Nana

Nana


Capítulo XIII

Página 26 de 28

Capítulo XIII

Hacia fines de septiembre, el conde Muffat, que debía cenar en casa de Nana, apareció a media tarde para decir que una orden repentina le había llegado de las Tullerías. El hotel aún no estaba iluminado, los criados reían en la cocina; él subió con sigilo la escalera, cuyas vidrieras, daban paso a una sombra cálida.

La puerta del salón no hizo ruido. Una claridad rosácea agonizaba en el techo de la estancia; los cortinajes rojos, los sillones, los muebles lacados, aquella confusión de telas bordadas, de bronces y porcelanas dormitaba bajo una lenta lluvia de tinieblas, que ahogaba los rincones, sin espejeo del marfil ni un reflejo del oro.

Y allí, en aquella oscuridad, sobre la única blancura distinguida de unas amplias enaguas, percibió a Nana, boca arriba, en los brazos de Georges. Toda negación era imposible. Lanzó un grito ahogado y se quedó boquiabierto.

Nana se había levantado de un salto, y lo empujaba hacia el dormitorio para dar tiempo a que el pequeño escapase.

—Entra —dijo ella, desconcertada—; yo te explicaré…

Estaba exasperada por esta sorpresa. Jamás cedía así en su casa, en aquel salón y con las puertas abiertas. Había sido precisa toda una historia, una discusión con Georges, rabioso de celos contra Philippe; sollozaba tan fuerte sobre su cuello, que ella le dejó que siguiera, no sabiendo cómo calmarlo y muy compadecida en el fondo.

Y por una vez que cometía la estupidez de olvidarse así, con un mocoso que ni siquiera podía llevarle unos ramilletes de violetas de tan escaso de dinero como lo tenía su madre, llegaba precisamente el conde y caía sobre ellos. Verdaderamente no tenía suerte. Esto era lo que se ganaba con ser buena chica.

La oscuridad era completa en la habitación adonde había empujado a Muffat. Entonces, a tientas, llamó furiosamente para que trajesen una lámpara. También era culpa de Julien. Si hubiese puesto una lámpara en el salón, no habría sucedido nada.

Aquel estúpido crepúsculo le había trastornado el corazón.

—Te lo ruego, gatito mío, sé razonable —dijo ella cuando Zoé trajo la luz.

Sentado y con las manos en las rodillas, el conde miraba al suelo con el atontamiento de lo que acababa de sorprender. Y no encontraba ni un grito de cólera. Temblaba, como sobrecogido por un horror que le helaba. Este mudo dolor conmovió a Nana, e intentó consolarlo.

—Sí, ha sido una torpeza… Está muy mal lo que he hecho. Ya ves que lamento mi falta. Lo siento muchísimo, puesto que te contraría… Vamos, sé gentil por tu parte y perdóname.

Se había acurrucado a sus pies, buscando su mirada con un aire de ternura sumisa, para ver si estaba muy enojado con ella; luego, al observar que Muffat no respondía, suspirando largamente, fue más zalamera y le dio una última razón con bondadosa gravedad.

—¿Ves, querido? Es preciso comprender… Yo no puedo negar eso a mis amigos pobres.

El conde se dejó convencer. Sólo exigió que despidiese a Georges. Pero toda ilusión estaba muerta, ya no creería más en la fidelidad jurada. Al día siguiente Nana lo engañaría de nuevo, y no quedaba en el tormento de su pasión más que una necesidad cobarde, un espanto a la vida, a la idea de vivir sin ella.

Ésta fue la época de su existencia en que Nana iluminó París con el incremento de su esplendor. Aun engrandeció más el horizonte del vicio, dominando la ciudad con la insolente ostentación de su lujo, y su desprecio del dinero, que le hacían fundir públicamente las fortunas.

En su hotel había como una especie de fragua. Sus continuos deseos incendiaban, con un pequeño soplo de sus labios, el oro que cambiaba en fina ceniza que el viento barría a cada momento. Jamás se había visto tal frenesí de derroche. El hotel parecía construido sobre un abismo, donde los hombres, con sus bienes, con sus cuerpos y hasta con sus apellidos, se hundían sin dejar tras ellos el rastro del más leve polvo.

Aquella ramera, con gustos de cotorra, mordisqueando rábanos y almendras garrapiñadas, desmenuzando la carne, necesitaba cada mes para su mesa cuentas de cinco mil francos. En la cocina había un despilfarro desenfrenado, un chorreo feroz que reventaba los barriles de vino, que ensartaba las cuentas hinchadas por tres o cuatro manos sucesivas.

Victorine y François reinaban en aquel lugar, donde invitaban a todo el mundo, además de una tribu de primos mantenidos a domicilio con fiambres y sustanciosos caldos; Julien exigía los descuentos a los proveedores; los vidrieros no colocaban un cristal por menos de treinta monedas, sin que él añadiese veinte más; Charles se comía la avena de los caballos, doblando las provisiones y vendiendo por la puerta de atrás lo que entraba por la principal, mientras que en ese despilfarro general, de saqueo de una ciudad tomada al asalto, Zoé, con gran arte, conseguía guardar las apariencias, encubría los robos de todos para salvar mejor los suyos.

Pero lo que se perdía aún era mayor: la comida de la víspera arrojada a la basura, un hacinamiento de provisiones de las que los criados se hastiaban, el azúcar prodigado como si fuese arena, el gas quemado a todo rendimiento hasta agrietar las paredes por el calor, y las negligencias, las malicias, los accidentes… todo lo que puede apresurar la ruina estaba a la orden del día en una casa devorada por tantas bocas.

