Nana

Nana


Capítulo III

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Capítulo III

La condesa Sabine, como acostumbraban llamar a la señora Muffat de Beauville para distinguirla de la madre del conde, muerta el año anterior, recibía todos los martes en su casa de la calle Miromesnil, en la esquina de la de Penthièvre. Era un gran edificio cuadrado, habitado por los Muffat desde hacía más de cien años; la fachada, alta y negra, parecía dormir en una melancolía de convento, con inmensas persianas que permanecían casi siempre cerradas; por detrás, en un trozo de jardín húmedo, habían crecido unos árboles que buscaban el sol, muy delgados y tan largos que se veían sus ramas por encima de las tejas.

Hacia las diez de aquel martes apenas si había una docena de personas en el salón. Cuando sólo esperaba amigos íntimos no abría ni el saloncito ni el comedor. Se estaba más recogido y hablaban junto al fuego. El salón, además, era muy grande y alto; cuatro ventanas daban al jardín, de donde subía el vaho húmedo de aquel lluvioso atardecer de finales de abril, a pesar de los leños que ardían en la chimenea. Jamás daba allí el sol; de día, escasamente iluminaba la sala una claridad verdosa, y por la noche, cuando encendían las lámparas y las arañas, seguía igualmente triste, con sus muebles imperio de caoba maciza, sus cortinajes y sus sillones de terciopelo amarillo, con grandes dibujos en satén. Se penetraba en una dignidad glacial, en unas costumbres antiguas, en una edad desaparecida exhalando un tufo a devoción.

Sin embargo, enfrente del sillón en el que la madre del conde había muerto, un sillón cuadrado, de madera pesada y tela resistente, al otro lado de la chimenea, la condesa Sabine permanecía sentada en una silla cuya acolchada seda roja tenía la blandura de un edredón. Era el único mueble moderno, un rincón de fantasía introducido en aquella severidad, que sorprendía.

—Entonces —decía la joven señora— tendremos al sha de Persia.

Se hablaba de los príncipes que acudirían a París para la Exposición. Varias señoras hacían círculo ante la chimenea. La señora Du Joncquoy, cuyo hermano había desempeñado una misión en Oriente, daba detalles sobre la corte de Nazar Eddin.

—¿Acaso se encuentra mal, querida? —preguntó la señora Chantereau, mujer de un dueño de fraguas, al ver que la condesa sufría un ligero estremecimiento y palidecía.

—No, no; nada —respondió la condesa sonriendo—. Tengo un poco de frío. ¡Tarda tanto en calentarse este salón!

Y paseó su mirada por las paredes, hasta el techo. Estelle, su hija, una joven de dieciocho años, en la edad ingrata, delgada e insignificante, se levantó de su taburete y silenciosamente agrupó los leños que habían rodado.

La señora de Chezelles, amiga de convento de Sabine y cinco años más joven, exclamó:

—¡Qué bien! Yo quisiera tener un salón como el tuyo. Por lo menos, tú puedes recibir… Hoy hacen casas que son cajitas. Si estuviese en tu puesto…

Hablaba con aturdimiento y gestos vivaces, diciendo que cambiaría los cortinajes, los sillones, todo; luego daría unos bailes que pusieran en movimiento a todo París. Detrás de ella, su marido, un magistrado, escuchaba con seriedad. Se contaba que ella le engañaba, sin ocultarlo, pero él se lo perdonaba, y la acogía afectuosamente, porque, según decían, ella estaba loca.

—Esta Léonide… —se limitó a murmurar la condesa Sabine, con su pálida sonrisa.

Un gesto perezoso completó su pensamiento. No sería ella quien cambiase su salón después de vivir en él diecisiete años. Quedaría tal como su suegra quiso conservarlo en vida. Luego volvió a la conversación:

—Me han asegurado que tendremos también al rey de Prusia y al emperador de Rusia.

—Sí, se anuncian unas fiestas muy hermosas —dijo la señora Du Joncquoy.

El banquero Steiner, introducido hacía poco en la casa por Léonide de Chezelles, que conocía a todo París, hablaba sentado en un canapé, entre dos ventanas; interrogaba a un diputado, del que trataba de sacar importantes noticias respecto a un movimiento de Bolsa que intuía, mientras el conde Muffat, de pie ante ellos, les escuchaba en silencio, con el rostro más serio que de costumbre. Cuatro o cinco jóvenes formaban otro grupo, junto a la puerta, rodeando al conde Xavier de Vandeuvres, quien a media voz les contaba una historia, sin duda muy picante, porque se oían risas ahogadas. En el centro del salón, completamente solo, se sentaba pesadamente en un sillón un hombre gordo, jefe de negociado en el Ministerio del Interior y dormitaba con los ojos abiertos. Uno de los jóvenes pareció dudar de la historieta de Vandeuvres, y éste levantó un poco la voz:

—Es usted demasiado escéptico, Foucarmont; se amargará sus placeres.

Y se acercó riendo adonde estaban las señoras. Este Vandeuvres pertenecía a una ilustre raza, femenino y espiritual, se comía por entonces una fortuna con un frenesí de apetitos que nada apaciguaba. Su cuadra de carreras, una de las más célebres de París, le costaba un dineral; sus pérdidas en el Círculo Imperial sumaban cada mes una cantidad de luises inquietante; sus queridas le devoraban, un año con otro, una granja y algunas hectáreas de tierra o de bosques, una buena tajada de sus vastas propiedades de Picardía.

—Tiene gracia que trate a los otros de escépticos cuando usted no cree en nada —dijo Léonide, haciéndole un sitio a su lado—. Usted sí que se amarga sus placeres.

—Exacto —respondió él— quiero que los otros se aprovechen de mis experiencias.

