Nana

Nana


Capítulo X

Página 21 de 28

—Venga ya; sirva el champaña. ¿Qué piensa para mirarme como un ganso?

Durante la escena, los criados no se habían permitido ni una sonrisa. Parecían no oír nada, más graves a medida que la señora se abandonaba más.

Julien, sin rechistar, sirvió el champaña. Para arreglarlo, François, que traía la fruta, inclinó demasiado el frutero, y las manzanas, las peras y las uvas rodaron por la mesa.

—¡Qué torpe! —le gritó Nana.

El mayordomo cometió el error de explicar que la fruta no se había puesto como se debía, que Zoé había puesto naranjas debajo.

—Pues Zoé es una pava.

—Pero, señora… —murmuró la doncella, ofendida.

Nana se levantó y con un ademán de regia autoridad exclamó:

—Basta. ¡Salgan todos! No hacen falta aquí.

Su decisión la calmó. En seguida se mostró más dulce, más amable. Los postres fueron encantadores, y todos se divertían sirviéndose ellos mismos.

Pero Satin, que se había mondado una pera, fue a comérsela detrás de su querida, apoyándose en sus hombros y diciéndole cosas al oído que la hacían reír ruidosamente; luego quiso que se comiera el último pedazo de pera y se lo puso en la boca, mordisqueándose los labios y acabando el cacho de pera en un beso.

Entonces hubo una protesta cómica entre los señores; Philippe les gritó que no tuvieran reparos; Vandeuvres preguntó si era necesario salir, Georges cogió a Satin por el talle y la devolvió a su sitio.

—Qué necios son —dijo Nana—. Hacen ruborizar a esa pobre muchacha… Vaya, pequeña; déjales que se burlen. Éstos son asuntos nuestros.

Y volviéndose hacia Muffat, que la miraba desconcertado, le preguntó:

—¿No es así, amigo mío?

—Sí, claro que sí —murmuró él aprobando con la cabeza.

Ya no hubo más protestas. En medio de aquellos señores, de aquellos apellidos ilustres, de aquellas viejas dignidades, las dos mujeres, frente a frente, cambiaban una mirada tierna, imponiéndose y reinando, con el tranquilo abuso de su sexo y de su desprecio del hombre. Y ellos aplaudieron.

Subieron a tomar el café en el saloncito. Dos lámparas iluminaban con una claridad suave las colgaduras rosas y las chucherías en tono lacado y de oro viejo. A aquella hora de la noche, en medio de los cofrecitos, de los bronces y las porcelanas, un discreto juego de luces alumbraba una incrustación de plata o de marfil, destacando el brillo de una varilla esculpida o un panel con un reflejo sedoso. El fuego de la tarde moría en las brasas, y hacía mucho calor, un calor lánguido bajo las cortinas y las colgaduras.

En esta habitación llena de la vida íntima de Nana, en donde aparecían sus guantes, un pañuelo caído, un libro abierto…, se la encontraba medio desnuda, con su aroma a violeta, su desorden de buena muchacha y con un efecto encantador entre sus riquezas, mientras que los sillones amplios como camas y los sofás invitaban a somnolencias olvidadizas de la hora, a caricias risueñas, cuchicheadas en la oscuridad de los rincones.

Satin fue a echarse junto a la chimenea, en un sofá. Había encendido un cigarrillo, y Vandeuvres se divertía haciéndole una atroz escena de celos y amenazándola con enviar testigos si persistía en desviar a Nana de sus deberes.

Philippe y Georges se pusieron de su parte, y la molestaban y la pellizcaban tan fuerte que al fin ella gritó:

—Querida, querida, haz que se estén quietos. Aún los tengo encima.

—Vamos, déjenla —dijo Nana seriamente—. No quiero que la atormenten, ya lo saben. Y tú, gatito mío, ¿por qué te metes siempre con ellos, si sabes que son tan poco juiciosos?

