Nana

Nana


Capítulo II

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Empezaba a inquietarse ante los alientos cálidos que penetraban a través de las rendijas. Pero Zoé introdujo a Labordette, y la joven lanzó un suspiro de alivio. Quería hablarle de una cuenta que había pagado por ella en el juzgado de paz. Ella no le escuchaba y sólo repetía:

—Le llevo conmigo. Cenaremos juntos. Luego me acompañará al Varietés. No salgo a escena hasta las nueve y media.

El buen Labordette caía oportunamente. Nunca pedía nada. Era el amigo de las mujeres, el que arreglaba sus pequeños asuntos. Así pues, al pasar despidió a los acreedores de la antesala. Además, aquellas buenas gentes no querían que les pagasen, y si insistieron, fue para saludar a la señora y hacerle personalmente nuevas ofertas de sus servicios, después de su gran éxito de la víspera.

—Vámonos, vámonos —decía Nana, que ya estaba vestida.

Precisamente en aquel instante entró Zoé gritando:

—Señora, renuncio a abrir. Hay una cola en la escalera…

¡Una cola en la escalera! El mismo Francis, a pesar de la flema inglesa que le caracterizaba, se echó a reír mientras recogía los peines. Nana, que se había cogido del brazo de Labordette, lo empujaba hacia la cocina. Y se escapó, libre al fin de los hombres, feliz al ver que podía tenerlo, solos los dos, en cualquier sitio y sin temer estupideces.

—Me traerá de regreso a mi casa —dijo ella mientras bajaban por la escalera de servicio—. Así estaré segura. Imagínese que quiero dormir toda una noche, toda una noche para mí. ¡Qué ilusión, querido!

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