Pero le impusieron silencio. Escandalizaba al señor Venot. Entonces las señoras se separaron un poco, y en el fondo de un diván vieron a un hombrecillo de unos sesenta años, con los dientes cariados y una sonrisa maliciosa; estaba acomodado como en su casa, escuchando a todo el mundo y sin decir una palabra. Con un gesto demostró que no estaba escandalizado. Vandeuvres recobró su grave aspecto y añadió con seriedad:

—El señor Venot sabe muy bien que yo creo en lo que debe creerse.

Era un acto de fe religiosa. La misma Léonide pareció satisfecha. En el fondo de la estancia, los jóvenes ya no reían. El salón se había puesto serio y no se divertían. Había pasado un soplo glacial y en medio del silencio se oyó la voz gangosa de Steiner, a quien la discreción del diputado acabó por sacar de sus casillas. La condesa Sabine contempló el fuego un instante; luego reanudó la conversación.

—Vi al rey de Prusia el año pasado en Baden. Está muy fuerte para su edad.

—El conde de Bismarck lo acompañará —dijo la señora Du Joncquoy—. ¿Conoce al conde? Comí con él en casa de mi hermano. Pero ya hace tiempo, cuando representaba a Prusia en París… Ése es un hombre cuyos últimos triunfos no acabo de comprender.

—¿Por qué? —preguntó la señora Chantereau.

—Ay, Dios, ¿cómo lo diré…? No me gusta. Tiene un no sé qué de brutal, y es mal educado. Además, lo encuentro estúpido.

Entonces todo el mundo se puso a hablar del conde de Bismarck. Las opiniones fueron muy contradictorias. Vandeuvres le conocía y aseguraba que era un gran bebedor y un buen jugador. En lo más acalorado de la discusión se abrió la puerta y Héctor de la Faloise apareció. Le seguía Fauchery, quien se acercó a la condesa y la saludó inclinándose.

—Señora, me he acordado de su amable invitación.

Ella esbozó una sonrisa y dijo unas palabras afables. El periodista, después de saludar al conde, se quedó un momento despistado en medio del salón, pues sólo reconoció a Steiner. Vandeuvres se volvió hacia él y le estrechó la mano.

Y en seguida, contento con su encuentro y deseoso de expansionarse, Fauchery se lo llevó aparte y le dijo en voz baja:

—Es para mañana, ¿de acuerdo?

—Caramba…

—A medianoche en su casa.

—Ya sé, ya sé… Iré con Blanche.

Quería escaparse para volver junto a las señoras y dar un nuevo argumento en favor del conde de Bismarck, pero Fauchery le retuvo.

—No adivinará qué invitación me ha encargado que haga.

Y con un ligero signo de cabeza señaló al conde Muffat, que en aquel instante discutía sobre los presupuestos con el diputado y con Steiner.

—¡No es posible! —exclamó Vandeuvres, estupefacto y casi riendo.

—Palabra. He tenido que prometerle que lo llevaría. He venido casi por eso.

Se rieron para sí, y Vandeuvres volvió al grupo de las señoras, diciendo:

—Les aseguro, por el contrario, que el conde de Bismarck es muy espiritual… Una noche, delante de mí —dijo una frase muy encantadora…

Entre tanto, Héctor de la Faloise, que había oído algunas palabras cambiadas en voz baja, miraba a Fauchery, esperando que le diese una explicación, que no llegó. ¿De qué hablarían? ¿Qué hacían al día siguiente a medianoche?

No se separaba de su primo, quien había ido a sentarse. La condesa Sabine le interesaba mucho. Habían pronunciado varias veces su nombre delante de él; sabía que, casada a los diecisiete años, debía de tener treinta y cuatro, y que llevaba desde su matrimonio una existencia monacal entre su marido y su suegra. Unos le atribuían una frialdad de devota y otros la compadecían al recordar sus alegres risas y sus bellos ojos ardientes antes de que la encerraran en aquel viejo palacio. Fauchery la observaba y vacilaba. Uno de sus amigos, un capitán muerto recientemente en México, le había hecho la víspera de su partida, al levantarse de la mesa, una de esas brutales confidencias que los hombres más discretos dejan escapar en ciertos momentos. Pero sus recuerdos eran muy vagos; aquella tarde había cenado bien, y dudaba al ver a la condesa en aquel salón antiguo, vestida de negro y con su tranquila sonrisa. Una lámpara situada tras de ella, destacaba su perfil de morena carnosa, en la que sólo la boca, un poco gruesa, ponía una especie de sensualidad imperiosa.

—Que hablen de su Bismarck —murmuró Héctor de la Faloise, que parecía aburrirse en sociedad—. Aquí se muere uno. Vaya idea que has tenido queriendo venir.

Fauchery le interrogó bruscamente:

—Dime, ¿la condesa se acuesta con alguien?

—¡Ah, no! no, querido —balbuceó, visiblemente desconcertado y olvidando su compostura—. ¿Dónde crees que estás?

Luego se dio cuenta de que su indignación carecía de elegancia, y añadió, hundiéndose en un canapé:

—Digo que no, pero yo no sé nada… Hay un jovencito allá abajo, ese Foucarmont, que te lo encuentras en todos los rincones. Seguro que aún se han visto más tiesos que ése, pero me tiene sin cuidado… En fin, lo cierto es que si la condesa se divierte, debe ser muy lista, porque nada se sabe, ni nadie dice nada.

Entonces, sin que Fauchery se molestase en preguntarle, le dijo lo que sabía de los Muffat. Con la conversación de aquellas señoras, que continuaban charlando ante la chimenea, bajaron la voz, y se hubiese creído, al verlos con sus corbatas y sus guantes blancos, que trataban con frases escogidas de algún tema serio. Así pues, mamá Muffat, a quien Héctor había conocido mucho, era una vieja insoportable, siempre entre curas, y su actitud y su gesto autoritario hacían que todo se doblegara ante ella.

