Nana

Nana


Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Fue en la calle Véron, en Montmartre, en un pequeño alojamiento del cuarto piso. Nana y Fontan habían invitado a algunos amigos para celebrar la noche de Reyes. Estrenaban la casa, pues sólo hacía tres días que se habían instalado.

Se hizo bruscamente, sin idea preconcebida de vivir juntos, con los primeros ardores de su luna de miel. Al día siguiente de la bonita algarada, cuando echó tan abiertamente a la calle al conde y al banquero, Nana sintió que todo se desmoronaba en torno suyo. En un instante midió la situación: los acreedores caerían en su antesala, se mezclarían con sus asuntos de amor, tratarían de venderlo todo si no era razonable, y todo se convertiría en discusiones, en quebraderos de cabeza sin acabar nunca, para disputarse sus cuatro muebles. Y prefirió abandonarlo todo. Además, el apartamento del bulevar Haussmann la aburría. Era una estupidez, con sus grandes salas doradas.

En un arranque de ternura por Fontan, empezó a soñar en un pisito claro, volviendo así a su antigua idea de florista, cuando aún no veía más allá de un armario con espejo de palisandro y una cama tapizada de reps azul. En dos días vendió todo lo que pudo sacar, chucherías y joyas, y desapareció con una decena de miles de francos, sin decir una palabra a la portera; una zambullida, una fuga, y ni rastro. De esta manera los hombres no irían a colgarse de sus faldas.

Fontan fue muy amable. No dijo que no y la dejó hacer, incluso actuó junto a ella como buen camarada. Por su parte, tenía siete mil francos, y consintió en unirlos a los diez mil de Nana, aun cuando se le acusaba de avaricia. Estos fondos les parecieron suficientes para instalarse. Y partiendo de aquí, gastaron cada uno por su lado del capital común, alquilando y amueblando dos piezas de la calle Véron, y compartiéndolo todo como buenos amigos. El principio fue verdaderamente delicioso.

La tarde de Reyes, la señora Lerat llegó la primera con Louiset, y como Fontan aún no había llegado, se permitió expresar sus temores, porque temblaba al ver que su sobrina renunciaba a una fortuna.

—¡Oh, tía, le amo tanto! —exclamó Nana, juntando sus dos manos en un bello gesto sobre el corazón.

Estas palabras produjeron un efecto extraordinario en la señora Lerat. Sus ojos se humedecieron.

—Si es así —dijo con aire de convicción— el amor es antes que nada.

Y se deshizo en alabanzas sobre la hermosura de la casa. Nana le enseñó el dormitorio, el comedor y la cocina. Caramba, aquello no era inmenso, pero habían retocado las pinturas, cambiado los papeles y el sol entraba que era una bendición.

Entonces la señora Lerat retuvo a Nana en el dormitorio, dejando a Louise en la cocina, con la mujer de la limpieza, para ver cómo asaba un pollo. Si se permitía reflexiones era porque Zoé acababa de salir de su casa.

Zoé había permanecido valientemente en la brecha, por devoción a la señora. Más tarde, la señora ya la pagaría; por eso no se inquietaba. Y en la desbandada del apartamento del bulevar Haussmann, hacía frente a los acreedores; actuaba en una digna retirada, salvando todo lo que podía y diciendo que la señora estaba de viaje, sin dar a nadie la dirección. Si hasta por miedo a que la viesen se privaba del placer de visitar a la señora. No obstante, aquella mañana corrió a casa de la señora Lerat para saber qué había de nuevo.

La víspera se habían presentado varios acreedores; el tapicero, el carbonero, la modista, ofreciendo tiempo, e incluso proponiendo adelantar una crecida cantidad a la señora si la señora quería volver a su apartamento y comportarse como una persona inteligente. La tía repetía las palabras de Zoé. Sin duda había algún señor por medio.

—¡Nunca! —replicó Nana indignada—. ¡Pues sí que son decentes esos proveedores! ¿Acaso piensan que voy a venderme para saldar sus facturas? Mira, prefiero morirme de hambre antes que engañar a Fontan.

—Eso es lo que contesté yo —dijo la señora Lerat—; mi sobrina tiene mucho corazón.

Nana, sin embargo, se sintió muy vejada al enterarse de que se vendía la Mignotte y que Labordette la compraba, a un precio ridículo, para Caroline Héquet. Esto la llevó a encolerizarse contra aquella trinca de verdaderas callejeras, a pesar de sus posturas. ¡Oh, sí! ella valía más que todas ellas.

—Ya pueden divertirse; el dinero no les dará nunca la verdadera felicidad. Y, además, tía querida, has de saber que ya no sé si ese mundo existe. Soy demasiado feliz.

Precisamente la señora Maloir entraba con uno de esos sombreros extraños, cuya forma sólo encontraba ella. Constituyó una gran alegría volverse a ver. La señora Maloir le confesó que las grandezas la intimidaban; ahora volvería de vez en cuando para jugar una partida.

Mostró por segunda vez el alojamiento, y en la cocina, ante la sirvienta provisional que cocinaba un pollo, Nana habló de economías, y dijo que una criada habría costado muy cara y que ella misma se cuidaría de su casa. Louiset contemplaba beatíficamente el asado.

Se oyeron voces. Era Fontan, con Bosc y Prullière. Ya podían sentarse a la mesa. La sopa estaba servida cuando Nana enseñaba por tercera vez el alojamiento.

—Oh, queridos, qué bien estáis aquí —repetía Bosc, con la intención de agradar a los compañeros que pagaban la cena, porque en el fondo la cuestión del «nido» como decía, le importaba poco.

En el dormitorio aún forzó la nota amable. Por lo general trataba a las mujeres de camellos y la idea de que un hombre pudiese cargar con una de esas sucias bestias revolvía en él la única indignación de que era capaz, con el desdén de borracho con que envolvía al mundo.

—¡Ah, picaruelos! —exclamó guiñando los ojos—. Esto lo han hecho solapadamente. Pues habéis tenido razón. Esto será encantador, y nosotros vendremos a veros, claro que sí.