Más arriba, en las habitaciones de la señora, el desastre soplaba más fuerte: vestidos de diez mil francos, puestos dos veces, y vendidos por Zoé; joyas que desaparecían como derretidas en el fondo de los cajones; compras necias, las novedades del día olvidadas al día siguiente en los rincones, barridas a la calle.

Nana no podía ver una cosa muy cara sin quererla en seguida, y así había en torno suyo un continuo derroche de flores, de chucherías preciosas, siendo más feliz cuanto más costaba su capricho de una hora. Nada le duraba en las manos, todo lo rompía, todo se marchitaba, todo se ensuciaba entre sus pequeños y blancos dedos; una siembra de restos sin nombre, de pedazos retorcidos, de pingajos dudosos, la seguía y señalaba su paso.

En seguida aparecían las tremendas facturas, en medio de aquel chorro de dinero tirado: veinte mil francos del sombrerero, treinta mil de la lencería, doce mil del zapatero; la caballeriza se comía cincuenta mil, y en seis meses la modista hizo una cuenta de ciento veinte mil francos.

Sin que ella aumentara su tren, que Labordette estimaba en cuatrocientos mil francos de promedio, este año alcanzó la cifra de un millón, cantidad que a ella misma la dejó estupefacta, incapaz de explicarse adónde había podido irse semejante suma. Los hombres amontonados unos encima de otros y el oro vaciado a espuertas, no alcanzaban a colmar aquel agujero que siempre se abría bajo el suelo del hotel, en el resquebrajamiento de su lujo.

Entretanto, Nana aún alimentaba un último capricho. Asediada una vez más por la idea de rehacer su dormitorio, creía haber acertado: una alcoba de terciopelo rosa de té, con pequeños cadarzos de plata colgando del techo en forma de carpa, adornado con cordones y encaje de oro.

Esto le parecía que formaría un fondo soberbio, rico y suave para su rojiza piel. Pero la habitación estaba hecha simplemente para que sirviese de marco a la cama, un prodigio y un deslumbramiento. Nana había soñado con una cama como jamás existió, un trono, un altar al que París acudirían para adorar su desnudez soberana. Todo en él sería de oro y plata repujados, semejante a una gran joya, con rosas de oro incrustadas en un emparrado de plata; en la cabecera, un grupo de Amores entre flores se inclinaría con sus risas para espiar las voluptuosidades a la sombra de las cortinas.

Nana se había dirigido a Labordette, que le llevó dos orfebres. Ya se ocupaban de los dibujos. La cama costaría cincuenta mil francos, y Muffat debía dársela por sus concesiones.

Lo que más le asombraba era que en aquel río de oro, cuya ola se le escurría entre los miembros, estaba continuamente escasa de dinero. Algunos días se encontraba en los mayores apuros por unos miserables luises. Tenía que pedir prestado a Zoé o buscaba dinero ella misma, como podía. Pero antes de resignarse a soluciones extremas, tanteaba a sus amigos, sacando a los hombres lo que llevaban encima, hasta las monedas sueltas, pero bromeando. Desde hacía tres meses vaciaba así a Philippe, quien no podía acudir en los momentos de crisis, sin dejar su cartera.

Pronto, audaz ella, le pidió prestados doscientos francos, trescientos, nunca mayores cantidades, para atender pequeños pagos, cuentas urgentes, y Philippe, nombrado en julio capitán tesorero, aportaba el dinero al día siguiente, doliéndose por no ser más rico, porque la buena mamá Hugon ahora trataba a sus hijos con extraña severidad. Al cabo de tres meses, estos pequeños préstamos, prodigados con frecuencia, ascendían a doce mil francos.

El capitán siempre tenía su jovial y sonora risa; sin embargo, adelgazaba; a veces se distraía y una sombra de sufrimiento invadía su semblante. Pero una mirada de Nana lo transfiguraba en una especie de éxtasis sensual. Ella era muy zalamera con él, lo embriagaba de besos tras las puertas, lo poseía en abandonos bruscos que lo clavaban a sus faldas en cuanto podía abandonar el servicio.

Una noche, habiendo dicho Nana que ella también se llamaba Therese y que su santo era el 15 de octubre, aquellos señores le enviaron sus regalos. El capitán Philippe llevó el suyo, una antigua bombonera de porcelana de Sajonia, montada en oro.

Encontró a Nana sola en su tocador, acabando de salir del baño, vestida únicamente con un peinador de franela blanca y roja, y muy ocupada en examinar los regalos, expuestos en una mesa. Ya había roto un frasco de cristal de roca al querer destaparlo.

—¡Oh, eres muy amable! —dijo ella—. ¿Qué es esto? Enséñamelo… Eres un chiquillo al gastarte el dinero en esas baratijas.

Le reprendía, puesto que no era rico, muy satisfecha en el fondo por verle gastándoselo todo por ella, la única prueba de amor que la conmovía. Mientras tanto, forcejeaba con la bombonera, queriendo ver cómo era, abriéndola y cerrándola.

—Ten cuidado —murmuró él—. Es frágil.

Pero ella se encogió de hombros. ¿Acaso creía que tenía manos de gañán? Y de pronto la bisagra se le quedó en los dedos, la tapadera cayó y se rompió. Ella se quedó estupefacta, puestos los ojos en los pedazos y diciendo:

—¡Oh, se ha roto!

Luego se echó a reír. Ver los pedazos en el suelo le parecía divertido. Era una alegría nerviosa, tenía la risa necia y maligna de un niño a quien la destrucción divierte.

Philippe tuvo un breve arranque de indignación; aquella desgraciada ignoraba cuántas angustias le había costado su obsequio. Al verle tan trastornado, Nana trató de contenerse.

—Verdaderamente no ha sido culpa mía… Estaba rajado. Esas chucherías antiguas es lo que tienen… Lo mismo que esa tapa. ¿Has visto cómo saltó?