En cuanto a Muffat, hijo tardío de un general creado por Napoleón I, se había encontrado naturalmente favorecido después del 2 de diciembre. También carecía de alegría, pero pasaba por ser un hombre muy honrado y un espíritu muy recto. Además de esto, tenía unas opiniones del otro mundo, y una idea tan elevada de su cargo en la corte, de sus dignidades y de sus virtudes, que llevaba la cabeza tan alta como si se tratase del Santísimo Sacramento. Mamá Muffat era quien le había dado aquella educación: todos los días a confesar, nada de escapadas y ninguna salida en su juventud. Cumplía con la Iglesia, tenía crisis de fe de una violencia sanguínea, semejantes a los accesos febriles. En fin, para acabar de retratarlo con un último detalle, Héctor de la Faloise soltó una palabra al oído de su primo.

—¡No es posible!

—Me lo han jurado; palabra de honor… Ya la tenía cuando se casó.

Fauchery reía contemplando al conde, cuyo rostro, enmarcado por sus patillas y sin bigote, parecía más cuadrado y más duro mientras le citaba cifras a Steiner, quien no se dejaba convencer.

—A fe mía que tiene una cabeza como para eso —murmuró—. ¡Bonito regalo hizo a su mujer! Pobre pequeña, ¡cuánto debió aburrirse! Apuesto cualquier cosa a que no sabe nada de nada.

Precisamente la condesa Sabine le hablaba, y él no la oía, de tan extraño y divertido que encontraba el caso Muffat. Ella repitió la pregunta:

—Señor Fauchery, ¿no ha publicado usted una semblanza del conde de Bismarck? ¿Le ha hablado usted?

Se levantó con viveza y se aproximó al círculo de señoras, tratando de reponerse mientras buscaba una respuesta que cayese bien.

—Por Dios, señora… Le confieso que escribí esa semblanza de acuerdo con las biografías aparecidas en Alemania. Nunca he visto al conde de Bismarck.

Se quedó al lado de la condesa. Mientras hablaba con ella no dejaba de pensar. Ella no aparentaba su edad; se le habrían calculado unos veintiocho años; principalmente sus ojos aún conservaban cierto fuego juvenil, que sus largas pestañas disimulaban en una sombra azulada. Crecida en un matrimonio desunido, pasando un mes al lado del marqués de Chouard y otro en casa de la marquesa, se había casado muy joven, al morir su madre, sin duda empujada por su padre, a quien estorbaba. El marqués era un hombre terrible, de quien se contaban extrañas historias que ya empezaban a correr, a pesar de su mucha piedad. Fauchery preguntó si no tendría el honor de saludarle. Ciertamente, su padre iría, pero más tarde; ¡tenía tanto trabajo…! El periodista, que creía saber dónde pasaba el viejo sus veladas, se quedó serio.

Pero un signo que percibió en la mejilla izquierda de la condesa, junto a la boca, le sorprendió. Nana también lo tenía, absolutamente igual. ¡Vaya gracia! Sobre el lunar se rizaban unos pelillos; sólo que los pelos rubios de Nana eran en esta otra de un negro jade. Pero no importaba; aquella mujer no se acostaba con nadie.

—Siempre he deseado conocer a la reina Augusta, decía ella. Aseguran que es tan buena, tan piadosa… ¿Cree usted que acompañará al rey?

—Ni lo piense, señora —respondió él.

Ella no se acostaba con nadie; saltaba a la vista. Bastaba verla con su hija, tan sola y tan afectada en su taburete. Aquel salón sepulcral, exhalando un olor a iglesia, decía bastante acerca de aquella mano de hierro bajo la cual estaba sujeta su existencia rígida. Ella no había puesto nada suyo en aquel habitáculo antiguo y negro de humedad. Era Muffat quien se imponía, quien dominaba con su devota educación sus penitencias y sus ayunos. Pero el descubrimiento del viejecito de los dientes cariados y su sonrisa maliciosa, que vio de pronto en su diván, detrás de las señoras, aún fue para él un argumento más decisivo. Conocía al personaje, Théophile Venot, un antiguo procurador que se había especializado en procesos eclesiásticos; se había retirado con una bonita fortuna y llevaba una existencia bastante misteriosa; recibido en todas partes, saludado en voz baja e incluso con cierto temor, como si representase a una gran fuerza, una fuerza oculta que se presentía tras él. Por lo demás, se mostraba muy humilde, era mayordomo de la iglesia de la Madeleine, y había aceptado con sencillez una situación de adjunto de la alcaldía del noveno distrito, para llenar sus ocios, decía él. Caramba, la condesa estaba bien rodeada; no había nada que hacer con ella.

—Tienes razón, aquí se muere uno —dijo Fauchery a su primo, cuando se zafó del grupo de las señoras—. Vámonos.

Pero Steiner, a quien el conde Muffat y el diputado acababan de dejar, avanzó furioso, sudando y gruñendo a media voz:

—Diablos, no dicen nada que no quieran decir. Ya encontraré a otros que hablen.

Luego, arrastrando al periodista hacia un rincón y cambiando de voz, dijo con acento victorioso:

—Es para mañana… Ya lo sé, querido.

—Ah… —murmuró Fauchery, asombrado.

—No lo sabe… Lo que me costó encontrarla en su casa. Además, Mignon no me soltaba.

—Pero los Mignon también van.

—Sí, me lo ha dicho. En fin, me ha recibido y me ha invitado. A medianoche en punto, después del teatro.

El banquero estaba radiante. Entornó los párpados y añadió dando a sus palabras un valor particular:

—Ya está hecho. ¿Y usted?

—¿Yo qué? —dijo Fauchery afectando no comprender—. Ella quiso darme las gracias por mi artículo, y vino a mi casa.

—Sí, sí… Qué felices son ustedes. Se les recompensa… A propósito, ¿quién paga mañana?

