Nana

Nana


43

Página 46 de 47

43

El suelo de la habitación 131 del New Continuum Medical Center lanza destellos. El linóleo cruje y se parte cuando lo piso, cuando piso los pedazos y astillas rojos y verdes, amarillos y azules. Las gotas rojas. Los diamantes y los rubíes, las esmeraldas y los zafiros. Los dos zapatos de Helen, el amarillo y el rosa, tienen los tacones hechos papilla. Los zapatos destrozados están en medio de la habitación.

Helen está de pie en la otra punta de la habitación, bajo la luz de una lamparilla, al borde de la luz de la lámpara de una mesilla. Está apoyada en un armario de acero inoxidable. Tiene las manos apoyadas en el acero. La mejilla apretada contra el acero.

Hay una mancha de sangre sobre su pintalabios rosa. En el armario hay un beso rosa y rojo. En donde estaba apoyada hay una vitrina gris borrosa, y dentro hay algo demasiado perfecto y demasiado blanco para estar vivo.

Patrick.

El hielo en los bordes de la vitrina ha empezado a derretirse y gotea agua del armario.

Y Helen dice:

—Has venido. —Y su voz es débil y pastosa. Le sale sangre de la boca.

Solamente de mirarla me duele el pie.

Le digo que estoy bien.

Y Helen dice:

—Me alegro.

Su estuche de cosméticos está tirado en el suelo. Entre las piezas de colores hay cadenas y engarces retorcidos, de oro y de platino. Helen dice:

—He intentado romper los más grandes. —Y se tose en la mano—. El resto he intentado morderlos —dice, y tose hasta que se le llena la palma de la mano de sangre y de astillas blancas.

Al lado del estuche de cosméticos hay un frasco derramado de desatascador de cañerías, con el líquido vertido formando un charco verde a su alrededor.

Tiene los dientes hechos astillas, huecos sanguinolentos y agujeros en la boca. Pone la cara sobre la vitrina gris. Su aliento empaña el cristal y se lleva la mano ensangrentada a un lado de la falda.

—No quiero regresar a como era antes —dice—. A la vida que tenía antes de conocerte. —Se seca la mano ensangrentada y se la sigue secando en la falda—. Ni siquiera con todo el poder del mundo.

Le digo que tenemos que llevarla a un hospital.

Helen sonríe con una sonrisa llena de sangre y dice:

—Esto es un hospital.

No es nada personal, dice. Solamente necesitaba a alguien. Incluso si podía traer de vuelta a Patrick, nunca querría estropearle la vida revelándole el hechizo sacrificial. Aunque comportara vivir otra vez sola, nunca querría que Patrick tuviera ese poder.

—Míralo —dice, y toca el cristal gris con las uñas de color rosa—. Es tan perfecto…

Traga sangre y astillas de dientes y de diamantes y arruga la cara en una mueca terrible. Se agarra el estómago con las manos y se inclina sobre el armario metálico, sobre la vitrina gris. Por la vitrina caen regueros de sangre y de vapor.

Con una mano temblorosa, Helen abre su bolso y saca un pintalabios. Se retoca los labios y aparta el pintalabios manchado de sangre.

Dice que ha desenchufado la unidad criogénica. Que ha desconectado la alarma y las baterías de seguridad.

Quiere que termine aquí. El conjuro sacrificial. El poder. La soledad. Quiere destruir todas las joyas que la gente cree los van a salvar. Todo el residuo que sobrevive al talento y la inteligencia y la belleza. Toda la porquería decorativa que queda detrás de los logros verdaderos y del éxito. Quiere destruir todos los maravillosos parásitos que sobreviven a los anfitriones humanos.

Se le cae el bolso de las manos. En el suelo, la roca gris le sale rodando del bolso. Por la razón que sea, me viene Ostra a la mente.

Helen eructa. Se saca un pañuelo de papel del bolso y se lo pone debajo de la boca y escupe sangre y bilis y esmeraldas rotas. Brillando dentro de su boca, enganchados en la carne hecha trizas de sus encías, hay trozos de zafiros de color rosa y de berilos anaranjados rotos. Clavados en su paladar hay fragmentos de espinela purpúreos. Clavadas en la lengua tiene astillas de diamante de baja calidad negro.

Y Helen sonríe y dice:

—Quiero estar con mi familia.

