el recuerdo de sus voluptuosidades.

Se inclinó hacia ella, la estrechó en un abrazo, mientras la figura inmóvil tenía en sus labios una fina sonrisa de victoria.

Pero apareció el doctor Boutarel.

—¿Y bien? ¿Cómo sigue esta querida niña? —dijo familiarmente a Muffat, al que trataba como a un marido—. Vaya, ya la ha hecho hablar.

El doctor era un buen mozo, joven aún, que tenía una clientela soberbia en el mundo galante. Muy alegre, riendo como un camarada con las señoras, pero no acostándose jamás con ellas, se hacía pagar muy caro y con la mayor exactitud. Por otra parte, se molestaba a la menor llamada; Nana lo mandaba buscar dos o tres veces a la semana, siempre temblando ante la idea de la muerte, confiándole con ansiedad sus infantiles miedos, que él curaba entreteniéndola con comadreos y anécdotas picantes. Todas aquellas señoras lo adoraban. Pero esta vez el mal era serio.

Muffat se retiró muy conmovido. Ya no sentía más que un enternecimiento al ver a su pobrecita Nana tan débil. Cuando salía, ella le llamó con una seña y le acercó la frente a la vez que, en voz baja, le decía en tono de amenaza cordial:

—Ya sabes lo que te he permitido… Vuelve con tu mujer, o se acabó; me enojaré.

La condesa Sabine había querido que el contrato de su hija se firmase un martes, para inaugurar con una fiesta el hotel restaurado, cuyas pinturas apenas estaban secas.

Quinientas invitaciones se habían enviado. Todavía aquella misma mañana los tapiceros ponían los cortinajes, y en el momento de encender las arañas, hacia las nueve, el arquitecto, acompañado de la condesa, que se desvivía, daba las últimas órdenes.

Era una de estas fiestas de primavera, de un tierno encanto. Las cálidas noches de junio habían permitido abrir las dos puertas del gran salón y prolongar el baile hasta la arena del jardín.

Cuando llegaron los primeros invitados, recibidos a la puerta por el conde y la condesa, se quedaron deslumbrados.

Recordaban el salón de otros tiempos, por el que pasaba el recuerdo glacial de la condesa Muffat, aquella estancia antigua, de una severidad devota, con sus muebles imperio de caoba maciza, sus colgaduras de terciopelo amarillo, su techo verdoso y extremadamente húmedo.

Ahora, desde la entrada, en el vestíbulo, los mosaicos realzados de oro brillaban bajo los altos candelabros, y la escalera de mármol ostentaba en su barandilla finísimos cincelados. El salón resplandecía forrado de terciopelo de Génova, extendiendo en el techo una amplia decoración de Boucher, que el arquitecto había adquirido por cien mil francos en la venta del castillo de Dampierre.

Las arañas y los candelabros de cristal alumbraban un lujo de espejos y de muebles preciosos. Se habría dicho que la butaca de Sabine, aquel único asiento de seda roja, cuya molicie desentonaba en otro tiempo, se había multiplicado y extendido hasta llenar todo el hotel con una voluptuosidad perezosa, con un deleite agudo, que ardía con la violencia de los fuegos tardíos.

Ya se bailaba. La orquesta, situada en el jardín, delante de las ventanas abiertas, interpretaba un vals, cuyo ritmo acariciador llegaba suavizado y envuelto en el aire libre. Y el jardín se ensanchaba en una sombra transparente, iluminado de farolillos venecianos, con una tienda de púrpura situada en el borde de un césped y en donde se instaló un quiosco.

Aquel vals, precisamente el vals desgarrado de La Venus Rubia, que sugería una risa picaresca, penetraba en el viejo hotel con una onda sonora y un estremecimiento que calentaba las paredes. Parecía como si algún viento de la carne, llegado de la calle, barriese toda una época muerta de la altiva mansión, arrebatando el pasado de los Muffat: un siglo de honor y de fe adormecido bajo los techos.

Sin embargo, junto a la chimenea, en su sitio habitual, los viejos amigos de la madre del conde se refugiaron, desorientados y deslumbrados. Formaban un pequeño grupo en medio de la multitud que paulatinamente lo invadía todo.