Pero como llegaba Louiset, a caballo del mango de una escoba, Prullière dijo con una risa maliciosa:

—¿Cómo? ¿Ya tenéis este bebé?

Aquello pareció muy divertido. La señora Lerat y la señora Maloir se desternillaban. Nana, en vez de enfadarse, tuvo una enternecedora sonrisa a la vez que decía que desgraciadamente no; ella lo hubiese querido, por el pequeño y por ella, pero tal vez llegase. Fontan, que se hacía el bonachón, cogió a Louiset, y jugando ceceó:

—Esto no impide que quiera a su padrecito… Llámame papá, granujilla.

—Papá… papá… —tartamudeó el niño.

Todos lo acariciaban. Bosc, aburrido, hablaba de sentarse a la mesa, pues para él no había nada más serio. Nana pidió permiso para sentar a Louiset a su lado. La cena fue muy divertida. Bosc, sin embargo, sufrió con la vecindad del chiquillo, de quien debía defender su plato. La señora Lerat también le molestaba. Ella se enternecía y le contaba en voz baja cosas misteriosas, historias de señores muy ricos que aún la perseguían, y dos veces tuvo que apartar la rodilla porque ella lo asediaba con ojos encandilados.

Prullière se comportaba como un grosero con la señora Maloir, a quien no servía ni una vez. Sólo se ocupaba de Nana, resentido al verla liada con Fontan. Además, los palomos acabaron por hacerse empalagosos de tanto que se besaban. Contra todas las reglas habían querido sentarse juntos.

—Diablos, comed; ya tendréis tiempo —repetía Bosc con la boca llena—. Esperad que no estemos nosotros aquí.

Pero Nana no podía contenerse. Estaba en su arrobamiento de amor, sonrosada como una virgen, con sonrisas y miradas humedecidas de ternura; con los ojos fijos en Fontan, lo asediaba con epítetos cariñosos: perrito mío, lobezno, mi gatito, y cuando él le pasaba el agua y la sal, ella se inclinaba, le besaba al azar en los labios, en los ojos, sobre la nariz o sobre una oreja; si la reñían, volvía a la carga con ingeniosas tácticas, con humildes mimos de gata reprendida.

Fontan se hacía el bonachón y se dejaba adorar, lleno de condescendencia. Su enorme nariz se agitaba con un goce sensual. Su hocico de chivo, su fealdad de monstruo truhanesco, se extasiaba con la adoración devota de aquella soberbia muchacha, tan blanca y tan carnosa. A veces le devolvía un beso, como hombre que se reserva para el placer pero que quiere mostrarse amable.

—Acabáis por poneros pesados —gruñó Prullière—. Vete de ahí.

Y echó a Fontan, cambiando su cubierto para coger sitio al lado de Nana. Hubo exclamaciones, aplausos y palabras muy rudas. Fontan mostraba su desesperación con sus gestos chuscos de Vulcano llorando a Venus.

Inmediatamente Prullière se mostró galante, pero Nana, cuyo pie buscaba debajo de la mesa, le pegó un golpe para que se estuviese quieto. No, ciertamente no se acostaría con él. El mes anterior había tenido un principio de capricho debido a su hermosa cabeza, pero ahora lo detestaba. Si volvía a pellizcarla, fingiendo que recogía su servilleta, le arrojaría su vaso a la cara.

No obstante, la velada transcurrió bien. Se pusieron, como era natural, a hablar del Varietés. ¿No se moría aquel canalla de Bordenave? Sus cochinas enfermedades reaparecían y le hacían padecer tanto que no estaba ni para que lo cogiesen con pinzas. La víspera, durante el ensayo, había estado vociferando continuamente contra Simonne.

—He aquí a uno al que no llorarán mucho los artistas.

Nana dijo que si la llamaba para un papel, lo mandaría bonitamente a paseo; además, hablaba de no volver a las tablas porque el teatro no valía lo que su casa. Fontan, que no actuaba en la nueva obra ni en la que se ensayaba, también exageraba la dicha de gozar de su completa libertad, de pasar las veladas con su gatita, los pies cerca del fuego. Y los otros lanzaban exclamaciones tratándolos de afortunados y fingiendo envidiar su dicha.

Se había sacado el roscón de Reyes. El haba le cayó a la señora Lerat, que la echó en el vaso de Bosc. Entonces gritaron: ¡El rey bebe, el rey bebe! Nana aprovechó el estallido de jovialidad para volver a coger a Fontan por el cuello, besarle y decirle cosas al oído. Pero Prullière, con su sonrisa contrariada de mozo guapo, gritó que aquello no entraba en el juego.

Louiset dormía sobre dos sillas. La reunión terminó hacia la una, y gritaron sus adioses a lo largo de la escalera.

Durante tres semanas la vida de los dos tórtolos fue realmente deliciosa. Nana creía volver a sus principios, cuando su primer vestido de seda le proporcionó tanto placer. Salía poco y se deleitaba en la soledad y en la sencillez. Una mañana muy temprano, cuando ella misma iba a comprar pescado en el mercado de La Rochefoucauld, se desconcertó al encontrarse cara a cara con Francis, su antiguo peluquero, quien vestía con su habitual corrección camisa fina y levita irreprochable, y a Nana la avergonzó que la viesen en la calle con una bata, desgreñada y arrastrando las chancletas. Pero él aún tuvo el tacto de extremar su cortesía. No se permitió ninguna pregunta y fingió creer que la señora estaba de viaje. ¡Ah! la señora había hecho a muchos desgraciados al decidirse a viajar. Era una pérdida para todo el mundo.

Sin embargo, Nana acabó por interrogarle, llevada de una curiosidad que la hacía olvidar su primera turbación. Como la gente los atropellaba, ella lo empujó a una puerta, donde siguió de pie ante él, con la bolsa del pan en la mano. ¿Qué decían de su fuga? Buen Dios, las señoras a quienes peinaba decían esto, aquello y lo de más allá; en suma, mucho ruido y un verdadero triunfo. ¿Y Steiner? El señor Steiner había bajado mucho, y acabaría mal si no encontraba una nueva operación. ¿Y Daguenet? ¡Oh! ese iba perfectamente; el señor Daguenet se había encarrilado.

