Nana

Nana


Capítulo V

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Y empujada por él, Rose saltó por encima de los cuerpos y se vio en escena, ante la llamarada de las candilejas y delante del público. Aún no había comprendido por qué se estaban peleando en el suelo. Temblando, zumbándole la cabeza, descendió hacia las candilejas con su hermosa sonrisa de Diana enamorada y atacó la primera frase de su dúo con una voz tan cálida que el público le dedicó una ovación. Al otro lado del decorado oía los golpes sordos de los dos hombres. Habían rodado hasta cerca del primer rompimiento. Afortunadamente la música apagaba el ruido de los golpes que se daban contra el bastidor.

—¡Por Dios! —gritó Bordenave exasperado cuando consiguió separarlos—. ¿No podrían ir a pegarse a su casa? Ya saben que eso me indigna… Tú, Mignon, harás el favor de quedarte aquí, del lado del patio, y usted, Fauchery, le echo a la calle si abandona la parte del jardín. ¿Han entendido? Al lado del patio y al lado del jardín, o prohíbo a Rose que les acompañe.

Cuando volvió al lado del príncipe, éste le preguntó qué ocurría.

—¡Oh…! nada de particular —murmuró Bordenave con aire tranquilo.

Nana, de pie, envuelta en un abrigo de pieles, esperaba su entrada hablando con aquellos señores. Cuando el conde Muffat subía para echar una ojeada al escenario, entre dos bastidores, a un gesto del regidor comprendió que debía pisar despacio. Una paz cálida caía de la bóveda. Entre bastidores, iluminadas violentamente por haces de luz, había algunas personas hablando en voz baja, que se paraban y se iban de puntillas. El gasista estaba en su puesto, junto al juego complicado de las llaves; un bombero, apoyado contra una mampara, trataba de ver alargando el cuello, mientras que en lo alto y sobre su banco el hombre del telón vigilaba con gesto resignado, pues no conocía la obra y esperaba atento el campanillazo para maniobrar las cuerdas. Y, en medio de aquella atmósfera ahogada, de aquel pisoteo y aquellos cuchicheos, la voz de los actores llegaba rara, ensordecida, y con una sorprendente desafinación. Luego, más allá de los ruidos confusos de la orquesta, se percibía como un inmenso aliento, el respirar de la sala, cuyo soplo se hinchaba a veces, estallando en rumores, en risas y en aplausos. Se sentía al público sin verlo, incluso en sus silencios.

—Hay algo abierto —dijo bruscamente Nana, ciñéndose el abrigo—. Véalo, Barillot. Seguro que acaban de abrir una ventana. Aquí se puede morir una.

Barillot juró que lo había cerrado todo personalmente. Tal vez había algún cristal roto. Los artistas siempre se quejaban de las corrientes de aire. En medio del pesado calor del gas y las corrientes de aire, aquello era un criadero de catarros, como decía Fontan.

—Quisiera verle escotado —repuso Nana malhumorada.

—¡Silencio! —ordenó Bordenave.

En escena, Rose detallaba tan finamente una frase de su dúo, que los bravos cubrieron la orquesta. Nana se calló y puso cara seria. El conde asomaba por un callejón, y Barillot le detuvo para advertirle que por allí quedaba al descubierto. Veía la decoración por el revés y, de lado, la parte trasera de los bastidores reforzados con una espesa capa de viejos carteles, luego una parte del escenario: la caverna del Etna abierta en una mina de plata, con la fragua de Vulcano al fondo. Las baterías del telar prestaban vivos reflejos a la cascarilla aplicada a brochazos. Unos montantes con globos azules y rojos, por una oposición calculada, producían una llama de ascuas ardientes, mientras que en el suelo, y en tercer término, otra batería destacaba un grupo de rocas negras. Y más allá, junto a un practicable inclinado en suave pendiente, en medio de aquellas gotas de luz semejantes a las lámparas colocadas sobre la hierba en una noche de fiesta pública, la vieja señora Drouard, que interpretaba a Juno, estaba sentada, cegada y soñolienta, en espera de su entrada.

Pero hubo un movimiento. Simonne, que escuchaba un relato de Clarisse, exclamó:

—¡Vaya, la Tricon!

En efecto, era la Tricon, con sus rizos y sus aires de condesa que paraliza a los abogados. Cuando vio a Nana, se fue directo hacia ella.