La señora Du Joncquoy, no reconociendo ya las habitaciones, había cruzado el comedor. La señora Chantereau contemplaba con aire estupefacto el jardín, que le parecía inmenso. En seguida, y en voz baja, hubo en aquel rincón una especie de amargas reflexiones.

—Imagínense —murmuraba la señora Chantereau—, si volviese la condesa… ¿Eh? Se imaginan su entrada en medio de este gentío. Y todo este oro, y este ruido… ¡Es escandaloso!

—Sabine está loca —respondía la señora Du Joncquoy—. ¿La han visto en la puerta? Fíjense, se ve desde aquí… Lleva todas sus alhajas.

Por un instante se levantaron para observar de lejos a la condesa y al conde. Sabine, con un vestido blanco, adornado con un maravilloso encaje de Inglaterra, estaba radiante de belleza, de juventud y de jovialidad, con cierta nota de embriaguez en su continua sonrisa.

A su lado, Muffat, envejecido, un poco pálido, también sonreía, con su aire tranquilo y digno.

—Y pensar que él era el dueño —agregó la señora Chantereau—, que ni siquiera un banquillo entraba aquí sin su permiso… Cómo ha cambiado todo esto. Ella está en su casa en estos momentos. ¿Se acuerdan ustedes de cuando ella no quería restaurar el salón? Y ha rehecho todo el hotel.

Pero se callaron, pues la señora de Chezelles entraba con un grupo de jóvenes que se extasiaban y aprobaban con ligeras exclamaciones.

—¡Oh! Delicioso, exquisito, cuánto gusto…

Y ella dijo desde lejos:

—¿Qué le decía yo? No hay nada como las antiguas viviendas cuando se las acondiciona… ¿No es cierto? Completamente del gran siglo… En fin, ya puede recibir.

Las dos ancianas habían vuelto a sentarse, bajando la voz para hablar del matrimonio, que asombraba a mucha gente.

Estelle acababa de pasar; vestía traje de seda rosa, siempre delgada y rígida, con su cara de virgen muda. Había aceptado a Daguenet apaciblemente; no demostraba ni alegría ni tristeza, tan fría y tan blanca como las noches de invierno en que agregaba troncos al fuego de la chimenea.

Toda esta fiesta, dada en su honor, todas aquellas luces, aquellas flores y aquella música, la dejaban sin la menor emoción.

—Un aventurero —decía la señora Du Joncquoy—. Yo jamás le he mirado.

—Cuidado; ahí está —murmuró la señora Chantereau.

Daguenet, que había visto a la señora Hugon con sus hijos, se apresuró a ofrecerle el brazo, y se reía y le testimoniaba una viva ternura, como si ella hubiese contribuido en su buena fortuna.

—Se lo agradezco —dijo ella sentándose junto a la chimenea—. Es mi antiguo rincón.

—¿Lo conoce usted? —preguntó la señora Du Joncquoy cuando Daguenet se hubo marchado.

—Ciertamente, es un joven encantador. Georges le quiere mucho. Pertenece a una familia honorable.

Y la buena señora lo defendía contra la sorda hostilidad que advertía. Su padre fue muy estimado por Louis-Philippe, y ocupó hasta su muerte una prefectura. Posiblemente él se había disipado un poco, y se le creía arruinado. De todas maneras, un tío suyo, un gran propietario, acababa de dejarle su fortuna.

Pero aquellas señoras meneaban la cabeza mientras la señora Hugon, molesta a su vez, insistía siempre sobre la honorabilidad de la familia. Estaba muy fatigada y se quejó de sus piernas. Desde hacía un mes vivía en su casa de la calle Richelieu, a causa de una serie de negocios, según decía. Una sombra de tristeza velaba su maternal sonrisa.

—No importa —concluyó la señora Chantereau—. Estelle podía aspirar a algo mejor.

Hubo una fanfarria. Se avisaba para una cuadrilla, y todo el mundo refluía a los dos lados del salón para dejar el espacio libre.

Los vestidos claros pasaban y se mezclaban en medio de las manchas oscuras de los fracs, mientras la gran luz ponía sobre aquel mar de cabezas y de resplandores de pedrería un estremecimiento de plumas blancas, una floración de lilas y de rosas.

Ya hacía calor, y un perfume penetrante ascendía de aquellos tules ligeros, de aquellos arrugamientos de raso y de seda en que los hombros desnudos palidecían bajo las notas vivas de la orquesta.