Nana, a quien los recuerdos excitaban, iba a abrir la boca para preguntar más, pero sintió cierta violencia al pronunciar el nombre de Muffat. Entonces Francis, sonriendo, habló el primero. En cuanto al señor conde, estaba que daba pena; había sufrido tanto desde la marcha de la señora, que parecía un alma en pena; se le veía en todos los sitios donde podía estar ella.

Hasta que lo encontró el señor Mignon, que se lo llevó a su casa. Esta noticia hizo reír mucho a Nana, pero fue una risa nerviosa.

—Ah… Entonces, ahora está con Rose —dijo ella—. Muy bien, pero sepa, Francis, que todo eso me importa un comino. Vaya con ese gazmoño. Ha cogido la costumbre y no puede ni abstenerse ocho días. ¡Y me juraba que para él no habría otra mujer después de mí!

En el fondo estaba rabiando.

—Son mis desechos —añadió Nana—. Buen pájaro se ha pagado Rose. Lo comprendo, ha querido vengarse porque le quité a ese bruto de Steiner. Hermoso triunfo llevarse a casa a un hombre que puse de patitas en la calle.

—El señor Mignon no cuenta las cosas de esa manera —dijo el peluquero—. Según él, ha sido el señor conde quien la despidió. Sí, y de una manera bien humillante, de una patada en cierto sitio.

Al oír eso, Nana palideció.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Una patada a mí y en…? Esto ya es demasiado. ¡Pero si fui yo quien echó por la escalera a ese cornudo! Porque es un cornudo. Ya debes saberlo; su condesa le pone los cuernos con todo el mundo, hasta con ese granuja de Fauchery. Y ese Mignon rondando la calle para la mona de su mujer, a la que nadie quiere de tan flaca. ¡Cochino mundo! ¡Una gentuza!

Se ahogaba. Tomó aliento.

—¿Y dicen eso…? Pues bien, amigo Francis, iré a buscarlos. ¿Quieres que vayamos los dos ahora mismo? Sí, iré y veremos si tienen cara para seguir hablando de patadas en mis nalgas… ¡Patadas! Jamás se lo toleré a nadie. Y nunca me pegarán, sabes, porque me comería al tipo que me tocase.

Luego se tranquilizó. Después de todo, podían decir lo que quisiesen, porque no los consideraba más que al barro de sus zapatos. Se mancharía si se ocupase de esas gentes. Ella tenía la conciencia tranquila. Y Francis, en tono familiar, al verla vestida como una mujer de servicio, se permitió darle algunos consejos al despedirse. Había hecho mal en sacrificarlo todo por un capricho, pues los caprichos podían arruinar una vida. Ella le escuchaba con la cabeza baja mientras él hablaba con acento apenado, demostrando que le dolía que una muchacha tan bella le volviese la espalda a la suerte.

—Eso es asunto mío —acabó por decir ella—. De todas maneras, gracias, querido.

Ella le estrechó la mano, que tenía siempre un poco de grasa a pesar de su correcto porte; luego se dirigió al puesto del pescado. Durante todo el día la preocupó aquella historia de la patada en el trasero. Incluso se lo dijo a Fontan, y nuevamente se jactó de ser una mujer que no toleraría ni si quiera un papirotazo. Fontan, como espíritu superior, aseguró que todos los hombres de posición eran unos groseros y que debía despreciárselos. Desde entonces Nana sintió el mayor desdén por ellos.

Precisamente aquella noche fueron a los Bouffes a ver la presentación, en un papel de diez líneas, de una mujercita que Fontan conocía. Era casi la una cuando regresaban a pie a las alturas de Montmartre. En la calle de la Chaussée d’Antin habían comprado una torta y se la comieron en la cama porque no hacía calor y tampoco había que encender el fuego. Sentados en la cama, el cobertor sobre el vientre y las almohadas amontonadas tras la espalda, comían y hablaban de la debutante. Nana la encontraba fea y sin gracia. Fontan, inclinado hacia adelante, le pasaba los trozos de torta, puesta en la mesilla de noche, entre la bujía y las cerillas. Pero acabaron por discutir.

—No sé qué le encuentran —gritó Nana—. Tiene los ojos como agujereados y cabellos de color de cáñamo.

—Cállate —repetía Fontan—. Una cabellera soberbia, unas miradas de fuego… Ya se sabe que las mujeres siempre os coméis unas a otras.

Estaba muy contrariado.

—¡Esto ya es demasiado! —dijo al fin con voz agresiva—. Sabes que no me gusta que me fastidien. Durmamos o esto acabará mal. —Y sopló la bujía. Nana estaba furiosa; no admitía que se le hablase en aquel tono, y estaba acostumbrada a ser respetada. Como él no le respondía, tuvo que callarse. Pero ella no conseguía dormirse, y daba vueltas y más vueltas.

—¡Por Dios!, ¿acabarás de moverte? —gritó Fontan de golpe, con un brusco salto.

—No es culpa mía si hay migas en la cama —replicó ella secamente.

En efecto, había migas. Ella las sentía hasta debajo de sus muslos y la molestaban con sólo moverse. Una miga se le incrustó en una nalga y se rascó hasta salirle sangre. Además, cuando se come un pastel en la cama, ¿no se sacude siempre la sábana? Fontan, fríamente rabioso, había encendido una bujía. Los dos se levantaron, descalzos, en camisa, levantaron los cobertores y sacudieron la sábana. Él tiritaba y volvió a acostarse, enviándola al diablo porque ella le decía que se limpiase los pies. Después Nana volvió a ocupar su sitio, pero apenas se estiró, empezó a moverse. Aún quedaban migas.

—Diablos, si estaba segura. Las has vuelto a meter con los pies. Ya no puedo más, ¡te digo que no puedo más!

Y se dispuso a pasar por encima de él para bajar de la cama. Entonces, harto, y queriendo dormir, Fontan le arreó una bofetada con todas sus ganas. La bofetada fue tan fuerte que, del golpe, Nana se encontró tendida, otra vez acostada y con la cabeza en la almohada. Se quedó aturdida.

—¡Oh…! —dijo simplemente, con un hondo suspiro de niña.

