Nana

Nana


Capítulo XI

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Capítulo XI

Aquel domingo, con el borrascoso cielo de los primeros calores del mes de junio, se corría el Gran Premio de París en el Bosque de Bolonia. Por la mañana el sol se había levantado en medio de una polvareda rojiza, pero hacía las once, en el momento en que los carruajes llegaban al hipódromo de Longchamp, un viento del sur había barrido las nubes, los vapores grises se iban en largos desgarrones mientras grandes huecos de un azul intenso se alargaban de un lado a otro del horizonte.

Y bajo los rayos de sol que caían a través de dos nubes, todo se iluminaba bruscamente: el césped, invadido poco a poco por una fila de carruajes, de caballeros y de paseantes; la pista, todavía vacía, con la garita del juez; el poste de llegada, los mástiles de los cuadros indicadores, y enfrente, en medio del recinto destinado a pesaje, las cinco tribunas simétricas extendiendo sus galerías de ladrillo y carpintería.

Más allá, la vasta planicie se aplastaba, se ahogaba bajo la luz del mediodía, bordeada de arbolitos y cerrada al oeste por las arboladas colinas de Saint Cloud y de Suresnes, que dominaban el severo perfil de Mont-Valérien.

Nana, apasionada como si el Gran Premio fuese a decidir su fortuna, quiso situarse contra la barrera, al lado del poste de la meta. Había llegado muy temprano, una de las primeras, en un landó guarnecido de plata y enganchado a la Daumont con cuatro caballos blancos, magníficos, regalo del conde Muffat. Cuando apareció en la entrada del césped, con dos postillones trotando sobre los caballos de la izquierda, y dos lacayos inmóviles y de pie detrás del coche, se produjo un revuelo entre la multitud, como si pasase una reina.

Nana llevaba los colores de la caballeriza de Vandeuvres, azul y blanco, con un atuendo extraordinario: el pequeño corpiño y la túnica de seda azul se ajustaban al cuerpo, levantados detrás de los riñones en un polisón enorme, lo que delineaba atrevidamente los muslos en esos tiempos de sayas holgadas; luego, la falda de raso blanco, las mangas de raso blanco y un chal de raso blanco en bandolera, todo adornado con una blonda de plata que el sol encendía. Con esto, y descaradamente, para parecerse más a un jockey, se había puesto una gorrita azul con una pluma blanca en el peinado, cuyos mechones rubios le caían sobre la espalda, pareciendo una cola de pelo rojizo.

Era mediodía. Llevaba más de tres horas de espera para la carrera del Gran Premio. Cuando el landó se quedó enfrente de la barrera, Nana se acomodó como si estuviese en su casa.

Había tenido el capricho de llevarse a Bijou y a Louiset. El perrillo, echado sobre sus faldas, temblaba de frío a pesar del calor, y el niño, atiborrado de cintas y de encajes, tenía una pobre carita de cera, silenciosa y pálida al aire libre.

Entretanto, Nana, sin preocuparse de los vecinos, hablaba en voz alta con Georges y Philippe Hugon, sentados delante de ella, en la otra banqueta, entre tal hacinamiento de ramilletes de rosas blancas y de miosotas azules, que desaparecían hasta los hombros.

—Entonces —decía ella—, como me aburría, le enseñé la puerta… Y llevaba dos días muy mohíno.

Hablaba de Muffat, sólo que no les decía a los jóvenes la verdadera causa de aquella primera pelea. Una noche él encontró en su habitación un sombrero de hombre, un capricho necio, un transeúnte recogido por aburrimiento.

—No pueden imaginarse lo gracioso que es —proseguía, divirtiéndose con los detalles que daba—. En el fondo es un santurrón… No pasa noche sin decir sus oraciones. Allá él. Cree que yo no veo nada, porque me acuesto antes para no molestarle, pero le espío por el rabillo del ojo; masculla sus rezos y se santigua, pasa por encima de mí y se acuesta del lado de la pared.

—Es un demonio —murmuró Philippe—. ¿Y eso es antes y después?

Ella soltó una carcajada.

—Sí, eso es: antes y después. Cuando me duermo, le oigo de nuevo que masculla… Pero lo molesto es que no podemos discutir sin que saque a colación los curas. Yo siempre he sido religiosa, y por más que os burléis, eso no me impedirá creer en lo que creo… Sólo que él es muy latoso, gime y no habla más que de remordimientos. Aun anteayer, después de nuestra agarrada, tuvo una verdadera crisis, y no me quedé tranquila del todo…

Se interrumpió para decir:

—Ahí llegan los Mignon. ¡Toma! si se han traído a los niños. Esos pequeños son unos mal educados.

Los Mignon estaban en un landó de colores severos, un lujo sólido de burgueses enriquecidos. Rose, con traje de seda gris, adornado de volantes y de lazos rojos, sonreía dichosa con la alegría de Henri y de Charles, sentados en la banqueta delantera, envueltos en sus túnicas demasiado anchas de colegiales. Pero cuando el landó se colocó junto a la barrera, y ella descubrió a Nana triunfante en medio de sus ramilletes, con sus cuatro caballos y su librea, se mordió los labios, y muy rígida volvió la cabeza.

Mignon, por el contrario, vivo el ademán y con risueña mirada la saludó con la mano. Por principio, no intervenía nunca en las rencillas de mujeres.

—A propósito —repuso Nana—, ¿conocen a un viejecito muy limpio y con los dientes cariados? Un tal señor Venot… Ha venido a verme esta mañana.

—¿El señor Venot? —exclamó Georges estupefacto—. No es posible. Ése es un jesuita.

—En seguida lo adiviné. Oh, no pueden imaginarse la conversación que tuvimos. ¡Qué graciosa…! Me habló del conde, de su matrimonio desunido, y me suplicó que devolviera la felicidad a esa familia. Muy fino, eso sí, y muy sonriente… Le he contestado que es lo que más deseo, y me he comprometido a devolver al conde a su mujer… No, no se trata de una broma. Estaría encantada viendo a esas gentes muy felices. Además, eso me aliviaría, porque la verdad es que hay días que me hastía.

