Nana

Nana


Capítulo VI

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De todos sus huéspedes, la señora Hugon descartaba al conde Muffat y a Georges; el conde, que pretendía tener grandes negocios en Orleáns, no podía perderse en devaneos, y en cuanto a Georges, el pobrecito muchacho ya empezaba a inquietarla, porque cada tarde le daban terribles jaquecas que le obligaban a acostarse en pleno día.

Mientras tanto, Fauchery se convirtió en el acompañante habitual de la condesa Sabine, y el conde se ausentaba todas las tardes.

Cuando iban al extremo del parque le llevaba su silla de tijera y su sombrilla. Por otra parte, la divertía con su ingenio barroco de periodista, empujándola a una de esas intimidades súbitas que autoriza el campo. Ella había parecido entregarse inmediatamente, despertada a una nueva juventud, en compañía de aquel mozo de ingenioso humor que parecía que no podía comprometerla. Y a veces, cuando se encontraban solos durante un segundo tras un matorral, sus ojos se buscaban; se detenían en lo mejor de su alegría, bruscamente serios y con una mirada fija, como si se hubiesen comprendido y compenetrado.

El viernes, a la hora del almuerzo, hubo que poner otro nuevo cubierto. El señor Théophile Venot, que la señora Hugon recordó haber invitado el invierno último en casa de los Muffat, acababa de llegar. Encorvaba la espalda y fingía una bondad insignificante, sin dar muestras de advertir la inquieta diferencia que le testimoniaban. Cuando hubo conseguido que le olvidasen, mientras mordisqueaba trocitos de azúcar en los postres, examinaba a Daguenet, que pasaba fresas a Estelle y escuchaba a Fauchery, quien contaba una anécdota que divertía mucho a la condesa. Cuando le miraban, sonreía con gesto apacible. Al levantarse de la mesa, cogió del brazo al conde y se lo llevó hacia el parque. Se sabía que ejercía una gran influencia sobre el conde después de la muerte de su madre. También se contaban historias extrañas respecto al dominio que siguió teniendo en la casa el antiguo abogado. Fauchery, a quien sin duda molestaba su llegada, contaba a Georges y a Daguenet los orígenes de su fortuna: un gran proceso que en otros tiempos le confiaron los jesuitas; según él, aquel buen hombre, un terrible señor con su cara dulce y fofa, participaba en todos los enredos de la clerigalla.

Los dos jóvenes se pusieron a bromear, porque le encontraban al vejete aire de idiota. Además, aquella idea de un Venot desconocido, de un Venot gigantesco, instrumento para el clero, les parecía una divertida invención. Pero se callaron cuando el conde Muffat reapareció, siempre del brazo del buen hombre, muy pálido y con los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado.

—Seguramente habrán hablado del invierno —murmuró Fauchery en tono zumbón.

La condesa Sabine, que lo oyó, volvió lentamente la cabeza, y sus ojos se encontraron, en una de esas penetrantes miradas con las que se sondea prudentemente antes de arriesgarse.

Después de almorzar acostumbraban a dirigirse al extremo del parterre, donde había un mirador que dominaba la llanura.

La tarde de aquel domingo era de una exquisita tibieza. Hacia las diez habían temido que lloviese, pero el cielo, sin despejarse, se fundió en una especie de neblina lechosa, un polvillo luminoso dorado de sol.

La señora Hugon propuso entonces descender por la puertecilla del mirador y dar un paseo a pie, hacia la parte de Gumières, hasta la Choue, pues a ella le gustaba caminar, aún muy ágil para sus sesenta años. Además, todo el mundo convino en que no se necesitaba coche. Así llegaron, un poco a la desbandada, hasta el puente de madera que cruzaba el río. Fauchery y Daguenet abrían la marcha y Muffat acompañaba a las señoras; el conde y el marqués seguían detrás con la señora Hugon, y Vandeuvres, con semblante correcto y aburrido, les seguía a todos, fumándose un cigarro. El señor Venot, acortando o alargando el paso, iba de un grupo a otro con su sonrisa, como para oírlo todo.