Y de nuevo se echó a reír locamente. Pero como la mirada del joven se humedeciese a pesar de su esfuerzo, ella se arrojó tiernamente a su cuello.

—¡No seas tonto! Te amo lo mismo. Si no se rompiese nada, los comerciantes no venderían. Todo está hecho para romperse… Fíjate, ¿ves este abanico? Sólo está encolado.

Había cogido un abanico, tirando de las varillas, y la seda se desgarró. Esto pareció excitarla. Para demostrar que se burlaba de los demás regalos, desde el momento en que había roto el suyo, se dio el gusto de destrozarlos, golpeando los objetos, probando que allí no había nada sólido, y destruyéndolo todo. Un fulgor se encendía en sus ojos vacíos y un ligero temblor de sus labios enseñaba sus dientes blancos. Luego, cuando todo eran pedazos, volvió a reírse, golpeó la mesa con sus manos abiertas y ceceó con su voz de mocosa:

—Se acabó. No hay más, no hay más.

Entonces, Philippe, contagiado por esta embriaguez, se entusiasmó y la besó en el cuello. Ella se abandonaba y se colgaba de sus hombros, tan dichosa, que no recordaba haberse divertido tanto desde hacía mucho tiempo. Y sin abandonarle, en un tono acariciador, susurró:

—Oye, querido, deberías traerme diez luises mañana… Bah, una cuenta del panadero que me fastidia.

Él se puso pálido; luego, depositando un último beso en la frente de Nana, dijo sencillamente:

—Lo procuraré.

Siguió un silencio. Nana se vestía y él apoyaba la frente en un cristal. Al cabo de un minuto volvió a su lado y le dijo:

—Nana, deberías casarte conmigo.

De pronto esta idea la divirtió tanto que ni siquiera podía acabar de anudarse las enaguas.

—Pero, mi perrito, tú estás enfermo… ¿Es que porque te pido diez luises me ofreces tu mano…? Nunca. Te amo demasiado. ¡Vaya tontería!

Y como Zoé entraba para calzarla ya no hablaron más de aquello. La doncella en seguida vio los regalos destrozados y amontonados debajo de la mesa. Preguntó si había que guardarlos, y al decirle la señora que los tirase, los envolvió con su delantal. En la cocina escogían y se repartían los restos de la señora.

Aquel día Georges, a pesar de la prohibición de Nana, se había introducido en el hotel. François le había visto pasar, pero los criados se reían entre sí viendo los apuros de la dueña de la casa. Georges acababa de deslizarse hasta el saloncito cuando la voz de su hermano le detuvo, y, pegado tras la puerta, oyó toda la escena, los besos y la oferta de matrimonio. El horror le dejó helado, y se marchó como un imbécil, con la sensación de un gran vacío en el cráneo.

Sólo cuando estuvo en la calle Richelieu, en su habitación encima del aposento de su madre, su corazón estalló en desconsolados sollozos. Esta vez ya no podía dudar. Una imagen abominable no cesaba de elevarse ante sus ojos: Nana en brazos de Philippe, y esto le parecía un incesto.

Cuando se creía tranquilo, el recuerdo volvía y una nueva crisis de rabia celosa le arrojaba sobre su lecho, mordiendo las sábanas y gritando palabras insensatas que aún le ahogaban más. Así pasó el día. Pretextó una jaqueca para seguir encerrado, pero la noche aún fue más terrible, una fiebre de muerte le agitaba en continuas pesadillas. Si su hermano hubiese habitado en la casa, habría corrido a matarle de una cuchillada.

Al llegar el día volvió a razonar. Él era quien debía morir, se arrojaría por la ventana cuando pasara un ómnibus. No obstante, salió hacia las diez, recorrió París, anduvo por los puentes y sintió en el último momento una invencible necesidad de volver a ver a Nana. Tal vez ella le salvase con una palabra. Daban las tres cuando entraba en el hotel de la avenida de Villiers.

Hacia el mediodía una espantosa noticia había aplastado a la señora Hugon. Philippe estaba en la cárcel desde la víspera; se le acusaba de haber robado doce mil francos de la caja del regimiento. Desde hacía tres meses iba sustrayendo pequeñas cantidades con el propósito de restituirlas, disimulando las salidas con falsos comprobantes, un fraude que siempre surtía efecto gracias a la negligencia del consejo de administración.

La anciana señora, aterrada por el crimen de su hijo, lanzó un primer grito de cólera contra Nana; sabía de sus relaciones con Philippe, y sus tristezas venían de esta desgracia, que la retenía en París por temor a una catástrofe, pero nunca llegó a temer tanta vergüenza. Y ahora se reprochaba sus negativas de dar dinero como una complicidad. Desplomada en un sillón, atacadas sus piernas de una parálisis, se sentía inútil, incapaz de dar un paso, clavada allí para morir.

No obstante, el repentino pensamiento de Georges la consoló; aún le quedaba Georges, y él podría actuar, tal vez salvarlo. Entonces, sin pedir ayuda a nadie, con el deseo de que estas cosas quedaran sepultadas entre ellos, se arrastró y subió al otro piso, aferrada a la idea de que aún había ternura a su lado. Pero encontró la habitación vacía. El conserje le dijo que el señorito Georges había salido muy temprano.

Un segundo desastre aparecía en aquella habitación; el lecho, con las sábanas mordidas, descubría toda su angustia; una silla arrojada al suelo, entre prendas de vestir, parecía muerta. Georges debía de estar en casa de aquella mujer. Y la señora Hugon, con los ojos secos y las piernas firmes, descendió. Quería a sus hijos y salía para reclamarlos.