Y aún la amenazó con otra bofetada si volvía a moverse. Luego de apagar la luz se tendió cómodamente boca arriba y en el acto empezó a roncar.

Nana, con la nariz clavada en la almohada, lloriqueaba. Era una cobardía abusar de su fuerza. Pero había sentido verdadero pánico al ver la máscara cómica de Fontan volverse tan terrible. Y su cólera se esfumó como si la bofetada la hubiese calmado. Ella lo respetaba y se pegaba a la pared del dormitorio para dejarle todo el sitio posible. Acabó por dormirse, la mejilla caliente, los ojos llenos de lágrimas, en un abatimiento delicioso, en una sumisión tan rendida que ya no sintió las migas.

Por la mañana, cuando se despertó tenía a Fontan entre sus brazos apretándolo contra su pecho, muy fuerte ¿No es así? Él no volvería a hacerlo más, ¡nunca más! Y ella le amaba demasiado; de él, hasta era bueno ser abofeteada.

Entonces empezó una nueva vida. Por un sí o un no, Fontan le largaba una bofetada, y ella, ya acostumbrada, las admitía. A veces gritaba, le amenazaba, pero él la empujaba contra la pared amenazándola con estrangularla, lo que la volvía sumamente dócil. Lo más frecuente era caer en una silla sollozando durante cinco minutos. Después se olvidaba, muy alegre, con cantos y risas, y carreras que amenizaban la alcoba con el vuelo de sus enaguas.

Lo peor era que ahora Fontan desaparecía durante todo el día y no regresaba nunca antes de medianoche; iba a los cafés, donde se encontraba con sus amigos. Nana lo toleraba todo, temblorosa, acariciante, con el único miedo de no verle regresar si le hacía algún reproche. Pero algunos días, cuando no tenía a la señora Maloir, ni a su tía con Louiset, se aburría mortalmente. Así pues, un domingo, estando en el mercado de La Rochefoucauld regateando el precio de unos pichones, tuvo una alegría al encontrarse con Satin, que compraba unos rábanos. Desde la noche en que el príncipe se había bebido el champaña de Fontan, no habían vuelto a verse.

—¡Cómo! ¿Eres tú? ¿Vives en el barrio? —dijo Satin, asombrada al verla en chancletas por la calle a aquella hora—. Pobre hija mía… ¿Estás en reparación?

Nana la hizo callarse con un fruncimiento de cejas, porque había allí otras mujeres en salto de cama, sin vestirse, los cabellos sueltos y blancos de pelusa. Por la mañana todas las mujerzuelas del barrio, en cuanto habían puesto al hombre de la víspera en la calle, corrían a hacer sus provisiones, los ojos cargados de sueño, arrastrando las zapatillas con el mal humor y el cansancio de toda una noche de fatigas. De cada calle de la encrucijada bajaban hacia el mercado, muy pálidas, jóvenes aún, graciosas en su abandono, y a la vez grotescas y apergaminadas viejas, enseñando sus huesos y sin que las avergonzase ser vistas así, fuera de las horas de trabajo; y en las aceras los paseantes se volvían, sin que una sola se dignase sonreírles, con su porte de amas de casa, para las que los hombres no existen. Precisamente, cuando Satin pagaba el paquete de rábanos, un hombre joven, algún empleado retrasado, le lanzó, según pasaba, un «Buenos días, querida». En el acto ella se irguió con la dignidad de una reina ofendida y le dijo:

—¿Por quién me tomará ese cerdo?

Luego creyó reconocerle. Tres días antes, hacia medianoche, subiendo por el bulevar, ella le estuvo hablando cerca de media hora, en la esquina de la calle Labruyère, para decidirle. Pero esto aún la sublevó más.

—Son bien groseros gritándole a una esas cosas en pleno día —añadió—. Cuando una va a sus asuntos, es para que se la respete, ¿no es así?

Nana compró los pichones, aunque dudaba de su frescura. Entonces Satin quiso enseñarle su puerta; vivía al lado, en la calle La Rochefoucauld. Y cuando se quedaron solas, Nana le contó su pasión por Fontan.

Al llegar a su casa, Satin se detuvo con los rábanos bajo el brazo, intrigada por un último detalle que Nana le daba, mintiendo a su vez, jurando que era ella quien había puesto al conde Muffat de patitas en la calle, a puntapiés en el trasero.

—¡Oh, soberbio! —repetía Satin—. ¡Soberbio! ¿A puntapiés? Y no dijo nada, ¿verdad? Es muy cobarde. Me habría gustado estar allí para ver su facha… Querida mía, tienes razón. Al diablo el dinero. Yo, cuando tengo un capricho, me lo doy hasta reventar. Ven a verme, prométemelo. Es la puerta de la izquierda. Llama tres veces, porque hay tal cantidad de inoportunos…

Desde entonces, cuando Nana se aburría demasiado, bajaba a ver a Satin. Siempre estaba segura de encontrarla, porque no salía nunca antes de las diez. Satin ocupaba dos habitaciones, que un farmacéutico le había amueblado para salvarla de la policía, pero en menos de trece meses había roto los muebles, desfondado las sillas, ensuciado las cortinas, y había tanta suciedad y desorden que el alojamiento parecía habitado por una banda de gatos rabiosos.

Las mañanas en que, asqueada de tanta mugre, se le ocurría a ella misma limpiar tanta basura, se le quedaban en las manos astillas de los muebles y jirones de cortinas, a fuerza de pelear con la cochambre. Esos días, aquello aún estaba más sucio, y no se podía entrar, porque muchas cosas estaban en el suelo y obstruían las puertas. Y acababa por abandonar la limpieza. A la luz de la lámpara, el armario de luna, el reloj y lo que quedaba de cortinas, aún producía cierta ilusión en los hombres. Por lo demás, hacía seis meses que su propietario la amenazaba con expulsarla. Entonces, ¿para quién iba a cuidar los muebles? ¿Para él tal vez? ¡Vaya gracia! Y cuando se levantaba de buen humor, gritaba «¡Hala ya!» a la vez que pegaba coces a los costados del armario, y de la cómoda, que crujían a los golpes.