—¡Y ese pobre Georges está en Orleáns! —repetía la señora Hugon—. Ha querido consultar al anciano doctor Tavernier, que nunca sale de su casa, sobre sus jaquecas. Sí, ustedes aún estaban en la cama cuando se fue a las siete. Pero eso siempre le distraerá.

Se interrumpió para decir:

—Vaya, ¿qué sucede para que se detengan en el puente?

En efecto, las señoras, Daguenet y Fauchery se habían parado en la entrada del puente, dudando, como si un obstáculo les inquietase. No obstante, el camino estaba libre.

—¡Adelante! —gritó el conde.

No se movieron, mirando algo que se acercaba y que los otros aún no podían ver. El camino hacía un recodo, bordeado por un telón de álamos. Un rumor sordo iba creciendo, ruido de coches mezclados con carcajadas y chasquidos de látigo. Y, de repente, cinco coches aparecieron en fila, atestados hasta romper las ballestas y animados por un espesor de atuendos claros, azules y rosas.

—¿Qué es eso? —dijo la señora Hugon sorprendida.

Luego lo sintió, lo adivinó y se sublevó ante semejante invasión de su camino.

—¡Oh, esa mujer! —murmuró—. Seguid, seguid como si no los viesen.

Pero ya no había tiempo. Los cinco coches, que conducían a Nana y sus amistades a las ruinas de Chamont, entraban en el puentecito de madera. Fauchery, Daguenet y las señoras que iban con Muffat tuvieron que retroceder, y la señora Hugon y los demás también se detuvieron, escalonados a lo largo del camino. Fue un soberbio desfile. Las risas habían cesado en los coches y los rostros se volvieron con curiosidad. Se miraron frente a frente, en medio de un silencio que sólo interrumpía el trote cadencioso de los caballos.

María Blond y Tatán Néné, recostadas como duquesas en el primer coche, ahuecaban las faldas por encima de las ruedas y tenían miradas desdeñosas para aquellas mujeres honradas que iban a pie. A continuación Gagá llenaba una banqueta, ahogando a su lado a Héctor de la Faloise, del que sólo se veía su inquieta nariz.

Después seguían Caroline Héquet con Labordette, Lucy Stewart con Mignon y sus hijos, y al final, ocupando una victoria con Steiner, iba Nana, que llevaba ante sí, sentado en banquillo plegable, al pobre pequeño Zizí, que hundía las rodillas entre las suyas.

—Es la última, ¿verdad? —preguntó tranquilamente la condesa a Fauchery, simulando no reconocer a Nana.

La rueda de la victoria casi la rozó, sin que ella diese un paso atrás. Las dos mujeres habían cambiado una profunda mirada, uno de esos exámenes de un segundo, completos y definitivos. Los hombres, por su parte, se portaron dignamente. Fauchery y Daguenet, muy fríos, no reconocieron a nadie. El marqués, ansioso, temiendo una broma por parte de aquellas señoras, había cortado una brizna de hierba que retorcía entre sus dedos. Sólo Vandeuvres, que permanecía un poco apartado, saludó con los ojos a Lucy, que le sonrió al cruzarse.

—¡Cuidado! —recomendó el señor Venot, de pie tras el conde Muffat.

Éste, trastornado, seguía con los ojos aquella visión de Nana que corría ante él. Su mujer, lentamente, se había vuelto y lo observaba. Entonces miró al suelo, como si en su galope los caballos se le llevasen la carne y el corazón.

Hubiera gritado de dolor, porque acababa de comprenderlo todo al ver a Georges pegado a las faldas de Nana. ¡Un chiquillo! Le desgarraba que pudiese preferir a un niño. Steiner le daba igual, ¡pero aquel chiquillo…!

Sin embargo, la señora Hugon no había reconocido a Georges en un principio. Él, al atravesar el puente, hubiera saltado al río si las rodillas de Nana no le hubiesen retenido. Entonces helado, blanco como el papel, se mantuvo muy tieso, no miró a nadie. Acaso no le viesen.

—¡Ah, Dios mío! —dijo de pronto la anciana—. ¡Es Georges quien va con ella!

