Nana

Nana


Capítulo IX

Página 19 de 28

Y le miró con fijeza. Ante aquella mirada, en la que leyó una amenaza, el periodista cedió de golpe, balbuciendo palabras confusas.

—Hágalo; después de todo, me da lo mismo… Abusa de mí, pero ya verá usted.

Entonces el embarazo fue mayor. Fauchery se había arrimado a un estante, golpeando nerviosamente con el pie en el suelo. Muffat parecía examinar con interés la huevera, a la que no dejaba de dar vueltas.

—Es una huevera —se acercó a decirle Bordenave.

—Sí, es una huevera —repitió el conde.

—Perdone, está usted lleno de polvo —continuó diciendo el director, volviendo a dejar el chisme en su sitio—. Ya comprenderá que si se hiciese limpiar todos los días, no se acabaría nunca… Tampoco está muy limpio, ¿no es cierto? ¡Vaya jaleo! Pues, aunque no quiera creerme, aquí hay muchísimo dinero. Fíjese, fíjese en todo esto.

Paseó a Muffat por delante de las estanterías, en la claridad verdosa que procedía del patio, enumerándole los utensilios, como si quisiera interesarle en su inventario de chamarilero, como decía riéndose. Después de aquel tono ligero, cuando se juntaron con Fauchery, dijo:

—Ya que estamos de acuerdo, vamos a concluir con este asunto… Precisamente ahí está Mignon.

Desde hacía un momento Mignon rondaba por el pasillo. A las primeras palabras de Bordenave, hablando de modificar su contrato, estalló; aquello era una infamia, quería destrozar el porvenir de Rose, se querellaría.

Mientras, Bordenave daba sus razones; el papel no le parecía digno de Rose, prefería reservarla para una opereta que montaría después de la Duquesita.

Pero como el marido continuaba gritando, le ofreció bruscamente rescindir el contrato, hablando de las ofertas hechas a la cantante por el Folies Dramatiques. Entonces Mignon se quedó desarmado, sin negar aquellas ofertas y demostrando un gran desdén por el dinero; se había contratado a su esposa para interpretar la duquesa Hélène, y la interpretaría, aunque él, Mignon, tuviese que perder su fortuna; era un asunto de dignidad, de honor.

Llevada a este terreno, la discusión fue interminable. El director volvía siempre al mismo razonamiento: puesto que el Folies-Dramatiques ofrecía trescientos francos por noche a Rose durante cien representaciones, cuando él sólo le daba ciento cincuenta, le quedaba un beneficio de quince mil francos desde el momento en que la dejaba marchar libremente. El marido no abandonaba el terreno del arte: ¿qué dirían si viesen que le quitaban el papel a su mujer? Que no valía, y que habían tenido que sustituirla.

¡No, no, jamás! La gloria antes que la riqueza. Y de pronto indicó una transacción: Rose, según su contrato, tenía que pagar una indemnización de diez mil francos si se retiraba; pues que le diesen los diez mil francos y se irían al Folies Dramatiques.

Bordenave quedó aturdido, y Mignon, que no había quitado la vista del conde, esperaba tranquilamente.

—Entonces, todo arreglado —murmuró Muffat aliviado—. Podemos entendernos.

—¡Ah, no! Sería demasiado estúpido —gritó Bordenave, arrebatado por sus instintos de hombre de negocios—. ¿Diez mil francos por dejar a Rose? Se burlarían de mí.

Pero el conde le ordenaba aceptar, multiplicando sus movimientos de cabeza. Todavía vacilaba. Por fin, gruñendo, lamentando los diez mil francos, aunque no saliesen de su bolsillo, añadió con brutalidad:

—Después de todo, no me importa. Por lo menos me veré libre de vosotros.

Desde hacía un cuarto de hora, Fontan escuchaba en el patio; muy intrigado, había ido a apostarse en aquel sitio. Cuando comprendió de qué se trataba, subió de nuevo y se dio el gusto de advertir a Rose. ¡Vaya! Se intrigaba contra ella y la afeitaban en seco.

Rose corrió al almacén de accesorios. Todos se callaron al verla. Miró a los cuatro hombres: Muffat bajó la cabeza, Fauchery respondió con un encogimiento de hombros desesperado ante la mirada con que ella le interrogaba. Mignon discutía con Bordenave los términos del contrato.

—¿Qué sucede? —preguntó ella secamente.

—Nada, dijo su marido. Bordenave, que nos da diez mil francos para recuperar tu papel.