Nana casi siempre la encontraba acostada. Incluso en los días en que Satin bajaba a comprar sus vituallas, se sentía tan fatigada al regresar que volvía a echarse en la cama. Durante el día se arrastraba, dormía en cualquier silla y no salía de aquella languidez hasta que al anochecer se encendía el gas.

Y Nana se encontraba muy bien en su casa, sentada sin hacer nada, en medio de la cama deshecha, de las mantas tiradas al suelo, de las enaguas sucias de la víspera, que manchaban de barro los sillones.

Allí chismorreaban, se hacían confidencias interminables, mientras Satin, en camisa, echada y con los pies más altos que la cabeza, la escuchaba fumando cigarrillo tras cigarrillo. A veces se compraban ajenjo, para las tardes en que se sentían melancólicas, para olvidar, decían ellas; sin bajar, y sin siquiera ponerse una falda, Satin se asomaba por encima de la barandilla y le gritaba el encargo a la hija de la portera, una mocosa de diez años, que les traía el ajenjo en un vaso y miraba curiosa las piernas desnudas de la señora.

Todas las conversaciones desembocaban en el tema de los hombres. Nana estaba disgustada con su Fontan; ella no podía decir diez palabras sin caer de nuevo en las imbecilidades que él le echaba siempre en cara. Pero Satin, como buena chica, escuchaba sin cansarse aquellas eternas historias de esperas en la ventana, de discusiones por un guiso quemado, de reconciliaciones en la cama después de horas enteras de enojo.

Por necesidad de hablar de esto, Nana llegó a contarle todas las bofetadas recibidas; la semana pasada le había hinchado un ojo; la víspera, sin ir más lejos, a propósito de unas zapatillas que no aparecían, la tiró de una bofetada contra la mesilla de noche, y Satin no se asombraba ante nada, soplando el humo de su cigarrillo, e interrumpiéndose para sólo decir que ella siempre se agachaba, con lo que evitaba que el señor le arrease la bofetada. Ambas se embalaban con sus historias de golpes, felices y aturdidas por los mismos hechos imbéciles, cien veces repetidos, cediendo a la blanda y cálida lasitud de las palizas indignas de que ellas hablaban. Ese gusto de insistir sobre las bofetadas de Fontan, de criticar a Fontan hasta por su manera de quitarse las botas, eran el tema diario de Nana, sobre todo desde que Satin empezó por serle simpática. También le explicaba hechos más fuertes, como el de un pastelero que la dejó medio muerta en el suelo, y aún le siguió queriendo.

Después llegaban los días en que Nana lloraba, diciendo que aquello no podía continuar así. Satin la acompañaba hasta la puerta y se quedaba una hora en la calle para ver si él la asesinaba. Y al día siguiente las dos mujeres gozaban toda la tarde con los comentarios sobre la reconciliación, prefiriendo, no obstante, aunque sin decirlo, los días en que había golpes, porque esto las apasionaba más.

Empezaron a ser inseparables. No obstante, Satin nunca iba a casa de Nana. Fontan había dicho que en su casa no quería trotacalles; pero salían juntas, y así fue como Satin llevó un día a su amiga a casa de una mujer, precisamente aquella señora Robert que tanto preocupaba a Nana y que le causaba cierto respeto desde el día en que se negó a asistir a una cena suya.

La señora Robert vivía en la calle Mosnier, una calle nueva y silenciosa del barrio de Europa, sin un establecimiento y con hermosas casas cuyos pequeños apartamentos los ocupaban casi sólo señoras.

Eran las cinco; a lo largo de las desiertas aceras, en la paz aristocrática de las altas casas blancas, se veían cupés de bolsistas y de negociantes estacionados, y los hombres caminaban aprisa, levantando los ojos hacia las ventanas, donde mujeres en peinador parecía que les esperasen. De momento Nana se negó a subir, diciendo con aire afectado que no conocía a aquella señora, pero Satin insistió.

Ella siempre podía llevar una amiga. Además, sólo quería hacer una simple visita de cortesía; la señora Robert, a quien había encontrado el día anterior en un restaurante, se había mostrado muy gentil y le hizo prometer que iría a visitarla. Y Nana acabó por ceder.

Arriba, una criada medio dormida les dijo que la señora no estaba en casa. No obstante, quiso introducirlas en el salón, en donde las dejó solas.

—Caramba, qué elegancia —murmuró Satin.

Era un apartamento severo y burgués, forrado de telas oscuras con el gusto de un boticario Parisiense retirado después de haber hecho fortuna.

Nana, impresionada, quiso bromear, pero Satin se enfadaba y respondía de la virtud de la señora Robert. Siempre se la encontraba en compañía de hombres de edad y serios, que le daban el brazo. De momento tenía un antiguo chocolatero, un hombre muy reposado. Cuando iba, encantado del buen aspecto de la casa, se hacía anunciar y la llamaba hija mía.

—Pero mira, aquí la tienes —repuso Satin enseñándole una fotografía colocada delante del reloj.

Nana miró el retrato un instante. Representaba una mujer muy morena, de rostro alargado, los labios finos y con una sonrisa discreta. Se hubiera dicho que era una dama de mundo bien situada.

—Es extraño —murmuró al fin—. Estoy segura de haber visto esta cara en algún lugar. ¿Dónde? No lo sé. Pero no debió de ser en un sitio muy limpio… No, no. Seguro que no fue en un sitio muy limpio.

Y añadió, volviéndose hacia su amiga:

—Entonces, te ha hecho prometer que vendrías a verla. ¿Qué quiere de ti?

—¿Que qué quiere de mí? Sin duda hablar, estar un rato juntas… Pura cortesía.

Nana miró fijamente a Satin; luego hizo chascar la lengua. En fin, aquello le daba igual. Pero como la dama no llegaba, dijo que no esperaba más, y se fueron.

Al día siguiente Fontan advirtió a Nana que no iría a comer. Y Nana bajó temprano y fue a buscar a Satin para invitarla a comer en algún restaurante. La elección del lugar constituyó un arduo problema. Satin proponía comedores que Nana encontraba infectos, hasta que la convenció de que fuesen a comer a Casa Laure. Era un fonducho de la calle Martyrs, donde el cubierto costaba tres francos.