—No —dijo Nana después de un rápido cambio de palabras—. Ahora no.

La vieja señora se quedó seria. Prullière, al pasar, le dio un apretón de manos. Dos figurantas la contemplaban con emoción. Ella, por un momento, se quedó indecisa. Luego llamó a Simonne con un gesto, y el cambio rápido de palabras volvió a empezar.

—Sí —dijo al fin Simonne—. Dentro de media hora.

Pero cuando subía a su camerino, la señora Bron, que nuevamente se paseaba con cartas, le entregó una. Bordenave, bajando la voz, reprochó iracundo a la portera el haber permitido que pasase la Tricon. ¡Aquella mujer! ¡Y precisamente aquella noche! Le indignaba a causa de Su Alteza. La señora Bron, después de treinta años en el teatro, respondió en tono agrio. ¿Acaso lo sabía? La Tricon hacía negocios con todas aquellas mujeres; el señor director la había encontrado más de veinte veces sin decirle nada. Y mientras Bordenave mascullaba palabrotas, la Tricon, tranquila, observaba al príncipe, como mujer que mide a un hombre de una ojeada. Una sonrisa iluminó su rostro amarillo. Luego se marchó, con paso lento, por entre las figurantas respetuosas.

—En seguida, ¿no es así? —dijo volviéndose hacia Simonne.

Simonne parecía muy fastidiada. La carta era de un joven al que le había prometido aquella noche. Entregó a la señora Bron un papel en el que garrapateó «No es posible esta noche, querido; estoy comprometida». Pero se quedó inquieta; de cualquier modo aquel joven esperaría. Como no actuaba en el tercer acto, quería marcharse inmediatamente. Entonces rogó a Clarisse que fuese a ver, pues no salía a escena hasta el final del acto. Descendió mientras Simonne subía un momento a su camerino, que era el de las dos.

Abajo, en la cantina de la señora Bron, un figurante encargado del papel de Plutón bebía solo, envuelto en un gran manto rojo con franjas doradas. El pequeño negocio de la portera debió ser bueno, porque en el suelo de la bodega, debajo de la escalera, brillaba el líquido de los vasos derramados. Clarisse recogió su túnica de Isis para no arrastrarla por los peldaños grasientos, pero se detuvo prudentemente y se limitó a asomar la cabeza por detrás de la escalera para echar una ojeada al cuartucho. Y estuvo a punto de desplomarse. Aún seguía allí el idiota de Héctor, en la misma silla, entre la mesa y la estufa. Delante de Simonne había demostrado que iba a marcharse, pero luego regresó. Además, la portería continuaba llena de señores enguantados, correctos, con gesto sumiso y paciente. Todos esperaban, mirándose con gravedad.

En la mesa no quedaban más que los platos sucios, y la señora Bron acababa de repartir los últimos ramos de flores. Sólo una rosa que había caído al suelo se marchitaba junto a la gata negra, apelotonada en un rincón mientras los gatitos corrían y saltaban por entre las piernas de los señores. Clarisse estuvo por echar fuera a Héctor, pues a ese cretino no le gustaban los animales, lo único que le faltaba. Se encogía a causa de la gata, para no tocarla.

—Mira que te va a arañar no te fíes —le dijo Plutón, un bromista que volvía arriba secándose los labios con el revés de la mano.

Entonces Clarisse abandonó la idea de hacerle una escena a Héctor de la Faloise. Había visto cómo la señora Bron entregaba la carta al joven de Simonne, y éste fue a leerla bajo el mechero de gas del vestíbulo. «No es posible esta noche, querido; estoy comprometida.» Y apaciblemente, acostumbrado sin duda, había desaparecido. Por lo menos había uno que sabía comportarse. Ése no era como los demás, que se obstinaban en seguir sentados en las sillas de paja de la señora Bron, en aquella gran linterna de cristales, donde se cocían y no se pasaba nada bien. ¡Tenían que estar muy interesados los hombres! Clarisse regresó disgustada, atravesó el escenario y subió despacio los tres pisos de la escalera de los camerinos para dar una respuesta a Simonne.

Entre bastidores, un poco apartado, el príncipe hablaba con Nana. No la había abandonado y la envolvía con sus ojos entornados. Nana, sin mirarle, sonreía y decía sí con un movimiento de cabeza. Pero, bruscamente, el conde Muffat obedeció a una llamada interior, y abandonó a Bordenave, que le daba detalles acerca de la maniobra de las cabrías y los tambores, y se acercó a ellos para cortar la conversación. Nana levantó la mirada y le sonrió como sonreía a Su Alteza. No obstante, continuaba con el oído atento, en espera de su réplica.

