Nana

Nana


Capítulo IV

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Capítulo IV

Desde muy temprano Zoé había puesto el piso a disposición de un maestresala, llegado de casa Brébant con un séquito de camareros y de mozos. Brébant era quien lo suministraría todo: cena, vajilla, cristalería, mantelería y flores, y hasta sillas y taburetes. Nana no habría encontrado ni una docena de servilletas en sus armarios, y no habiendo tenido tiempo de instalar su casa según el boato que exigía su nueva vida, desdeñaba ir al restaurante y prefería que el restaurante fuese a su casa. Le parecía más elegante.

Quería celebrar su gran éxito como actriz con una cena que diese mucho que hablar. Como el comedor resultaba demasiado pequeño, el maestresala había puesto la mesa en el salón, una mesa que daba para veinticinco cubiertos muy apretados.

—¿Está todo listo? —preguntó Nana al volver a medianoche.

—Ay, no lo sé —respondió secamente Zoé, que parecía fuera de sí—. Gracias a Dios, yo no me ocupo de nada. Han cometido un destrozo en la cocina y en toda la casa. A pesar de todo he tenido que disputar. Los otros dos también vinieron, pero los mandé a paseo.

Hablaba de los antiguos señores de la señora, del comerciante y del valaco, que Nana había decidido despedir, segura del futuro, pues deseaba cambiar de piel, como ella decía.

—¡Vaya unos latosos! —murmuró ella—. Si vuelven amenázalos con ir a la comisaría.

Luego llamó a Daguenet y Georges, que se habían quedado en la antesala, donde colgaron sus abrigos. Los dos se habían encontrado a la salida de los artistas, en el pasaje de los Panoramas, y ella los metió en un coche. Como aún no había llegado nadie, les gritó que entrasen en el tocador, mientras Zoé la arreglaba. Sin cambiarse de vestido, se hizo retocar el peinado y se puso unas cuantas rosas blancas en el moño y en el corpiño. El tocador estaba abarrotado de los muebles que tuvieron que sacar del salón y amontonarlos: veladores, sofás y sillones con las patas al aire, y ella ya estaba lista cuando la falda se le enganchó en una ruedecilla y se rasgó. Entonces soltó unos furiosos juramentos, pues aquello sólo le sucedía a ella. Rabiosa, se despojó de su vestido, un vestido de seda blanca, muy sencillo, tan suave y tan fino que parecía un camisón. Pero en seguida volvió a ponérselo, al no encontrar otro vestido de su gusto, casi llorando y diciendo que vestía como una trapera. Daguenet y Georges tuvieron que prender el desgarrón con alfileres mientras Zoé volvía a peinarla. Los tres se apresuraban en torno suyo, el pequeño sobre todo, de rodillas en el suelo y las manos entre sus faldas.

Nana consiguió calmarse cuando Daguenet le aseguró que sólo debían ser las doce y cuarto, pues el tercer acto de La Venus Rubia, lo había despachado a galope, comiéndose las réplicas y saltándose los cuplés.

—Aún es demasiado bueno para ese hatajo de imbéciles —dijo Nana—. ¿Habéis visto qué cabezas las de esta noche? Querida Zoé, espera aquí. No te acuestes, por si te necesito. Vaya, ya empieza el jaleo. Aquí llega gente.

Se escapó. Georges quedó de rodillas, con los faldones del frac barriendo el suelo. Se sonrojó al ver que Daguenet le miraba. Pero los dos se tenían afecto. Rehicieron el nudo de su corbata delante de la cornucopia, y el uno cepilló al otro, pues estaban blancos de tanto rozarse con Nana.

—Parece azúcar —murmuró Georges, con su risa de niño goloso.

Un lacayo de librea, alquilado para la noche, introducía a los invitados en el saloncito, una reducida pieza en la que sólo dejaron cuatro sillones para que cupiese más gente. Del salón vecino llegaba un ruido de vajilla y cubiertos y por debajo de la puerta pasaba una viva raya de luz. Nana, al entrar, ya encontró instalada en un sillón a Clarisse Besnus, a quien había llevado Héctor de la Faloise.

—¿Cómo? ¿Eres la primera? —dijo Nana, que la trataba familiarmente desde su éxito.

—Ha sido éste —repuso Clarisse—. Siempre tiene miedo de llegar tarde. Si le hubiese hecho caso, no me habría podido quitar el colorete ni la peluca.

El joven, que veía a Nana por primera vez, se inclinó y la saludó, hablando de su primo y disimulando su turbación con una exagerada cortesía. Pero Nana, sin escucharle ni conocerle, le estrechó la mano, y en seguida acudió hacia Rose Mignon. De repente se volvió muy distinguida.

—¡Ah, querida señora, qué amable! Deseaba tanto verla en mi casa.

—También estoy encantada, se lo aseguro —dijo Rose con su mayor amabilidad.

—Siéntese…, ¿no necesita nada?

—No, gracias. Vaya, me he olvidado el abanico en mi abrigo. Steiner, mire en el bolsillo derecho.

Steiner y Mignon habían entrado detrás de Rose. El banquero salió y volvió con el abanico, mientras que Mignon abrazaba cariñosamente a Nana, obligando a Rose a que hiciese lo mismo. ¿Acaso no eran todos de la misma familia del teatro? Después le guiñó los ojos a Steiner, para animarle, pero éste, turbado por la intencionada mirada de Rose, se contentó con besar la mano de Nana.

En aquel momento el conde de Vandeuvres apareció con Blanche de Sivry. Hubo grandes reverencias. Nana, muy ceremoniosa, llevó a Blanche a un sillón. Mientras, Vandeuvres contaba, riendo, que Fauchery discutía abajo con el portero porque había negado la entrada del coche de Lucy Stewart. En la antesala ya se oía a Lucy, que trataba al portero de grosero, pero cuando el lacayo abrió la puerta, se adelantó con su risueña gracia, se nombró ella misma y cogió las dos manos de Nana diciéndole que ella la había encontrado muy simpática desde el primer momento y que tenía mucho talento. Nana, envanecida con su nuevo papel de ama de casa, daba las gracias verdaderamente confundida. No obstante, parecía preocupada desde la llegada de Fauchery. Cuando pudo acercársele, le preguntó en voz baja:

—¿Vendrá?