Su aburrimiento de los últimos meses se le escapaba con aquel grito de su corazón. Además, el conde parecía tener grandes apuros de dinero; estaba preocupado, pues el pagaré firmado a Labordette corría el riesgo de no ser pagado.

—Precisamente la condesa está allá abajo —dijo Georges, cuyas miradas recorrían las tribunas.

—¿Dónde? —preguntó Nana—. ¡Vaya vista que tiene este bebé…! Ten mi sombrilla, Philippe.

Pero Georges, con un movimiento brusco, se adelantó a su hermano deseando tener la sombrilla de seda azul con franja de plata. Nana miró a uno y otro extremo con sus grandes gemelos.

—Sí, ya la veo —dijo al fin—. En la tribuna de la derecha, cerca de una columna, ¿verdad? Lleva un vestido malva, y su hija va de blanco, a su lado… Ahora Daguenet se acerca a saludarlas.

Entonces Philippe habló del próximo matrimonio de Daguenet con aquella percha de Estelle. Era cosa hecha, se hacían las amonestaciones. La condesa se oponía al principio, pero el conde, decían, había impuesto su voluntad. Nana sonreía.

—Ya sé, ya sé —murmuró ella—. Mejor para Paul. Es un buen muchacho y se lo merece.

Entonces se inclinó hacía Louiset.

—¿Te diviertes, di…? ¡Qué cara tan seria!

El niño, sin una sonrisa, contemplaba a toda aquella gente con gesto envejecido, como abrumado y entristecido por lo que veía. Bijou, fuera de la falda de Nana porque se movía mucho, se fue a temblar junto al niño.

Mientras, el césped se llenaba. Llegaban continuamente coches por la puerta de la Cascada, en una fila compacta, interminable. Eran grandes ómnibus: la Pauline había salido del bulevar de los Italianos cargada con sus cincuenta viajeros e iba a situarse a la derecha de las tribunas; luego las victorias y los landós, de una corrección soberbia, mezclados con viejos fiacres arrastrados por matalones, y los four-in-hand, tirados por sus cuatro caballos, y los mail-coach, con sus dueños arriba, en las banquetas, mientras en el interior los criados guardaban las cestas del champaña, y además, los tándems ligeros, finos como piezas de relojería, que desfilaban entre un ruido de cascabeles.

Un jinete pasaba de vez en cuando y una oleada de paseantes corría, azorada, a través de los carruajes. De golpe se percibía el rodar lejano por las alamedas del bosque, para amortiguarse en un sordo rumor no se oía más que el alboroto de la multitud creciente, los gritos y las llamadas, y los chasquidos de los látigos zumbando al aire libre. Y cuando el sol, bajo las ráfagas de viento, reaparecía al borde de una nube, corría un reguero de oro que encendía los arneses, los tableros barnizados y los ropajes, mientras en aquel polvillo de claridad, los cocheros, erguidos en sus asientos, parecían llamear con sus uniformes.

Labordette se apeaba en aquel momento de una calesa en la que Gagá, Clarisse y Blanche de Sivry le habían reservado un sitio.

Cuando se apresuraba para atravesar la pista y entrar en el recinto del pesaje, Nana hizo que Georges lo llamara. Luego, cuando llegó a su lado, le preguntó riendo:

—¿A cuánto estoy?

Se refería a «Nana», su potranca, aquella «Nana» que se había dejado ganar vergonzosamente el Premio de Diana, y que en abril y mayo últimos no hizo más que clasificarse corriendo el Premio de los Cars y la Grande Poule des Produits, conquistados por «Lusignan», el otro potro de la caballeriza de Vandeuvres. De repente «Lusignan» había pasado a ser el favorito; desde la víspera se le cotizaba fácilmente a dos contra uno.

—Siempre a cincuenta —respondió Labordette.

—Caramba, pues no valgo mucho —replicó Nana, a quien divertía aquella broma—. Entonces, no juego. Ni hablar. No apuesto un luis por mí.

Labordette tenía prisa y se apartó, pero ella volvió a llamarle. Quería un consejo. Él, que se relacionaba con el mundillo de los preparadores y de los jockeys, tendría informaciones particulares sobre las caballerizas. Veinte de sus pronósticos se habían cumplido. Le llamaban el rey de los tipsters.

—Dime, ¿qué caballos debo coger? —repetía Nana—. ¿A cuántos está el inglés?

—«Spirit» a tres… «Valerio II» a tres, igualmente… Luego todos los demás: «Cosinus» a veinticinco, «Hasard» a cuarenta, «Boum» a treinta, «Pichenette» a treinta y cinco, «Frangipane» a diez…

—No, no apostaré por el inglés. Yo soy patriota… Tal vez «Valerio II»… el duque de Corbreuse tenía el aire radiante hace un momento… Pero no. Después de todo… Cincuenta luises por «Lusignan». ¿Qué dices a eso?

Labordette la miraba con extrañeza. Ella se inclinó y le preguntó en voz baja, porque sabía que Vandeuvres le encargaba apostar por él en los bookmakers, a fin de jugar con más probabilidades. Pero Labordette, sin explicarse, la decidió para que se fiara de su olfato; él colocaría sus cincuenta luises tal como le decía, y seguro que ella no se arrepentirían.

—A los caballos que querías —exclamó ella riendo—, pero nada de «Nana»; eso es un penco.

Esto produjo un acceso de risa en el coche. Los jóvenes encontraban graciosa la frase; entretanto, Louiset, sin comprender, levantaba sus mustios ojos hacia su madre, cuyos gritos le sorprendían.