Aburridas de esperar, y no sabiendo qué hacer por las aceras, subieron a Casa Laure veinte minutos antes de la hora. Los tres comedores aún estaban vacíos. Se colocaron en una mesa del mismo salón donde Laure Piédefer reinaba, sentada sobre la alta banqueta del mostrador. Esta Laure era una mujer de cincuenta años, y de formas desbordantes, comprimidas con cinturones y corsés.

Las mujeres iban llegando en fila, se empinaban por encima de las bandejas y besaban a Laure en la boca, con una familiaridad cariñosa, mientras este monstruo de ojos húmedos trataba, repartiéndose, de no provocar celos.

La sirvienta, en cambio, era una mujer alta, delgada, deteriorada, que servía a aquellas señoras con ojos negros y miradas encendidas por un fuego sombrío. En seguida se llenaron los tres salones. Había un centenar de clientes, mezclados al azar por las mesas, la mayoría ronzando la cuarentena, gordos, con exuberancia de carne y muestras de vicio en sus mustias bocas, y en medio de aquellas redondeces de pechos y de vientres, aparecían algunas muchachitas delgadas, de aire todavía ingenuo bajo el descaro del gesto, de principiantes recogidas en cualquier tasca y llevadas por una clienta a Casa Laure, en donde la recua de mujeres gordotas, puestas ante el aroma de aquella juventud, se movía y hacía en torno suyo una corte propia de viejos mozos inquietos, pagándoles golosinas.

No había muchos hombres, diez o quince a lo sumo, y con actitud humilde bajo la ola invasora de faldas, excepto cuatro mocetones que quisieron ver qué había en Casa Laure, y bromeaban muy a gusto.

—¿No te parece? —decía Satin—. Está muy bueno este guisado.

Nana movía la cabeza, satisfecha. Era la clásica y sólida comida de una fonda de provincias: vol-au-vent a la financiera, pollo con arroz, judías verdes en su jugo y crema de vainilla helada al caramelo. Las señoras caían particularmente sobre el pollo con arroz, estallando en sus corpiños y limpiándose los labios discretamente.

Al principio, Nana tuvo miedo de encontrarse con alguna antigua conocida que le pudiese hacer preguntas tontas, pero se tranquilizó al no ver ningún rostro conocido entre aquella multitud tan variada, en la que los vestidos descoloridos y los sombreros lamentables se emparejaban con ricos atuendos en la fraternidad de las mismas perversiones. Durante un momento se interesó por un joven de cabellos cortos y ondulados, el rostro insolente, que tenía sin aliento y pendientes de sus menores caprichos a toda una mesa de mujeres que reventaban de grasa, pero cuando el joven se rió, se le hinchó el pecho.

—Toma, si es una mujer —gritó casi Nana.

Satin, que se atracaba de pollo, levantó la cabeza murmurando:

—Sí; la conozco… Es muy elegante. Se la disputan todos.

Nana hizo una mueca de desagrado. Ella aún no comprendía aquello. Sin embargo, añadió con voz razonable que sobre gustos y colores no debía discutirse, porque jamás se sabía lo que podría quererse cualquier día.

Así pues, se comió su crema con filosofía, viendo que Satin revolucionaba las mesas vecinas con sus grandes ojos azules de virgen. Había, sobre todo, junto a ella una rubia muy amable, que se encendía y se acercaba tanto que Nana estuvo a punto de intervenir.

Pero en aquel momento una mujer que entraba la sorprendió mucho. Acababa de reconocer a la señora Robert, quien, con su bonita cara de ratita morena, dirigió una seña familiar a la rubia delgada, y luego fue a apoyarse en el mostrador de Laure. Y las dos se besaron con efusión. Nana encontró la caricia muy cómica por parte de una mujer tan distinguida, mayormente cuando la señora Robert no tenía nada de su aire modesto, sino al contrario; lanzaba ojeadas por el salón y hablaba en voz baja.

Laure había vuelto a sentarse, inmovilizándose de nuevo con la majestuosidad de un viejo ídolo del vicio, la faz desgastada y barnizada por los besos de sus fieles, y, por encima de los platos llenos, reinaba sobre su clientela, numerosa en mujeres gordas, monstruosas entre las más opulentas, imperando con aquella fortuna de dueña de hotel que recompensaba cuarenta años de ejercicio.

Pero la señora Robert ya había descubierto a Satin. Dejando a Laure, corrió, se mostró encantadora, y dijo cuánto lamentaba no haber estado el día anterior en su casa, y como Satin quería hacerle un huequecito a toda costa, ella juraba que ya había comido. Sólo había subido para echar un vistazo.

Mientras hablaba, de pie detrás de su nueva amiga, se apoyaba en sus hombros, sonriendo mimosa y repitiendo:

—¿Qué? ¿Cuándo volveré a verla? Si estuviese libre…

Nana, desgraciadamente, no pudo oír más. Aquella conversación la molestaba, ardía en deseos de decirle cuatro verdades a aquella mujer honrada. Pero al ver una banda que acababa de entrar, se contuvo.

Eran las mujeres elegantes, con los mejores vestidos y bien alhajadas. Acudían a Casa Laure, a quien todas tuteaban, llevadas por un gusto perverso, paseando los cien mil francos en pedrería sobre su piel para cenar por tres francos ante el triste asombro de las pobres muchachas mal vestidas. Cuando entraron, gritando y riendo a voces, trayendo de fuera un poco de sol, Nana se volvió con viveza, molesta al reconocer entre ellas a Lucy Stewart y a María Blond.

Durante cinco minutos, todo el tiempo que aquellas señoras permanecieron charlando con Laure antes de pasar al salón de al lado, estuvo con la cabeza baja, simulando estar muy ocupada en recoger las migas de pan que había sobre el mantel. Luego, cuando pudo volverse, se quedó estupefacta: la silla de al lado estaba vacía. Satin había desaparecido.

—¿Pero dónde está? —preguntó en voz alta.

La rubia gorda, que había colmado a Satin de atenciones, se rió en medio de su mal humor, y como Nana, irritada por aquella risa, la mirase amenazadora, dijo débilmente y con voz temblona:

—No he sido yo, sino la otra.