—No, no ha querido —respondió secamente el periodista, cogido de sorpresa, aunque ya había preparado una historia para explicarle la negativa del conde Muffat.

En seguida comprendió su necedad al ver la palidez de Nana, y trató de corregir su frase:

—No ha podido; esta noche lleva a la condesa al baile del Ministerio del Interior.

—Está bien —murmuró Nana, que dudaba de la buena voluntad del periodista—. ¡Ya me pagarás esto!

—¡Ah, no! —replicó él, molesto por la amenaza—. No me gustan estos encargos. Dirígete a Labordette.

Se dieron la espalda, enfadados. Precisamente Mignon empujaba a Steiner contra Nana. Cuando ésta quedó sola, le dijo en voz baja y con un cinismo de buen compadre que desea complacer a un amigo:

—Se muere por usted… Sólo que tiene miedo de mi mujer. ¿No es cierto que lo defenderá?

Nana aparentó no comprender. Sonreía mirando a Rose, a su marido y al banquero; después le dijo a éste:

—Señor Steiner, usted se sentará a mi lado.

Pero llegaron unas risas de la antesala, cuchicheos, y una oleada de voces alegres y chillonas, como si hubiese allí las colegialas escapadas de un convento. Y apareció Labordette, arrastrando consigo a cinco mujeres, su pensionado, según la frase maliciosa de Lucy Stewart. Venía Gagá, majestuosa con su vestido de terciopelo azul que la ceñía; Caroline Héquet, siempre en tisú negro adornado de encajes; luego Lea de Horn, mal vestida como siempre; la gorda Tatán Néné, una rubia bonachona con pechos de nodriza, siempre tema de bromas, y por fin la pequeña María Blond, una quinceañera que parecía un junco y tenía cara de picaruela, que hacía su debut en el Folies.

Labordette las había traído a todas en un mismo carruaje, y ellas aún se reían por haber viajado tan apretadas, María Blond sobre las rodillas de las otras. Pero se callaron, cambiando apretones de manos y saludos, todas con mucha compostura. Gagá se hacía la niña, ceceando por exceso de buen tono. Sólo Tatán Néné, a quien dijeron durante el camino que seis negros completamente desnudos servirían la cena en casa de Nana, se inquietaba y quería verlos. Labordette la trató de ingenua y le pidió que se callase.

—¿Y Bordenave? —preguntó Fauchery.

—¡Oh, imagínese si estaré desolada! —exclamó Nana—. No podrá ser de los nuestros.

—Sí —añadió Rose Mignon— metió el pie en una trampa y tiene una torcedura abominable. ¡Si lo oyera jurar con la pierna atada y estirada sobre una silla!

Entonces todo el mundo se puso a compadecer a Bordenave. Sin Bordenave no se concebía una buena cena, pero procurarían pasarse sin él, y ya se hablaba de otra cosa cuando se oyó una voz muy fuerte.

—¿Qué es esto? ¿Ya quieren enterrarme?

Oyóse una exclamación general y todos volvieron la cabeza. Era Bordenave, enorme y muy rojo, rígida una pierna, de pie en el umbral, apoyándose en el hombro de Simonne Cabiroche. De momento se acostaba con Simonne. Esta jovencita, que había recibido una esmerada educación, que tocaba el piano y hablaba inglés, era una rubia menuda, tan delicada, que parecía desmoronarse bajo el basto peso de Bordenave; sin embargo, sonreía sumisa. Estuvieron así algunos segundos, notando que hacían un buen cuadro.

—Debo de quererlos mucho —continuó él—. Confieso que he tenido miedo de aburrirme, y me he dicho: «Anda, ve allá». —Se interrumpió para soltar un reniego—: ¡Rayos!

Simonne había dado un paso demasiado rápido, lastimándole el pie. Bordenave la empujó, y ella, sin dejar su sonrisa, bajó su bonito rostro como un animal que teme ser apaleado, y lo sostenía con todas sus fuerzas de rubita carnosa. Por lo demás, en medio de las exclamaciones, todos se apresuraron. Nana y Rose Mignon arrastraron un sillón, en el que se derrumbó Bordenave, mientras las otras mujeres le ponían otro sillón bajo la pierna. Y todas las actrices que estaban allí le abrazaron y le besaron. Él gruñía y suspiraba.

—¡Rayos y rayos! En fin, el estómago está sólido; ya lo veréis.

Habían llegado otros convidados. No se podía dar un paso. Los ruidos de la cocina eran menores ahora, y se oía una discusión en el salón, donde gruñía el maestresala. Nana se impacientaba, no esperaba más invitados y se asombraba de que no sirvieran. Había enviado a Georges a preguntar qué sucedía, y se quedó más sorprendida al ver entrar más gente, hombres y mujeres, sin conocer a ninguno. Entonces, un poco molesta, interrogó a Bordenave, Mignon y a Labordette. Ellos tampoco los conocían. Cuando se dirigía al conde de Vandeuvres, éste se acordó y dijo que eran los jóvenes que había reclutado en casa del conde Muffat. Nana le dio las gracias. «Muy bien, muy bien…» Sólo que iban a estar muy apretados, y rogó a Labordette que fuera a encargar otros siete cubiertos. Apenas había salido cuando el criado introdujo a otras tres personas. No, esto ya era demasiado; no cabrían todos, seguro que no. Nana, que empezaba a enfadarse, decía con mucho empaque que aquello era excesivo. Pero al ver que aún llegaban otros dos, se echó a reír y lo encontró muy divertido. ¡Tanto peor! Se acomodarían como pudiesen. Todos estaban de pie, a excepción de Gagá y Rose Mignon, que ocupaban los dos sillones que no acaparaba Bordenave. Las voces zumbaban, se hablaba bajo, conteniendo ligeros bostezos.

—Dime, hija mía —preguntó Bordenave—, ¿y si nos sentásemos a la mesa ahora mismo? Estamos ya todos, ¿verdad?

—Sí, sí, estamos ya todos —respondió ella riendo.

