Nana

Nana


Capítulo primero

Página 4 de 28

—Vengan a tomar un vaso con nosotros.

Le preocupaba una idea; quería echarle un ramo a Nana. Al final llamó a un camarero, a quien llamaba familiarmente Auguste. Mignon, que escuchaba, le miró tan abiertamente que se turbó y balbuceó:

—Dos ramos, Auguste, y entréguelos a la acomodadora; uno para cada una de las señoras, en el momento apropiado, ¿no es eso?

Al otro extremo de la sala, con la nuca apoyada en el marco de un espejo, permanecía inmóvil ante su vaso vacío una joven de unos dieciocho años, como si le fastidiase una larga e inútil espera. Bajo los rizos naturales de sus hermosos cabellos cenicientos, tenía un rostro virginal, de ojos aterciopelados, dulces y cándidos; vestía un traje de seda verde desteñido, con un sombrero redondo que los golpes habían deformado. Bajo el frescor de la noche aparecía pálida.

—Mira, ahí está Satin —murmuró Fauchery al verla.

Héctor le preguntó quién era. Bah, una buscona de bulevar. Pero era tan pilluela, que divertía oírla. Y el periodista, levantando la voz, le preguntó:

—¿Qué haces ahí, Satin?

—Fastidiándome —respondió Satin, tranquilamente y sin moverse.

Los cuatro hombres, encantados, se echaron a reír.

Mignon aseguraba que no era necesario apresurarse; se necesitan veinte minutos para envarillar el decorado del tercer acto. Pero los dos primos, que se habían bebido su cerveza, quisieron subir, pues tenían frío. Mignon se quedó sola con Steiner se acomodó y le habló abiertamente:

—Queda entendido, ¿no? Iremos a su casa y se la presentaré. Ya sabe, esto queda entre nosotros; mi mujer no tiene por qué saber nada.

De vuelta a sus sitios, Fauchery y Héctor descubrieron en los segundos palcos a una bonita mujer vestida con modestia. La acompañaba un señor de apariencia seria, un jefe de negociado en el Ministerio del Interior, a quien Héctor conocía por haberlo encontrado en casa de los Muffat. Fauchery creía que ella se llamaba señora Robert, una mujer honrada que sólo tenía un amante, nunca más de uno, y siempre un hombre respetable.

Pero tuvieron que volverse. Daguenet les sonreía. Ahora que Nana había triunfado, ya no se ocultaba y presumía por los pasillos. A su lado, el joven escapado del colegio no había abandonado su butaca debido al estupor en el que lo había sumido Nana. ¡Ésa sí era una mujer! Se sonrojaba y no hacía más que ponerse y quitarse los guantes maquinalmente. Luego, como su vecino había hablado de Nana, se atrevió a interrogarle.

—Perdón, señor ¿usted conoce a esa mujer que actúa?

—Sí, un poco —murmuró Daguenet, sorprendido y receloso.

—Entonces, ¿sabe su dirección?

La pregunta le pareció tan impertinente que le costó no contestarle con una bofetada.

—No —respondió en tono seco.

Y le volvió la espalda. El rubito comprendió que acababa de cometer una inconveniencia; se sonrojó más y se quedó perplejo.

Se oyeron las tres llamadas; las acomodadoras, cargadas de abrigos y gabanes, se empeñaron en devolver las prendas mientras la gente entraba. La claque aplaudió el decorado, una gruta del monte Etna abierta en una mina de plata, y cuyos costados tenían el brillo de los escudos nuevos; en el fondo, la fragua de Vulcano parecía una puesta de sol. Desde la segunda escena, Diana se entendía con el dios, que debía fingir un viaje para dejar vía libre a Venus y a Marte. Luego, apenas Diana se quedó sola, apareció Venus.

Un estremecimiento conmovió a toda la sala. Nana estaba desnuda. Aparecía desnuda con una tranquila audacia y la certeza del poder de su carne.

La envolvía una simple gasa; sus redondos hombros, sus pechos de amazona, cuyas puntas rosadas se mantenían levantadas y rígidas como lanzas; sus anchas caderas, que se movían en un balanceo voluptuoso; sus muslos de rubia regordeta… Todo su cuerpo se adivinaba, se veía, bajo el ligero tisú, blanco como la espuma. Era Venus naciendo de las aguas y sin más velo que sus cabellos. Y cuando Nana levantaba los brazos, se advertía, a la luz de la batería, el vello de oro de sus axilas. Ya no hubo aplausos. Nadie volvió a reír los rostros de los hombres se alargaban, se les encogía la nariz y tenían la boca irritada y sin saliva. Parecía que un viento muy tenue hubiese pasado, preñado de una sorda amenaza. De repente, en la bonachona muchacha, se erguía la mujer inquietante, aportando la locura de su sexo, descubriendo lo desconocido del deseo. Nana continuaba sonriendo, pero con una sonrisa aguda, de devoradora de hombres.