Hace una bola con el pañuelo de papel ensangrentado y se lo mete dentro del puño del traje. Sus pendientes, sus collares y sus anillos, todo ha desaparecido.

Los detalles de su traje son: es de algún color. Es un traje. Está echado a perder.

Ella dice:

—Abrázame, por favor.

Dentro de la vitrina gris, el niño perfecto está encogido de lado sobre un cojín de plástico blanco. Con un pulgar en la boca. Perfecto y pálido como hielo azul.

Rodeo a Helen con los brazos y ella se estremece.

Se le empiezan a doblar las rodillas y la dejo en el suelo. Helen Hoover Boyle cierra los ojos. Dice:

—Gracias, señor Streator.

Con la piedra gris en el puño, rompo de un puñetazo la vitrina gris y fría. Con las manos sangrando, cojo a Patrick, frío y pálido. Con mi sangre sobre Patrick, lo pongo en brazos de Helen. Abrazo a Helen.

Ahora mi sangre y la de ella están mezcladas.

En mis brazos, Helen cierra los ojos y frota la cabeza contra mi regazo. Sonríe y dice:

—¿No te pareció demasiada coincidencia que Mona descubriera el grimorio?

Mirándome con expresión burlona, abre los ojos y dice:

—¿No te pareció un poco demasiado conveniente el hecho de que hubiéramos estado viajando todo el tiempo con el grimorio?

En mis brazos, Helen mece a Patrick. Entonces sucede. Extiende la mano y me pellizca la mejilla. Helen levanta la vista para mirarme y sonríe con la mitad de la boca, clava en mí una mirada burlona con sangre y bilis verde en los labios. Me guiña un ojo y dice:

—¡Le pillé, papi!

Todo mi cuerpo sufre un espasmo muscular mojado de sudor.

Helen dice:

—¿De verdad creía que mami se iba a liquidar a sí misma por usted? ¿Y cargarse sus preciosas joyas? ¿Y derretir a este cacho de carne? —Se ríe, con la sangre y el desatascador de tuberías burbujeando en la garganta, y dice—: ¿De verdad creía que mami iba a masticar sus putos diamantes porque usted no la quería?

Yo digo: ¿Ostra?

—En carne y hueso —dice Helen, dice Ostra con la boca de Helen, con la voz de Helen—. Bueno, en la carne y el hueso de la señora Boyle, pero apuesto a que usted también ha estado dentro de ella.

Helen levanta a Patrick en brazos. A su hijo, frío y azul como si fuera de porcelana. Congelado y frágil como el cristal.

Y arroja al niño muerto al otro lado de la habitación, donde hace un ruido metálico contra el armario de acero y cae al suelo, dando vueltas sobre el linóleo. A Patrick. Se le rompe un brazo congelado. A Patrick. El cuerpo dando vueltas golpea una esquina del armario metálico y se le desprende una pierna. A Patrick. El cuerpo sin brazo y sin pierna, una muñeca, llega dando vueltas a la pared y se le rompe la cabeza.

Y Helen guiña un ojo y dice:

—Vamos, papi, no se dé ínfulas.

Y yo le digo que maldito sea.

Ostra está ocupando a Helen, igual que un ejército ocupa una ciudad. Igual que Helen ocupó al Sargento. Igual que el pasado, los medios de comunicación y el mundo lo ocupan a uno.

Helen dice, Ostra dice por la boca de Helen:

—Hace semanas que Mona sabía lo del grimorio. Lo supo la primera vez que vio la agenda de mami —dice—. Lo que pasa es que no podía traducirlo.

Ostra dice:

—Lo mío es la música, y lo que se le da bien a Mona es… Bueno, lo que se le da bien es ser estúpida.

Con la voz de Helen, dice:

—Esta tarde, Mona se ha despertado en un salón de belleza, mientras le estaban pintando las uñas de rosa. —Y dice—: Ha vuelto corriendo a la oficina y se ha encontrado a la señora Boyle tumbada boca abajo en una especie de coma.

Helen se estremece y se agarra el estómago. Dice:

—Abierto delante de la señora Boyle había un conjuro traducido, llamado conjuro de ocupación. De hecho, todos los conjuros estaban traducidos.

Ella dice, Ostra dice:

—Dios bendiga a mami y a sus crucigramas. Está aquí dentro en alguna parte, cabreada como un demonio.

Ostra dice, por la boca de Helen:

—Dígale hola a mami de mi parte.