A través de las puertas abiertas se veían, en el fondo de las habitaciones contiguas, filas de mujeres sentadas, sonriendo discretamente, brillantes sus ojos y animados los labios por hechiceros gestos que el soplo del abanico refrescaba.

Seguían llegando invitados. El criado no cesaba de anunciar nombres, en tanto que varios señores procuraban instalar a sus esposas recién llegadas, perplejas en sus brazos y empinándose para buscar a lo lejos un asiento desocupado.

El hotel se llenaba, las faldas se rozaban, y había rincones donde un espesor de encajes, de lazos y de polisones bloqueaba el paso, con la resignación cortés de todos, ya acostumbrados a estas reuniones deslumbrantes en que brillaban con sus graciosos atractivos.

Sin embargo, en el fondo del jardín, bajo el rosado resplandor de los farolillos venecianos, desaparecían algunas parejas, escapadas del sofoco del gran salón, y las sombras de los vestidos desfilaban por el borde del césped, como acompasadas por la música, que adquirían detrás de los árboles una suavidad lejana.

Steiner acababa de encontrar allí a Foucarmont y a Héctor de la Faloise; bebían una copa de champaña cerca del quiosco.

—¡Está podrido de elegancia! —decía Héctor, examinando la tienda de púrpura, sostenida por lanzas doradas—. Se creería uno en la feria del mazapán… ¿Eh? ¿No es esto la feria del mazapán?

Ahora afectaba una broma continua, echándoselas de hombre hastiado de todo y no encontrando nada digno de tomarse en serio.

—El pobre Vandeuvres sí que se quedaría sorprendido si apareciese —murmuró Foucarmont—. ¿Se acuerdan ustedes cuando se moría de aburrimiento ante la chimenea? No podía ni reírse.

—¿Vandeuvres? Bah, un fracasado —repuso desdeñosamente Héctor—. Uno que se equivocó de medio a medio si creyó que nos aplastaría con su chamuscamiento. Nadie habla ya de él. Arrasado, concluido, enterrado el tal Vandeuvres. A otra cosa.

Después, cuando Steiner le estrechaba la mano, añadió:

—¿No saben? Nana acaba de llegar… ¡Oh, qué entrada, muchachos!

Algo maravilloso… Primero se ha abrazado a la condesa. En seguida, cuando los muchachos se acercaron, les ha bendecido, diciendo a Daguenet: «Escucha, Paul; si haces cola, tendrás que habértelas conmigo…». ¿Cómo? ¿No han visto eso? ¡Qué elegancia, vaya éxito!

Los otros dos le escuchaban boquiabiertos. Por último se echaron a reír.

Él, encantado, se imaginaba muy fuerte.

—¿Han creído que había llegado? Si ha sido Nana quien arregló el matrimonio. Además, ya es de la familia.

Pasaron los hermanos Hugon, y Philippe le hizo callar. Entonces, entre hombres, se habló de la boda. Georges se enfadaba con Héctor, que contaba la historia. Nana había impuesto a Muffat a uno de sus antiguos amantes por yerno, pero era completamente falso que aún la noche anterior ella se hubiese acostado con Daguenet.

Foucarmont se permitió encogerse de hombros. ¿Se sabía nunca cuándo Nana se acostaba con alguien? Pero Georges, arrebatado, contestó con un «Yo, señor, lo sé» que hizo reír a todos.

Por último, como dijo Steiner, aquello siempre era un buen plato.

Poco a poco se fue llenando el quiosco. Entonces cedieron su sitio sin separarse. Héctor miraba a las mujeres descaradamente, como si creyese que estaba en Mabille. En el fondo de una alameda tuvieron una sorpresa: el grupo encontró al señor Venot en solemne conferencia con Daguenet, y las bromas fáciles les persiguieron. Le estaba confesando y dándole buenos consejos para su primera noche.

Después regresaron hacia una de las puertas del salón, donde una polca arrebataba a las parejas, con un balanceo que obligaba a apartarse a los hombres que seguían en pie. Con el soplo de la brisa llegada del exterior, las bujías ardían muy altas. Cuando pasaban unas faldas, con su rítmica y viva cadencia, eran como una leve ráfaga de viento que atenuaba el calor que despedían las arañas.