El periodista abrió los brazos como diciendo que no había conseguido averiguar nada. Pero Vandeuvres llamaba a Steiner, que conocía al conde de Bismarck. La señora Du Joncquoy casi estaba convencida. Concluyó con estas palabras:

—Me produjo mala impresión; le encontré un rostro desagradable. Pero prefiero creer que tiene mucho ingenio, y eso explica sus éxitos.

—Sin duda —dijo con una pálida sonrisa el banquero, que era un judío de Francfort.

Mientras tanto, Héctor de la Faloise se atrevió a interrogar esta vez a su primo; lo alcanzó y le dijo al oído:

—¿Se cena en casa de una señora, mañana por la noche? ¿En casa de quién? ¿En casa de quién?

Fauchery hizo como que no le escuchaba; había que ser prudente.

La puerta acababa de abrirse nuevamente y una anciana señora entró seguida de un jovencito, que el periodista reconoció como el fugado del colegio que en el estreno de La Venus Rubia había lanzado el famoso grito ¡Muy bien! del que aún se hablaba. La llegada de esta señora produjo un gran revuelo. La condesa Sabine se levantó en seguida y fue a saludarla; la cogió de las manos y la llamaba «mi querida señora Hugon».

Héctor, viendo que su primo observaba interesado la escena, a fin de conmoverle le puso al corriente en pocas palabras; la señora Hugon, viuda de un notario retirado en las Fondettes, una antigua propiedad de su familia, cercana a Orleáns, conservaba una vivienda en París, en una casa que poseía en la calle Richelieu; en aquellos días pasaba allí unas semanas para instalar a su hijo más joven, que estudiaba el primer curso de derecho; en otros tiempos había sido gran amiga de la marquesa de Chouard y vio nacer a la condesa, a quien tuvo algunos meses en su casa, antes de su matrimonio, y a la que aún tuteaba.

—Te he traído a Georges —decía la señora Hugon a Sabine—. Ha crecido, creo yo.

El jovencito, con sus ojos claros y sus rizos rubios de chiquilla transformada en muchacho, saludaba a la condesa con familiaridad, y le recordaba una partida de volantes que habían jugado juntos hacía dos años en las Fondettes.

—¿Philippe no está en París? —preguntó el conde Muffat.

—No, no —respondió la anciana—. Sigue de guarnición en Bourges.

Se había sentado y hablaba con orgullo de su primogénito, un mocetón que, después de enrolarse por una calaverada, acababa de alcanzar en muy poco tiempo el grado de teniente. Todas aquellas señoras la rodearon con respetuosa simpatía. La conversación se animó, más amable y más delicada.

Y Fauchery, al ver aquella respetable señora Hugon, aquel rostro maternal con trenzas de cabellos blancos e iluminado por tan dulce sonrisa, encontró ridículo el haber sospechado un momento de la condesa Sabine.

Sin embargo, la aparatosa silla tapizada de seda roja en que se sentaba la condesa acabó llamándole la atención. La encontró grosera, de una fantasía desconcertante en aquel salón vulgarísimo. Seguramente que no había sido el conde quien introdujo aquel mueble de voluptuosa pereza. Se habría dicho que intentaba el principio de un deseo y un goce. Entonces se olvidó de todo y, soñando, revivió aquella vaga confidencia, recibida una noche en el reservado de un restaurante. Había deseado introducirse en casa de los Muffat, impulsado por una curiosidad sensual; ya que su amigo se había que dado en México, ¿acaso no…? Debía intentarlo. Sin duda era una necedad; sólo que la idea le atormentaba, se sentía atraído y con el vicio despierto. La gran silla tenía un aspecto coquetón, que ahora le divertía.

—¿Qué, nos vamos? —dijo Héctor, prometiéndose que le diría el nombre de la mujer en cuya casa cenaría.

—Dentro de poco —respondió Fauchery.

Y ya no se impacientó, dando por pretexto la invitación que le habían encargado que ofreciese y que no era fácil de hacer. Las señoras hablaban de una toma de hábitos, una ceremonia muy emocionante, por la que el París mundano estaba conmovido desde hacía tres días. Se trataba de la primogénita de la baronesa de Fougeray, que acababa de entrar en las carmelitas con una vocación irresistible. La señora Chantereau, prima lejana de las Fougeray, reconocía que la baronesa tuvo que meterse en cama al día siguiente a causa de su disgusto.

—Yo estuve muy bien situada —dijo Léonide—. Encontré aquello muy curioso.

Sin embargo, la señora Hugon compadecía a la pobre madre. ¡Qué dolor perder así a una hija!

—Se me acusa de ser devota —dijo con su tranquila franqueza— pero eso no impide que encuentre crueles a los hijos que se empeñan en semejantes suicidios.

—Sí, es una cosa terrible —murmuró la condesa, con un ligero escalofrío, ovillándose más en el fondo de su gran silla, delante del fuego.

Entonces discutieron las señoras. Pero sus voces eran discretas, de ligeras risas que por momentos cortaban la seriedad de la conversación. Las dos lámparas de la chimenea, cubiertas con un encaje rosa, las iluminaban débilmente, y sólo había, sobre otros muebles apartados, tres lámparas más, que dejaban el amplio salón en una suave penumbra.

Steiner se aburría. Contaba a Fauchery una aventura de aquella mujercita de Chezelles, que sólo llamaba Léonide, una tunanta, decía bajando la voz detrás de los sillones de las señoras.

Fauchery la contemplaba con su vestido de satén azul pálido, cómicamente sentada en una esquina de su butaca, delgada y tiesa como un muchacho, y acabó por sorprenderse de verla allí; se encontraba mejor en casa de Caroline Héquet, cuya madre la había montado con mucho gusto. Era un tema para un artículo. ¡Qué extraño mundo el de la sociedad Parisiense! Los salones más rígidos estaban invadidos. Evidentemente, aquel silencioso Théophile Venot, que se limitaba a sonreír enseñando sus dientes cariados, debía constituir un legado de la difunta condesa, al igual que las señoras mayores, la de Chantereau, la de Du Joncquoy, y cuatro o cinco viejos inmóviles en las esquinas.

