Nana

Nana


Capítulo XII

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Alrededor del salón pasaban las parejas, las manos en la cintura, entre las sonrisas de las mujeres sentadas, acentuando más el movimiento del piso. En el jardín, un resplandor de ascua salido de los farolillos venecianos alumbraba con un lejano reflejo de incendio las negras sombras de los paseantes que buscaban un poco de aire en el fondo de las alamedas. Y ese estremecimiento de las paredes, esa nube roja, era como la última llamarada en que crujía el antiguo honor, quemando la casa por sus cuatro costados.

Las jovialidades tímidas, entonces apenas esbozadas, que Fauchery, en una velada de abril, había oído quebrarse como el sonido de un cristal que se rompe, se fueron enardeciendo poco a poco, enloqueciéndose hasta un estallido de fiesta.

Ahora el resquebrajamiento aumentaba, llenaba la casa de grietas y anunciaba su próximo desmoronamiento.

Entre los borrachos de los arrabales, las familias corrompidas acaban en la negra miseria, en la despensa sin pan y en la locura del alcohol que vacían los colchones. Pero aquí, en el desmoronamiento de tantas riquezas, amontonadas y encendidas de golpe, el vals doblaba por una antigua raza, mientras Nana, invisible, se extendía por encima del baile con sus miembros flexibles para descomponer aquel mundo, saturándolo con el fermento de su olor flotante en el cálido ambiente, con el canallesco ritmo de la música.

La noche del matrimonio en la iglesia, el conde Muffat se presentó en el dormitorio de su esposa, en el que no había entrado desde hacía dos años.

La condesa, muy sorprendida, retrocedió al verle. Pero tenía su sonrisa, esa sonrisa de embriaguez que no la abandonaba nunca. Él, muy molesto, balbucía. Entonces ella le predicó un poco de moral. Pero ni uno ni otro se arriesgaron a una explicación abierta. La religión era lo que exigía aquel perdón mutuo; de todas maneras, quedó convenido, por acuerdo tácito que los dos conservarían su libertad.

Antes de acostarse, como la condesa parecía vacilar un poco, hablaron de negocios. Él fue el primero en hablar de vender las Bordes. Ella consintió inmediatamente. Tenían grandes necesidades y se repartirían el producto.

Esto consumó la reconciliación. Muffat sintió un verdadero alivio en sus remordimientos.

Precisamente ese mismo día, cuando Nana dormía, hacia las diez, Zoé se permitió llamar a la puerta de su alcoba. Las cortinas estaban echadas, un soplo cálido penetraba por la ventana en medio del frescor silencioso de una media luz. Nana se levantaba entonces, aunque todavía algo débil, y, abriendo los ojos, preguntó:

—¿Quién es?

Zoé iba a responder. Pero Daguenet, forzando la entrada, se anunció él mismo. Nana se acodó sobre la almohada y despidió a la doncella.

—¿Cómo? ¿Eres tú? ¡Tú, el día que te casas…! ¿Qué ha sucedido, pues?

Él, sorprendido por la penumbra, permaneció en medio de la estancia. No obstante, al acostumbrarse a la escasa claridad, avanzó, en frac, corbata y guantes blancos. Y repitió:

—Pues sí, soy yo… ¿Ya no te acuerdas?

No, ella no se acordaba de nada. Él tuvo que ofrecerse abiertamente, con su aire bromista.

—Aquí está tu corretaje… Te traigo el estreno de mi inocencia.

Entonces, como estaba al borde de la cama, ella lo tomó entre sus brazos desnudos, sacudida por una gran risa y casi llorando, de tan gentil que encontraba aquello por su parte.

—¡Oh! este Mimí, qué gracioso es… ¡Y se ha acordado! Yo ya lo había olvidado. Entonces, te has escapado, sales de la iglesia. Sí, traes olor a incienso… Pero bésame ya. Más fuerte, Mimí mío. ¡Vamos, quizá sea la última vez!

En la alcoba oscura, que aún conservaba un vago olor a éter, su risa tierna expiró. El calor sofocante hinchaba las cortinas de las ventanas, se oían las voces de los niños en la avenida. Después bromearon, acosados por la hora. El mismo día Daguenet salía de viaje con su mujer, después del banquete.

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