—El tercer acto es el más corto, me parece —decía el príncipe, molesto por la presencia del conde.

Nana no respondió y cambió de expresión, entregada de repente a su trabajo. Con un rápido movimiento de hombros se desprendió de sus pieles, que la señora Jules, de pie a su lado, recibió en sus brazos. Y desnuda, después de haberse llevado las manos a la cabellera, como para sujetarla, entró en escena.

—¡Silencio, silencio! —gruñó Bordenave.

El conde y el príncipe se quedaron sorprendidos. En medio de un gran silencio, se elevó un suspiro profundo, un lejano rumor de muchedumbre. Todas las noches se producía el mismo efecto a la entrada de Venus, en su desnudez de diosa. Entonces Muffat quiso ver, y aplicó el ojo a un agujero. Más allá del arco de círculo deslumbrador de las candilejas, la sala aparecía oscura, como repleta de una humareda rosácea, y sobre este fondo neutro, donde las filas de rostros ofrecían una confusa palidez, Nana se le destacaba en blanco, alta, ocultándole las localidades, desde el palco hasta la bóveda. La percibía de espaldas, los riñones tensos y los brazos abiertos, mientras en el suelo, a ras de sus pies, la cabeza del apuntador, una cabeza de vejete, parecía como cortada, con aspecto humilde y honesto.

En ciertas frases de su romanza de entrada, unas ondulaciones parecieron surgir de su cuello, descender hasta su talle y expirar en el borde arrastrado de su túnica. Cuando lanzó la última nota en medio de una tempestad de bravos, saludó, las gasas flotando, la cabellera rozándole los riñones, con una flexión de espinazo. Y viéndola así, inclinada y destacándose las caderas, retrocediendo hacia el agujero por el que él miraba, el conde se incorporó, repentinamente pálido. Ahora había desaparecido el escenario y ya no veía más que el reverso del decorado, el abigarramiento de viejos carteles, pegados en todos los sentidos. En el practicable, entre los rastrillos de gas, todo el Olimpo se había unido a la señora Drouard, que aún dormitaba. Esperaban el final del acto, Bosc y Fontan, sentados en el suelo y la barbilla sobre las rodillas; Prullière, estirándose y bostezando antes de salir a escena, todos fatigados, con los ojos enrojecidos y deseando irse a dormir.

En aquel momento, Fauchery, que rondaba por el lado del jardín desde que Bordenave le prohibió el lado del patio, se colgó del conde para darse cierta importancia, y se ofreció a enseñarle los camerinos. Muffat, a quien una creciente molicie dejaba sin voluntad, acabó por seguir al periodista, después de buscar con la mirada al marqués de Chouard, que no estaba allí. Sentía a la vez un alivio y una inquietud al abandonar aquellos bastidores, desde los que oía cantar a Nana.

Fauchery le precedía en la escalera, que en el primer y en el segundo piso cerraban unos biombos de madera. Era una de esas escaleras de casa lóbrega, como las vistas por el conde Muffat en sus giras como miembro del Comité de Beneficencia, desnuda y deteriorada, pintarrajeada de amarillo, con los escalones desgastados por el continuo roce de los pies, y con una barandilla de hierro que el frotamiento de manos había pulido.

En cada descansillo, a ras del suelo, una ventana baja ofrecía el hueco de un tragaluz. En las lámparas adosadas a las paredes ardían luces de gas, iluminando crudamente aquella miseria, despidiendo un calor que ascendía y se amontonaba bajo la estrecha espiral de los pisos.

Al llegar al pie de la escalera, el conde sintió nuevamente un soplo ardiente que le caía sobre la nuca, aquel olor de mujer salido de los camerinos, en una oleada de luz y ruido, y ahora, a cada peldaño que subía, el almizcle de los polvos y la acritud del vinagre de tocador le ahogaban, le aturdían más. En el primer piso se abrían dos pasillos, dando a un recodo, con puertas de sospechoso hotel amueblado pintadas de amarillo, con grandes números blancos; en el suelo, las baldosas desunidas y agrietadas entre el desnivel de la vieja casa. El conde se aventuró, dirigió la mirada a una puerta entreabierta y vio una estancia muy sucia, un tenducho de peluquero de arrabal, amueblado con dos sillas, un espejo y un tablero con cajón, ennegrecido por la grasa de los peines. Un mocetón sudoroso, brillándole los hombros, se cambiaba de camisa, y en otro cuarto parecido y vecino, una mujer a punto de marcharse se ponía los guantes, con los cabellos despeinados y mojados como si acabase de tomar un baño.