Los coches habían cruzado por entre aquel grupo de personas que se conocían y no se saludaban. Aquel delicado encuentro, tan rápido, parecía haberse eternizado. Y ahora las ruedas llevaban más alegremente por la dorada campiña a aquellas carretas de rameras azotadas por el aire; los extremos de sus vivos tocados flotaban, las risas volvieron a empezar, entre bromas y miradas atrás, hacia aquellas personas decentes que permanecían a la orilla del camino con gesto contrariado. Nana, al volver el rostro, pudo ver a los paseantes que vacilaban y luego retrocedían sobre sus pasos, sin atravesar el puente. La señora Hugon se apoyaba en el brazo del conde Muffat, muda y tan triste que nadie se atrevía a consolarla.

—Dime —gritó Nana a Lucy, que se asomaba en el coche vecino— ¿has visto a Fauchery, querida? ¡Menuda pieza! Me lo pagará. Y Paul, un muchacho con quien he sido tan buena. Ni siquiera una seña. ¡Vaya educación!

E hizo una escena a Steiner, quien encontraba muy correcta la actitud de aquellos señores. Entonces, ¿ellas no se merecían un sombrerazo? ¿Podía insultarlas el primer tipejo que apareciese? Gracias, él también era muy educado. A la mujer nunca se le niega un saludo.

—¿Quién era la alta? —preguntó Lucy a voces.

—La condesa Muffat —respondió Steiner.

—Me lo suponía —repuso Nana—. Pues, querido, para ser condesa, no es gran cosa… Sí, sí, no es gran cosa… Ya sabe, yo tengo ojo. Ahora conozco a vuestra condesa como si la hubiera parido. ¿Quiere apostar que se acuesta con esa víbora de Fauchery? Les digo que se acuesta. Eso es algo que se huele entre mujeres.

Steiner se encogió de hombros. Desde la víspera su mal humor no hacía más que aumentar había recibido unas cartas que le obligaban a partir al día siguiente; además, no era divertido ir al campo para dormir en el diván del salón.

—¡Y este pobre Bebé! —repuso Nana súbitamente enternecida al darse cuenta de la palidez de Georges, que se había quedado tieso y con la respiración cortada.

—¿Crees que mi mamá me ha reconocido? —balbuceó finalmente.

—Sí, casi seguro. Ha gritado. También es culpa mía. No querías ser de la partida y yo te he obligado… Oye, Zizí, ¿quieres que escriba a tu madre? Tiene aspecto respetable. Le diré que nunca te había visto, que ha sido Steiner quien te ha traído hoy por primera vez.

—No, no; no escribas —dijo Georges muy inquieto—. Ya lo arreglaré yo mismo… Además, si me fastidia, no vuelvo. Pero se quedó absorto, buscando las mentiras para aquella noche.

Los cinco coches continuaron por la llanura, en una interminable y recta cartera bordeada de hermosos árboles. El aire, de un gris plateado, bañaba la campiña. Aquellas mujeres proseguían lanzándose frases de un coche a otro, a espaldas de los cocheros, que reían con aquella gente tan divertida. De vez en cuando una de ellas se levantaba para ver, luego se empeñaba en continuar a pie, apoyada en el hombro de un vecino, hasta que una sacudida la sentaba en su banqueta.

Caroline Héquet conversaba animadamente con Labordette, estando los dos de acuerdo en que Nana vendería su finca antes de tres meses, y Caroline le encargaba a Labordette que se la comprase por poco dinero. Ante ellos, Héctor de la Faloise, muy enamorado y no pudiendo alcanzar la nuca apoplética de Gagá, le besaba la espalda, sobre el vestido, en un punto en que la tela estirada parecía reventar, mientras que tiesa, al borde de su asiento, Amélie les decía que acabasen, molesta por estar allí, con los brazos colgándole y viendo cómo besaban a su madre.

En otro coche, Mignon, para asombrar a Lucy, exigía a uno de sus hijos que recitase una fábula de La Fontaine; Henri, sobre todo, era prodigioso, y las soltaba de un tirón y sin equivocarse. Pero María Blond se aburría, cansada ya de burlarse de la boba de Tatán Néné, a quien le decía que las lecherías de París fabricaban huevos con cola y azafrán. Aquello estaba muy lejos, ¿no llegarían nunca? Y la pregunta, pasando de coche en coche, llegó hasta Nana, quien, después de enterarse por su cochero, se levantó para gritar:

—Todavía falta un cuarto de hora. Veis allá abajo aquella iglesia, detrás de aquellos árboles… —Luego añadió—: ¿No sabéis? Parece que la propietaria del castillo de Chamont es una anciana del tiempo de Napoleón… Una juerguista, me ha dicho Joseph, que lo sabe por los criados del obispo; una juerguista como hay pocas. Ahora anda metida entre curas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Lucy.