Paseó sus miradas y se puso seria, como asombrada por no encontrar allí a alguien. Sin duda faltaba un convidado del que no se hablaba. Era preciso esperar. Unos minutos más tarde, los invitados vieron entre ellos a un gran señor, de noble semblante y hermosa barba blanca. Y lo más sorprendente de todo fue que nadie lo vio entraño debió deslizarse en el saloncito por una puerta del dormitorio, todavía entreabierta. Reinó el silencio, circularon rumores… El conde de Vandeuvres sabía con seguridad quien era el señor, porque cambiaron un discreto apretón de manos, pero sólo respondió con una sonrisa a las preguntas de las señoras Caroline Héquet, a media voz, aseguraba que era un lord inglés que al día siguiente volvía a Londres para casarse; ella lo conocía muy bien, lo había disfrutado. Y esta historia corrió de boca en boca entre las mujeres, aunque María Blond pretendía reconocer en él a un embajador alemán que se acostaba frecuentemente con una de sus amigas. Entre los hombres se le juzgaba con frases breves. Un hombre que parecía serio. Tal vez era él quién pagaba la cena. Muy posible. Olía a pagano.

Bah, con tal que la cena fuese buena… En fin, se quedaron en la duda, y ya se olvidaban del anciano de la barba blanca cuando el maestresala abrió la puerta del salón.

—La señora está servida.

Nana había aceptado el brazo de Steiner, sin advertir, al parecer, un movimiento del anciano, que siguió detrás de ella completamente solo. Por otro lado, no podía organizarse el desfile. Hombres y mujeres entraron a la desbandada, bromeando con una bondad burguesa sobre la falta de ceremonia. Una gran mesa cruzaba el salón de un extremo a otro, y aún resultaba pequeña, porque los cubiertos se tocaban. Cuatro candelabros de diez velas iluminaban el servicio, sobre todo un chapeado, con dos guirnaldas de flores a derecha e izquierda. Un lujo de restaurante, porcelana de filetes dorados, sin numerar, cubiertos usados y desgastados por los años, copas dispares cuyo juego podía completarse en cualquier bazar. Aquello olía a estreno demasiado prematuro, en medio de una fortuna rápida y cuando nadie estaba en su sitio. Faltaban lámparas; los candelabros, cuyas bujías estaban demasiado altas y con poca mecha, daban una luz pálida y amarillenta por encima de las compoteras, de los platos apilados y de las fuentes, donde las frutas, las yemas y los pasteles se alternaban simétricamente.

—Ya lo saben —dijo Nana—, que cada uno se siente donde pueda. Es más divertido.

Ella permanecía en pie delante de la mesa. El anciano señor que nadie conocía se situó a su derecha mientras ella retenía a Steiner a su izquierda. Los convidados ya se sentaban cuando se oyeron groseras invectivas en el saloncito. Era Bordenave, de quien se habían olvidado y que pasaba sus apuros para levantarse de los dos sillones, aullando y llamando a la holgazana de Simonne, escapada con las demás. Las mujeres corrieron hacia él, compadecidas. Bordenave apareció, sostenido y llevado por Caroline, Clarisse, Tatán Néné y María Blond. Y fue un problema instalarle.

—En medio de la mesa, frente a Nana —gritaron—, Bordenave en el centro. ¡Que nos presida!

Entonces aquellas señoras lo sentaron en el centro. Pero hizo falta una segunda silla para su pierna. Dos mujeres le levantaron la pierna y la estiraron delicadamente. Aquello no era nada, comería de lado.

—¡Diablos! —gruñía—. Parece que estoy en un tiesto. Ah, gatitas mías, papá se encomienda a vuestros cuidados.

Rose Mignon se colocó a su derecha y Lucy Stewart a su izquierda. Prometieron cuidarle. Ahora callaba todo el mundo. El conde de Vandeuvres se situó entre Lucy y Clarisse; Fauchery entre Rose Mignon y Caroline Héquet. Por el otro lado, Héctor de la Faloise se apresuró a colocarse junto a Gagá, a pesar de las llamadas de Clarisse, situada enfrente, mientras que la Mignon, que no abandonaba a Steiner, no se separaba de él más que por Blanche, y tenía a su izquierda a Tatán Néné. Luego seguía Labordette. En fin, en los dos extremos estaban las jóvenes, Simonne, Lea de Horn, María Blond, sin orden, amontonadas. Allí era donde Daguenet y Georges simpatizaron más cada vez al ver a Nana sonriendo.

No obstante, como dos personas se quedaron de pie, se bromeó a su costa. Los hombres ofrecían sus rodillas. Clarisse, que no podía mover ni el codo, le decía a Vandeuvres que contaba con él para comer. También Bordenave permanecía en su sitio con sus sillas. Hubo un último esfuerzo y todo el mundo pudo sentarse, pero gritó Mignon que estaban como sardinas en barril.

—Puré de espárragos a la condesa, consomé a la Deslignac —murmuraban los camareros paseando platos servidos por detrás de los convidados.

Bordenave aconsejaba el consomé a todo el mundo, cuando se oyó un grito.

Se protestaba y se enfadaban. La puerta acababa de abrirse y tres retrasados, una mujer y dos hombres, penetraron. ¡Ah, no! ¡Aquello ya era demasiado! Nana, sin embargo, abrió los párpados, sin moverse de su silla, para ver si los conocía. La mujer era Louise Violaine, pero nunca había visto a los hombres.

—Querida —dijo Vandeuvres—, el señor es un oficial de marina amigo mío, el señor de Foucarmont, a quien he invitado.

Foucarmont saludó muy complacido, añadiendo:

—Y yo me he permitido traer a uno de mis amigos.

—¡Ah, perfecto, perfecto! —exclamó Nana—. Siéntense. A ver, Clarisse, retrocede un poco. Están demasiado anchos por ahí. Con buena voluntad…

Aún se estrecharon más; Foucarmont y Louise obtuvieron para ellos una esquina de la mesa, pero el amigo tuvo que quedarse lejos, a distancia de su cubierto, y comía alargando los brazos por entre los hombros de sus vecinos. Los camareros retiraron los platos de la sopa y circularon salchichas aplastadas de gazapo trufado y niokis a la parmesana. Bordenave alborotó a toda la mesa diciendo que estuvo a punto de traer a Prullière, a Fontan y al viejo Bosc.