Nana comprendió que se burlarían de ella y no dijo nada más. Siguió otro rato sentada, no queriendo demostrar su cólera. En el salón vecino se oían las carcajadas de Lucy Stewart, que invitaba a un grupo de muchachas que llegaban de los bailes de Montmartre y de la Chapelle. Hacía un calor sofocante. La criada retiraba las pilas de platos sucios en medio de un fuerte olor a pollo con arroz y, mientras, cuatro señores habían acabado de servir vino fino a media docena de parejas, esperando emborracharlas y escuchar sus confesiones.

Lo que ahora indignaba a Nana era pagar la comida de Satin. Vaya una pájara, que se dejaba engatusar y se largaba con el primer perro lanudo sin dar las gracias. Claro que no eran más que tres francos, pero le parecía un duro golpe, porque los malos modales eran muy desagradables. No obstante, pagó, arrojando seis francos a Laure, a quien ahora despreciaba más que al barro del arroyo.

En la calle Martyrs, Nana aún sintió acrecentarse más su rencor. Seguro que no iba a correr detrás de Satin; ¡bonita basura para meter las narices! Pero le había fastidiado la noche, y subió lentamente hacia Montmartre, a cada paso más irritada contra la señora Robert. Ésta sí que tenía un buen cutis, haciéndose pasar por señora distinguida; sí, distinguida en el rincón de las inmundicias. Ahora ya estaba segura de haberla encontrado en el Papillon, un infecto tugurio de la calle Poissonnières, en donde los hombres las cogían por treinta céntimos. Y esa embaucaba a los modestos jefes de oficina, y se negaba a acudir a las cenas a las que se le hacía el honor de invitarla, dándose aires de virtuosa. ¡Vaya con su virtud! Era igual que la de esas gazmoñas que se entregan en los cuchitriles más infectos.

Entretanto, y mientras pensaba en todo eso, Nana había llegado a su casa, en la calle Véron. Se quedó muy sorprendida al ver luz en ella. Fontan regresaba de mal humor también a él le había abandonado el amigo que le invitó a cenar. Escuchó con frialdad las explicaciones que ella le daba, temiendo los golpes y asustada por encontrarle allí cuando no lo esperaba antes de la una de la madrugada; mentía y confesaba haber gastado seis francos, pero con la señora Maloir.

Entonces Fontan, muy digno, le entregó una carta que iba dirigida a ella y que él había abierto tranquilamente. Era de Georges, siempre encerrado en las Fondettes, que cada semana se desahogaba en páginas ardientes.

Nana adoraba que le escribiera, sobre todo con grandes frases de amor y con juramentos. Las leía a todo el mundo. Fontan conocía el estilo de Georges y lo apreciaba. Pero aquella noche se temía tal escena que Nana se mostró indiferente; recorrió la carta con gesto malhumorado y la dejó.

Fontan se había puesto a golpear un cristal, aburrido por tener que acostarse tan temprano y no saber con qué entretenerse. Bruscamente se volvió y dijo:

—¿Y si respondiésemos en seguida a ese mocoso?

Por lo general era él quien escribía. Luchaba con el estilo, pues se sentía feliz cuando Nana, entusiasmada con la lectura de su carta, hecha en voz alta, lo abrazaba gritando que no había nadie como él para encontrar frases semejantes. Aquello acababa por encenderles, y se adoraban.

—Como quieras —respondió ella—. Voy a preparar té y nos acostaremos en seguida.

Entonces Fontan se instaló en la mesa con gran despliegue de pluma y papel. Y, arqueando los brazos, estiró la barbilla.

—«Corazón mío» —empezó en voz alta.

Y durante más de una hora se dedicó a la tarea, reflexionando a veces sobre una frase, la cabeza entre las manos, suspirando y riéndose cada vez que encontraba una expresión cariñosa.

Nana, sin hablar, se había bebido ya dos tazas de té. Por fin leyó la carta, como se lee en el teatro, con voz clara y con ademanes. Hablaba, dentro de aquellas cinco páginas, de las «horas deliciosas pasadas en la Mignotte, aquellas horas que vivían en el recuerdo como perfumes sutiles» juraba «una eterna fidelidad a aquella primavera de amor» y concluía asegurando que su único deseo era «volverla a empezar, si tanta felicidad podía reanudarse».

—Ya sabes —repuso él—, que digo todo esto por cortesía. Como se trata sólo de una broma… Creo que he sabido lucirme.

Triunfaba, pero Nana, torpe, desconfiando siempre, cometió el error de no saltarle al cuello con alegría. Encontraba bien la carta, pero nada más.

Entonces él se sintió vejado. Si la carta no le agradaba, podía escribir ella otra, y en vez de besarse, como de costumbre, después de haber renovado sus frases de amor, se quedaron apagados a ambos lados de la mesa. No obstante, ella le sirvió una taza de té.

—¡Vaya una porquería! —exclamó él humedeciéndose los labios—. Le has echado sal.

Nana tuvo la desgracia de encogerse de hombros y él se puso furioso.

—Esto acabará mal esta noche.

Y la querella vino de aquí. El reloj sólo marcaba las diez, y aquello no era más que un modo de matar el tiempo. Fontan empezó lanzando al rostro de Nana una oleada de injurias, toda clase de acusaciones, una sobre otra, sin permitirle defenderse: era una sucia, una bestia y había rodado por todas partes. Luego se encarnizó sobre la cuestión del dinero. ¿Acaso él gastaba seis francos cuando cenaba en la ciudad? Le pagaban la cena, y si no, se hubiese comido un cocido. ¡Y gastarlos con aquella vieja de Maloir, un espantajo al que le enseñaría la puerta al día siguiente! ¡Pues, sí! Irían lejos si todos los días, él y ella, tirasen seis francos a la calle.

—Además, quiero las cuentas —gritó—. A ver, dame el dinero. ¿Cuánto tenemos?

Todos sus instintos de sórdida avaricia estallaron. Nana, dominada, asustada, se apresuró a coger del escritorio el dinero que le quedaba y se lo puso delante. Hasta entonces la llave estaba sobre la caja común y cada uno sacaba lo que quería.