Durante aquella mañana Nana tuvo sus quebraderos de cabeza. Primero fue el panadero, quien, a las nueve, había aparecido con su cuenta, una miseria: ciento treinta y tres francos de pan que no conseguía cobrar en medio del regio tren del hotel. Se había presentado veinte veces, irritado por habérsele sustituido desde el día en que cortó el crédito, y los criados apoyaban su causa.

François decía que la señora no le pagaría nunca si no armaba un escándalo; Charles también hablaba de subir para solucionar una vieja cuenta de paja que seguía sin abonarse, y Victorine aconsejaba que esperasen la presencia de algún señor y sacarle dinero. La cocina se apasionaba, todos los proveedores estaban al corriente gracias a comadreos de tres y cuatro horas; la señora quedaba desnuda, desplumada y pintada con encarnizamiento por una servidumbre ociosa que reventaba de bienestar.

Sólo Julien, el mayordomo, afectaba defender a Nana; a pesar de todo, era muy señora, y cuando le acusaban de acostarse con ella, se reía con aire fatuo, lo que ponía a la cocinera fuera de sí, porque ella hubiese querido ser un hombre para escupirles el trasero a aquellas mujerzuelas, de asco que le daban. François, maliciosamente, había dejado al panadero en el vestíbulo sin avisar a la señora.

Cuando Nana bajó se encontró delante de él a la hora del desayuno. Cogió la cuenta y le dijo que volviese a las tres. Entonces, con groseras palabras, se fue, jurando que sería puntual para cobrar de cualquier manera.

Nana almorzó muy mal, humillada por aquella escena. Había que deshacerse de aquel hombre. Diez veces había apartado su dinero, pero el dinero siempre desaparecía, un día para flores, otro para suscripción a favor de un anciano gendarme.

Además, ahora contaba con Philippe, y se asombraba de que no estuviese allí con sus doscientos francos.

Era una verdadera mala suerte; la antevíspera aún había equipado a Satin con un ajuar, casi mil doscientos francos en vestidos y lencería, y no le quedaba ni un luis en casa.

Hacia las dos, cuando Nana empezaba a inquietarse, se presentó Labordette. Llevaba los dibujos de la cama. Esto constituyó una diversión, una alegría que la hizo olvidarse de todo; aplaudía y bailaba. Luego, llena de curiosidad, inclinada encima de una mesa del salón, se puso a examinar los dibujos que Labordette le explicaba.

—Mira, esto es el barco; en el centro, un montón de rosas entreabiertas, luego una guirnalda de flores y de capullos; las hojas serán en oro verde y las rosas en oro rojo… Y he aquí la gran pieza de la cabecera; una ronda de amorcillos sobre un enrejado de plata.

Pero Nana le interrumpió con el mayor entusiasmo.

—¡Qué gracioso está este chiquillo! el último, el que tiene el trasero al aire… ¡Y este reír malicioso! Todos tienen ojos de cerditos… ¿Sabes, querido, que ya no me atreveré a hacer suciedades ante ellos?

Saboreaba una satisfacción de extraordinario orgullo. Los plateros habían dicho que ni una reina se acostaba en un lecho como aquél. Sólo había una complicación. Labordette le enseñó dos dibujos para la pieza de los pies; uno reproducía el asunto de los barcos y el otro era una alegoría: la Noche envuelta en sus velos, cuya deslumbrante desnudez descubría un Fauno.

Añadió que si ella escogía este tema, los plateros tenían la intención de dar a la noche su parecido. Esta idea, de un gusto arriesgado, la hizo palidecer. Ya se veía como una estatua de plata, en el símbolo de las tibias voluptuosidades de la sombra.

—Claro está, no posarías más que para la cabeza y los hombros —añadió Labordette.

Ella le miró tranquilamente.

—¿Por qué…? Desde el momento en que se trata de una obra de arte, me importa poco el escultor que me reproduzca.

Convenido: ella escogía aquel motivo. Pero él la detuvo:

—Espera… Son seis mil francos más.

—¿Y eso qué me importa? —exclamó echándose a reír—. ¿Acaso mi cochinito no tiene buena bolsa?

Ahora, entre sus íntimos, llamaba así al conde Muffat, y aquellos señores no se referían a él de otra manera. «¿Viste a tu cerdito anoche…?» «Anda, creí encontrar aquí a tu cochinito.» Una sencilla familiaridad que, sin embargo, ella aún no se permitía en su presencia.

Labordette enrollaba los dibujos dando las últimas explicaciones: los plateros se comprometían a entregar la cama dentro de dos meses, hacía el 25 de diciembre; desde la semana siguiente, un escultor acudiría a tomar el modelo de la Noche.

Cuando lo acompañaba a la puerta, Nana se acordó del panadero, y bruscamente le dijo:

—A propósito, ¿no llevas encima diez luises?

Un principio de Labordette, que le daba buenos resultados, consistía en no prestar nunca dinero a las mujeres. Siempre daba la misma respuesta:

—No, querida; estoy limpio… Pero si quieres que vaya a casa de tu cerdito…

Ella se negó, pues era inútil. Dos días antes le había sacado al conde cinco mil francos. No obstante, ella lamentó su indiscreción; detrás de Labordette, aunque sólo eran las dos y media, reapareció el panadero, y se sentó en una banqueta del vestíbulo, groseramente y jurando en voz alta.

Nana le escuchaba desde el primer piso. Palidecía, y sobre todo sufría al oír cómo se subía el sordo regocijo de los criados. Se partían de risa en la cocina; el cochero miraba desde el fondo del patio, François atravesaba sin motivo el vestíbulo y luego se apresuraba a dar noticias, después de sonreírle al panadero con una mueca de inteligencia.

Se burlaba de la señora, las paredes resonaban y ella se sentía completamente sola en medio del desprecio de su servidumbre, que la acechaba y la humillaba con bromas de muy mal gusto.