El conde Muffat acostumbraba invitar a funcionarios que poseían esa corrección que tanto gustaba en casa de los hombres de las Tullerías; entre otros, al jefe de negociado, siempre solo en medio de la estancia, la cara afeitada y la mirada apagada, apretado su traje hasta no poder ni moverse.

Casi todos los jóvenes y algunos personajes de buenos modales venían por el marqués de Chouard, que había conservado relaciones en el partido legitimista, después de haberse burlado al entrar en el Consejo de Estado. Quedaban Léonide de Chezelles, Steiner, un rincón sospechoso, en el cual la señora Hugon conversaba con su serenidad de anciana y amable señora. Y Fauchery, que ya veía su artículo, y llamaba aquello el rincón de la condesa Sabine.

—En otra ocasión —continuaba Steiner en voz baja— Léonide hizo venir a su tenor a Montauban. Ella vivía en el castillo de Beaurecueil, dos leguas más lejos, y todos los días llegaba en una calesa con dos caballos, para verle en el Lion d’Or, donde se hospedaba. El carruaje se quedaba a la puerta y Léonide permanecía varias horas mientras la gente hacía corro y miraba los caballos.

Hubo un silencio y pasaron algunos segundos solemnes bajo el techo. Dos jóvenes cuchicheaban, pero también callaron, y no se oyó más que el paso amortiguado del conde Muffat, que atravesaba la estancia. Las lámparas parecían haberse debilitado, el fuego se extinguía, una sombra severa ahogaba a los viejos amigos de la casa en los sillones que ocupaban desde hacía cuarenta años. Fue como si, entre dos frases, los invitados hubiesen presentido la presencia de la madre del conde, mirándoles con su gesto glacial. La condesa Sabine reanudó la conversación:

—En fin, el rumor se ha extendido. El joven habrá muerto, y eso explicaría la entrada en el convento de esa pobre muchacha. También se dice que el señor de Fougeray nunca habría consentido el matrimonio.

—También se dicen otras muchas cosas —exclamó Léonide imprudentemente.

Se echó a reír, negándose a hablar. Sabine, ganada por aquella alegría, se llevó el pañuelo a los labios. Y aquellas risas, en la solemnidad de la amplia pieza, adquirieron un sonido que dejó a Fauchery sorprendido; eran como el cristal que se rompe. Ciertamente, en aquello había un principio de trastorno. Todas las voces empezaron a hablar la señora Du Joncquoy protestaba, la señora Chantereau sabía que se proyectaba un matrimonio, pero que las cosas no adelantaron; los mismos hombres eran de su opinión.

Durante algunos minutos aquello fue una confusión de juicios en los que los diversos elementos del salón, los bonapartistas y los legitimistas, se mezclaban a los escépticos mundanos, con quienes se codeaban. Estelle había llamado para que avivasen el fuego; el criado cargó las lámparas, y parecía que aquello despertaba. Fauchery sonreía sintiéndose a gusto.

—Diablos, se casan con Dios cuando no pueden casarse con su primo —dijo entre dientes Vandeuvres, a quien molestaba el tema y que acababa de reunirse con Fauchery—. Querido, ¿ha visto alguna vez a una mujer amada hacerse religiosa?

No esperó su respuesta, y dijo a media voz:

—Decidme, ¿cuántos seremos mañana? Estarán los Mignon, Steiner, usted, Blanche, yo… ¿Quiénes más?

—Supongo que Caroline… Simonne, Gagá sin duda… Nunca se sabe el número; ¿no es así? En esas ocasiones se cree que serán veinte y son treinta.

Vandeuvres, que contemplaba a las señoras, pasó bruscamente a otro tema.

—Debió estar muy bien esa señora Du Joncquoy hace quince años. La pobre Estelle aún se ha estirado más. Bonita tabla para meterla en la cama.

Se interrumpió y volvió al tema de la cena del día siguiente.

—Lo más enojoso de todas estas celebraciones es que siempre hay las mismas mujeres. Sería necesaria alguna novedad. Trate de encontrar alguna. Tengo una idea. Voy a rogar a ese señor gordo que lleve a la mujer que acompañaba la otra noche en el Varietés.

Hablaba del jefe de negociado, adormilado en un ángulo del salón. Fauchery se divirtió desde lejos siguiendo aquella delicada negociación. Vandeuvres se había sentado al lado del hombre gordo, que permanecía muy digno. Pareció que discutían durante un momento la cuestión pendiente: la de saber qué verdadero sentimiento empujaba a una muchacha a entrar en un convento. Luego el conde regresó diciendo:

—No es posible. Jura que es decente y que se negaría… Sin embargo, apostaría a que la he visto en Casa Laure.

—¡Cómo! ¿Va usted a Casa Laure? —murmuró Fauchery riendo—. Se arriesga usted en semejantes sitios. Creí que sólo la frecuentábamos nosotros, los pobres diablos.

—Querido, hay que conocerlo todo.

Entonces, riendo, los ojos chispeantes, se dieron detalles sobre la mesa redonda de la patrona de la calle de los Martyrs, en donde la gorda Laure Piédefer, por tres francos, daba de comer a las señoritas apuradas. ¡Bonito cuento! Todas las mujercitas besaban a Laure en la boca. Y como la condesa Sabine volvió la cabeza, cogiendo unas palabras, ellos retrocedieron, restregándose uno contra otro, alegres y excitados. Junto a ellos no habían percibido a Georges Hugon, que les escuchaba y se sonrojaba tanto que una oleada de carmín le iba desde las orejas hasta su garganta de chiquillo. Aquel adolescente estaba avergonzado y embobado. Desde que su madre lo había dejado en el salón, no hacía más que dar vueltas en tomo a la señora de Chezelles, la única mujer que le pareció bien. ¡Y eso que Nana lo tenía bien agarrado!