Satin, roja como la grana y sacando la lengua, se dirigió al tocador, cuya puerta abierta dejaba ver la palidez de los mármoles, iluminados por una claridad lechosa de un globo deslustrado en el que ardía un mechero de gas.

Entonces Nana conversó con los cuatro hombres, como agradable dueña de la casa. Había leído aquella mañana una novela que hizo mucho ruido. Era la historia de una prostituta, y se revolvía diciendo que todo aquello era falso, indignada contra aquella inmunda literatura que pretendía describir la naturaleza, ¡como si se pudiese mostrar todo! Como si una novela no fuese escrita para pasar un rato agradable.

En cuestión de libros y de dramas, Nana tenía una opinión muy concreta: quería obras tiernas y nobles, cosas para hacer soñar y que elevasen el alma.

Luego la conversación recayó sobre los disturbios que agitaban París, los artículos incendiarios y los brotes de motines como consecuencia de los llamamientos a filas, lanzados cada noche en las reuniones públicas, y se enfureció contra los republicanos. ¿Qué querían, pues, esas sucias gentes que no se lavaban nunca? ¿Es que no eran felices? ¿Acaso el Emperador no lo había hecho todo por el pueblo? ¡Bonita basura el pueblo! Ella lo conocía y podía hablar, y olvidando el respeto que acababa de exigir a sus amigos para su mundillo de la calle de la Goutte-d’Or, empezó a despotricar contra los suyos, con ascos y miedos de mujer encumbrada.

Precisamente aquel día había leído en Le Fígaro la reseña de una sesión pública, muy graciosa, y aún se reía al recordar el argot con que se expresó un redomado borracho, al que hubo que expulsar.

—¡Uf, esos borrachos! —dijo con repugnancia—. Convénzanse que sería una gran desgracia para todo el mundo esa república. Que Dios nos conserve al Emperador durante el mayor tiempo posible.

—Dios la oirá, querida —respondió gravemente Muffat—. El Emperador está seguro.

Le complacía mucho verla con tan buenos sentimientos. Los dos se entendían en política. Vandeuvres y el capitán Hugon tampoco agotaban sus bromas contra los «granujas», unos charlatanes que salían corriendo en cuanto veían una bayoneta.

Durante la velada, Georges estuvo callado y con gesto sombrío.

—¿Qué le pasa al bebé? —preguntó Nana, al darse cuenta de su actitud.

—No me pasa nada; escucho.

Pero sufría. Al levantarse de la mesa había visto bromear a Philippe con Nana, y ahora era Philippe, y no él, quien estaba al lado de ella. Sentía que el pecho le estallaba, sin que supiese por qué. No podía soportar que estuviesen juntos, y le asaltaban unas intenciones tan viles que se avergonzaba en medio de su angustia. Él, que se reía de Satin, que había aceptado a Steiner y luego a Muffat, y después a tantos otros, se indignaba y enrojecía de ira ante el solo pensamiento de que Philippe pudiese tocar un día a aquella mujer.

—Toma, coge a Bijou —dijo ella para consolarle, pasándole el perrito que dormía en su falda.

Y Georges se alegró en seguida al tener algo de ella, aquel animalito en sus rodillas.

La conversación había recaído sobre una considerable pérdida sufrida por Vandeuvres, la víspera, en el Círculo Imperial. Muffat, que no era jugador, se asombraba. Pero Vandeuvres sonreía y habló de su próxima ruina, de la que todo París ya hablaba. Poco importaba la clase de muerte; lo esencial era saber morir.

Desde hacía algún tiempo Nana le veía nervioso, con un pliegue extraño en la boca y vacilantes fulgores en el fondo de sus ojos claros. Conservaba su altivez aristocrática, la fina elegancia de su raza empobrecida, pero la cosa todavía no pasaba de un breve y momentáneo vértigo royendo aquel cráneo, agotado por el juego y las mujeres.

