Nana

Nana


Capítulo VII

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Entonces pensó en Dios. Esta brusca idea de un socorro divino, de un consuelo sobrehumano, le sorprendió como algo inesperado y extraño; despertaba en él la imagen del señor Venot, moviendo su pequeña y rechoncha persona, con sus dientes cariados. Ciertamente el señor Venot, a quien rehuía desde hacía meses, evitando verle, se sentiría feliz si iba a llamar a su puerta para llorar en sus brazos.

En otros tiempos, Dios le reservaba todas estas misericordias. Al menor pesar, al menor obstáculo interponiéndose en su vida, entraba en una iglesia, se arrodillaba, humillaba su pequeñez ante la soberana omnipotencia, y salía fortificado por la oración, dispuesto al abandono de los bienes de este mundo, con el único deseo de su salvación eterna.

Sin embargo, actualmente ya no practicaba más que por sacudidas, a las horas en que el terror al infierno se apoderaba de él; le habían invadido toda clase de perezas y Nana perturbaba sus deberes. La idea de Dios le asombraba. ¿Por qué no había pensado en Dios inmediatamente, cuando aquella espantosa crisis resquebrajaba y deshacía su débil humanidad?

Mientras, buscaba una iglesia en su caminar lastimoso. Estaba desorientado; la hora matinal le hacía confundir las calles. Luego, cuando doblaba el recodo de la calle Chaussée d’Antin, descubrió la Trinidad en el extremo, como una torre vaga que se fundía en la bruma. Las estatuas blancas, dominando el jardín desierto, parecían Venus friolentas entre las hojas amarillas de un parque. Bajo el pórtico respiró un instante, fatigado por la subida de la amplia escalinata. Luego entró.

La iglesia estaba fría, con la calefacción apagada desde la víspera y con sus altas bóvedas de una niebla fina que se filtraba a través de los ventanales.

Una sombra anegaba la parte baja de las naves; allí no había ni un alma, y sólo se oía, en el fondo de aquella oscuridad lóbrega, un ruido de zuecos, algún bedel arrastrando los pies en la aspereza del despertar.

Él, sin embargo, después de tropezar con una serie de sillas, perdido, llorándole el corazón, fue a caer de rodillas frente a la verja de una capillita que había cerca de la pila del agua bendita. Unía las manos y buscaba sus oraciones, aspirando todo su ser para entregarse en un arrebato. Pero sus labios sólo tartamudearon las palabras, su espíritu continuaba huyendo, volviendo afuera, reanudando su caminata, sin parar, como bajo el azote de una necesidad implacable. Y repetía: «¡Oh, Dios mío, socórreme! Dios mío, no abandones a esta criatura tuya que se encomienda a tu justicia. Dios mío, te adoro; no me dejes perecer bajo los golpes de tus enemigos».

Nada le respondía. La sombra y el frío caían sobre sus hombros, mientras el ruido de sus pisadas siguiendo adelante, le impedía rezar. No oía más que aquel ruido irritante en la iglesia desierta, donde aún no se había empezado a barrer antes de las primeras misas. Entonces, apoyándose en una silla, se levantó, crujiéndole las rodillas. Dios aún no estaba. ¿Por qué tenía él que ir a llorar en los brazos del señor Venot si no podía hacer nada?

Y, maquinalmente, regresó a casa de Nana. Una vez fuera, después de un resbalón, sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero sin cólera contra la suerte; simplemente por débil y enfermo. Estaba demasiado cansado, había recibido demasiada lluvia y sentía un inmenso frío. La idea de volver a su sombrío palacio de la calle Miromesnil le helaba.

El portal de la casa de Nana aún no estaba abierto, y tuvo que esperar que apareciese el portero. Al subir, sonreía, penetrado ya por el muelle calor placentero de aquel nido, donde se podría tender y dormir.

Zoé, al abrirle, hizo una mueca de estupor y de inquietud. La señora, por culpa de una terrible jaqueca, no había pegado un ojo. Iría a ver si la señora no estaba dormida. Y se deslizó en la habitación mientras él se derrumbaba en un sillón de la sala, casi inmediatamente apareció Nana. Saltaba de la cama y apenas tuvo tiempo de ponerse unas enaguas; descalza, con los cabellos revueltos y el camisón arrugado y desgarrado, en el desorden de una noche de amor.

—¡Cómo! ¡Otra vez tú! —gritó roja de ira.

Bajo el azote de la cólera, iba a ponerle ella misma de patitas en la calle. Pero al verle tan destrozado, tan acabado, sintió una súbita piedad.

—Muy bien, mi pobre perro —repuso Nana con más dulzura—. ¿Qué ha ocurrido? Los has espiado, ¿verdad? Sólo para amargarte.

Él no respondía; tenía el aspecto de un animal abatido. No obstante, ella comprendió que seguía sin tener pruebas, y para tranquilizarle, le dijo:

—Ya ves que me engañaba. Tu mujer es honrada, palabra de honor. Ahora, pequeño mío, tienes que volver a tu casa y acostarte. Lo necesitas.

Muffat no se movió.

—Anda, vete. No puedo tenerte aquí. ¿No pretenderás quedarte a estas horas?

—Sí, acostémonos —balbuceó él.

Ella reprimió un gesto de violencia. La paciencia se le agotaba. ¿Era que él se volvía idiota?

—Vamos, vete —dijo ella por segunda vez.

—No.

Entonces ella estalló, exasperada, revuelta:

—Esto es asqueroso… Comprende que estoy de ti hasta la coronilla; vete a buscar a tu mujer, que te hace cornudo… Sí, te hace cornudo, y ahora soy yo quien te lo dice… ¿Te basta? ¿No me dejarás en paz?