—Anoche —decía la señora Hugon— Georges me llevó al teatro. Sí, al Varietés, donde hacía más de diez años que no había puesto los pies. Este chiquillo adora la música. A mí aquello no me distrajo, pero él era tan dichoso. Hoy representan obras muy extrañas. Además, la música me apasiona poco, lo confieso.

—¿Cómo, señora? ¿No ama usted la música? —exclamó la señora Du Joncquoy levantando los ojos al cielo—. ¿Es posible que no se ame la música?

Fue una exclamación general. Nadie abrió la boca sobre la obra del Varietés, de la cual la buena señora Hugon no había comprendido nada; aquellas señoras la habían visto, pero no querían hablar de ella. Inmediatamente trataron del sentimiento, de la admiración refinada y estática de los maestros. A la señora Du Joncquoy no le gustaba más que Weber y la señora Chantereau se quedaba con los italianos. Las voces de aquellas señoras estaban languideciendo. Se hubiese dicho que delante de la chimenea había un recogimiento de iglesia, el cántico discreto y desmayado de una capilla.

—Vamos —murmuró Vandeuvres, arrastrando a Fauchery al centro del salón— es preciso que invitemos a una mujer para mañana. ¿Y si se lo pidiésemos a Steiner?

—Bah… —dijo el periodista—, cuando Steiner tiene una mujer, es que París no la quiere.

Vandeuvres, sin embargo, buscaba en torno suyo.

—Espere. El otro día encontré a Foucarmont con una rubia encantadora. Voy a decirle que la lleve.

Y llamó a Foucarmont. Rápidamente cambiaron unas palabras. Debió de presentarse alguna complicación, porque los dos, andando con precaución, saltaban por encima de las faldas de las señoras e iban a buscar a otro joven, con el cual continuaron su charla junto a una ventana. Fauchery se quedó solo y se decidía a aproximarse a la chimenea en el momento en que la señora Du Joncquoy aseguraba que ella no podía oír interpretar a Weber sin ver inmediatamente lagos, bosques y amaneceres sobre las campiñas húmedas de rocío; una mano le tocó en el hombro, a la vez que una voz detrás de él le decía:

—Eso no es muy amable.

—¿Qué? —preguntó volviéndose y encontrándose con Héctor.

—Esa cena para mañana. Podrías haberme invitado.

Fauchery iba a responder cuando Vandeuvres volvió para decirle:

—Parece que no es una mujer de Foucarmont; es la amiga de aquel señor de allá… No podrá venir. Mala suerte. Pero recluté a Foucarmont, que hará lo posible por llevar a Louise, del Palais-Royal.

—Señor de Vandeuvres —preguntó la señora Chantereau levantando la voz—, ¿verdad que el domingo silbaron a Wagner?

—Bárbaramente, señora —respondió avanzando hacia ella con su exquisita cortesía.

Luego, como no le retenían, se alejó y le dijo al oído al periodista:

—Voy a reclutar a otros. Esos jovencitos deben conocer a algunas muchachas.

Entonces se le vio, amable y sonriente, abordar a los hombres y hablar con ellos en los cuatro rincones del salón. Se mezclaba en los grupos, deslizaba una frase al oído de cada uno, y ellos se volvían con un guiño picaresco y gestos muy significativos. Era como si distribuyese un santo y seña con la mayor naturalidad. La frase circulaba y se aceptaba la cita, mientras las disertaciones sentimentales de las señoras sobre la música atenuaban el rumor febril de aquel reclutamiento.

—No, no hable usted de sus alemanes —repetía la señora Chantereau—. El canto es la alegría, la luz… ¿Ha oído a la Patti en el Barbero?

—¡Deliciosa! —murmuró Léonide, que sólo interpretaba al piano canciones de opereta.

Entre tanto, la condesa Sabine había llamado. Cuando los visitantes eran poco numerosos, el martes se servía el té en el mismo salón. Mientras hacía desocupar un velador por un criado, la condesa seguía con la vista al conde de Vandeuvres. Aún conservaba aquella vaga sonrisa que mostraba un poco la blancura de sus dientes. Y cuando el conde pasó por su lado, le preguntó:

—¿Qué está conspirando, señor de Vandeuvres?

—¿Yo, señora? —respondió éste tranquilamente—. No conspiro.

—Le veía tan atareado… Bien, me tiene que hacer un favor.

Le puso en las manos un álbum, rogándole que lo llevase al piano. Pero él encontró el medio de decir en voz baja a Fauchery que tendrían a Tatán Néné, la garganta más hermosa del invierno, y a María Blond, que acababa de debutar en el Folies-Dramatiques. Mientras, Héctor de la Faloise le detenía a cada paso, esperando una invitación. Acabó por ofrecerse. Vandeuvres lo admitió en seguida; sólo que le hizo prometer que llevaría a Clarisse, y como Héctor fingió cierto escrúpulo, le tranquilizó diciendo:

—Puesto que la invito yo, ya basta.

No obstante, Héctor habría querido saber el nombre de la mujer. Pero la condesa había llamado a Vandeuvres, al que le preguntó cómo hacían el té los ingleses.

Él iba con frecuencia a Inglaterra, en donde corrían sus caballos.

Según él, los rusos eran los únicos que sabían preparar el té, y dio la fórmula. Luego, como si hubiese continuado un trabajo interior mientras hablaba se interrumpió para preguntar:

—A propósito, ¿y el marqués? ¿Es que no le veremos?

—Pues sí; mi padre me lo ha prometido —respondió la condesa—. Empiezo a inquietarme. Sus trabajos lo habrán retenido.

Vandeuvres tuvo una discreta sonrisa. A él también le parecía conocer la clase de trabajos que ocupaban al marqués de Chouard. Pensaba en una hermosa persona a quien el marqués llevaba a veces al campo. Tal vez podrían contar con ella.