Fauchery llamó al conde, y éste llegaba al segundo piso en el instante que salía un vocablo soez del pasillo de la derecha. Mathilde, un pingajo de ingenua, acababa de romper su palangana, cuya agua jabonosa se escurría hasta el descansillo. Un camerino se cerró violentamente; dos mujeres en corsé cruzaron de un salto, y otra, con la punta de la camisa entre los dientes, apareció y desapareció. Luego hubo risas, una discusión, una canción empezada e inmediatamente interrumpida. A lo largo del pasillo, por las aberturas, se percibían carnes desnudas, blancuras de piel y palideces de lencería; dos muchachas, muy divertidas, se mostraban mutuamente sus lunares; una, muy joven, casi una niña, se había levantado las faldas por encima de las rodillas y se cosía el pantalón, mientras que las camareras, al ver a los dos hombres, corrían ligeramente las cortinas, por decencia. Era el atropello del final, el gran lavatorio del blanco y del colorete, el traje de calle vuelto a vestir en medio de una nube de polvos de arroz, un aumento de olor humano arrojado por las puertas batientes.

En el tercer piso, Muffat se abandonó a la embriaguez que le invadía. El camerino de las figurantas estaba allí; veinte mujeres amontonadas, una desbandada de jabones y de botellas de agua de lavanda, la sala común de una casa de arrabal. Al pasar, oyó detrás de una puerta un lavatorio feroz, una tempestad en una palangana. Y subía al último piso cuando tuvo la curiosidad de aventurar una última mirada por una puerta entreabierta: la estancia estaba vacía y no había, bajo la llama del gas, más que un orinal olvidado en medio de un desorden de faldas tiradas por el suelo. Esta pieza fue la última visión que se llevó.

Arriba, en el cuarto piso, se ahogaba. Todos los olores y todas las llamas convergían allí; el techo amarillo parecía tostado, un farol ardía entre una neblina rosácea. Por un momento se agarró a la barandilla de hierro, que encontró tibia, con una tibieza viva, y cerró los ojos, absorbiendo en una aspiración el sexo de la mujer, que él aún ignoraba y le abofeteaba en la cara.

—Venga ya —gritó Fauchery, desaparecido desde hacía un instante—. Le llaman.

Se hallaba en el fondo del pasillo, en el camerino de Clarisse y de Simonne, una pieza larga bajo el tejado con paneles cortados y paredes en escuadra. La claridad entraba por arriba, a través de dos anchas aberturas. Pero en aquella hora de la noche sólo las llamas de gas iluminaban la estancia empapelada a lo barato; un papel con flores rosa sobre un emparrado verde. Dos tablas, una al lado de la otra, hacían de tocador dos tablas forradas de tela encerada y ennegrecida por el agua derramada y bajo las cuales se amontonaban tarros de cinc abollados, cubos llenos de lavazas y cántaros de barro amarillento. Allí había un puesto de artículos de bazar, retorcidos, sucios por el uso, palanganas desportilladas y peines desdentados, todo lo que la prisa y la desidia de dos mujeres que se lavan y desnudas en común dejan alrededor suyo de desorden en un lugar que utilizan de paso y cuya suciedad no les importa.

—Venga ya —repitió Fauchery, con esa camaradería que adoptan los hombres entre las mujerzuelas—. Clarisse quiere saludarle.

Muffat terminó por entrar, pero se quedó sorprendido al encontrar al marqués de Chouard instalado entre los dos tocadores, en una silla. El marqués se había retirado allí y apartaba los pies, porque de un cubo agujereado salía una agua blancuzca. Se le notaba muy a su gusto, como conocedor de ciertos buenos sitios, remozado en aquella sofocación de bañera, en aquel tranquilo impudor de mujer, que aquel rincón de suciedad hacía natural y aceptable.

—¿Es que te vas con el viejo? —preguntó Simonne al oído de Clarisse.