Cierta noche, acostado con ella, la aterró contándole una historia atroz: soñaba con encerrarse en su cuadra y hacerse quemar con sus caballos, cuando se lo hubiese comido todo. Su única esperanza en aquellos momentos era un caballo, «Lusignan», que preparaba para el Gran Premio de París. Vivía a costa de este caballo, que sostenía su desmoronado crédito. A cada exigencia de Nana, la remitía al mes de junio, si «Lusignan» ganaba.

—Bah… —dijo ella bromeando—. Puede permitirse perder, porque los va a barrer a todos en las carreras.

Él contestó con una leve y misteriosa sonrisa. Luego añadió:

—A propósito, me he permitido poner su nombre a mi potranca… «Nana», suena bien. ¿No le molesta?

—¿Molestarme? ¿Por qué? —dijo ella, encantada en el fondo.

La conversación continuaba, y se habló de una próxima ejecución capital, a la que Nana deseaba asistir. De pronto apareció Satin en la puerta del gabinete, llamándola en un tono de súplica. Nana se levantó inmediatamente, dejó a aquellos señores cómodamente sentados, acabando sus cigarros y discutiendo una cuestión grave: la responsabilidad de un homicida atacado de alcoholismo crónico.

Zoé, en el tocador, estaba derrumbada en una silla y lloraba a lágrima viva, mientras Satin trataba inútilmente de consolarla.

—¿Qué pasa? —preguntó Nana sorprendida.

—Háblale, querida —dijo Satin—. Hace veinte minutos que me empeño en hacerla entrar en razón. Llora porque la has llamado pava.

—Sí, señora. Eso es muy duro… muy duro —tartamudeó Zoé estrangulada por una nueva crisis de sollozos.

El espectáculo emocionó a Nana. Le dedicó afectuosas palabras, pero como Zoé no se calmaba, se acurrucó ante ella, la tomó de la cintura y con efusiva familiaridad le dijo:

—Vamos, tonta; he dicho pava como he podido decir otra cosa, qué sé yo. Estaba furiosa… Ya sé que he hecho mal. Vamos, cálmate.

—Yo, que quiero tanto a la señora… —balbuceó Zoé—. Después de todo lo que he hecho por la señora…

Entonces Nana abrazó a la doncella. Luego, queriendo demostrar que no estaba enfadada, le regaló una bata que sólo se había puesto tres veces. Sus disputas siempre acababan con regalos. Zoé se tapaba los ojos con el pañuelo. Ya se llevaba la bata, cuando añadió que en la cocina estaban muy tristes, que Julien y François no habían comido nada, que la cólera de la señora les había quitado el apetito. Entonces Nana les mandó un luis como prueba de reconciliación. La tristeza en torno suyo la hacía sufrir demasiado.

Nana volvía al salón, dichosa por haber arreglado aquella riña que la inquietaba para el día siguiente, cuando Satin le habló con viveza al oído. Se quejaba y amenazaba con marcharse si aquellos hombres continuaban burlándose de ella, y exigía que su querida los pusiese en la puerta aquella misma noche. Esto les enseñaría. Además, sería tan agradable quedarse solas las dos. Nana reflexionó y le dijo que aquello no era posible. Entonces Satin la amenazó como una niña colérica e impuso su autoridad.

—¡Lo quiero!, ¿entiendes? Despídelos o soy yo quien se irá.

Y volvió al salón, yendo a echarse en un diván apartado, junto a la ventana, silenciosa y como muerta, fijos sus grandes ojos en Nana y esperando.

Aquellos señores se habían puesto de acuerdo contra las nuevas teorías criminales; con aquella hermosa invención de la irresponsabilidad en ciertos casos patológicos, ya no había criminales, sino enfermos. Nana, que asentía con movimientos de cabeza, esperaba despedir de esta manera al conde. Los demás ya iban a salir, pero seguramente que él se obstinaría. En efecto, cuando Philippe se levantó para marcharse, Georges le siguió inmediatamente, pues su única inquietud era dejar a su hermano detrás de él. Vandeuvres aún permaneció algunos minutos; tanteaba el terreno y esperaba saber si por casualidad algún asunto obligaría a Muffat a cederle el sitio; luego, cuando le vio instalarse cómodamente para toda la noche, no insistió y se despidió como hombre de tacto, pero cuando se dirigía a la puerta descubrió a Satin con su mirada fija, y, comprendiendo sin duda la situación, se rió, se acercó a ella y le dio un apretón de manos.