Entonces, cuando se le ocurrió pedir prestados los ciento treinta y tres francos a Zoé, se contuvo, pues ya le debía dinero, y era demasiado orgullosa para exponerse a una negativa.

Tal era la preocupación que la embargaba que entró en su alcoba hablando en voz alta:

—Bah, bah, hija mía… No cuentes más que contigo. Tu cuerpo te pertenece, y más vale servirse de él que sufrir un desaire.

Y sin siquiera llamar a Zoé, se vistió rápidamente para correr a casa de la Tricon. Era su supremo recurso en las horas más difíciles.

Muy pretendida, siempre solicitada por la vieja señora, se negaba o se resignaba según sus necesidades, y los días, cada vez más frecuentes, en que los agujeros aparecían en su tren regio, estaba segura de encontrar allí veinticinco luises esperándola. Se dirigía a casa de la Tricon con la facilidad del hábito, como los pobres se dirigen al Monte de Piedad.

Pero al salir de su habitación se tropezó con Georges, de pie en medio del salón. Ella no advirtió su palidez ni el fuego sombrío de sus ojos. Sólo tuvo un suspiro de alivio.

—¡Ah! Vienes de parte de tu hermano, ¿no?

—No —replicó Georges, temblando más.

Entonces ella hizo una mueca de desespero. ¿Qué quería? ¿Por qué estorbaba su camino? Tenía mucha prisa. Luego, retrocediendo, le preguntó:

—¿Tienes dinero?

—No.

—Es cierto. ¡Qué necia soy! Nunca un céntimo, ni siquiera para el ómnibus… Mamá no quiere… ¡Vaya hombres!

Y se escapaba, pero él la detuvo; quería hablar con ella. Nana repetía que no tenía tiempo cuando una palabra la dejó tiesa.

—Oye, sé que vas a casarte con mi hermano.

Aquello sí que resultaba gracioso. Se dejó caer en una silla para reírse a gusto.

—Sí —continuó el pequeño—. Y yo no quiero… Soy yo quien se casará contigo… Vengo para eso.

—¡Cómo! ¿Tú también? —exclamó Nana—. Por lo visto es un mal de familia… Pues nunca. ¡Vaya un sufrimiento! ¿Os he pedido esa estupidez? Ni con el uno ni con el otro. ¡Nunca!

El rostro de Georges se iluminó. ¿Y si se hubiese engañado?

—Entonces júrame que no te acuestas con mi hermano.

—Tú me aburres ya —dijo Nana, que se había puesto en pie, comida por la impaciencia—. ¡Vaya un minuto más divertido! Te repito que tengo prisa… Me acuesto con tu hermano, si eso me place. ¿Acaso me mantienes tú, acaso pagas para exigirme cuentas? Sí, me acuesto con tu hermano.

Él la había cogido del brazo y lo apretaba hasta doblárselo, mientras balbucía:

—No digas eso… no digas eso…

De una sacudida, ella se libró de él.

—Y ahora me pega. ¡Vean al mocoso…! Pequeño, lárgate inmediatamente… Te toleraba por gentileza. Abre de una vez los ojos… ¿No esperarías tenerme por mamá hasta la muerte? Tengo otras cosas que hacer que criar mocosos.

Georges la escuchaba con una angustia que lo aturdía, sin protestar. Cada palabra le hería el corazón con gran golpe, y se sentía morir. Ella, sin ver siquiera su sufrimiento, continuaba, dichosa por descargar sobre él todos los enojos de la mañana.

—Eres igual que tu hermano. ¡Bonito pájaro está hecho! Me había prometido doscientos francos. Ya puedo esperarle… ¡Pues sí que hago mucho con su dinero! Ni siquiera puedo comprarme pomada. Pero me ha dejado en un apuro… ¿Quieres saberlo? Pues por culpa de tu hermano salgo para ir a ganar veinticinco luises con otro hombre.

Entonces, anonadado, Georges se atravesó en la puerta, y lloraba y le suplicaba, juntando las manos, balbuciendo:

—¡Oh, no! ¡Oh, no!

—Yo digo que sí. ¿Tienes tú ese dinero?

No, él no tenía dinero. Hubiese dado su vida por tener dinero. Jamás se había sentido tan miserable, tan inútil, tan pequeño. Sacudido por los sollozos, sentía un dolor tan grande que ella acabó por verlo y enternecerse. Lo apartó suavemente.

—Vamos, gato mío; déjame pasar, es preciso… Sé razonable. Tú eres un crío; aquello fue agradable para una semana, pero hoy debo pensar en mis asuntos. Reflexiona un poco… Tu hermano ya es un hombre. Con él, no digo que no… Hazme el favor. Es inútil que vayas a contarle todo esto. No necesita saber adónde voy. Siempre hablo demasiado cuando me encolerizo.

Se reía. Luego, cogiéndole, le besó en la frente.

—Adiós, pequeño; se acabó, bien acabado, ¿entiendes…? Me marcho.

Y le abandonó. Él se quedó en medio del salón. Las últimas palabras aún sonaban a rebato en sus oídos: «Se acabó, bien acabado» y creía que la tierra se abría a sus pies.

En el vacío de su cerebro el hombre que esperaba a Nana había desaparecido; sólo quedaba Philippe, continuamente en los brazos desnudos de Nana. Ella no lo negaba, y le amaba, puesto que quería evitarle el disgusto de una infidelidad. Estaba acabado, bien acabado.