Nana se puso muy digna; dijo secamente que los habría recibido como merecían. Si hubiese querido tener a sus camaradas, ella misma se habría encargado de invitarlos. No, no; nada de cómicos. El viejo Bosc siempre estaba borracho, Prullière tragaba demasiado, y en cuanto a Fontan, se volvía insoportable en sociedad con sus gritos y sus necedades. Además, se sabe que los cómicos siempre quedan desplazados cuando se encuentran entre caballeros.

—Sí, sí, es cierto —declaró Mignon.

Alrededor de la mesa, aquellos caballeros de frac y corbata blanca estaban muy elegantes, y sus rostros pálidos mostraban una distinción que la fatiga aún acentuaba más. El anciano señor tenía gestos lentos, una sonrisa delicada, como si presidiese un congreso de diputados. Vandeuvres parecía encontrarse en casa de la condesa Muffat, con una exquisita cortesía para con sus vecinos. Aquella misma mañana Nana aún le decía a su tía que en cuestión de hombres, no podía tenerlos mejores; todos nobles o todos ricos; en fin, hombres distinguidos. Y en cuanto a las mujeres, se comportaban muy bien. Algunas, Blanche, Léa y Louise habían venido escotadas, y sólo Gagá mostraba un poco de más, sobre todo cuando por su edad hubiese sido mejor enseñar menos. Cuando cada uno se acomodó, las risas y las bromas cesaron. Georges pensaba que había asistido a cenas más divertidas en casa de los burgueses de Orleáns. Apenas se hablaba, los hombres que no se conocían, se miraban, y las mujeres permanecían tranquilas, y esto sobre todo admiraba a Georges.

Los encontraba muy circunspectos, cuando creía que todo el mundo se abrazaría inmediatamente.

Se servía el segundo plato, una carpa del Rin a la Chambord y una guarnición de corzo a la inglesa, cuando Blanche dijo en voz alta:

—Querida Lucy, el domingo encontré a su Ollivier. ¡Cómo ha crecido!

—Claro; ya tiene dieciocho años —respondió Lucy—. Eso no me rejuvenece mucho. Ayer se volvió a su escuela.

Su hijo Ollivier, del que hablaba con orgullo, era alumno de la escuela de marina. Entonces se habló de los niños. Todas las señoras se enternecieron.

Nana se refirió a lo que era su mayor alegría: el pequeño Louis, que estaba en casa de su tía, que se lo llevaba todas las mañanas a las once, y ella lo metía en su cama, y jugaba con «Lulú», su pequinés. Era morirse de risa ver a los dos meterse por debajo de la colcha hasta los pies. No podían imaginarse lo pillín que era Louiset.

—Ayer pasé un día… —contó a su vez Rose Mignon—. Figúrense que fui a buscar a Charles y a Henri a su pensionado, y tuve que llevarlos al teatro por la tarde. Saltaban y palmoteaban con sus manitas: «¡Veremos actuar a mamá! ¡Veremos actuar a mamá!». ¡Oh, un alboroto! un verdadero alboroto.

Mignon sonreía complacido, sus ojos húmedos de ternura paternal.

—Y durante la representación —prosiguió él— estaban tan graciosos con su seriedad de hombrecitos, comiéndose a Rose con la mirada, preguntándome por qué mamá tenía las piernas desnudas…

Todos se echaron a reír. Mignon triunfaba, halagado en su orgullo de padre. Adoraba a sus pequeños, y sólo le inquietaba una cosa: aumentar su fortuna como administrador, con una rigidez de intendente fiel, del dinero que ganaba Rose en el teatro y en otros sitios. Cuando se casó con ella, era jefe de orquesta en el café-concierto donde ella cantaba; entonces se amaban apasionadamente. Ahora eran buenos amigos. Todo se arregló entre ellos: ella trabajaba todo lo que podía, con su talento y su belleza; él abandonó su violín para cuidarse mejor de sus éxitos de artista y de mujer. No se habría encontrado un matrimonio más burgués ni más unido.

—¿Qué edad tiene el primogénito? —preguntó Vandeuvres.

—Henri tiene nueve años. Pero es ya un muchacho.

Luego le gastó bromas a Steiner, que no quería a los niños, y le decía con tranquila audacia que si fuese padre derrocharía menos neciamente su fortuna. Mientras hablaba, espiaba al banquero por encima de los hombros de Blanche, para ver si se entendía con Nana. Pero desde hacía unos minutos Rose y Fauchery, que hablaban muy juntos, le irritaban. Sin duda que Rose no iría a perder su tiempo con semejante necio. En esos casos, siempre se metía de por medio. Y con sus cuidadas manos, con un diamante en el meñique, se llevó un filete de corzo a la boca.

Por otro lado, la conversación sobre los niños continuaba. Héctor de la Faloise, turbado por la vecindad de Gagá, le preguntaba acerca de su hija, a quien había tenido el placer de ver con ella en el Varietés. Lili se portaba bien, pero aún era muy jovencita. Se quedó sorprendido al saber que Lili iba a cumplir diecinueve años. Gagá le pareció más imponente. Y como tratase de averiguar por qué no había llevado a Lili, ella respondió frunciendo el ceño:

—¡Oh, no, no! Nunca. No hace ni tres meses que quiso salir del pensionado… Yo pensaba casarla en seguida, pero ella me quiere tanto, que tuve que traérmela. Y muy a mi pesar.

Sus párpados azulados, de pestañas quemadas, parpadeaban mientras hablaba del acomodamiento de su hija. Si a sus años no había conseguido ahorrar nada, trabajando siempre y teniendo aún a hombres, sobre todo a jovenzuelos de los que podría ser su abuela, era que verdaderamente el matrimonio valía más. Se inclinó sobre Héctor, quien se sonrojó bajo el hombro desnudo y blanqueado con que ella lo aplastaba.