Labordette aún no pudo zafarse. Rose Mignon le había hecho una seña, y le daba sus órdenes mientras él escribía en un cuadernito. Luego le tocó el turno a Clarisse y a Gagá, que le llamaron para cambiar sus apuestas; habían oído palabras entre la multitud y ya no querían a «Valerio II» y preferían a «Lusignan»; él, impasible, escribía. Al fin pudo escaparse; se le vio desaparecer por el otro lado de la pista, entre dos tribunas.

Seguían llegando coches. Ahora se colocaban en una quinta fila, extendiéndose a lo largo de la empalizada en un absurdo amontonamiento, alterado el color aquí y allá por algunos caballos blancos. Más allá, se veían recuas de coches, aislados, como encallados en la hierba, y una mescolanza de ruedas y de troncos en todos los sentidos, uno al lado del otro, al sesgo, de través, de frente… Y en las zonas de césped que quedaban libres, trotaban los jinetes, y los caminantes formaban grupos oscuros, continuamente en movimiento.

Por encima de este campo de feria, entre la abigarrada muchedumbre, los puestos de bebidas alzaban sus tiendas de tela gris, que los rayos de sol blanqueaban. Pero la aglomeración, el hacinamiento de gentes, los remolinos de sombreros estaban en tomo a los bookmakers, quienes, de pie en sus carruajes descubiertos, gesticulaban como dentistas acerca de sus cotizaciones, pegadas en los altos tableros.

—Es una tontería no saber por qué caballo se apuesta —decía Nana—. Tengo que exponer algún luis yo misma.

Se había puesto en pie para escoger un bookmaker de simpática figura. No obstante, en seguida se olvidó de su capricho, al descubrir una cantidad de conocidos. Además de Mignon, de Gagá, de Clarisse y de Blanche, estaban allí, a derecha e izquierda, en medio de la masa de carruajes que ahora aprisionaba su landó, Tatán Néné y María Blond en una victoria; Caroline Héquet con su madre y dos señores en una calesa; Louise Violaine sola, llevando ella misma una cesta engalanada con cintas de los colores de la caballeriza Méchain, naranja y verde; Lea de Horn en una banqueta alta de mail-coach, donde un grupo de jóvenes alborotaba ruidosamente. Más lejos, en un ocho luises de apariencia aristocrática, Lucy Stewart, con un traje de seda negra muy sencillo, ostentaba aires de distinción al lado de un joven alto que llevaba el uniforme de los aspirantes de Marina. Sin embargo, lo que más asombró a Nana fue ver la llegada de Simonne, en un tándem que conducía Steiner, con un lacayo detrás, inmóvil y con los brazos cruzados; ella estaba deslumbrante, toda en raso blanco listado de amarillo, cubierta de diamantes desde la cintura hasta el sombrero, mientras que el banquero manejaba un látigo inmenso, lanzando los dos caballos enganchados en flecha; el primero, un pequeño alazán dorado, con trote de ratón, y el segundo, un gran bayo moreno, un stepper que trotaba levantando las manos.

—¡Vaya! —exclamó Nana—. Ese ladrón de Steiner acaba de limpiar una vez más la Bolsa… Simonne está tan elegante… Es demasiado; se la van a quitar.

Cambió un saludo con alguien que estaba lejos. Agitaba la mano, sonreía, se volvía, no olvidaba a nadie, para que la vieran todos. Y continuaba charlando:

—Pero el que va con Lucy es su hijo. Qué apuesto con su uniforme… Mira por qué se da tanto tono. Saben que le tiene miedo y que se hace pasar por actriz… Pobre muchacho; ni siquiera parece sospecharlo.

—Bah… —murmuró Philippe riendo—. Cuando a ella se le antoje, ya le encontrará una heredera en provincias.

Nana calló. Acababa de descubrir, en lo más intrincado de los carruajes, a la Tricon. En un fiacre, desde el que no veía nada, la Tricon había subido tranquilamente sobre el banquillo del cochero.

Y desde allí arriba, con su noble rostro encuadrado en largos rizos, dominaba a la multitud y parecía reinar sobre un pueblo de mujeres. Todas le sonrieron discretamente. Ella, superior, afectaba no conocerlas. No estaba allí para trabajar, sino que seguía las carreras por placer, y porque era una empedernida jugadora que se apasionaba por los caballos.

—Vaya, ahí está el idiota de Héctor de la Faloise —exclamó Georges.

Su presencia extrañó. Nana ya no reconocía a Héctor. Desde que había heredado, se había vuelto de una elegancia extraordinaria. El cuello de la camisa doblado, vestido con una tela de un color suave que se pegaba a sus delgados hombros, peinados con ricitos, afectaba una marcada indolencia, y con una voz blanda, con palabras del caló y frases que no se molestaba en concluir.

—¡Pues está muy bien! —declaró Nana, seducida.

Gagá y Clarisse habían llamado a Héctor de la Faloise, echándose a su cuello con ánimo de recuperarle. Las abandonó en seguida, alejándose con un balanceo burlón y desdeñoso. Nana le atraía, se fue hacia ella y subió al estribo del carruaje, y como ella le bromease acerca de Gagá, él murmuró:

—¡Ah, no! La vieja se acabó. Ni recordármela. Además, ya sabe que ahora es usted mi Julieta…

Se había puesto una mano sobre su corazón. Nana se reía mucho ante esta declaración tan inesperada y al aire libre. Pero replicó:

—Ahora no se trata de eso. Me hace olvidarme de mis apuestas. Georges, ¿ves a aquel bookmaker de allá abajo, el gordito rojo de cabello encrespado? Tiene una cara de granuja que me gusta… Irás a cogerle una apuesta… ¿Sobre cuál puede apostarse?

—Yo, nada de patriota. No, no —tartamudeó Héctor—. Todo sobre el inglés. Ahí está el señorito. El Chaillot para los franceses.

Nana se escandalizó. Entonces se discutió el mérito de los caballos. Héctor, para fingir que estaba al corriente, los trataba a todos de jamelgos.