—Supongo que no estaremos enfadados —murmuró—. Perdóname. Eres la más elegante, palabra de honor.

Satin desdeñó responderle. No apartaba los ojos de Nana y del conde, que se habían quedado solos. No recatándose ya, Muffat se había sentado cerca de Nana, le cogía los dedos y se los besaba. Entonces ella, buscando una transición, preguntó si su hija Estelle se encontraba mejor. El día anterior él se había quejado de la tristeza de aquella muchacha; no podía vivir un día feliz en su casa, con su mujer siempre fuera y su hija encerrada en un silencio glacial.

Nana, respecto a estos asuntos de familia, siempre daba muy buenos consejos. Y como Muffat se abandonaba, la carne y el espíritu sosegados, reanudó sus lamentaciones.

—¿Y si la casases? —dijo Nana, acordándose de la promesa que había hecho.

Inmediatamente se atrevió a hablar de Daguenet. El conde, al oír este nombre, se indignó. Jamás, después de lo que le había contado.

Ella fingió asombro, luego se echó a reír, y cogiéndole por el cuello exclamó:

—¡Oh, el celoso! ¿Es posible? Sé un poco razonable. Te había hablado muy mal de mí y yo estaba furiosa… Pero ahora me duele mucho.

Por encima del hombro de Muffat se encontraba con la mirada de Satin. Inquieta entonces, le soltó y continuó gravemente:

—Amigo mío, es necesario ese matrimonio; no quiero impedir la felicidad de tu hija. Ese joven está muy bien y no encontrarás otro mejor.

Y se extendió en un elogio extraordinario de Daguenet. El conde había vuelto a cogerle las manos; no decía que no, ya vería, lo hablarían… Luego, como hablase de acostarse, ella bajó la voz y dio sus razones. Imposible, estaba indispuesta; si la amaba un poco, no insistiría.

No obstante, Muffat se obstinaba, negándose a irse, y ella cedía, pero otra vez se encontró con la mirada de Satin. Entonces fue inflexible. No, no podía ser. El conde, muy conmovido y con aire molesto, se levantó para buscar su sombrero. Una vez en la puerta, se acordó del aderezo de zafiros, cuyo estuche notó en el bolsillo; quería esconderlo en el fondo de la cama para que ella lo encontrase entre sus piernas, al acostarse antes que él; una sorpresa de chico grandullón que meditaba desde la comida. Y en su angustia, en su turbación al verse despedido de aquella manera, le entregó bruscamente el estuche.

—¿Qué es esto? —preguntó ella—. ¡Anda, son zafiros! Ah, sí, el aderezo. ¡Qué amable eres! Dime, querido, ¿crees que es el mismo? En el escaparate hacía más efecto.

Ése fue todo su agradecimiento, y le dejó irse. Él acababa de ver a Satin, sentada en su silenciosa espera. Entonces contempló a las dos mujeres, y ya no insistió; se sometió y salió. Y aún no había cerrado la puerta del vestíbulo cuando Satin, cogiendo a Nana por la cintura, empezó a cantar y bailar.

Luego, corriendo a la ventana, exclamó:

—A ver qué cara pone en la calle.

A la sombra de las cortinas, las dos mujeres se apoyaron en la barandilla de hierro forjado. Daba la una. La avenida de Villiers, desierta, se alargaba entre la doble fila de mecheros de gas, hasta el fondo de aquella noche húmeda de marzo, que barrían fuertes ráfagas de viento y de lluvia.

En los solares se sucedían los charcos, brillando el agua entre la neblina, y las viviendas en construcción erguían sus andamiajes bajo el cielo negro. Nana y Satin rieron como locas al ver la espalda redonda de Muffat, que seguía a lo largo de la acera mojada, con el reflejo desconsolado de su sombra, a través de aquella planicie glacial y vacía del nuevo París.