—Caramba, no tienen frío los de ahí adentro —murmuró Héctor.

Sus ojos parpadeaban al regresar de las sombras misteriosas del jardín, y descubrieron al marqués de Chouard, aislado, dominando con su estatura los hombros desnudos que le rodeaban. Tenía la cara pálida, muy severa, con aire de altiva dignidad bajo su corona de escasos cabellos blancos. Escandalizado por la conducta del conde Muffat, acababa de romper públicamente con él, y aseguraba que no volvería a poner los pies en el palacio. Si había consentido en presentarse allí aquella noche, se debía a instancias de su nieta, cuyo matrimonio, por otra parte, desaprobaba con palabras indignadas contra la desorganización de las clases dirigentes y los vergonzosos compromisos de la degradación moderna.

—Esto es el fin —decía junto a la chimenea la señora Du Joncquoy al oído de la señora Chantereau—. Esa pelandusca ha embrujado a ese desgraciado… Nosotras que le hemos conocido tan creyente y tan noble…

—Al parecer se arruina —continuó la señora Chantereau.

Mi marido ha tenido entre sus manos un pagaré… Ahora vive en ese hotel de la avenida de Villiers. Todo París habla de eso… ¡Dios mío! Yo no defiendo a Sabine, pero convengan en que le da muchos motivos de queja, y si ella también tira el dinero por la ventana…

—No es sólo dinero lo que tira —interrumpió otra—. En fin, entre los dos, acabarán más pronto… Un naufragio en el lodo, querida.

Pero una voz suave las interrumpió. Era el señor Venot. Se había sentado detrás de ellas, como si desease desaparecer, e inclinándose, murmuró:

—¿Por qué desesperar? Dios se manifiesta cuando todo parece perdido.

Él asistía apaciblemente a la destrucción de aquella morada que dirigía en otros tiempos. Desde su estancia en las Fondettes, dejaba que aumentase el alocamiento, con la conciencia muy clara de su impotencia. Lo había aceptado todo: la pasión frenética del conde por Nana, la presencia de Fauchery cerca de la condesa, incluso el matrimonio de Estelle con Daguenet. ¿Qué importaban estas cosas? Y se mostraba más flexible, más misterioso, acariciando la idea de apoderarse tanto del nuevo matrimonio como del matrimonio desunido, sabiendo perfectamente que los grandes desórdenes conducen a las grandes devociones. La Providencia tendría su momento.

—Nuestro amigo —continuaba en voz baja—, sigue siempre animado de los mejores sentimientos religiosos… Me ha dado gratas pruebas de ello.

—Sí —dijo la señora Du Joncquoy—, pero lo primero que debería hacer es reunirse con su esposa.

—Sin duda… Precisamente tengo la esperanza de que esta reconciliación no tarde mucho.

Entonces las dos ancianas señoras le preguntaron, pero él se volvió más humilde, arguyendo que había que dejar obrar al cielo. Todo su deseo, reconciliando al conde con la condesa, estribaba en evitar un escándalo público. La religión toleraba muchas debilidades si se guardaban las apariencias.

—En fin —agregó la señora Du Joncquoy—, usted debería impedir el matrimonio con ese aventurero.

El viejecito mostró la más profunda extrañeza.

—Ustedes se equivocan; el señor Daguenet es un joven de grandes méritos… Conozco sus ideas. Quiere hacer olvidar sus errores de juventud. Estelle lo traerá al buen camino, no les quepa duda.

—Estelle… —murmuró desdeñosamente la señora Chantereau—. A esa querida niña la considero incapaz de tener voluntad. Es muy insignificante.

Esta opinión hizo sonreír al señor Venot, pero no dijo nada más acerca de la joven prometida. Cerrando los párpados, como para desinteresarse de la conversación, se volvió de nuevo a su rincón.

La señora Hugon, en medio de su lasitud distraída, había cogido algunas palabras. Intervino y concluyó con su carácter tolerante, dirigiéndose al marqués de Chouard, que la saludaba:

—Estas señoras son demasiado severas. La existencia es tan mala con todo el mundo… ¿No es así, amigo mío? Debemos perdonar mucho a los demás cuando se quiere ser digno del perdón de ellos.