—Señora D’Anglars.

—Irma D’Anglars. Yo la he conocido —gritó Gagá.

A lo largo de los coches, hubo una sucesión de exclamaciones, sofocadas por el trote más vivo de los caballos. Las cabezas se asomaron para ver a Gagá; María Blond y Tatán Néné se pusieron de rodillas sobre la banqueta, los puños en la capota recogida, y se cruzaron con preguntas, con palabras malignas, que demostraban una sorda admiración. Gagá la había conocido, y esto las llenaba de respeto por aquel pasado lejano.

—Eso sí, yo era muy niña —añadió Gagá—. No importa; me acuerdo de cuando la veía pasar. Se decía que en su casa era muy cochina, pero en su coche tenía una elegancia… Y qué asombrosas historias de cochinadas y picardías que daban asco. No me extraña que tenga un castillo. Ahogaba a un hombre con sólo soplarle. ¿Irma D’Anglars aún vive? Pues sabed, gatitas, que andará en los noventa años.

De pronto las mujeres se pusieron serias. ¡Noventa años! No había ninguna de ellas, como gritaba Lucy, capaz de vivir tanto. Todas eran unas carracas. Por otra parte, Nana aseguró que no quería cuidar huesos viejos; eso no era divertido.

Llegaban. La conversación se interrumpió por los chasquidos de los látigos de los cocheros, quienes azuzaban a los caballos. Sin embargo, en medio del ruido, Lucy continuó hablando y pasando a otro tema: apremiaba a Nana para que se marchase con ellas al día siguiente. Iba a clausurarse la Exposición y aquellas mujeres debían regresar a París donde la temporada superaba sus esperanzas. Pero Nana se puso terca. Despreciaba París, y no pondría allí los pies tan pronto.

—¿No es así, querido? Nos quedaremos —dijo estrechando las rodillas de Georges, sin preocuparse de Steiner.

Los coches se habían detenido bruscamente. Sorprendida, la comitiva descendió en un sitio desierto, a la orilla de un ribazo. Fue necesario que uno de los cocheros les señalase con el extremo de su látigo las ruinas de la antigua abadía de Chamont, perdidas entre los árboles. Fue una gran decepción.

Las mujeres encontraron aquello estúpido; era un montón de escombros cubiertos de maleza y medio torreón derruido. Aquello no merecía haber hecho dos leguas. Entonces el cochero les indicó el castillo, cuyo parque empezaba en las inmediaciones de la abadía, aconsejándoles que tomasen un sendero y siguieran junto a los muros; darían la vuelta y los coches irían a esperarles en la plaza del pueblo. Era un paseo encantador que la comitiva aceptó.

—Caramba, Irma vive bien —dijo Gagá parándose ante una verja, en un recodo del parque, junto al camino.

Silenciosamente contemplaron el espeso ramaje que envolvía la verja. Luego, por el sendero, siguieron el muro del parque, levantando la vista para admirar los árboles, cuyas ramas sobresalían formando una bóveda de espeso verdor. Tres minutos después se encontraron delante de una nueva verja, desde donde veían un amplio césped con dos encinas seculares que lo cubrían con su sombra y tres minutos después otra verja descubrió ante ellos una alameda inmensa, una galería de tinieblas, en cuyo fondo el sol ponía la mancha viva de una estrella. Un asombro, al principio silencioso, les arrancaba exclamaciones. Habían intentado bromear con un poquito de envidia, pero decididamente aquello las subyugaba. ¡Qué fuerte fue Irma! Aquello daba una perfecta idea de la mujer.