La estatua azul y quebradiza, el bebé congelado, está hecho añicos, roto entre las joyas rotas, con un dedo desprendido por aquí, con las piernas rotas por allí, con la cabeza hecha pedazos.

Le pregunto si ahora él y Mona van a matar a todo el mundo y convertirse en Adán y Eva.

Todas las generaciones quieren ser la última.

—No a todo el mundo —dice Helen—. Necesitaremos a algunos esclavos.

Extiende las manos ensangrentadas de Helen hacia abajo y se levanta la falda. Se agarra la entrepierna y dice:

—Tal vez usted y mami tengan tiempo de echar un polvete antes de que ella esté fiambre.

Y yo me aparto el cuerpo de Helen del regazo.

El cuerpo entero me duele más de lo que nunca me ha dolido el pie.

Helen suelta un gemido, casi un chillido, y resbala hasta el suelo. Y allí retorcida sobre el linóleo frío entre las piedras preciosas hechas añicos y los fragmentos de Patrick, dice:

—¿Carl?

Se lleva una mano a la boca, se palpa las joyas que tiene incrustadas. Se dobla para mirarme y dice:

—¿Carl? ¿Carl, dónde estoy?

Ve el armario de acero inoxidable, la vitrina gris rota. Primero ve los bracitos azules. Luego las piernas. La cabeza. Y dice:

—No.

Escupiendo sangre, Helen dice:

—¡No! ¡No! ¡No!

Y se arrastra por entre las astillas de colores, con voz pastosa y débil por culpa de los dientes rotos, y recoge todas las piezas. Sollozando, cubierta de bilis y de sangre, en medio del hedor de la habitación, reúne los trozos azules rotos. Las manos y los pies diminutos, el torso aplastado y la cabeza mellada, los abraza contra su pecho y grita:

—¡Oh, Patrick! ¡Patty!

Grita:

—¡Oh, mi Patty-Pat-Pat! ¡No!

Besa la cabeza azul mellada, la abraza contra su seno y pregunta:

—¿Qué está pasando? Carl, ayúdame.

Se me queda mirando hasta que un calambre la dobla por la mitad y ve la botella vacía de desatascador de cañerías.

—Dios, Carl, ayúdame —dice, agarrando a su hijo y meciéndolo—. ¡Dios, por favor, dime cómo he llegado hasta aquí!

Y voy hacia ella. La cojo en brazos y le digo que, al principio, el nuevo propietario finge que nunca miró el suelo de la sala de estar. Que en realidad nunca lo miró. No la primera vez que visitaron la casa. No cuando se la enseñó el inspector. Midieron las habitaciones y les dijeron a los empleados de mudanzas dónde tenían que poner el piano y el sofá, metieron todo lo que tenían y nunca se detuvieron a mirar el suelo de la sala de estar. Eso es lo que fingen.

Helen asiente con la cabeza inclinada sobre Patrick. Le sale sangre de la boca. Los brazos cada vez más débiles, dejando caer dedos de manos y de pies al suelo.

Dentro de un momento estaré solo. Esta es mi vida. Y juro que no importa dónde o cuándo, encontraré a Ostra y a Mona.

Lo bueno es que esto solamente tarda un minuto.

Es una vieja canción sobre animales que se van a dormir. Es nostálgica y sentimental, y me noto la cara amoratada y acalorada por la hemoglobina oxigenada mientras digo el poema en voz alta bajo las luces fluorescentes, con el bulto fláccido de Helen en brazos, inclinada hacia el armario de acero. Patrick está cubierto de mi sangre y cubierto de la sangre de ella. Ella tiene la boca un poco abierta, sus dientes resplandecientes son diamantes de verdad.

Se llamaba Helen Hoover Boyle. Tenía los ojos azules.

Mi trabajo es percibir los detalles. Ser un testigo imparcial. Todo es siempre investigación. Mi trabajo no es sentir nada.

Se llama canción sacrificial. En algunas culturas antiguas se la cantan a los niños durante las hambrunas o las sequías, en cualquier momento en que la tierra se ha quedado pequeña para la tribu. Se cantaba a los guerreros heridos en accidentes o a la gente muy vieja o a cualquiera que fuera a morir. Se usaba para terminar con el sufrimiento y el dolor.

Es una nana.

Digo que todo se arreglará. Cojo a Helen, meciéndola, diciéndole que ahora descanse. Diciéndole que todo se arreglará.

Ir a la siguiente página

Report Page