Respiró fuertemente y miró alrededor de la habitación, ahogado por un peso que le aplastaba. Uno tras otro le llegaban los recuerdos: las noches risueñas de la Mignotte, las horas de caricias en que se creía su niño, luego las voluptuosidades robadas en aquella misma estancia. ¡Y nunca, nunca más! Él era demasiado pequeño, aún no había crecido bastante, y Philippe le reemplazaba porque ya tenía barba. Entonces, esto era el fin, y ya no podía vivir más. Su vicio se había templado en una ternura infinita, en una adoración sensual, en que todo su ser se entregaba. Luego, ¿cómo olvidar cuando su hermano se quedaba allí? Su hermano, un poco de su sangre, cuyo placer le ponía rabioso de celos. Aquello era el fin. ¡Sí, quería morir!

Todas las puertas estaban abiertas, en medio de la algazara ruidosa de los criados, que habían visto salir a pie a la señora. Abajo, en la banqueta del vestíbulo, el panadero reía con Charles y François. Como Zoé atravesase el salón corriendo, se quedó sorprendida al ver a Georges, y le preguntó si esperaba a la señora. Sí, la esperaba, porque se olvidó de darle una respuesta.

Cuando el muchacho volvió a quedarse solo, se puso a buscar. No encontrando otra cosa, cogió del tocador unas tijeras muy puntiagudas, con las que Nana tenía la manía de cortarse las pieles y los pelos. Entonces, durante una hora, se armó de paciencia, con los dedos apretando nerviosamente las tijeras y la mano en el bolsillo.

—Ahí llega la señora —dijo Zoé entrando, que había estado acechándola desde la ventana de su alcoba.

Hubo carreras por el hotel; las risas se extinguieron y las puertas se cerraron.

Georges oyó cómo Nana pagaba al panadero; luego, subió.

—¡Cómo! ¿Aún estás aquí? —exclamó ella al verle—. Me voy a enfadar, pequeño.

Él la seguía mientras ella iba hacia su habitación.

—Nana, ¿quieres casarte conmigo?

Ella se encogió de hombros. Aquello era demasiado estúpido; no quiso responder. Tuvo la idea de darle con la puerta en las narices.

—Nana, ¿quieres casarte conmigo?

Ella empujó la puerta, con una mano, él volvió a abrirla mientras se sacaba la otra del bolsillo con las tijeras. Y sencillamente, con un gran golpe, se las hundió en el pecho.

Nana, presintiendo una desgracia, había vuelto la cabeza, y se revolvió con la mayor indignación.

—¡Pero será imbécil! ¡Tú eres idiota! Y con mis propias tijeras… ¿Quieres acabar de una vez, estúpido? ¡Ah, Dios mío, Dios mío…!

Estaba anonadada. El muchacho, caído de rodillas, acababa de asestarse un segundo golpe, que lo arrojó cuan largo era sobre la alfombra. Cerraba con su cuerpo el umbral de la alcoba.

Entonces ella perdió la cabeza, gritando con todas sus fuerzas, no atreviéndose a saltar por encima del cuerpo, que la atajaba y le impedía correr en busca de socorro.

—¡Zoé, Zoé! ¡Ven pronto! ¡Detenle! Es una estupidez. Un niño como éste… Y ahora se mata, ¡y en mi casa! ¿Se habrá visto nada igual?

El muchacho le daba miedo. Estaba pálido, los ojos cerrados. No sangraba mucho, sólo un poco, saliéndole por debajo del chaleco. Nana se decidía a pasar sobre el cuerpo cuando una aparición la hizo retroceder. Frente a ella, por la puerta del salón que había quedado abierta, se adelantaba una señora anciana.

Y Nana, aterrada, reconoció a la señora Hugon, no explicándose su presencia. Retrocedía, llevando puestos todavía los guantes y el sombrero. Su terror era tanto que se defendió tartamudeando:

—Señora, no he sido yo, se lo juro… Él quería casarse conmigo, le he dicho que no, y se ha matado.

Lentamente, vestida de negro, la señora Hugon se acercaba, la cara pálida, los cabellos blancos.

En el coche, la idea de Georges había desaparecido y sólo la falta de Philippe volvió a apoderarse de ella. Tal vez aquella mujer podría dar a los jueces explicaciones que les conmovieran, y se le ocurrió el proyecto de suplicarle, para que declarase en favor de su hijo.

Abajo había encontrado las puertas abiertas; vacilaba en la escalera, debido a sus débiles piernas, cuando los gritos de terror la guiaron. Luego, arriba, un hombre estaba tendido en el suelo, con la camisa manchada de sangre. Era Georges, era su otro hijo.

Nana repetía en un tono imbécil.

—Quería casarse conmigo, le he dicho que no, y se ha matado.

Sin un grito, la señora Hugon se inclinó. Sí, era el otro, era Georges. Uno deshonrado y el otro asesinado. Esto no la sorprendía; era el hundimiento de toda su vida. Arrodillada en la alfombra, ignorando el lugar en que se encontraba, sin percibir a nadie, miraba fijamente el rostro de su hijo, y escuchaba con una mano sobre su corazón.

Luego lanzó un débil suspiro. Había sentido que le latía el corazón. Entonces levantó la cabeza, examinó aquella alcoba y aquella mujer, y pareció recordar. Una llama se encendió en sus ojos vacíos; era tan grande y tan terrible su silencio, que Nana temblaba y continuaba defendiéndose, por encima de aquel cuerpo que las separaba.

—Se lo juro, señora… Si su hermano estuviese aquí podría explicarle.

—Su hermano ha robado y está en la cárcel —dijo la madre duramente.

Nana se quedó como estrangulada. ¿Pero por qué todo aquello? Ahora el otro había robado. ¿Estaban, pues, locos en aquella familia? Ya no se debatió más, no parecía que estuviese en su casa, y dejaba que la señora Hugon diese órdenes.