Los árboles continuaban y sin cesar aparecían mantos de hiedra trepando por los muros, tejados de pabellones que sobresalían, cortinas de chopos que sucedían a espesas masas de olmos y de álamos blancos. ¿No acabaría aquello nunca? Aquellas mujeres hubiesen querido ver el castillo, cansadas de dar vueltas continuamente sin ver gran cosa, ni percibir más que los hundimientos del follaje. Se cogían a los barrotes con las dos manos y apoyaban el rostro contra el hierro. Una sensación de respeto las invadía, y, contenidas por la distancia, soñaban con un castillo invisible en medio de aquella inmensidad.

Muy pronto dejaron de caminar, sintiendo cansancio. Y la muralla no concluía nunca; en todos los recodos del camino desierto aparecía la misma línea de piedras grises. Algunas desesperaban de llegar al final y hablaban de volver atrás. Pero cuanto más las agotaba la caminata, más respeto les infundía aquello, vencidas a cada paso por la tranquila y regía majestad de aquel dominio.

—Después de todo, esto es tonto —dijo Caroline Héquet apretando los dientes.

Nana la hizo callar con un encogimiento de hombros. Hacía un momento que ella no hablaba; estaba muy seria y un poco pálida. Bruscamente, en el último recodo, desembocando en la plaza del lugar, terminó la muralla y apareció el castillo, al fondo del patio de honor. Todos se detuvieron, sobrecogidos por la grandeza altiva de sus amplios pórticos, de las veinte ventanas de la fachada y del desarrollo de sus tres alas, cuyos ladrillos se encuadraban en cuerdas de piedra. Enrique IV había vivido en aquel castillo histórico, en el que se conservaba su dormitorio, con la gran cama envuelta en terciopelo de Génova. Nana, sofocada, exhaló un suspiro de chiquilla.

—Dios santo… —murmuró para sí en voz baja.

Hubo una gran emoción. Gagá, de repente, dijo que era ella, Irma en persona, la que se encontraba allá abajo, ante la iglesia. La reconocía perfectamente; siempre erguida la tunanta, a pesar de su edad, y siempre con los mismos ojos cuando adoptaba sus aires.

Se salía de vísperas. La señora permaneció un instante bajo el pórtico. Vestía de seda color de hoja muerta, muy sencilla y muy holgada, con el rostro venerable de una anciana marquesa escapada de los horrores de la Revolución. En su mano derecha un gran devocionario brillaba al sol. Y lentamente atravesó la plaza, seguida de un lacayo de librea que iba a quince pasos. La iglesia iba quedándose vacía, y todas las gentes de Chamont la saludaban profundamente; un anciano le besó la mano y una señora quiso ponerse de rodillas. Era una reina poderosa, colmada de años y de honores. Subió las gradas del pórtico y desapareció.

—He aquí adonde se llega cuando se tiene orden —dijo Mignon con acento convencido, mirando a sus hijos como para darles una lección.

Entonces cada cual dijo su frase. Labordette la encontraba prodigiosamente conservada. María Blond soltó una obscenidad, mientras que Lucy se molestaba, declarando que se debía honrar a la vejez. Todos, en suma, convinieron en que fue una mujer excepcional.

Volvieron a subir a los coches. De Chamont a la Mignotte, Nana permaneció silenciosa. Se había vuelto dos veces para mirar el castillo. Acunada por el ruido de las ruedas, ya no sentía a Steiner a su lado ni veía a Georges ante ella. Sólo se le aparecía una visión en el crepúsculo: la señora pasaba siempre con su majestuosidad de reina poderosa, «colmada de años y de honores».

Por la noche, Georges regresó a las Fondettes para cenar. Nana, cada vez más distraída y extraña, le había enviado a pedir perdón a su mamá; eso era lo apropiado, le decía con severidad, poseída de un repentino respeto hacia la familia. Incluso le hizo prometer que no volvería para acostarse con ella aquella noche allí; ella estaba cansada, y él cumpliría con su deber, demostrando obediencia. Georges, muy fastidiado por aquella moral, apareció delante de su madre con el corazón encogido y la cabeza baja. Afortunadamente había llegado su hermano Philippe, un bravo militar de carácter jovial, y eso abrevió la escena que temía el adolescente. La señora Hugon se limitó a mirarle con ojos llenos de lágrimas, y Philippe, puesto al corriente, le amenazó con tirarle de las orejas si volvía a la casa de aquella mujer. Georges, aliviado, se prometió escaparse al día siguiente, hacia las dos, para combinar sus citas con Nana.