El marqués se quedó perplejo unos segundos, temiendo una alusión, pero la buena señora tenía una sonrisa tan triste que en seguida se repuso y dijo:

—No, nada de perdón para ciertas faltas… Con tales complacencias es como se embrutece la sociedad.

El baile aún se había animado más. Una nueva cuadrilla daba al piso del salón un ligero balanceo, como si la antigua mansión se doblase bajo el bullicio de la fiesta. Por momentos, entre la confusa palidez de las cabezas se destacaba un rostro de mujer, arrebatado por la danza, los ojos brillantes, los labios entreabiertos y el reflejo de la lámpara sobre su blanca piel.

La señora Du Joncquoy decía que aquello carecía de sentido, que era una locura apiñar quinientas personas en un recinto en el que apenas cabían doscientas. Para hacer aquello, ¿por qué no se firmaba el contrato en la plaza del Carrousel?

«Efecto de las nuevas costumbres» decía la señora Chantereau; en otros tiempos esas solemnidades transcurrían en familia; actualmente era preciso una muchedumbre, entrada libre para todo el mundo y el aplastamiento, sin el cual la velada parecía insípida. Era cuestión de exhibir el lujo y para ello se introducía en la casa la espuma de París, y nada más natural si semejantes promiscuidades pudrían en seguida el hogar.

Aquellas señoras se quejaban de no conocer a más de cincuenta personas. ¿De dónde salía todo aquello? Hasta las solteras, muy escotadas, exhibían sus hombros desnudos. Una mujer llevaba un puñal de oro plantado en su moño, mientras que un bordado de perlas de azabache la vestía como una cota de mallas. A otra la seguían sonriendo, ¡tan singular encontraban la osadía de sus faldas ajustadas!

Todo el lujo de aquel fin de invierno se encontraba allí; el mundo del placer con sus tolerancias, lo que una señora de casa recoge entre sus relaciones de un día, una sociedad en la que se codeaban los grandes apellidos con las grandes vergüenzas, en un mismo apetito de goces. El calor aumentaba y la cuadrilla desarrollaba la cadenciosa simetría de sus figuras, en medio de los salones demasiado llenos.

—La condesa está muy elegante —repuso Héctor en la puerta del jardín—. Tiene diez años menos que su hija… A propósito, Foucarmont, usted podrá aclararnos esto: Vandeuvres apostaba a que ella no tiene muslos.

Este alarde de cinismo aburría a sus oyentes. Foucarmont se limitó a responder:

—Interrogue a su primo, querido. Precisamente ahí llega.

—Es una excelente idea —exclamó Héctor—. Apuesto diez luises a que tiene muslos.

En efecto, llegaba Fauchery. Como asiduo de la casa, había dado la vuelta por el comedor para evitarse el abarrotamiento de las puertas. Reconquistado por Rose al principio del invierno, se repartía entre la cantante y la condesa, sin saber cómo abandonar a una de las dos.

Sabine halagaba su vanidad, pero Rose le agradaba más. Por otro lado, esta última sentía por él una verdadera pasión, una ternura de fidelidad conyugal que desolaba a Mignon.

—Oye una noticia —repetía Héctor estrechando la mano de su primo—. ¿Ves aquella señora con un vestido de seda blanca?

Desde que su herencia le daba un aplomo insolente, afectaba burlarse de Fauchery, conservando un antiguo rencor que satisfacer, deseando vengarse de las bromas de otros tiempos, cuando acababa de llegar de su provincia.

—Sí, esa señora de los encajes.

El periodista se empinaba, sin comprender.

—La condesa —acabó por decirle.

—Exacto, muy bien… He apostado diez luises. ¿Tiene muslos?

Y se echó a reír, encantado por haber dado este chasco a aquel que en otros tiempos le asombraba, preguntándole si la condesa no se acostaba con nadie. Pero Fauchery, sin extrañarse lo más mínimo, le miró con fijeza.

—¡Idiota! —soltó al fin, encogiéndose de hombros.

Luego distribuyó apretones de mano a aquellos señores, mientras Héctor, desconcertado, no estaba seguro de haber dicho una gracia.

Se charlaba. Desde las carreras, el banquero y Foucarmont formaban parte del grupo de la avenida de Villiers. Nana se encontraba mucho mejor, el conde iba cada noche a informarse de su estado. No obstante, Fauchery, que escuchaba, parecía preocupado.