—¡Cómo! —exclamó después de haberlo contado—. Apenas quedan siete mil francos de los diecisiete mil, y no llevamos juntos más que tres meses… ¡No es posible!

Y él mismo revolvió el escritorio y sacó el cajón para examinarlo a la luz de la lámpara. Pero no había más que seis mil ochocientos y algunos francos. Aquello ya fue la tempestad.

—¡Diez mil francos en tres meses! —chilló—. ¿Qué has hecho? ¿Eh? ¡Responde! ¿Ha pasado todo eso a la tragona de tu tía? ¿O es que pagas a los hombres? ¿Quieres responder?

—Si te pones así —dijo Nana—, el cálculo es muy fácil de hacer… Tú no cuentas los muebles; además, he tenido que comprar sábanas. El dinero se va rápido cuando hay que instalarse.

Pero aún exigiéndole explicaciones, él no quería escucharlas.

—Sí, se va muy rápido —replicó él con calma—, y mira, estoy harto de esta cocina en común… Tú sabes que estos siete mil francos son míos. Pues ya los tengo, y me los guardo; no tengo ganas de verme arruinado. A cada uno lo suyo.

Y tranquilamente se metió el dinero en el bolsillo. Nana le miraba estupefacta. Él continuó, sin inmutarse:

—Ya comprendes que no soy tan tonto como para cuidar de tías y de niños que no son míos… A ti te ha gustado gastarte el dinero, y era tuyo, pero el mío es sagrado… Cuando hagas cocer el puchero, yo te pagaré la mitad. Cada noche pasaremos cuentas, y nada más.

Nana se indignó y no pudo reprimir este grito:

—Oye, tú has comido también de mis diez mil francos… ¡Vaya puerco!

Pero él no se detuvo en discutir más. Por encima de la mesa, y al vuelo, le largó una bofetada, diciéndole:

—Repite eso.

Y ella lo repitió a pesar del golpe, y él cayó sobre ella, a coces y puñetazos. La puso en tal estado que ella acabó, como de costumbre, desnudándose y acostándose llorando. Él resoplaba, e iba a acostarse cuando vio sobre la mesa la carta que había escrito a Georges. Entonces la cogió, la dobló con cuidado, se volvió a la cama y dijo en tono amenazador:

—Está muy bien escrita, y yo mismo la echaré al correo, porque no me gustan los caprichos… ¡Y no gimas más, que me irritas!

Nana, que lloraba a pequeños suspiros, contuvo el aliento. Cuando él se hubo acostado, sofocada, se echó sobre su pecho, sollozando. Sus contiendas siempre terminaban igual; ella temblaba ante la idea de perderle, tenía una cobarde necesidad de saberle suyo, a pesar de todo. Dos veces él la rechazó con ademán soberbio, pero el abrazo tibio de aquella mujer que le suplicaba, con sus grandes y húmedos ojos de bestia fiel, le encendió el deseo.

Y se portó como un buen príncipe, sin por ello rebajarse a ningún anticipo; se dejó acariciar y tomar a la fuerza, como hombre cuyo perdón vale la pena ganarse. Después le asaltó una inquietud; temía que Nana representase una comedia para recobrar la llave de la caja. La bujía estaba apagada cuando sintió la necesidad de imponer su voluntad.

—Ya lo sabes, querida; eso es muy serio. Me guardo el dinero.

Nana, que se dormía con la cabeza sobre el cuello de él, encontró una frase sublime:

—Sí, no temas… Ya trabajaré.

Pero desde aquella noche la vida entre ellos se hizo cada vez más difícil.

Desde el principio al fin de la semana, se sucedían tales series de golpes, que parecían el tictac de un reloj regulando su existencia. Nana, a fuerza de palizas, adquiría una flexibilidad de lienzo fino, y esto la hacía delicada de piel, sonrosada y blanca de tez, tan suave al tacto, tan diáfana a la vista, que aún la embellecía más.

También Prullière se pegaba a sus faldas, apareciendo cuando Fontan no estaba, para arrinconarla contra las paredes y besarla. Pero ella se debatía, indignada inmediatamente, con rubores de vergüenza; encontraba repugnante que pretendiese engañar a un amigo. Entonces Prullière se echaba a reír con gesto contrariado. ¡Verdaderamente se volvía muy necia! ¿Cómo podía ser fiel a semejante mono? Porque Fontan era un verdadero mono con su nariz siempre en movimiento. ¡Una cara asquerosa! Y, además, un hombre que la maltrataba.

—Es posible, pero yo lo amo así —respondió ella un día, con el aire tranquilo de una mujer que confiesa un gusto abominable.

Bosc se contentaba con comer lo más a menudo posible. Él se encogía de hombros detrás de Prullière; un bonito mozo, pero nada serio. Varias veces había asistido a escenas de la pareja; a los postres, cuando Fontan abofeteaba a Nana, él continuaba masticando seriamente y encontrando aquello muy natural. Para pagar su comida, extasiábase siempre ante su felicidad. Se proclamaba filósofo; había renunciado a todo, incluso a la gloria. Fontan y Prullière, recostados en sus sillas, a veces se olvidaban del tiempo ante la mesa recogida, contándose sus triunfos hasta las dos de la madrugada con sus gestos y su voz teatral, mientras él, absorto, soltando de vez en cuando una risita de desdén, acababa silenciosamente con la botella de coñac.

¿Qué quedaba de Talma? Nada. Pues que le dejasen en paz. Todo aquello era demasiado estúpido.

Una tarde encontró a Nana llorando. Ella se quitó la bata para enseñarle la espalda y los brazos, negros de los golpes. Le miró la piel, sin tentaciones de abusar, como habría hecho el imbécil de Prullière. Luego dijo sentenciosamente:

—Hija mía, donde hay mujeres hay tortazos. Fue Napoleón quien lo dijo, creo… Lávate con agua salada. El agua salada es excelente para las magulladuras. Bah, ya recibirás otras, y no te quejes mientras no te rompan algo… ¿Sabes? Me invito, pues he visto una pierna de carnero.

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