«Frangipane», del barón de Verdier, sustituía a «The Truth», un magnífico bayo que habría tenido probabilidades de ganar si no lo hubieran agotado en los entrenamientos. En cuanto a «Valerio II» de la cuadra Corbreuse, aún no estaba preparado, y había tenido retortijones en abril. Esto se ocultaba, pero lo sabía seguro. Y acabó por aconsejar «Hasard», un caballo de la cuadra Méchain, el más defectuoso de todos y al que nadie quería. Sin embargo, «Hasard» estaba en una forma soberbia y tenía nervio. Éste sí que sería un animal que sorprendería a todo el mundo.

—No —dijo Nana—. Pondré diez luises a «Lusignan» y cinco a «Boum».

Héctor de la Faloise estalló:

—Pero, querida, ese «Boum» es infecto. No juegue eso. El mismo Gasc no apuesta a su caballo… Y su «Lusignan», nunca. Eso son bromas. Por Lamb y Princess, tampoco, nunca. Demasiado cortos de remos.

Se sofocaba. Philippe le indicó que «Lusignan» había ganado el Premio de los Cars y la Grande Poule des Produits, pero el otro insistió. ¿Qué demostraba eso? Nada absolutamente. Por el contrario, debía desconfiarse. Y, además, estaba Gresham, que montaba a «Lusignan»; que le dejasen en paz.

Gresham tenía muy mala sombra y nunca llegaba.

De un extremo a otro del césped, la discusión, cada vez más viva, del landó de Nana, parecía extenderse. Surgían voces chillonas, gruñía la pasión del juego, encendiendo los rostros y violentando los ademanes, mientras que los bookmakers, encaramados en sus coches, gritaban las cotizaciones y registraban cifras, enardecidos. Allí no había más que la morralla de los apostadores; las apuestas fuertes se hacían en el recinto de pesaje; aquello era un frenesí de pequeños bolsillos arriesgando míseros ahorros, con la esperanza de un posible luis. En resumen, la gran batalla se libraba entre «Spirit» y «Lusignan». Varios ingleses conocidos se paseaban entre los grupos como por su casa, el rostro encendido y ya triunfante. «Bramah», un caballo de lord Reading, ya había ganado el Premio el año anterior, una derrota que aún hacía sangrar los corazones franceses. Este año sería un desastre, si Francia quedaba nuevamente vencida. Así pues, todas aquellas mujeres se apasionaban por orgullo nacional. La cuadra de Vandeuvres se había convertido en el baluarte de su honra; se apostaba a «Lusignan», se le defendía y se le aclamaba.

Gagá, Blanche, Caroline y otras apostaban por «Lusignan». Lucy Stewart se abstenía por causa de su hijo, pero corría el rumor de que Rose Mignon había encargado a Labordette que apostase doscientos luises. Sólo la Tricon, sentada al lado de su cochero, esperaba hasta el último minuto, fría en medio de las discusiones, siguiendo el murmullo creciente del que salían los nombres de los caballos, las frases vivas de los Parisienses y las exclamaciones guturales de los ingleses; escuchaba y tomaba notas con gesto majestuoso.

—¿Y «Nana»? —dijo Georges—. ¿Nadie apuesta por ella?

En efecto, nadie apostaba; ni siquiera se hablaba de ella. El outsider de la cuadra Vendeuvres desaparecía ante la popularidad de «Lusignan». Pero Héctor de la Faloise levantó el brazo y dijo:

—Tengo una inspiración… Apuesto un luis por «Nana».

—Bravo; yo pongo dos —dijo Georges.

—Y yo tres luises —añadió Philippe.

Y pujaron, haciendo su corte complacidos, lanzando cifras, como si se disputaran a Nana en una subasta. Héctor hablaba de cubrirla de oro. Además, todo el mundo debía apostar por ella; irían a recoger apuestas. Pero cuando los tres jóvenes se marchaban para hacer propaganda, Nana les gritó:

—Ya saben, no apuesto por mí. Por nada del mundo. Georges, diez luises a «Lusignan» y cinco a «Valerio II».

Mientras, ellos se habían lanzado. Regocijada, los veía colarse entre las ruedas, meterse por debajo de las cabezas de los caballos y recorrer todo el césped. En cuanto reconocían a alguien en un carruaje, corrían a él, pujando por Nana. Y se oían grandes carcajadas circulando por entre la multitud cuando ellos, a veces, se volvían con cara de triunfadores e indicaban números con los dedos, mientras la joven, en pie, agitaba su sombrilla. Sin embargo, hacían un trabajo bastante pobre. Algunos hombres se dejaban convencer, Steiner, por ejemplo, a quien la vista de Nana conmovía, apostó tres luises, pero las mujeres se negaban en redondo. «Gracias»; era perder con seguridad. Además, no tenían prisa en contribuir al éxito de una cochina que las aplastaba a todas con sus cuatro caballos blancos, sus lacayos y sus aires de comerse el mundo. Gagá y Clarisse, muy indignadas, le preguntaron a Héctor si se burlaba de ellas. Y en cuanto a Georges, atrevidamente se presentó ante el landó de los Mignon, y Rose volvió la cabeza sin responder. ¡Valiente basura tenía que ser para dar su nombre a un caballo! Mignon, por el contrario, siguió al joven con aire divertido y decía que las mujeres siempre traen suerte.

—¿Y qué? —preguntó Nana cuando los jóvenes volvieron de una larga visita a los bookmakers.

—Está usted a cuarenta —dijo Héctor.

—¿Cómo a cuarenta? —exclamó ella estupefacta—. Estaba a cincuenta… ¿Qué ha ocurrido?

Precisamente Labordette había reaparecido. Se cerraba la pista y el sonido de una campana anunciaba la primera carrera. Ella le preguntó acerca de tan brusca alza en la cotización, pero él respondió evasivamente; sin duda se habían producido solicitudes. Nana tuvo que conformarse con aquella explicación. Además, Labordette, con gesto preocupado, le dijo que Vandeuvres se acercaría un momento si podía escaparse.