Por la mañana, en una discusión, Rose le había confesado abiertamente el envío de la carta; sí, podía presentarse en casa de su señora del gran mundo, que sería bien recibido. Después de largas cavilaciones se había decidido a presentarse valerosamente. Pero la imbécil broma de Héctor de la Faloise le inquietaba, a pesar de su aparente tranquilidad.

—¿Qué tiene? —le preguntó Philippe—. Parece que está disgustado.

—¿Yo? En absoluto… He trabajado; por eso llego tarde.

Luego, fríamente, con uno de esos heroísmos ignorados que desenlazan las vulgares tragedias de la existencia, añadió:

—Aún no he saludado a los señores de la casa… Hay que ser educado.

Incluso se atrevió a bromear, y se volvió hacia Héctor:

—¿No es así, idiota?

Y se abrió paso entre la multitud. La voz sonora del criado ya no anunciaba más nombres. Sin embargo, junto a la puerta, aún conversaban el conde y la condesa, retenidos por unas señoras que entraban.

Por fin se reunió con ellos, mientras aquellos señores permanecían en lo alto de la escalinata del jardín, empinándose para ver la escena. Nana debía de haber charlado con ellos.

—El conde no le ha visto —murmuró Georges—. Esperen. Ahora se vuelve… Ya está.

La orquesta empezaba a repetir el vals de La Venus Rubia. Primero Fauchery había saludado a la condesa, que sonreía como siempre, extasiada en su serenidad. Luego se había quedado un instante inmóvil, detrás del conde, esperando muy tranquilo.

Aquella noche el conde conservaba su altiva seriedad, la apariencia oficial de gran dignatario. Cuando al fin se fijó en el periodista, aún exageró su actitud majestuosa. Durante algunos segundos los dos hombres se contemplaron. Y fue Fauchery el primero que alargó la mano. Muffat le dio la suya. Sus manos permanecieron una sobre otra, mientras la condesa sonreía delante de ellos, los párpados bajos, y el vals continuaba desarrollando su ritmo de burlona picardía.

—La cosa marcha —dijo Steiner.

—¿Se han pegado sus manos? —preguntó Foucarmont, sorprendido por lo que duraba el apretón.

Un invencible recuerdo infundía un fulgor rosado en las mejillas pálidas de Fauchery. Volvía a ver el almacén de accesorios, con su claridad verdosa y aquel desorden lleno de polvo, y Muffat se encontraba allí con la huevera en la mano, abusando de sus dudas.

En este momento Muffat ya no dudaba; era un último resto de dignidad desmoronándose. Fauchery, aliviado en su miedo, viendo la alegre jovialidad de la condesa, sintió deseos de reír. Aquello le parecía cómico.

—Esta vez sí que se arma —exclamó Héctor, que no se ahorraba una broma si la creía buena—. Nana está allí; ¿no ven cómo entra?

—Cállate, idiota —murmuró Philippe.

—Cuando yo lo digo… Interpretan su vals, y toma: ella llega… ¿Cómo? ¿Aún no la ven? Ella los estrecha a los tres contra su corazón, a mi primo, a mi prima y a su esposo, llamándolos sus gatitos. A mí me conmueven estas escenas de familia.

Estelle se había acercado. Fauchery la felicitaba, mientras ella, tiesa en su vestido rosa, le contemplaba con su aire asombrado de chiquilla silenciosa, entre las miradas que dirigía a su padre y a su madre.

Daguenet también cambió un cálido apretón de manos con el periodista. Formaban un grupo sonriente, y detrás de ellos, el señor Venot los envolvía en una mirada beatífica, llena de su dulzura devota, dichoso de estos últimos abandonos que preparaban los caminos de la Providencia.

Pero el vals seguía desarrollando su balanceo de risueña voluptuosidad. Era una continuidad del más alto placer, golpeando el viejo palacio como una marea creciente. La orquesta desgranaba los trinos de sus flautines, los suspiros desmayados de sus violines, y bajo los terciopelos de Génova, los oros y las pinturas, las arañas desprendían un calor viviente, un polvillo de sol, mientras la multitud de invitados, multiplicada por los espejos, parecía alegrarse con el murmullo creciente de sus voces.

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