Ella temblaba, muy pálida, cerrados sus pequeños puños. Durante un momento estuvo mirándole, en una sublevación de todo su ser. Por costumbre se abandonaba dócilmente en las cuestiones de negocios, dejándole la firma de contratos con sus directores y sus amantes. Y no encontró más que este grito, con el cual le cruzó la cara como si fuera un latigazo:

—¡Eres un miserable!

Luego se marchó. Mignon, estupefacto, corrió detrás de ella. ¿A qué venía aquello? ¿Se había vuelto loca? Y le explicó a media voz que diez mil francos de un lado y quince mil del otro sumaban veinticinco mil. Un soberbio negocio. Además, Muffat la hastiaba; era un bonito desquite poderle arrancar esa última pluma del ala.

Pero Rose no respondía; estaba furiosa. Entonces Mignon, desdeñoso, la dejó con su despecho de mujer, y le dijo a Bordenave, que volvía al escenario con Fauchery y Muffat.

—Firmaremos mañana por la mañana; tenga dispuesto el dinero.

Precisamente Nana, avisada por Labordette, bajaba triunfante. Hacía la mujer honrada con aires de distinción, para asombrar a su gente y demostrar a aquellos idiotas que cuando ella quería no había otra tan elegante.

Pero estuvo a punto de comprometerse. Rose, nada más verla, se fue a ella, sofocada y tartamudeando:

—Tú, ya te encontré… Eso lo arreglaremos tú y yo; ¿entiendes?

Nana se olvidó de todo ante este brusco ataque, iba a ponerse en jarras y a contestarle, tratándola de puerca, pero consiguió contenerse, y, exagerando el tono aflautado de su voz, con un gesto de marquesa que pisa una cáscara de naranja, exclamó:

—¿Cómo? Usted está loca, querida.

Después continuó sus gracias, mientras Rose se iba, seguida de Mignon, que no la reconocía. Clarisse, encantada, acababa de obtener de Bordenave el papel de Géraldine; Fauchery, muy huraño, andaba de un lado para otro sin decidirse a abandonar el teatro; su obra estaba perdida y buscaba el modo de salvarla.

Nana fue a cogerle de las manos, y atrayéndole a su lado, le preguntó si la encontraba tan atroz. Ella le aseguró que no se comería su obra, lo cual le hizo reír, y Nana le dejó entender que sería una tontería enfadarse con ella dada su posición con los Muffat.

Además, si le fallaba la memoria, de algo serviría el apuntador. Llenarían la sala. Por otro lado, él se equivocaba respecto a ella, y ya vería cómo se llevaría al público de calle.

Entonces se convino que el autor recortaría un poco el papel de la duquesa para alargar más el de Prullière. A éste eso le encantó. Ante aquella jovialidad que Nana, por naturaleza, siempre aportaba, sólo Fontan permaneció frío. Plantado en medio del rayo amarillo de la derivación, afectaba una postura de abandono, exhibiendo la viva arista de su perfil de chivo. Y Nana, tranquilamente, se le acercó, le dio un apretón de manos y le preguntó:

—¿Sigues bien?

—Pues sí, no estoy mal. ¿Y tú?

—Muy bien, gracias.

Eso fue todo. Parecía que se hubiesen despedido la víspera en la puerta del teatro.

Los actores esperaban, pero Bordenave dijo que no se ensayaría el tercer acto. Y, por casualidad, el viejo Bosc se marchaba gruñendo; se les retenía sin necesidad y se les hacía perder tardes enteras. Todo el mundo se marchó.

En la calle, todos parpadearon cegados por la luz del día, con el aturdimiento de las personas que se han pasado tres horas discutiendo en una cueva y en una continua tensión de nervios. El conde, agotado y dándole vueltas a la cabeza, subió a su coche con Nana, mientras Labordette se llevaba a Fauchery, tratando de apaciguarlo.

Un mes más tarde, la primera representación de la Duquesita fue, para Nana, un gran fracaso. Se mostró tan atrozmente mala, con sus pretensiones de actriz de alta comedia, que sólo consiguió que se divirtiese el público. Si no se la silbó, fue de tanto como reía. En un palco del proscenio, Rose Mignon acogía con una risa aguda cada aparición de su rival, excitando las carcajadas de toda la sala. Era una primera venganza. Y aquella noche, cuando Nana se quedó sola con Muffat, que estaba muy apenado, le dijo desgañitándose:

—¡Vaya intriga! Todo eso no ha sido más que celos. ¡Ah, si supiesen lo que me importan! ¿Acaso los necesito ahora? Mira, me juego cien luises a que todos esos que se han reído, me los traigo aquí y lamen el suelo que piso. ¡Sí, voy a darle la gran señora a tu París!

Ir a la siguiente página

Report Page