La carrera concluía, como inadvertida ante la espera del Gran Premio, cuando una nube se abrió sobre el hipódromo. Hacía un momento que el sol había desaparecido y una claridad lívida ensombrecía a la muchedumbre. Se levantó el viento y siguió un imprevisto diluvio, como un telón de agua. Hubo un minuto de confusión, de gritos, de burlas y reniegos en medio del sálvese quien pueda, de los peatones corriendo para refugiarse bajo los toldos de los tenderetes.

Las mujeres trataban de guarecerse en sus carruajes, sosteniendo con ambas manos las sombrillas, mientras que los lacayos echaban las capotas. Pero el chaparrón cesó en seguida y el sol resplandeció entre el polvillo de lluvia que aún volaba. Un desgarrón azul se abrió detrás de la nube, arrastrada por encima del bosque. Y aquello fue como un regocijo del cielo, levantando las risas de las mujeres, ya tranquilizadas, mientras el disco de oro, entre el resoplido de los caballos, la desbandada y la agitación de aquella multitud empapada que se sacudía, iluminaba el césped salpicado de gotas de cristal.

—¡Oh, mi pobre Louiset! —exclamó Nana—. ¿Te has mojado mucho, querido?

El pequeño, sin hablar, se dejó secar las manos. Nana había cogido su pañuelo. En seguida sacudió a Bijou, que aún temblaba más. Aquello no sería nada; sólo unas manchas sobre el raso blanco de su atuendo, pero le tenía sin cuidado. Los ramos, refrescados, tenían un brillo de nieve, y ella aspiró uno, jubilosa, mojando sus labios como en el rocío.

El chaparrón había abarrotado en un instante las tribunas. Nana miraba con sus gemelos. A aquella distancia sólo se distinguía una masa compacta y abigarrada, que se hacinaba en los graderíos, un fondo oscuro que sólo las manchas pálidas de los rostros iluminaban.

El sol, deslizándose por los quicios de la techumbre, deslumbraba a la multitud sentada en el ángulo de la luz, donde los trajes parecían desteñidos. Pero Nana se divertía más con las damas, a quienes el aguacero había sacado de sus hileras de sillas, colocadas en la arena, al pie de las tribunas.

Como la entrada en el recinto de pesaje estaba absolutamente prohibida a las prostitutas, Nana hacía observaciones llenas de acritud acerca de todas aquellas señoras decentes, a quienes encontraba hechas unas payasas con sus graciosas cabezas.

Circuló un rumor. La emperatriz entraba en la pequeña tribuna central, un pabellón en forma de chalet, cuyo amplio balcón estaba adornado con sillones rojos.

—¡Pero si es él! —exclamó Georges—. No le creía de servicio esta semana.

—Es verdad. ¡Charles! —gritó ella.

La figura tiesa y solemne del conde Muffat había aparecido detrás de la emperatriz. Entonces los jóvenes bromearon lamentando que Satin no estuviese allí para ir a darle unos golpecitos en el vientre.

Pero Nana vio al extremo de sus gemelos la cabeza del príncipe de Escocia, en la tribuna imperial. Lo encontraba más grueso. En dieciocho meses había engordado. Y empezó a dar detalles. ¡Oh! un mocetón vigorosamente constituido.

En torno suyo, en los coches de aquellas mujeres, se rumoreaba que el conde la había abandonado. Era toda una historia. Las Tullerías se escandalizaban de la conducta del chambelán desde que él la exhibía. Entonces, para conservar su puesto, acababa de dejarla.

Héctor de la Faloise llevó esta noticia a Nana, ofreciéndose nuevamente y llamándola «su Julieta». Pero ella se hartó de reír y dijo:

—Eso es una imbecilidad. Usted no le conoce; no tengo más que decirle tustus, y lo abandona todo.

Hacía un instante que observaba a la condesa Sabine y a Estelle. Daguenet aún seguía con ellas. Fauchery llegaba y molestaba a todo el mundo para saludarlas, y también se quedó allí con aire sonriente. Entonces ella continuó, señalando las tribunas con un gesto desdeñoso:

—Además, ya sabe que esas gentes no me impresionan lo más mínimo.

Los conozco demasiado. Hay que verlos al desnudo. Nada de respeto. Se acabó el respeto. Porquería por abajo, porquería por arriba, siempre es porquería y compañía… Aquí tiene por qué no quiero que me fastidien.

Y su gesto se extendía, señalando desde los palafreneros que llevaban los caballos a la pista, hasta la soberana, que hablaba con Charles, un príncipe, sí, pero también un cochino.

—¡Bravo, Nana! ¡Muy elegante, Nana! —aprobó Héctor entusiasmado.

El aviso de las campanas se perdía en el viento y las carreras continuaban. Acababa de correrse el Premio de Ispahan, que «Berlingot», un caballo de la cuadra Méchain, había ganado.

Nana volvió a llamar a Labordette para pedirle noticias de sus cien luises; él se echó a reír, y se negó a decirle sus caballos, para no espantar la suerte, dijo. Su dinero estaba bien situado y pronto lo vería. Como ella le confesase sus apuestas, diez luises a «Lusignan» y cinco a «Valerio II», él se encogió de hombros, como si dijese que las mujeres sólo hacían tonterías.

Nana se quedó asombrada, sin comprenderle.

En aquel momento el césped se animaba más. Se preparaban meriendas al aire libre, en espera del Gran Premio. Se comía y se bebía mucho más todavía, por todas partes: sobre la hierba, en las banquetas altas de los four-in-hand, de los mail-coach, de las victorias, de los cupés y de los landós. Era una exposición de fiambres, una profusión de cestos con champaña, que sacaban de los cajones los lacayos. Los tapones saltaban con débiles detonaciones, llevándoselos el viento; se prolongaban las bromas, los ruidos de vasos rotos ponían notas extrañas en aquella nerviosa algazara.