Fauchery juzgó que había llegado el momento de arriesgar la invitación al conde Muffat. La velada se prolongaba.

—¿Habla en serio? —preguntó Vandeuvres, que lo creía una broma.

—Muy en serio. Si no cumplo el encargo, me arrancará los ojos. Un capricho, ya lo sabe usted.

—Entonces le ayudaré, querido.

Dieron las once. La condesa, ayudada por su hija, servía el té. Como no habían acudido más que los íntimos, las tazas y los platos con pastelitos circulaban familiarmente. Incluso las señoras no abandonaron su asiento delante del fuego, bebiendo despacio y cogiendo los pastelillos con la punta de los dedos. La conversación pasó de la música a los abastecedores. No había como Boissier para las cremas y Catherine para los helados; sin embargo, la señora Chantereau abogaba por Latinville. Se hablaba sin calor, desmayadamente; la lasitud adormecía al salón.

Steiner se puso a trabajar sordamente al diputado, que quedó bloqueado en el rincón de un sofá. El señor Venot, a quien los dulces habrían destrozado los dientes, comía pastas secas, mordisco a mordisco, con un roer de ratón; el jefe de negociado metía la nariz en la taza y no acababa nunca. La condesa, sin apresurarse, iba de un lado a otro, sin insistir, quedándose unos segundos observando a los hombres con gesto de muda interrogación; luego sonreía y continuaba. El fuego la había enrojecido y parecía hermana de su hija, tan enjuta y tan torpe al lado suyo.

Cuando se aproximaba a Fauchery, que hablaba con su marido y con Vandeuvres, notó que se callaban, y no se detuvo, dirigiéndose a Georges Hugon con la taza de té que ofrecía:

—Es una señora que quiere teneros a cenar —informó alegremente el periodista, dirigiéndose al conde Muffat.

Y Muffat, cuyo rostro había permanecido serio toda la velada, pareció sorprendido.

—¿Qué señora?

—Eh… Nana —dijo Vandeuvres, con objeto de precipitar la invitación.

El conde se puso más serio. Apenas si pestañeó, mientras un malestar, con un dolor de cabeza, se le fijaba en la frente.

—Pero si no conozco a esa señora —murmuró.

—Pues usted estuvo en su casa —observó Vandeuvres.

—¿Cómo? ¿En su casa…? Ah, sí; fui el otro día, para el Comité de Beneficencia. Ni me acordaba… No importa, no la conozco y no puedo aceptar.

Había adoptado un aire glacial, para hacerles entender que aquella broma era de muy mal gusto. El sitio de un hombre de su rango no estaba en la mesa de una de esas señoras. Vandeuvres se recreó: se trataba de una cena de artistas, y el talento lo excusaba todo. Pero sin hacer caso a los argumentos de Fauchery, que hablaba de una cena en la que el príncipe de Escocia, un hijo del rey, se había sentado al lado de una antigua cantante de cabaret, el conde acentuó su negativa. Incluso dejó escapar un gesto de irritación, a pesar de su gran cortesía.

Georges y Héctor, de pie los dos y con su taza de té en la mano, oyeron algunas palabras acerca de ellos.

—Vaya, es en casa de Nana —murmuró Héctor—. Debí suponerlo.

Georges no decía nada, pero se impacientaba: su rubio cabello revuelto y sus ojos azules reluciendo como ascuas señalaban cómo el vicio en que andaba desde hacía unos días le encendía y le trastornaba. Al fin se le brindaría todo lo que había soñado.

—El caso es que no sé su dirección —murmuró Héctor.

—Bulevar Haussmann, entre la calle Arcade y la calle Pasquier, tercer piso —dijo Georges de un tirón.

Y como el otro le mirase con desconcierto, añadió, enrojeciendo y con petulancia:

—Soy de la partida; me ha invitado esta mañana.

Pero un gran movimiento se había producido en el salón. Vandeuvres y Fauchery no insistieron más ante el conde. El marqués de Chouard acababa de entrar y todos se acercaron a saludarle. Avanzaba penosamente, flaqueándole las piernas, y se quedó en el centro de la estancia, pálido, parpadeando, como si saliese de alguna callejuela sombría y estuviese cegado por la claridad de las lámparas.

—Ya no esperaba verle, padre —dijo la condesa—. Habría estado inquieta hasta mañana.

La miró sin contestar, con el aspecto de quien no comprende. Su nariz, muy gruesa en su afeitado rostro, parecía como hinchada por la erisipela y el labio inferior le colgaba. La señora Hugon, viéndole tan abatido, sintió lástima.

—Trabaja demasiado. Debería descansar… A nuestra edad hay que dejar los trabajos para los jóvenes.

—El trabajo… Sí, el trabajo —balbuceó—. Siempre demasiado trabajo.

Se recobraba, enderezaba su encorvado talle, pasándose la mano, en un ademán muy propio de él, por sus blancos cabellos, cuyos raros mechones le caían detrás de las orejas.

—¿En qué trabaja hasta tan tarde? —preguntó la señora Du Joncquoy—. Le creía en la recepción del ministro de Finanzas.

—Mi padre tenía que estudiar un proyecto de ley —intervino la condesa.

—Sí, un proyecto de ley —dijo— precisamente un proyecto de ley… Me encerré… Es respecto a las fábricas, y quisiera que se observase el descanso dominical. Es verdaderamente vergonzoso que el Gobierno no se decida a actuar con vigor. Las iglesias están vacías, vamos a la catástrofe.

Vandeuvres había mirado a Fauchery. Ambos se encontraban detrás del marqués, y le olfateaban. Cuando Vandeuvres pudo llevárselo aparte, para hablarle de aquella guapa persona que llevaba al campo, el anciano fingió una gran sorpresa. Acaso le había visto con la baronesa Decker, en casa de la cual pasaba a veces algunos días, en Viroflay. Tan sólo por venganza, Vandeuvres le preguntó bruscamente:

—Diga, ¿por dónde ha pasado? Su codo está lleno de telas de araña y de yeso.