—Muchas veces —le respondió Clarisse en voz alta.

La camarera, una jovencita muy fea y muy familiar, que ayudaba a Simonne a ponerse su abrigo, se moría de risa. Las tres se empujaban, balbuceando palabras que aumentaban su hilaridad.

—Vamos, Clarisse, besa al señor —repetía Fauchery—. Ya sabes que tiene cartera.

Y volviéndose hacia el conde, le dijo:

—Ya verá; es muy amable y quiere besarle.

Pero Clarisse estaba harta de hombres. Habló violentamente de los cochinos que esperaban abajo, en la portería. Por otra parte, tenía prisa en salir, pues de lo contrario faltaría a la última escena. Luego, como Fauchery le cerraba el paso, besó las patillas de Muffat, diciéndole:

—Esto no es por usted, sino por Fauchery, que me fastidia.

Y se escapó. El conde permaneció cohibido en presencia de su suegro. Una oleada de sangre le subió al rostro. No había sentido en el camerino de Nana, en medio de aquel lujo de afeitines y espejos, la acre excitación de la miseria vergonzosa de aquel cuchitril, presidido por el abandono de dos mujeres. Mientras, el marqués acabó por salir detrás de Simonne, hablándole al oído y ella negando con la cabeza. Fauchery les seguía riéndose. Entonces el conde se vio solo con la camarera, que limpiaba las palanganas. Y se marchó, bajando por la escalera, las piernas flojas, y nuevamente viendo ante sí a las mujeres en enaguas, quienes pegaban un portazo al verle. Pero en medio de aquella desbandada de muchachas sueltas a través de los cuatro pisos, sólo percibió claramente un gato, el gordo gato rojo, que, en aquella hornaza envenenada de almizcle, escapaba a lo largo de los peldaños, frotándose contra los barrotes de la barandilla, con la cola levantada.

—¡Por fin! —exclamó una voz enronquecida de mujer—. Creí que nos harían pasar aquí toda la noche. ¡Qué cargantes con sus aplausos!

Era el final, el telón acababa de caer. Había un verdadero galope por la escalera, cuyo hueco se llenaba de exclamaciones, de una prisa brutal por vestirse y marcharse. Cuando el conde Muffat llegaba al último peldaño, vio a Nana y al príncipe, que avanzaban despacio por el pasillo. La mujer se detuvo y luego, sonriendo y bajando la voz, dijo:

—De acuerdo. Hasta luego.

El príncipe volvió al escenario, donde Bordenave le esperaba. Entonces, solo con Nana, y cediendo a un impulso de cólera y deseo, Muffat corrió tras ella, y en el momento en que entraba en su camerino le estampó un rudo beso en la nuca, en los rizos que le caían sobre los hombros.

Era como el beso recibido arriba, que devolvía allí. Nana furiosa, ya levantaba la mano, pero reconoció al conde y sonrió.

—¡Oh! Me ha asustado —dijo sencillamente.

Y su sonrisa era adorable, confusa y sumisa, como si hubiese desesperado de aquel beso y se felicitase por recibirlo. Pero ella estaba comprometida para aquella noche y para el día siguiente. Había que esperar. Si hubiese podido, se habría hecho desear. Su mirada decía tantas cosas… En fin, ella añadió:

—Sabe, soy propietaria… Sí, compré una casa en el campo, cerca de Orleáns, en una región a la que usted va alguna vez. Bebé me lo dijo, el pequeño Georges Hugon; ¿lo conoce? Venga a verme allá.

El conde, aterrado por su brutalidad de hombre tímido, avergonzado por lo que había hecho, la saludó ceremonioso, prometiéndole corresponder a su invitación. Luego se alejó, andando como en un sueño.

Se reunía con el príncipe cuando, al pasar por delante del saloncito, oyó gritar a Satin:

—¡Vaya un viejo sucio! ¡Déjeme en paz!

Era el marqués de Chouard, que asediaba a Satin, y ella estaba harta de todo aquel mundo elegante. Nana la había presentado a Bordenave, pero la había aburrido mucho tener que estar con la boca cerrada, por miedo a soltar alguna burrada, y ahora quería desquitarse del mal rato, sobre todo porque entre bastidores había tropezado con un antiguo amante suyo, el figurante encargado del papel de Plutón, un pastelero que ya le había dado una semana de amor y de bofetadas. Le esperaba, irritada de que el marqués la tratase como a una de aquellas mujeres de teatro. Así, pues, acabó mostrándose muy digna y soltó esta frase:

—Mi marido va a venir, y usted verá.