—Sabe usted —murmuró—, si ella pasa por donde no debe, no será culpa mía. Pero se bromea tanto cuando se es joven…

Había mucho movimiento alrededor de la mesa. Los camareros se apresuraban. Después de lo servido, aún aparecían otros platos: pollo a la mariscala, filetes de lenguado en salsa verde y escalopes. El maestresala que hasta entonces mandó escanciar vino de Meursault, ofreció Chambertin y Léoville. Durante el ligero desbarajuste del cambio de servicio, Georges, cada vez más asombrado, preguntó a Daguenet si todas aquellas señoras tenían hijos, y éste, divertido con la pregunta, se puso a darle detalles.

Lucy Stewart era hija de un engrasador de origen inglés, empleado en la estación del Norte; treinta y nueve años, una cabeza de caballo, pero encantadora, tísica y sin morir nunca; la más elegante de aquellas señoras, tres príncipes y un duque.

Caroline Héquet, nacida en Burdeos de un empleadillo muerto de vergüenza, tenía la buena suerte de contar con una madre que era una mujer con cabeza, quien después de haberla maldecido, había vuelto con ella al cabo de un año de reflexión, tratando de salvarle una fortuna; la muchacha, de veinticinco años de edad y muy fina, pasaba por una de las mujeres más bellas que se podían tener a un precio invariable; la madre, muy ordenada, llevaba los libros, una contabilidad severa de ingresos y gastos, y regía la casa donde vivían, dos pisos más arriba de donde había instalado un taller de costura y lencería.

En cuanto a Blanche de Sivry, cuyo verdadero nombre era Jacqueline Baudu, procedía de un pueblo cercano a Amiens; magnífica persona, necia y embustera; se decía hija de un general y no confesaba más que treinta y dos años; muy apreciada por los rusos a causa de su gordura.

Después Daguenet añadió un breve informe sobre las demás: Clarisse Besnus, recogida como doncella de Saint-Aubin-sur-Mer por una señora cuyo marido la había lanzado; Simonne Cabiroche, hija de un comerciante de muebles del arrabal de Saint-Antoine, educada en un gran pensionado para ser institutriz, y María Blond, y Louise Violaine, y Lea de Horn, todas crecidas en el arroyo Parisiense, sin contar Tatán Néné, que había cuidado vacas hasta los veinte años en Champagne. Georges escuchaba mirando a aquellas mujeres, aturdido y excitado por aquel desembalaje brutal, soltado tan crudamente a su oído; mientras, detrás de él, los camareros repetían con voz respetuosa:

—Pollo a la mariscala… Filetes de lenguado en salsa verde.

—Querido —dijo Daguenet, que le imponía su experiencia— no tome ese pescado, que ya no vale nada a estas horas. Y confórmese con el Léoville; es menos traidor.

Un pesado calor se elevaba de los candelabros, de los platos paseados y de toda la mesa, donde treinta y ocho personas se asfixiaban, y los camareros, distraídos, corrían sobre la alfombra y la manchaban de grasa. Sin embargo, la cena no se animaba casi. Aquellas señoras no hacían más que picotear, dejando la mitad de la comida. Sólo Tatán Néné comía de todo, vorazmente. A una hora tan avanzada de la noche, allí no había más que hambres nerviosas y caprichos de estómagos desordenados. Junto a Nana, el anciano señor rechazaba todos los platos que le presentaban; sólo había tomado una cucharada de la sopa, y callado ante su plato, observaba.

Se bostezaba discretamente. De vez en cuando se cerraban algunos párpados y algunos rostros se volvían terrosos; era un aburrimiento, como siempre, según la expresión de Vandeuvres. Aquellas cenas, para ser divertidas, no tenían que desarrollarse con miramientos. De otro modo, si se hacían los virtuosos, con buenos modales, era lo mismo que comer con gentes honestas, siendo imposible aburrirse más. Sin Bordenave, que aullaba incansable, se habrían dormido todos. Aquel animal de Bordenave, con la pierna bien estirada, se dejaba servir con aire de sultán por sus vecinas, Lucy y Rose, las cuales sólo se ocupaban de él, cuidándole, mimándole, vigilando su copa y su plato, lo que no impedía que siguiera quejándose.

—¿Cuál es la que cortará mi carne? Yo no puedo con la mesa a una legua.

Simonne se levantaba a cada momento, se quedaba de pie detrás de él, para cortar su carne y su pan. Todas las mujeres se interesaban en lo que comía. Llamaban a los camareros y lo atracaban hasta ahogarle. Habiéndole limpiado la boca Simonne, mientras Rose y Lucy le cambiaban el cubierto, lo encontró muy gracioso, y al fin se decidió a mostrarse contento:

—Así se hace. Estás en tu papel, pequeña. La mujer no fue hecha más que para esto.

Se animaron un poco y la conversación se generalizó. Se acababan los sorbetes de mandarina. El asado caliente era un filete trufado, y el asado frío una gelatina de pintada. Nana, enfadada por la falta de expansión de sus convidados, se puso a hablar en voz alta:

—¿Saben que el príncipe de Escocia ha mandado que se le reserve un palco de proscenio para ver La Venus Rubia, cuando venga a visitar la Exposición?

—Confío en que todos los príncipes pasarán por allá —declaró Bordenave con la boca llena.

—El domingo se espera al sha de Persia —dijo Lucy Stewart.

Entonces Rose Mignon habló de los diamantes del sha.

—Lleva una túnica cubierta de piedras, una maravilla, un astro flotante que representa millones.

Y aquellas señoras, pálidas, con ojos brillando de codicia, alargaron sus cuellos, citando a los otros reyes y a los otros emperadores que se esperaban. Todas soñaban con algún capricho real, con una noche pagada con una fortuna.

—Decidme, querido —preguntó Caroline Héquet inclinándose hacia Vandeuvres—, ¿qué edad tiene el emperador de Rusia?

—Bah, no tiene edad —respondió el conde riéndose—. Pero no hay nada que hacer, se lo advierto.

Nana fingió sentirse molesta. La palabra parecía muy dura y se protestó con un murmullo. Pero Blanche daba detalles acerca del rey de Italia, a quien había visto una vez en Milán; no era muy guapo, lo cual no le impedía tener a todas las mujeres, y se enfadó cuando Fauchery aseguró que Víctor Manuel no vendría a París. Louise Violaine y Léa se inclinaron por el emperador de Austria. De pronto se oyó a la pequeña María Blond que decía:

—¡Vaya un vejete el tal rey de Prusia! Yo estaba en Baden el año pasado, y se le veía siempre con el conde de Bismarck.