Pero Nana le impuso silencio a Satin.

—Cuidado, los vigilantes.

Entonces ahogaron sus risas, mirando con un miedo sordo al otro lado de la avenida a dos figuras negras que caminaban con paso cadencioso. Nana, en medio de su lujo, en medio de su reinado de mujer obedecida, aún conservaba su terror por la policía; no quería oír hablar de ella, ni de la muerte.

Sentía un agudo malestar cuando un agente levantaba la vista hacia sus ventanas. Nunca se podía estar tranquila con esas gentes. Podrían tomarlas por dos prostitutas si las oían reír a aquellas horas de la noche.

Satin se había apretado a Nana, en un ligero estremecimiento. No obstante, siguieron interesadas en la aproximación de una linterna que danzaba por en medio de los charcos de la calzada. Era una vieja trapera que huroneaba en el arroyo. Satin la reconoció.

—Toma —exclamó—, la reina Pomaré con su capacho de mimbre.

Y mientras el viento y la lluvia les azotaba la cara, relató a su querida la historia de la reina Pomaré. Una mujer soberbia en otros tiempos, que encandilaba a todo París con su belleza; a los hombres los trataba como bestias domesticables y grandes personajes lloraban en su escalera. Ahora se emborrachaba, y las mujeres del barrio, para reírse un poco, la hacían beber ajenjo, y en la calle los pilluelos la perseguían a pedradas. Una verdadera calamidad, una reina caída en el fango.

Nana la escuchaba fríamente.

—Ahora verás —dijo Satin.

Silbó como un hombre. La trapera, que estaba debajo de su ventana, levantó la cabeza y se la vio a la luz amarillenta de su linterna. Con aquel capacho de andrajos, con su raído pañuelo, mostró una cara azulada y arrugada, con el agujero desdentado de la boca y los ojos inflamados. Nana, ante aquella espantosa vejez de prostituta ahogada en vino, tuvo un repentino recuerdo: vio pasar en el fondo de las tinieblas la visión de Charmont, aquella Irma d’Anglars, aquella antigua buscona colmada de años y de honores, subiendo la escalinata de su castillo en medio de un pueblo prosternado.

Entonces, como Satin aún continuaba silbando, riéndose de la anciana que no podía verla, murmuró con voz alterada:

—Acaba ya. Vienen los municipales. Entremos pronto, gatita mía.

Los pasos cadenciosos se aproximaron nuevamente. Las dos amigas cerraron la ventana. Nana, al volverse, temblorosa y con los cabellos mojados, permaneció un instante sobrecogida ante su salón, como si lo hubiese olvidado y entrase en un lugar desconocido. Sentía un aire tan tibio y tan perfumado que lo aspiraba como una sorpresa feliz.

Las riquezas amontonadas, los muebles antiguos, las telas de seda y oro, los marfiles y los bronces dormitaban en medio de la luz rosada de las lámparas, mientras que de todo el hotel silencioso ascendía la plena sensación de un gran lujo, la solemnidad de los salones de recepción, la amplitud confortable del comedor, el recogimiento de la amplia escalera, con la blancura de las alfombras y de los asientos. Aquello era un alargamiento brusco de sí misma, de sus necesidades de dominio y de gozo, de su deseo de poseerlo todo para destruirlo todo.

Amás había sentido tan profundamente la fuerza de su sexo. Paseó una lenta mirada y dijo con acento de grave filosofía:

—Muy bien. Ésa es una hermosa razón para aprovecharse cuando se es joven.

Pero ya Satin, sobre las pieles de oso del dormitorio, se revolcaba y la llamaba.

—Ven pronto; ven en seguida.

Nana se desvistió en el tocador. Para ir más rápida, se había cogido con las manos su espesa cabellera rubia y la sacudía por encima de la palangana de plata, mientras una granizada de largas horquillas caía, sonando como un carillón sobre el metal claro.

Ir a la siguiente página

Report Page