Durante la cena, los huéspedes de las Fondettes parecían incómodos. Vandeuvres había anunciado su partida, pues quería llevarse a Lucy a París, encontrando cómico raptar a aquella muchacha que veía desde hacía diez años, y sin el menor deseo. El marqués de Chouard, con las narices metidas en su plato, soñaba con la señorita Gagá, y se acordaba de cuando hacía saltar a Lili encima de sus rodillas. ¡Cómo crecían las niñas! Había engordado mucho la pequeña.

Sobre todo el conde Muffat permaneció silencioso, absorto y con el rostro encendido. Había dirigido a Georges una larga mirada. Al levantarse de la mesa subió a encerrarse en su cuarto, hablando de un poco de fiebre. Tras él se precipitó el señor Venot. Arriba hubo una escena: el conde, echado sobre su lecho, ahogaba sus sollozos nerviosos contra la almohada, mientras el señor Venot, con voz suave, le llamaba su hermano y le aconsejaba que implorase la misericordia divina, pero él no le escuchaba. De pronto saltó de la cama y tartamudeó:

—Voy allá… No puedo más.

Cuando salían se hundieron dos sombras en las tinieblas de una alameda. Todas las noches Fauchery y la condesa Sabine dejaban que Daguenet ayudase a Estelle a preparar el té. En la carretera, el conde avanzaba tan rápido que su compañero tenía que correr para seguirle.

Jadeando, Venot no cesaba de prodigarle los mejores argumentos contra las tentaciones de la carne. El otro no abría la boca, avanzando en la oscuridad. Al llegar ante la Mignotte, dijo simplemente:

—Ya no puedo más… Váyase.

—Entonces, cúmplase la voluntad de Dios —murmuró el señor Venot—. Él toma todos los caminos para asegurar su triunfo… Vuestro pecado será una de sus armas.

En la Mignotte se discutió mientras cenaban. Nana había encontrado una carta de Bordenave, aconsejándole con burlona ironía que siguiese descansando; la pequeña Violaine era llamada a escena dos veces todas las noches. Y como Mignon la apremiase a partir al día siguiente con ellos, Nana, exasperada, declaró que no quería escuchar consejos. Por otra parte, se había mostrado en la mesa mojigata hasta el ridículo. Habiendo soltado la señora Lerat una frase un poco verde, le gritó que no autorizaba a nadie, ni siquiera a su tía, a decir cochinadas en su presencia. Después dio la lata a todo el mundo con sus buenos sentimientos, en un acceso de necia honestidad, con ideas de educación religiosa para Louiset y un plan de buena conducta para ella. Como se reían, habló muy seriamente, con ademanes de burguesa convencida, diciendo que sólo el orden conducía a la fortuna y que no quería morir sobre una estera. Aquellas señoras, excitadas, exclamaban que no era posible, que aquella era otra Nana, pero ella, inmóvil, volvía a su ensueño, los ojos perdidos, viendo levantarse la visión de una Nana muy rica y muy considerada. Subían a acostarse cuando se presentó Muffat. Fue Labordette quien lo descubrió en el jardín. Comprendió en seguida y le prestó el servicio de apartar a Steiner y conducirle de la mano, a lo largo de un pasillo oscuro, hasta el dormitorio de Nana. Labordette, para esta clase de asuntos, era de una distinción perfecta, muy diestro y como encantado de procurar la felicidad de los demás.

Nana no se mostró sorprendida, sino fastidiada por la insolencia de Muffat en perseguirla. Había que ser formal en la vida, ¿no es cierto? Amar era demasiado tonto y no conducía a nada.

Después, ella tenía sus escrúpulos a causa de la tierna edad de Zizí; la verdad era que se estaba conduciendo de una manera muy poco honesta. Había que volver al buen camino, y admitió al viejo.

—Zoé —dijo a la doncella, encantada por abandonar la campiña—, haz las maletas mañana, así que te levantes; volvemos a París.

Y se acostó con Muffat, pero sin placer.

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