—¿Bismarck? —interrumpió Simonne—. Yo lo conocí. Un hombre encantador.

—Eso es lo que yo decía ayer —exclamó Vandeuvres— y no querían creerme.

Y lo mismo que en casa de la condesa Sabine, se ocuparon largamente del conde de Bismarck. Vandeuvres repetía las mismas frases. Por un instante, parecía estar de nuevo en el salón de los Muffat; sólo las señoras habían cambiado. Precisamente se pasó al tema de la música. Luego, habiendo dejado escapar Foucarmont una palabra acerca de la toma de hábitos de que hablaba todo París, Nana, interesada, quiso saber detalles sobre la señorita de Fougeray. ¡Oh, pobrecita, enterrarse así en vida! Pero cuando la vocación llama… Alrededor de la mesa todas las señoras estaban muy conmovidas. Y Georges, fastidiado por oír estas cosas por segunda vez, interrogaba a Daguenet sobre las costumbres íntimas de Nana, mientras la conversación recaía fatalmente en el conde de Bismarck. Tatán Néné se inclinó al oído de Labordette para preguntarle quién era aquel Bismarck, que ella no conocía.

Entonces Labordette le contó con mucha delicadeza unas historias monstruosas: aquel Bismarck se comía la carne cruda, cuando se encontraba con una mujer cerca de su madriguera se la llevaba a hombros, y con ese procedimiento tenía ya treinta y dos hijos a los cuarenta años.

—¡A los cuarenta años, treinta y dos hijos! —exclamó Tatán Néné, estupefacta y convencida—. ¡Estará muy fatigado para su edad!

Todos se echaron a reír, y comprendió que se burlaban de ella.

—¡Eres un necio! ¿Acaso sé yo si estás bromeando?

Mientras tanto Gagá continuaba con la Exposición. Al igual que todas aquellas señoras, se regocijaba y se preparaba. Una buena temporada, con todos los provincianos y los extranjeros callejeando por París. En fin, tal vez después de la Exposición, si los asuntos habían ido bien, podría retirarse a Juvisy, en una casita que vio mucho tiempo atrás.

—¿Qué quiere? —decía a Héctor—. No se consigue nada. Si aunque la amasen a una…

Gagá se enternecía porque había sentido la rodilla del joven pegada a la suya. Héctor se puso granate. Ella, ceceando, lo medía de una ojeada. Un señorito no muy pesado, pero Gagá tampoco era difícil. Héctor de la Faloise consiguió su dirección.

—Mirad —murmuró Vandeuvres a Clarisse—, me parece que Gagá se lleva a vuestro Héctor.

—Poco me importa —respondió la actriz—. Ese muchacho es idiota. Ya lo he echado tres veces. Cuando a esos mocosos les da por las viejas, me asquean.

Y se interrumpió para señalar con un sobrio ademán a Blanche, quien desde el principio de la cena permanecía inclinada en una posición muy incómoda pavoneándose y queriendo enseñar sus hombros al anciano señor, sentado tres sillas más allá.

—También le dejan, querido —replicó ella.

Vandeuvres sonrió finamente, con un gesto de indiferencia. Ciertamente, no sería él quien impidiese a la pobre Blanche conseguir una conquista. El espectáculo que daba Steiner a toda la mesa era más interesante. Se conocía al banquero por sus enamoramientos, pues este terrible judío alemán, este manejador de asuntos en cuyas manos se fundían los millones, era un imbécil cuando tropezaba con una mujer, y las quería todas, no pudiendo aparecer una en el teatro sin que la comprase, por cara que fuese. Se daban cifras. Dos veces le había arruinado su furioso apetito de muchachas. Como decía Vandeuvres, las muchachas vengaban la moral vaciando sus arcas. Una gran operación sobre las Salinas de las Landas le había devuelto su poderío en la Bolsa; los Mignon, desde hacía seis meses, mordían fuertemente en las Salinas. Pero ya se apostaba abiertamente que no serían los Mignon quienes se quedarían con todo el jamón, porque Nana enseñaba sus blancos dientes.

Una vez más Steiner estaba cogido, y tan fuertemente que, al lado de Nana, parecía como adormecido, comiendo sin apetito, el labio colgante y el rostro salpicado de manchas. Ella no tenía más que nombrar una cantidad. Sin embargo, no se apresuraba; jugaba con él, le soltaba su risa al oído y se divertía con los estremecimientos que pasaban por su ancho rostro. Siempre habría ocasión de sujetar aquello si el grosero y maleducado conde Muffat hacía decididamente de casto José.

—¿Léoville o Chambertin? —murmuró un camarero asomando la cabeza entre Nana y Steiner, en el momento en que éste le hablaba a ella en voz baja.

—¿Eh? ¿Qué? —balbuceó desconcertado—. Lo que usted quiera; me da lo mismo.

Vandeuvres empujaba ligeramente con el codo a Lucy Stewart, una lengua malévola, un espíritu feroz cuando se lanzaba. Mignon, aquella noche, la exasperaba.

—Ya sabe que aguantará la vela —decía ella al conde—. Confía en que se repita el lance del pequeño Jonquier. Ya se acordará de Jonquier, aquel que estaba con Rose y se encaprichó con la gran Laure. Mignon se la proporcionó y luego se lo llevó del brazo a casa de Rose, como un marido al que se le acabara de permitir una juerguecita… Pero esta vez le saldrá el tiro por la culata. Nana no devuelve los hombres que le prestan.

—¿Qué diablos tendrá Mignon que mira tan severamente a su mujer? —preguntó Vandeuvres.

Se inclinó y vio que Rose se enternecía al lado de Fauchery. Esto le explicó la cólera de su vecina, y exclamó riendo:

—¡Diablos! ¿Acaso está celosa?