Los criados habían acudido finalmente; la anciana señora quiso que bajasen a Georges, desvanecido, a su coche. Prefería matarlo antes que dejarlo en aquella casa. Nana, con miradas estupefactas, veía que los criados sostenían al pobre Zizí por los hombros y las piernas.

La madre seguía detrás, extenuada y apoyándose en los muebles como arrojada a la nada de todo lo que amaba. En el descansillo sollozó, se volvió y dijo por dos veces:

—¡Ah, nos ha hecho mucho daño…! Nos ha hecho mucho daño.

Eso fue todo. Nana se había sentado, abatida, con los guantes y el sombrero todavía puestos. El hotel caía de nuevo en un silencio absoluto; el coche acababa de arrancar, y permaneció inmóvil, sin un pensamiento, y retumbándole aquella escena en la cabeza.

Un cuarto de hora después Muffat la encontró en el mismo sitio. Entonces ella se desahogó con un desbordado torrente de palabras, refiriéndole la desgracia, volviendo veinte veces sobre los mismos detalles, recogiendo las tijeras manchadas de sangre para imitar el ademán de Zizí. Su mayor obsesión era demostrar su inocencia.

—Dime, querido, ¿ha sido culpa mía? Si tú fueses la justicia, ¿acaso me condenarías? Yo no le dije a Philippe que limpiase la caja, ni empujé a ese pequeño desgraciado a que se matase. En todo caso, la más desgraciada soy yo. Vienen a cometer estupideces en mi casa, me causan trastornos y todavía me tratan de perversa.

Y se echó a llorar. Un desahogo nervioso la ponía blanda y doliente, muy enternecida, con un inmenso pesar.

—Tú también tienes el aspecto de no estar contento… Pregunta a Zoé si tengo la culpa o no… Zoé, habla ya, explícale al señor…

Desde hacía un instante la doncella, que había cogido en el tocador una toalla y una palangana, frotaba la alfombra para quitar la mancha de sangre antes de que se secase.

—Señor, la señora está desolada.

Muffat permanecía aterrado, helado por este drama, con el pensamiento fijo en aquella madre llorando a sus hijos. Conocía su gran corazón y la veía con su ropa de viuda extinguiéndose sola en las Fondettes.

Pero Nana aún se desesperaba más. Ahora la imagen de Zizí, caído en el suelo con un agujero rojo sobre la camisa, la ponía fuera de sí.

—Era tan niño, tan dulce, tan acariciador… Sabes, gatito mío, y peor si esto te molesta, que yo amaba a ese crío… No puedo contenerme, eso es más fuerte que yo… Además, esto no debe importarte ahora. Ya no está aquí. Tienes lo que querías; ahora ya estás seguro de que no nos sorprenderás.

Y este último pensamiento la estremeció tanto que Muffat acabó por consolarla.

Le dijo que debía ser fuerte; ella tenía razón, no era culpa suya. Pero Nana reaccionó inmediatamente para decirle:

—Oye, corre en busca de noticias suyas… En seguida, ¡lo quiero!

Muffat cogió su sombrero y fue a enterarse del estado de Georges. Al cabo de tres cuartos de hora, cuando regresaba, vio a Nana asomada con angustia a una ventana, y le gritó desde la acera que el pequeño no había muerto, y que se confiaba en salvarle.

Entonces Nana saltó de alegría: cantaba, bailaba, encontraba la existencia hermosa. Pero Zoé no estaba satisfecha de su lavado. No hacía más que mirar la mancha y repetía cada vez que pasaba por allí:

—Sabe, señora, no se ha borrado.

En efecto, la mancha reaparecía en un rojo pálido sobre un rosetón blanco de la alfombra. Estaba en el mismo umbral de la habitación, como un trazo de sangre que cruzase la puerta.

—Bah… —dijo Nana dichosa—. Ya se borrará con las pisadas.

Al día siguiente el conde Muffat también se había olvidado de la aventura. Por un instante, cuando el coche le llevaba a la calle Richelieu, se había jurado no volver más a casa de aquella mujer. El cielo le enviaba una advertencia; veía la desgracia de Philippe y de Georges como el anuncio de su propia perdición. Pero ni el espectáculo de la señora Hugon llorando, ni la vista del adolescente consumido por la fiebre tuvieron la fuerza de hacerle cumplir su juramento, y del corto estremecimiento de aquel drama sólo le quedó la sorda alegría de verse desembarazado de un rival cuya encantadora juventud siempre le había desesperado. Ahora llegaba a una pasión exclusiva, a una de esas pasiones de hombres que no tuvieron juventud. Amaba a Nana con la necesidad de saber que era únicamente suya, de oírla, de tocarla, de aspirar su aliento. Era como una ternura que se extendía más allá de los sentidos, hasta un sentimiento puro, un afecto inquieto, celoso del pasado, soñando a veces con la redención, con el perdón recibido, arrodillados los dos ante Dios padre. Cada día la religión le dominaba más. Practicaba nuevamente, se confesaba y comulgaba; combatiendo sin cesar, duplicaba con sus remordimientos los goces del pecado y la penitencia. Su director le había permitido usar su pasión y se había acostumbrado a aquella condenación cotidiana, que recogía con sus estallidos de fe, llenos de una humildad devota. Ingenuamente ofrecía al cielo, como una expiación dolorosa, el abominable tormento que padecía. Este tormento crecía diariamente, aumentando su calvario de creyente, de corazón grave y profundo, caído en la sensualidad rabiosa de una ramera. Pero lo que más aumentaba su agonía era la continua infidelidad de aquella mujer, que no podía sujetar y de la que no comprendía sus caprichos imbéciles. Él deseaba un amor eterno, siempre igual. Ella así se lo había jurado, y la pagaba por eso, por su fidelidad. Pero la veía embustera, incapaz de guardarse, entregándose a los amigos, a los transeúntes, como una bestia infeliz nacida para vivir sin camisa.