Mientras tanto, los artistas, envueltos en sus gabanes, se marchaban uno a uno. Grupos de hombres y mujeres descendían por la escalerita de caracol, proyectando en la sombra perfiles de sombreros desfondados, de chales deslucidos y una pálida fealdad de cómicos que se han quitado el colorete.

En el escenario, mientras apagaban los rastrillos y las candilejas, el príncipe escuchaba una anécdota de Bordenave. Quería esperar a Nana. Cuando al fin ella apareció, todo estaba a oscuras, y el bombero de servicio, concluyendo su ronda, paseaba una linterna.

Bordenave, para evitar a Su Alteza el rodeo del pasaje de Panoramas, acababa de ordenar que abriesen el pasillo que comunicaba el cuarto de la portería con el vestíbulo del teatro. Y a lo largo de este pasillo hubo un «sálvese quien pueda» de mujercitas felices por huir de los hombres que las acechaban en el pasaje. Se empujaban unas a otras, se daban codazos, miraban atrás y sólo respiraban cuando estaban fuera y, mientras, Fontan, Bosc y Prullière se retiraban lentamente, mofándose de los protectores serios que se paseaban por la galería del Varietés en el momento en que sus protegidas desfilaban por el bulevar con el amante que ellas querían. Pero la más maligna fue Clarisse. Desconfiaba de Héctor de la Faloise, y en efecto, él aún seguía allí, en la portería, en compañía de unos tozudos señores que se aferraban a las sillas de la señora Bron. Todos alargaban la nariz. Ella pasó muy seria detrás de una amiga. Los señores aguzaban la mirada, aturdidos por aquella oleada de faldas arremolinadas al pie de la estrecha escalera, desesperados por esperar tanto tiempo, para verlas al fin y no reconocer a ninguna.

La cría de gatitos negros dormía sobre el hule, apelotonada junto al vientre de su madre, feliz y con las patas estiradas, mientras que el gordo gato rojo, sentado al otro lado de la mesa y con el rabo extendido, contemplaba con sus ojos amarillos cómo se marchaban las mujeres.

—Si Su Alteza se digna pasar por aquí —dijo Bordenave al pie de la escalera e indicando el corredor.

Algunas figurantas se empujaban todavía. El príncipe seguía a Nana. Detrás de ellos iban Muffat y el marqués. El pasadizo era un largo hueco abierto entre el teatro y la casa vecina, una especie de callejuela estrangulada que habían cubierto con una techumbre en pendiente y con vidrieras. La humedad rezumaba por las paredes. Los pasos resonaron en el pavimento enlosado lo mismo que en un subterráneo. Allí había como un amontonamiento de desván, un banco sobre el cual el portero cepillaba los decorados, un apiñamiento de vallas de madera que se colocaban por la tarde a la entrada del teatro para mantener la cola.

Nana tuvo que recogerse la falda al pasar por delante de una fuente, cuyo grifo mal cerrado inundaba el suelo. En el vestíbulo se despidieron. Y cuando se quedó solo, Bordenave resumió su juicio acerca del príncipe con un encogimiento de hombros en el que había una desdeñosa filosofía.

—A pesar de todo, tiene olfato —dijo sin explicar más a Fauchery, a quien Rose Mignon llevaba con su marido, para reconciliarlos en su casa.

Muffat estaba solo en la acera. Su Alteza acababa de hacer subir a Nana en su coche. El marqués se había marchado detrás de Satin y su figurante, excitado, conformándose con seguir a los dos viciosos, con la vaga esperanza de alguna satisfacción.

Muffat quiso regresar a pie. Dentro de él había cesado todo combate. Una ola de vida nueva anegaba sus ideas y sus creencias de cuarenta años. Mientras recorría los bulevares, el rodar de los últimos coches le ensordecía con el nombre de Nana, los mecheros de gas hacían bailar ante sus ojos las desnudeces, los brazos flexibles, los hombros blancos de Nana, y sentía que ella le poseía, y habría renegado de todo, vendido todo, por tenerla una hora aquella misma noche.

Era su juventud que al fin despertaba, una pubertad glotona de adolescente, quemándole de repente en su frialdad de católico y en su dignidad de hombre maduro.

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