—¿Celosa? —replicó enfurecida Lucy—. Pues si Rose tiene ganas de Léon, se lo daré muy gustosa. ¡Para lo que vale! Un ramo a la semana, y según. Fíjese, querido: estas mujeres de teatro son todas iguales. Rose ha llorado de rabia leyendo el artículo de Léon sobre Nana; lo sé. Entonces, como comprenderá, también necesita un artículo, y se lo conquista. Yo voy a mandar a paseo a Léon; ya lo verá.

Se detuvo para decir al camarero que estaba de pie detrás de ella con las dos botellas:

—Léoville.

Después prosiguió, bajando la voz:

—No voy a gritar ese no es mi estilo… Pero no deja de ser una canallada. Si estuviese en el puesto de su marido, le pegaría una paliza… Esto no la hará feliz. No conoce a mi Fauchery, un cerdo que se pega a las mujeres para crearse una posición. ¡Bonita gente!

Vandeuvres trató de calmarla. Bordenave, abandonado por Rose y por Lucy, se enfadaba y gritaba que dejaban morir a papá de hambre y de sed.

Esto produjo mucho regocijo. La cena languidecía, nadie comía ya. Se estropeaban en los platos las setas a la italiana y las empanadas de ananás Pompadour. Pero el champaña que se bebía desde el consomé animaba poco a poco a los convidados con una embriaguez nerviosa. Se acabó por guardar menos compostura; las mujeres se acodaron frente a los abandonados cubiertos, los hombres, para respirar, retiraron hacia atrás sus sillas, y los fracs negros se hundieron entre los corpiños claros, y los hombros desnudos adquirieron un matiz de seda.

Hacía demasiado calor, y la claridad de las velas, que aún amarilleaban, se espesaba por encima de la mesa. Por instantes, cuando una nuca dorada se inclinaba bajo una lluvia de rizos, el brillo de un collar de diamantes relucía en lo alto de un moño. Las alegrías lanzaban fuego, los ojos reían, los dientes blancos se entreveían y el reflejo de los candelabros ardía en las copas de champaña. Se bromeaba muy alto, se gesticulaba en medio de preguntas que quedaban sin respuesta, y se hacían llamadas de un extremo a otro del salón. Pero eran los camareros quienes hacían más ruido, creyéndose en los pasillos de su restaurante, empujándose y sirviendo los postres y los helados con exclamaciones chillonas.

—Pequeñas mías —gritó Bordenave—, no sé si sabréis que mañana hay función. ¡Cuidado con el champaña!

—A mí —decía Foucarmont—, que he bebido todos los vinos imaginables en las cinco partes del mundo… ¡Oh, líquidos extraordinarios, alcoholes para matar a un hombre de golpe…! Pues eso, a mí, nada. No puedo embriagarme. Lo he intentado, pero no puedo.

Estaba muy pálido, muy frío, recostado contra el respaldo de su silla y sin dejar de beber.

—No importa —murmuró Louise Violaine—. Acaba, que ya tienes bastante… Sería bonito que me pasase el resto de la noche cuidándote.

La embriaguez ponía en las mejillas de Lucy Stewart las llamas rojas de los tísicos, mientras Rose Mignon se ponía tierna y se le humedecían los ojos. Tatán Néné, aturdida por haber comido tanto, reía tontamente en su necedad. Las demás, Blanche, Caroline, Simonne y María hablaban todas a la vez y se contaban sus cosas: una discusión con su cochero, un proyecto de salida al campo, historietas complicadas de amantes robados y devueltos. A todo esto, un joven, vecino de Georges, quiso besar a Lea de Horn y recibió una bofetada con un: «¡Ea, dejadme tranquila!». Muy indignado, y Georges, muy bebido, muy excitado por la vista de Nana, vaciló ante una idea que maduraba seriamente: la de ponerse de cuatro patas, bajo la mesa, e ir a colocarse a sus pies como si fuese un perrillo. Nadie le habría visto y estaría muy a gusto.

Luego, tras el ruego de Léa a Daguenet para que dijese al joven inoportuno que se estuviese quieto, Georges se puso de repente muy triste, como si le hubiesen reñido a él; aquello era una necedad, un aburrimiento sin nada que valiese la pena.

Daguenet, no obstante, bromeaba y le obligaba a beberse un gran vaso de agua a la vez que le preguntaba qué haría si se encontrase solo con una mujer, cuando tres copas de champaña bastaban para tumbarle.

—Vean —repuso Foucarmont—, en La Habana hacen un aguardiente con una baya salvaje, y parece que se bebe fuego. Pues bien, una tarde bebí más de un litro y no me hizo nada. Más fuerte que eso; otro día, en las costas de Coromandel, los salvajes nos dieron no sé qué mezcla de pimienta y vitriolo; tampoco me hizo efecto. No puedo emborracharme.

Desde hacía un rato el rostro de Héctor de la Faloise, frente a él, le disgustaba. Gruñía y soltaba palabras desagradables. Héctor, cuya cabeza se volvía y movía mucho, se arrimaba a Gagá, pero una inquietud acabó con su agitación: le habían cogido el pañuelo, y lo reclamaba con la cabezonería de la embriaguez, interrogando a sus vecinos, y agachándose para mirar bajo las sillas y a los pies. Y como Gagá tratase de tranquilizarle, murmuró:

—Eso es estúpido; en una esquina tiene mis iniciales y mi corona. Eso podría comprometerme.

—Dígame, señor Falamoise, Lamafoise, Malafoise —gritó Foucarmont, que hallaba muy divertido desfigurar hasta el infinito el nombre del joven.

Pero Héctor de la Faloise se enfadó. Habló de sus antepasados, balbuceando. Amenazó con arrojar una botella a la cabeza de Foucarmont. El conde de Vandeuvres tuvo que intervenir para asegurar que Foucarmont era un bromista. Todo el mundo se reía. Esto conmovió al aturdido joven, que en seguida quiso volver a sentarse, y comía con una obediencia de chiquillo cuando su primo le ordenaba a gritos que comiese. Gagá volvió a cogerlo para sí; sólo que de vez en cuando él echaba sobre los convidados miradas disimuladas y ansiosas, sin dejar de buscar su pañuelo.