—Mi codo —murmuró el anciano ligeramente turbado— pues es verdad. Un poco de suciedad… Debí cogerla al salir de casa.

Varias personas se marchaban. Era casi medianoche. Dos criados se llevaron las tazas vacías y las bandejas de pasteles sin hacer ruido. Ante la chimenea, las señoras habían reformado y reducido su corro, hablando con más abandono en la languidez de aquel fin de velada. El mismo salón se adormecía, y sus paredes se llenaban de vagas sombras. Entonces Fauchery habló de retirarse, pero se olvidó de irse para contemplar a la condesa Sabine, la cual descansaba de sus tareas de ama de casa en su sitio de costumbre, muda, los ojos puestos en un tizón que ya era una brasa, y su rostro, tan blanco y firme, le hizo renacer sus dudas. Al resplandor de la chimenea, los pelillos negros del lunar que tenía junto a los labios parecían rubios. Igual que el lunar de Nana, hasta del mismo color. No pudo contenerse y se lo dijo a Vandeuvres al oído. Y era cierto, pero éste no lo había notado. Y continuaron el paralelo entre Nana y la condesa. Le encontraron un vago parecido en la barbilla y en la boca, aunque los ojos no eran iguales. Además, Nana tenía aspecto de buena muchacha, y con la condesa no se sabía a qué atenerse; se habría dicho una gata dormida, las uñas escondidas y las patas apenas agitadas por un estremecimiento nervioso.

—A pesar de todo, uno se acostaría con ella —declaró Fauchery.

Vandeuvres la desnudaba con la mirada.

—Sí, tiene razón —dijo—. Pero no sé, no sé; desconfío de sus muslos. Apostaría que no los tiene.

Se calló. Fauchery le tocaba vivamente con el codo, señalándole a Estelle, sentada en su taburete delante de ellos. Habían levantado la voz sin darse cuenta, y ella debió de oírles. Sin embargo, permanecía tiesa, inmóvil, con su cuello delgado de muchacha que creció muy rápidamente, y en el que ni un pelo se agitaba. Entonces se apartaron tres o cuatro pasos. Vandeuvres juraba que la condesa era una mujer muy honesta.

En aquel instante las voces de la chimenea se elevaron. La señora Du Joncquoy decía:

—He admitido que el conde de Bismarck puede ser un hombre de talento, pero si pretende que sea un genio…

Aquellas señoras habían vuelto a su primer tema.

—¿Cómo? ¿Otra vez con el conde de Bismarck? —murmuró Fauchery—. Ahora sí que me voy.

—Espere —dijo Vandeuvres— aún nos falta una contestación definitiva del conde.

El conde Muffat hablaba con su suegro y algunos hombres serios. Vandeuvres lo apartó y renovó la invitación, y la apoyó diciendo que él también iría a la cena. Un hombre podía ir a todas partes; nadie vería nada malo en lo que sólo había curiosidad. El conde escuchaba sus argumentos con los ojos bajos y sin decir nada. Vandeuvres notó que vacilaba, cuando el marqués de Chouard se aproximó a ellos con aire interrogador, y cuando supo de qué se trataba, porque Fauchery le invitó a su vez, miró furtivamente a su yerno.

Hubo un silencio embarazoso, pero ambos se animaban y habrían concluido por aceptar si el conde Muffat no se hubiese quedado a un paso del señor Venot mirándole con fijeza. El viejecito no sonreía, tenía un rostro terroso y ojos de acero, claros y agudos.

—No —respondió el conde inmediatamente y en tono tan claro que no admitía réplica.

Entonces el marqués rehusó con mayor energía aún. Habló de la moral. Las clases altas debían dar el ejemplo. Fauchery esbozó una sonrisa y estrechó la mano a Vandeuvres, diciendo que se iba inmediatamente porque debía pasar por el periódico.

—En casa de Nana a medianoche, ¿no es así?

Héctor de la Faloise se retiró igualmente. Steiner acababa de saludar a la condesa. Otros hombres les siguieron. La misma frase circulaba, repetida por cada uno: «A medianoche en casa de Nana» al ir a recoger su abrigo en la antesala. Georges, que debía irse con su madre, se había quedado en el umbral, indicando la dirección exacta: «Tercer piso, la puerta de la derecha». No obstante, antes de salir, Fauchery echó un último vistazo. Vandeuvres había vuelto a su sitio en medio de las señoras y hablaba con Léonide de Chezelles. El conde Muffat y el marqués de Chouard se mezclaron en la conversación, mientras la buena señora Hugon dormitaba con los ojos abiertos. Perdido tras las faldas, el señor Venot se hacía pequeñito y recobraba su sonrisa. Lentamente sonaron las doce en la vasta y solemne estancia.

—¡Cómo, cómo! —replicaba la señora Du Joncquoy—. ¿Supone usted que el conde de Bismarck nos hará la guerra y nos ganará? ¡Oh! esto ya es demasiado.

Reían, en efecto, alrededor de la señora Chantereau, quien acababa de repetir aquella idea, que había oído en Alsacia, donde su marido poseía una fábrica.

—El emperador está allí, afortunadamente —dijo el conde Muffat, con su gravedad oficial.

Ésta fue la última palabra que escuchó Fauchery. Cerró la puerta después de contemplar una vez más a la condesa Sabine. Ella hablaba suavemente con el jefe de negociado y parecía interesarse en la conversación de aquel hombre gordo. Decididamente estaba equivocado y no había tal cascajo.

Era una lástima.

—¿Qué? ¿No bajas? —le gritó Héctor desde el vestíbulo.

Y en la acera, al separarse, todavía repitieron: «Hasta mañana en casa de Nana».

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