Gagá y Clarisse hacían con Blanche una comida en serio; bocadillos sobre un mantel extendido, con el cual se tapaban las rodillas. Louise Violaine, que había bajado del pescante, se reunió con Caroline Héquet, y a sus pies, en el césped, los señores instalaron una cantina, a la que acudían a beber Tatán, María, Simonne y las demás, mientras cerca de allí se vaciaban botellas sobre el mail-coach de Lea de Horn, emborrachándose un grupo al sol, con bravatas y posturas y sin importarles la gente.

Pero en seguida empezaron a amontonarse, sobre todo delante del landó de Nana. De pie, ella se puso a escanciar vasos de champaña para los hombres que la saludaban. Uno de sus lacayos, François, le pasaba las botellas mientras Héctor de la Faloise, tratando de remedar una voz canalla, lanzaba su pregón:

—¡Acérquense, señores! No cuesta nada… Hay para todo el mundo.

—Cállese ya, querido —acabó por decirle Nana—. Parecemos unos titiriteros.

Sin embargo, encontraba muy graciosa la situación, y se divertía mucho.

Estuvo tentada de enviar, por Georges, un vaso de champaña a Rose Mignon, que fingía no beber. Henri y Charles se aburrían a reventar, los pequeños lo hubieran querido, y Georges se bebió el vaso temiendo una discusión.

Entonces Nana se acordó de Louiset, al que había olvidado teniéndolo detrás. Tal vez tuviese sed, y le hizo beber un sorbo de vino, lo que le hizo toser horriblemente.

—¡Acérquense, acérquense, aproxímense, señores! —repetía Héctor—. No cuesta nada; no cobramos… ¡Lo regalamos!

Nana le interrumpió con una exclamación:

—Bordenave está allá abajo… ¡Llámelo! Oh, se lo ruego. Corra.

En efecto, era Bordenave, que se paseaba con las manos a la espalda, un sombrero que el sol enrojecía y una levita grasienta, blanqueando en las costuras; un Bordenave deslustrado por la quiebra, pero aún altivo, exhibiendo su miseria entre la gente elegante, con su descaro de hombre siempre dispuesto a desafiar a la fortuna.

—¡Caramba, qué elegancia! —exclamó cuando Nana le tendió la mano, en un gesto amigo.

Bordenave, después de beber un vaso de champaña, soltó esta frase de profundo pesar:

—¡Ah, si yo fuese mujer…! ¿Pero qué más da? ¿Quieres volver al teatro?

—Tengo una idea: alquilo la «Gaité» y nos tragamos París entre los dos… Tú me debes eso.

Y se quedó gruñendo, dichoso, no obstante, por volver a verla, porque aquella condenada Nana, decía, le derramaba bálsamo en el corazón sólo con ponerse delante. Era como su hija, de su propia sangre.

El círculo era mayor a cada instante. Ahora Héctor servía, y Philippe y Georges reclutaban amigos. Poco a poco no quedaba un hueco libre en el césped. Nana dirigía a cada uno de los que se le acercaban una sonrisa y una frase agradable. Los grupos de bebedores se aproximaban, y pronto no hubo más que un espesor de gente y un vivo alborozo en torno a su landó, y ella reinaba, entre los vasos que se le tendían, con sus cabellos rubios agitados por el viento y su rostro de nieve bañado por el sol.

En la cumbre, entonces, para hacer rabiar más a las otras mujeres que estaban rabiosas con su triunfo, levantó su copa llena, en su antigua postura de Venus victoriosa. Pero alguien la tocó por detrás, y ella se quedó sorprendida, al volverse y ver a Mignon en la banqueta.

Nana desapareció un instante y se sentó a su lado al decirle que tenía que comunicarle una cosa grave. Mignon decía por todas partes que su mujer hacía el ridículo mostrándose resentida con Nana; le parecía estúpido e inútil.

—Escúchame, querida —murmuró él—. Desconfía, y no irrites demasiado a Rose… Comprende; prefiero prevenirte… Sí, ella tiene un arma, y como no te ha perdonado el asunto de la Duquesita…

—¿Un arma? —exclamó Nana—. Me importa un bledo.

—Escucha, Nana; es una carta que ha encontrado en el bolsillo de Fauchery; una carta dirigida a ese traidor de Fauchery y escrita por la condesa de Muffat. Y diablos, que ahí está todo claro, con pelos y señales… Entonces, Rose quiere enviar la carta al conde con el fin de vengarse de él y de ti.

—Que te digo que me importa un bledo —repitió Nana—. Pues tiene gracia la cosa… Y todo eso con Fauchery. Tanto mejor si me provoca. Nos reiremos.

—Pues no, yo no lo quiero —repuso con viveza Mignon—. ¡Bonito escándalo! además, no ganamos nada con todo esto.

Se detuvo, temiendo hablar demasiado. Nana replicó que, con toda seguridad, no sería ella quien fuese a perjudicar a una mujer honrada. Pero como él insistía, le miró con fijeza. Sin duda tenía miedo de que Fauchery se metiese otra vez en su hogar si rompía con la condesa, que era lo que Rose deseaba, al mismo tiempo que se vengaba, porque estaba encariñada con el periodista.

Nana se quedó pensativa; recordaba la visita del señor Venot, y acariciaba un plan mientras Mignon trataba de convencerla.

—Pongamos que Rose envía la carta, ¿no es cierto? Entonces hay un escándalo. Todo sale a relucir, se dice que tú eres la causa de todo… De momento, el conde se separa de su esposa…

—¿Y eso por qué? —dijo ella—. Al contrario…

Nana se interrumpió. No tenía necesidad de pensar en voz alta. Por último fingió que aceptaba los puntos de vista de Mignon, para desembarazarse de él, y como él le aconsejase un acto de sumisión hacía Rose… por ejemplo, una visita en el campo de carreras, ante todo el mundo, Nana respondió que ya vería, que lo pensaría.