Los ojos de Muffat se llenaron de lágrimas. Unió las manos, suplicándole:

—Acostémonos.

De pronto Nana perdió la cabeza, ahogada ella misma por sollozos nerviosos. Se abusaba de ella. ¿Acaso le importaban todas aquellas historias? Cierto que ella había puesto todos los medios posibles para instruirle, por gentileza. ¡Y le quería hacer pagar los platos rotos! Y no. Ella tenía buen corazón, pero no tanto.

—¡Por todos los diablos, que ya estoy harta! —gritó ella pegando puñetazos en un mueble—. ¡Y yo que me esforzaba, que quería ser fiel…! Pero, querido, mañana sería rica si yo dijese una palabra.

Él levantó la cabeza sorprendido. Jamás había pensado en aquella cuestión de dinero. Si ella expresaba un deseo, en seguida lo satisfaría. Toda su fortuna era de ella.

—No; ya es demasiado tarde —replicó Nana, rabiosa—. Me gustan los hombres que dan sin que se les pida… No, ya ves, aunque me dieses un millón por una sola vez, lo rechazaría. Se acabó, tengo otra cosa ahí… Vete, o no respondo de nada. Cometería una desgracia.

Avanzaba hacia él amenazadora. Y durante su desespero de buena muchacha puesta a prueba, convencida de su derecho y de su superioridad sobre las gentes honradas que la abrumaban, se abrió la puerta bruscamente y se presentó Steiner. Esto fue el colmo. Lanzó una terrible exclamación.

—¡Vamos! ¡Aquí está el otro!

Steiner, aturdido por el estallido de su mismo grito, se detuvo. La presencia inesperada de Muffat le contrarió, porque tenía miedo a una explicación, ante la cual retrocedía desde hacía tres meses. Cerrando los ojos, se balanceaba irritado y evitaba mirar al conde. Resoplaba, con el rostro encendido y descompuesto de un hombre que ha recorrido París para dar una buena noticia, y que se siente caer en medio de una catástrofe.

—¿Qué quieres tú? —preguntó crudamente Nana, tuteándole y sin importarle el conde.

—Yo… yo… —tartamudeó—. Vengo a traerle lo que ya sabe.

—¿Qué?

Vacilaba. La antevíspera ella había dicho que si no encontraba mil francos para pagar un recibo, no le recibiría más. Desde hacía dos días, lo recorría todo, y por fin, aquella misma mañana, acababa de completar la suma.

—Los mil francos —acabó por decir, sacándose un sobre del bolsillo.

Nana lo había olvidado.

—¡Los mil francos! —gritó—. ¿Pero es que pido limosna? ¡Toma! Mira el caso que hago de tus mil francos.

Cogió el sobre y se lo arrojó a la cara. Él, como judío prudente, lo recogió con cierto esfuerzo. Miraba a la joven como atontado. Muffat cruzó con él una mirada de desesperación, mientras ella se ponía en jarras para gritar más fuerte:

—¿Qué? ¿Acabaréis de insultarme…? Tú, querido, estoy muy contenta de que hayas venido, porque ya ves… la limpieza va a ser completa. ¡Hala, fuera! ¡Largo de aquí!

Y como ellos no se movieran, paralizados, agregó:

—¿Decís que hago una tontería? Es posible. Pero ya me habéis fastidiado demasiado… ¡Y silencio! Estoy harta de ser elegante. Si reviento, es cosa mía.

Quisieron tranquilizarla, suplicándole.

—Una, dos… ¿os negáis a iros? Pues mirad, ¡tengo compañía!

Y con brusco ademán abrió de par en par la puerta de su dormitorio. Entonces los hombres vieron a Fontan en la cama deshecha. Éste no esperaba ser exhibido de aquella manera; tenía las piernas al aire, la camisa remangada y se revolcaba como un cabrito en medio de los encajes arrugados, con su piel negra. Sin embargo, no se turbó, acostumbrado a las sorpresas de los escenarios.

Tras la primera sacudida de sobresalto, encontró una expresión apropiada para salir honrosamente del trance, e hizo el conejo, como él decía, avanzando la boca y arrugando la nariz, moviendo el hocico. Su cabeza de fauno canalla rezumaba vicio. Era a Fontan a quien, desde hacía ocho días, Nana iba a buscar al Varietés, en una chaladura de ramera encaprichada por la fea mueca de los cómicos.

—¡Aquí está! —dijo ella, señalándolo con un gesto de trágica.

Muffat, que lo había aceptado todo, se revolvió ante esta afrenta.

—¡Puta! —tartamudeó.

Pero Nana, ya en la habitación, retrocedió para decirle la última palabra.

—¿Puta de qué? ¿Y tu mujer?

Y se marchó, pegando un portazo y pasando enfurecida el cerrojo. Los dos hombres se quedaron solos y se miraron en silencio. Zoé acababa de entrar, pero no los echó, sino que les habló muy razonablemente.

Como persona prudente, encontraba la tontería de la señora demasiado fuerte. No obstante, la defendía; con aquel sinvergüenza no duraría mucho, pero había que dejar que le pasase la fiebre. Los dos hombres se retiraron. No habían dicho una palabra. En la acera, conmovidos por cierta fraternidad, se dieron un apretón de manos silencioso, y, dándose la espalda, se alejaron cada uno por su camino.

Cuando por fin regresó Muffat a su palacete de la calle Miromesnil, llegaba precisamente su esposa. Se encontraron en la amplia escalera, cuyas sombrías paredes dejaban caer un escalofrío helado. Levantaron los ojos y se vieron. El conde aún tenía las ropas embarradas y la palidez espantosa de un hombre que regresa del vicio. La condesa, como destrozada por una larga noche de viaje en tren, se dormía en pie, mal peinada y ojerosa.

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