Una mañana que vio salir a Foucarmont de casa de Nana a una hora intempestiva, la acusó crudamente. Y ella se revolvió, indignada con tantos celos. Ya en otras varias ocasiones se había mostrado sumisa. Así, la tarde en que la sorprendió con Georges, ella fue la primera en reconocerse culpable, confesándole sus errores, colmándole de caricias y de frases amables, para tranquilizarle como fuese. Pero ahora ya la fastidiaba con tanta terquedad en no comprender a las mujeres, y fue brutal.

—Pues sí; me he acostado con Foucarmont. ¿Y qué? ¿No te agrada eso, cochinito mío?

Era la primera vez que le arrojaba a la cara «cochinito mío». El conde se quedó sofocado ante la desfachatez de su confesión, y como apretase los puños, ella avanzó hacia él y le miró a la cara.

—¡Y basta ya! Si esto no te conviene, me vas a hacer el favor de marcharte… No quiero que grites en mi casa… Métete bien en tu cabezota que quiero ser libre. Cuando un hombre me gusta, me acuesto con él. Así, como lo oyes. Y decídete inmediatamente: sí o no, y puedes irte.

Nana abrió la puerta. El conde no salió. Desde entonces ésta fue la manera de esclavizarle más; por una nimiedad, a la menor querella, le soltaba lo pactado con repugnantes reflexiones. Muy bien. Ya encontraría otros mejores que él; sólo le preocupaba la elección; encontraría tantos hombres como quisiera, hombres menos ridículos, y cuya sangre aún ardíales en las venas.

Muffat inclinaba la cabeza, esperando horas más dulces, cuando ella tuviese necesidad de dinero; entonces, Nana se volvía zalamera y él olvidaba. Una noche de ternuras compensaba los tormentos de toda una semana. Por otra parte, la reconciliación con su esposa le había hecho insoportable su hogar. La condesa, abandonada por Fauchery, que volvió a caer bajo el dominio de Rose, se aturdía en otros amoríos, en la febril inquietud de sus cuarenta años, siempre nerviosa y animando el hotel con el desesperado torbellino de su vida. Estelle, después de su matrimonio, había dejado de ver a su padre. En aquella muchacha, flaca e insignificante, había aparecido bruscamente una mujer de férrea voluntad, tan absoluta que Daguenet temblaba ante ella; ahora la acompañaba a misa, convertido, furioso contra su suegro, que les arruinaba con su querida. Sólo el señor Venot continuaba amable con el conde, esperando su hora; incluso llegó a introducirse en casa de Nana, frecuentando ambos lugares, en los que se encontraba, detrás de las puertas, su sonrisa.

Y Muffat, miserable en su casa, arrojado por el aburrimiento y la vergüenza, aun prefería vivir en la avenida de Villiers, en medio de las injurias. Pronto sólo subsistió una sola cuestión entre Nana y el conde: el dinero. Un día, después de haberle prometido formalmente diez mil francos, se atrevió, a la hora convenida, a presentarse ante ella con las manos vacías. Desde la antevíspera ella lo encendía con caricias. Pero su falta de palabra, tantos mimos perdidos, la irritaron tanto que no reparó en groserías, y rabiosa, pálida, le gritó:

—¿Qué? No tienes dinero… Entonces, cochinito mío, vuelve al sitio de donde vienes, y cuanto antes. ¡Será idiota! Y aún pretendía abrazarme… ¿No hay dinero? pues no hay nada. ¿Entiendes?

Muffat daba explicaciones; tendría el dinero dos días después. Pero ella le interrumpió violentamente:

—¿Y mis vencimientos? Me embargaran a mí, mientras el señor viene aquí a crédito… Mírate bien. ¿Acaso te imaginas que te amo por tus encantos? Cuando se tiene un hocico como el tuyo, se paga a las mujeres que quieran tolerarte… Si no me traes diez mil francos esta noche, no vuelves a chupar ni la yema de mi meñique… ¡Por ésas! Te devuelvo a tu mujer.

Aquella noche le llevó los diez mil francos. Nana le tendió los labios y él se consoló en un largo beso de todo un día de angustias. Lo que más fastidiaba a Nana era tenerlo continuamente pegado a sus faldas. Se quejaba al señor Venot y le suplicaba que se llevase a su cochinito a casa de la condesa; ¿era que no servía para nada su reconciliación? Y lamentaba haberse mezclado en aquello, puesto que no conseguía quitárselo de encima. Los días en que se dejaba llevar de la cólera, olvidaba sus intereses y juraba hacerle una mala pasada, y como ella le gritaba golpeándose los muslos, no habría servido de nada escupirle a la cara, porque se hubiera quedado dándole las gracias. Entonces se renovaban continuamente las escenas a causa del dinero. Ella lo exigía con brutalidad, soltando palabrotas hasta por sumas miserables. Era una avidez odiosa de cada minuto, y una crueldad el repetirle que sólo se acostaba con él por su dinero, que eso no la divertía y que amaba a otro, y que era muy desgraciada al necesitar a un idiota de su calibre. Incluso no se le quería en la corte, donde ya se hablaba de exigirle la dimisión. La emperatriz había dicho: «Es demasiado repugnante». Y esto era cierto.

Y Nana también repetía la frase para concluir cada una de sus disputas.

—Mira, me repugnas.

Ahora ya no se contenía por nada; había reconquistado su completa libertad. Todos los días daba su paseo por el lago, iniciando allí las relaciones que concluían en otro sitio. Era la gran componenda, el descaro a pleno sol, el mostrarse a las desvergonzadas ilustres, que se exhibían con la sonrisa de la tolerancia y entre el lujo esplendente de París.

Ir a la siguiente página

Report Page