Un tumulto la hizo ponerse nuevamente en pie. En la pista llegaban los caballos como un vendaval. Era el Premio de la ciudad de París, que ganaba «Comemuse». Ahora iba a correrse el Gran Premio; la fiebre aumentaba, una ansiedad azotaba a la muchedumbre, que pateaba y se movía en una necesidad de apresurar los minutos.

En el último instante una sorpresa conmovió a los apostadores: el alza continua de la cotización de «Nana», el outsider de la cuadra de Vandeuvres. Los señores volvían a cada instante con nuevas cotizaciones: «Nana» estaba a treinta, «Nana» estaba a veinticinco, luego a veinte, después a quince. Nadie comprendía aquello. Una potranca batida en todos los hipódromos, una potranca que aquella mañana ningún apostador quería a cincuenta. ¿Qué significaba aquel brusco cambio? Unos se burlaban, hablando de una bonita limpieza a los necios que se dejaban atrapar por aquella farsa. Otros, más serios, inquietos, olfateaban bajo aquello algo turbio. Había alguna treta. Se hacía alusión a historias, a robos tolerados en los campos de carreras, pero esta vez el prestigio de Vandeuvres paralizaba las acusaciones, y los escépticos lo arrastraban prediciendo que «Nana» llegaría la última.

—¿Quién monta a «Nana»? —preguntó Héctor.

Precisamente la verdadera Nana reaparecía. Entonces aquellos señores dieron a la pregunta un sentido sucio y estallaron en exageradas risas. Nana saludaba.

—Es Price —respondió ella.

Y la discusión volvió a empezar. Price era una celebridad inglesa, desconocido en Francia. ¿Por qué Vandeuvres había hecho venir aquel jockey cuando era Gresham quien siempre montaba a «Nana»? Por otra parte, se asombraban al ver que confiaba «Lusignan» a aquel Gresham que no llegaba nunca, según Héctor de la Faloise.

Pero todas estas observaciones se ahogaban entre las bromas, los mentís y el alboroto de tantas opiniones contradictorias.

Se dedicaron a vaciar más botellas de champaña para matar el tiempo. Después se oyeron voces que se acercaban y los grupos se apartaron. Era Vandeuvres. Nana rugió que estaba enojada.

—Sí que es usted amable llegando a estas horas… Y yo que deseaba ver el recinto de pesaje.

—Pues venga —dijo él—, que aún hay tiempo. Dará una vuelta. Precisamente tengo una entrada de señora.

Y se la llevó del brazo, satisfecha ella ante las miradas de envidia con que Lucy, Caroline y las demás la seguían. Detrás de ella seguían los hermanos Hugon y Héctor en el landó, y continuaban haciendo los honores a su champaña. Ella les gritó que volvería en seguida.

Pero Vandeuvres, habiendo visto a Labordette, le llamó, y cambió con él unas breves palabras.

—¿Lo ha recogido todo?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Mil quinientos luises, entre unos y otros.

Viendo que Nana trataba de oírles, se callaron. A Vandeuvres, muy nervioso, parecía que le llameaban los ojos, como cuando algunas noches él mismo se estremecía diciéndose que incendiaría su cuadra con los caballos y él dentro. Al atravesar la pista, ella bajó la voz y le tuteó.

—Dime, explícate… ¿Por qué la cotización de tu potranca sube tanto? Eso tiene a la gente muy intrigada.

Vandeuvres se estremeció, y murmuró:

—Sí, lo de siempre… Apuestan al tuntún. Cuando tengo un favorito, todos se echan encima y no dejan nada para mí. Y cuando un outsider es solicitado, maldicen y gritan como si los degollasen.

—Pero tú debiste prevenirme; he apostado —repuso ella—. ¿Hay algunas probabilidades?

Una cólera repentina le arrebató sin motivo.

—¡Oh, déjame en paz! Todos los caballos tienen probabilidades. La cotización sube porque hay tomador. ¿Quién? No lo sé… Prefiero dejarte si has de fastidiarme con esas preguntas idiotas.

Este tono no entraba ni en su temperamento ni en sus costumbres.

Ella se quedó más asombrada que ofendida. Él, por otra parte, se quedó avergonzado, y como ella le rogó con sequedad que fuese cortés, él se excusó.

Desde hacía algún tiempo tenía esos bruscos cambios de humor. En el París galante y mundano nadie ignoraba que ese día se jugaba su última carta.

Si sus caballos no ganaban, harían perder cantidades bastante importantes apostadas a favor de ellos, y ocurrirían un desastre, un desmoronamiento; el andamiaje de su crédito, que aparentemente era sólido, estaba minado por debajo, roído por el desorden y las deudas, y se hundirían en una ruina espantosa.

Y Nana, lo que tampoco ignoraba nadie, era la devoradora de hombres que habían acabado como él, llegando la última a aquella fortuna que se tambaleaba, quemando lo que quedaba. Se contaban caprichos locos, de oro arrojado al viento, de una excursión a Baden, donde ella le dejó sin que pudiese ni pagar el hotel; de un puñado de diamantes arrojados a un brasero, en una noche de borrachera, para ver si ardían como el carbón. Poco a poco, con su incitante cuerpo, con sus risas canallas de arrabalera, se había impuesto a aquel vástago, tan empobrecido y tan fino, de una antigua raza.

En aquellos momentos él lo arriesgaba todo, tan dominado por su pasión por lo estúpido y lo sucio, que había perdido hasta la fuerza de su escepticismo. Ocho días antes, ella se había hecho prometer un castillo en la costa normanda, entre Le Havre y Trouville, y él ponía su último honor en cumplir su palabra. Con la particularidad de que ella le irritaba, y la habría golpeado de tan imbécil que la encontraba.