Entonces Foucarmont, que estaba en vena, atacó a Labordette a través de la mesa. Louise Violaine trataba de que callase, pues, según decía ella, cuando se metía con los demás, siempre acababa mal para ella. Foucarmont había encontrado una broma que consistía en llamar a Labordette «señora» y debía divertirle mucho porque lo repetía mientras Labordette, tranquilamente, se encogía de hombros, diciendo cada vez:

—Cállese, querido; no sea necio.

Pero como Foucarmont proseguía y llegaba a los insultos, sin que se supiese por qué, dejó de responderle y se dirigió al conde de Vandeuvres:

—Señor, haga callar a su amigo… No quisiera enfadarme.

Dos veces se había batido. Se le saludaba y se le admitía en todas partes.

Hubo una sublevación general contra Foucarmont. Toda la mesa se alegraba, encontrándolo muy ingenioso, pero aquello no era motivo para estropear la noche. Vandeuvres, cuyo rostro al fin se puso cobrizo, exigió que devolviese su sexo a Labordette. Los otros hombres, Mignon, Steiner, Bordenave, muy excitados, intervinieron también, gritando y apagando su voz. Y únicamente el anciano señor olvidado junto a Nana conservaba su aire respetable, su sonrisa cansada y muda, mientras seguía con sus pálidos ojos aquella zarabanda de los postres.

—Gatita mía, ¿y si tomásemos aquí el café? —dijo Bordenave—. Se está muy bien.

Nana no respondió inmediatamente. Desde que empezó la cena no parecía encontrarse en su casa. Todo el mundo la había ahogado y aturdido, llamando a los camareros, hablando alto, poniéndose a su gusto, como si estuviesen en un restaurante. Ella misma olvidaba su papel de anfitriona y no se ocupaba más que del gordo Steiner, que reventaba de apoplejía a su lado. Le escuchaba y aún negaba con la cabeza y con su risa provocadora de rubia carnosa. El champaña bebido se le veía en las mejillas, en la boca húmeda y en los ojos chispeantes, y el banquero ofrecía más a cada movimiento coquetón de sus hombros y a cada ligera ondulación voluptuosa de su cuello cuando ella miraba a otro lado. Él veía allí, junto al oído, un rinconcito delicado, un raso que le volvía loco.

En algún momento Nana, molesta, se acordaba de sus invitados y trataba de ser amable para demostrarles que sabía recibir. Hacia el final de la cena, estaba muy bebida, y esto la desolaba; el champaña embriagaba en seguida. Entonces la desesperó una idea.

Era una cochinada lo que querían hacerle aquellas señoras comportándose mal en su casa. ¡Oh, lo veía claro! Lucy había guiñado el ojo para animar a Foucarmont contra Labordette, mientras Rose, Caroline y las otras excitaban a aquellos señores. Ahora todo estribaba en no entenderse, para decir que se permitía todo en las cenas de Nana. ¡Pues iban a ver! Por más embriagada que estuviese, todavía era la más elegante y la más decente.

—Gatita mía —repitió Bordenave—, di que sirvan el café aquí. Lo prefiero, debido a mi pierna.

Pero Nana se había levantado bruscamente, murmurando al oído de Steiner y del anciano señor, quienes se quedaron estupefactos:

—Me está bien empleado. Esto me enseñará a no invitar a gente marrana.

Después señaló con la mano la puerta del comedor, y dijo en voz alta:

—Ya lo saben: si quieren café, allí lo hay.

Dejaron la mesa y se empujaron hacia el comedor sin notar la cólera de Nana. Y en seguida no quedó en el salón más que Bordenave, apoyándose en las paredes, avanzando con precaución, y echando pestes contra aquellas condenadas mujeres que se mofaban de papá ahora que estaban llenas.

Los camareros levantaron el servicio obedeciendo las órdenes del maestresala. Se precipitaron, se atropellaron e hicieron desaparecer la mesa, como un decorado de magia al silbido del jefe de los tramoyistas. Aquellas señoras y aquellos caballeros tenían que regresar al salón una vez hubiesen tomado el café.

—Caramba, aquí hace menos calor —dijo Gagá estremeciéndose ligeramente al entrar en el comedor.

La ventana de aquella pieza había permanecido abierta. Dos lámparas iluminaban la mesa, en donde estaba servido el café y había los licores. Sin sillas, se bebió el café en pie mientras el jaleo de los camareros aumentaba en el salón.

Nana había desaparecido, pero nadie se inquietaba por su ausencia. Lo pasaban perfectamente sin ella, y cada uno se servía, buscando en los cajones del aparador las cucharillas que faltaban. Se habían formado varios grupos; las personas separadas durante la cena se reunieron, y se cambiaron miradas, risas significativas y palabras que resumían las situaciones.

—¿No es cierto, Auguste —dijo Rose Mignon—, que el señor Fauchery debería venir a almorzar uno de estos días?

Mignon, que jugueteaba con la cadena de su reloj, envolvió durante un segundo al periodista con su severa mirada. Rose estaba loca. Como buen administrador pondría orden a tanto desbarajuste. Por un artículo, sea, pero en seguida puerta cerrada. No obstante, como sabía el poco juicio de su esposa, y como tenía por norma permitirle paternalmente una tontería cuando era necesario, respondió, amable:

—Claro que sí; estaré muy encantado. Venga mañana, señor Fauchery.

Lucy Stewart, que charlaba con Steiner y Blanche, escuchó aquella invitación. Alzando la voz, dijo al banquero:

—Es la rabia que tienen todas. Hay una que hasta me robó mi perro… Veamos, querido, ¿acaso es culpa mía si usted la abandona?

Rose volvió la cabeza. Bebía su café a sorbitos mientras miraba a Steiner fijamente, muy pálida, y toda la cólera contenida en su abandono apareció en sus ojos como una llama. Ella veía más que Mignon; era una majadería pretender un asunto como el de Jonquier, pues tales maquinaciones no resultaban dos veces. Tanto peor. Tendría a Fauchery, del que se encaprichó en la cena, y si Mignon no estaba satisfecho, esto le enseñaría para otra vez.

—¿No irán a batirse? —le dijo Vandeuvres a Lucy Stewart.

—No, no tenga miedo. Pero que esté tranquila o saco los trapitos al sol.

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