El guardián les había dejado entrar en el recinto del pesaje, no atreviéndose a prohibir el paso a una mujer que iba del brazo del conde. Nana, muy envanecida por poner el pie en aquel terreno prohibido, se estudiaba y caminaba con lentitud ante las señoras sentadas al pie de las tribunas. Repartido entre las diez filas de sillas había un espesor de lujosos vestidos que mezclaban sus colores vivos con la alegría del aire libre; las sillas se separaban, se formaban corros familiares al azar de los encuentros, como bajo el arbolado de un jardín público, con los pequeños sueltos, corriendo de un grupo a otro, y, más altas, las tribunas exhibían sus graderíos abarrotados, donde las telas claras se fundían en la sombra fina del maderamen.

Nana miraba abiertamente a las señoras, como miró con fijeza a la condesa Sabine. Luego, cuando pasaba por delante de la tribuna imperial, el ver a Muffat de pie junto a la emperatriz, con su tiesura oficial, le regocijó.

—¡Oh, qué aspecto tan estúpido! —le dijo en voz alta a Vandeuvres.

Lo quería ver todo. Aquel rincón del parque, con sus céspedes y sus macizos de árboles, no le pareció tan alegre. Un heladero había instalado un puesto cerca de las verjas. Bajo un toldo rústico y cubierto de paja, unos grupos gritaban y gesticulaban; era el sitio de las apuestas.

Al lado se veían las cuadras vacías, y desilusionada, Nana no vio otro caballo que el de un gendarme.

Luego seguía una pista de cien metros de circuito, donde un mozo de cuadra paseaba a «Valerio II» enmantado.

Y muchos hombres en la grava de las alamedas, con la mancha naranja de su contraseña en el ojal, y un paseo continuo de gentes por las galerías abiertas de las tribunas, lo que a Nana sólo le interesó un minuto, porque realmente no valía la pena atormentarse si le prohibían entrar allí.

Daguenet y Fauchery, que pasaban, la saludaron. Ella les hizo una seña y tuvieron que acercársele. Les criticó el recinto de pesaje; luego se interrumpió:

—Vaya, el marqués de Chouard; cómo ha envejecido. Se está acabando ese viejo. ¿Continúa igual de rabioso?

Entonces Daguenet contó el último golpe del viejo, una hazaña de dos días antes que aún no sabía nadie. Después de acosarla durante meses, acababa de comprar a Gagá a su hija Amélie, por treinta mil francos, decían.

—Es propio de ellos —exclamó Nana indignada—. ¡Tener hijas para eso! Pero ahora veo… aquélla debe de ser Lili; ahí abajo, en el césped, en un cupé con una señora. También conozco esa cara. El viejo la habrá sacado.

Vandeuvres no escuchaba, impaciente y deseoso de desembarazarse de ella. Pero como Fauchery le dijo al marcharse que si no había visto los bookmakers no había visto nada, el conde tuvo que acompañarla, a pesar de su visible repugnancia.

Nana se puso muy contenta; en efecto, aquello era curioso. Una rotonda se abría entre céspedes bordeados de castaños nuevos, y allí, formando un amplio círculo bajo el verde ramaje, los bookmakers, en línea compacta, esperaban a los apostadores, como en una feria.

Para dominar a la multitud, estaban subidos sobre bancos de madera, y exhibían sus cotizaciones cerca de ellos, entre los árboles, mientras recogían las apuestas con un gesto, con un guiño de ojos, tan rápidamente que los curiosos, boquiabiertos, los contemplaban sin comprenderlos. Aquello era una algarabía de cifras gritadas, de tumultos acogiendo los cambios de cotizaciones inesperados. Y por momentos aumentaban el vocerío, los avisadores salían corriendo, se detenían a la entrada de la rotonda, lanzaban violentamente un grito, una partida, una llegada, que suscitaban apasionado rumores en aquella fiebre del juego abierto al sol.

—¡Sí que son graciosos! —murmuró Nana muy divertida—. Tienen una cara espantosa. Mira aquel de allá… No quisiera encontrarle a solas en un bosque.

Pero Vandeuvres les señaló un bookmaker, un dependiente de comercio que había ganado tres millones en dos años. Flaco, desecado y rubio, estaba rodeado de respeto; se le hablaba sonriendo y la gente se estacionaba para verle.

Al fin abandonaron la rotonda y Vandeuvres se dirigió con un ligero movimiento de cabeza a otro bookmaker, quien se permitió llamarlo. Era uno de sus antiguos cocheros, corpulento, con hombros de buey y cara encendida.

Ahora que intentaba fortuna en las carreras con fondos de origen dudoso, el conde trataba de empujarle, encargándole sus apuestas secretas y tratándole siempre como un criado ante el que nada se oculta.

A pesar de esa protección, aquel hombre había perdido, golpe tras golpe, sumas muy grandes, y también aquel día se jugaba su carta suprema, los ojos inyectados en sangre, reventando de apoplejía.

—¿Qué, Maréchal? —preguntó en voz baja Vandeuvres—. ¿Hasta cuánto ha dado?

—Hasta cinco mil luises, señor conde —respondió el hombre bajando la voz—. Resulta bonito… Le confesaré que he bajado la cotización; la he puesto a tres.

Vandeuvres se mostró contrariado.

—No, no; no quiero eso; póngala a dos en seguida. No le diré nada, Maréchal.

—Ahora, ¿qué le puede significar eso al señor conde? —repuso el otro con una sonrisa humilde de cómplice—. Me hacía falta atraer a la gente para darle sus dos mil luises.

Entonces Vandeuvres le hizo callar. Pero cuando se alejaba, Maréchal, ante un recuerdo, lamentó no haberle preguntado sobre la subida de su potranca. Estaba listo si la potranca tenía probabilidades, él que acababa de darla por doscientos luises a cincuenta.

Nana, que no comprendía nada de las palabras susurradas por el conde, no se atrevió a pedirle nuevas explicaciones. Vandeuvres parecía más nervioso y la confió bruscamente a Labordette, a quien encontraron ante la sala de pesaje.

—Usted la acompaña —dijo—. Yo tengo que hacer… Hasta luego.

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