—¡Caramba! —dijo simplemente Fauchery a Héctor.

Marte, mientras, acudía a su cita con su plumero y se encontraba entre las dos diosas. Allí había una escena que Prullière interpretó ingeniosamente; acariciado por Diana, que quería intentar un último esfuerzo antes de entregarlo a Vulcano; mimado por Venus, a quien la presencia de su rival estimulaba, se abandonaba a aquellas delicias con la beatitud de un gallo de mazapán.

Luego, un gran terceto ponía fin a la escena, y entonces fue cuando una acomodadora apareció en el palco de Lucy Stewart para arrojar dos enormes ramos de lilas blancas. Se aplaudió, Nana y Rose Mignon saludaron mientras Prullière recogía los ramos. Una parte del patio de butacas miró sonriendo hacia el palco ocupado por Steiner y Mignon. El banquero, encarnado como un pavo, sacudía convulsivamente su barbilla como si tuviese un nudo en la garganta.

Lo que sucedió a continuación acabó de envenenar la sala. Diana se había marchado furiosa. En seguida, sentada en un banco de musgo, Venus llamó a Marte a su lado. Jamás se habían atrevido a presentar una escena de seducción tan ardiente. Nana, con los brazos rodeando el cuello de Prullière, lo atraía hacia así cuando Fontan, entregándose a una mímica de furor burlesco, exagerando el papel de esposo ultrajado que sorprende a su mujer en flagrante delito, apareció en el fondo de la gruta. Traía la famosa red de alambre. La agitó un instante, igual que un pescador a punto de arrojar su esparavel, y, por medio de un truco ingenioso, Venus y Marte quedaron cogidos en la red, cuyos hilos los envuelven y los inmovilizan en su postura de amantes dichosos.

Un murmullo creció como un suspiro que se hinchaba. Algunas manos aplaudieron, pero todos los gemelos estaban fijos en Venus. Poco a poco Nana se había apoderado del público, y ahora cada hombre padecía su dominio. El aliento que exhalaba, igual que un animal retozón, se extendía cada vez más hasta llenar el ambiente. En aquellos instantes sus más ligeros movimientos provocaban el deseo y enardecía la carne con un simple gesto del meñique. Las espaldas se arqueaban, vibrando como si arcos invisibles rozasen sus músculos; las nucas mostraban el pelo que se agitaba bajo alientos tibios y errantes, surgidos de no se sabía qué boca femenina. Fauchery veía delante al colegial escapado, a quien la pasión levantaba de su asiento.

Tuvo la curiosidad de fijarse en el conde de Vandeuvres, muy pálido, mordiéndose los labios; en el gordo Steiner, cuyo rostro apoplético estaba a punto de estallar; en Labordette, mirando por sus gemelos con aire sorprendido de chalán que admira una brava yegua; en Daguenet, cuyas orejas enrojecidas se movían de gozo. Luego, por un instante, echó una mirada hacia atrás, y se quedó asombrado ante lo que percibió en el palco de los Muffat: tras la condesa, blanca y seria, se erguía el conde, boquiabierto y con el rostro jaspeado de manchas rojas; junto a él, en la sombra, los ojos turbados del marqués de Chouard se habían vuelto dos ojos de gato, fosforescentes, salpicados de oro.

Aquello era sofocante; las cabelleras se aplastaban contra las cabezas sudadas. Desde hacía tres horas que permanecían allí, y el aliento había caldeado el aire con un olor humano. A los reflejos del gas, los polvillos en suspensión se condensaban, inmóviles, bajo la lámpara. La sala entera vacilaba, se deslizaba en un vértigo, laxa y excitada, cogida en esos deseos adormecidos de medianoche que balbucean en el fondo de las alcobas. Y Nana, frente a aquel público subyugado, a aquellas mil quinientas personas hacinadas, ahogadas en el abatimiento y el desorden nervioso de un final de espectáculo, permanecía victoriosa con su carne de mármol y con su sexo, cuya fuerza podía destruir a toda aquella gente sin que se la atacase a ella.

La obra concluía. A las llamadas triunfales de Vulcano desfiló todo el Olimpo ante los amantes, con sus ¡oh! y sus ¡ah! de estupefacción y jovialidad. Júpiter decía: «Hijo mío, has sido muy necio al llamamos para ver esto». Luego hubo una reacción en favor de Venus. El coro de cornudos, introducido nuevamente por Isis, suplicaba al señor de los dioses que no continuara con su encuesta; desde que las mujeres permanecían en sus casas, la vida resultaba imposible para los hombres; preferían más ser engañados y estar contentos, lo cual era la moraleja de la comedia. Entonces se libertaba a Venus. Vulcano obtenía una separación de cuerpos. Marte volvía con Diana. Júpiter, para tener paz en su hogar, enviaba a su lavanderita a una constelación, y al final sacaba al Amor de su escondite, donde había estado haciendo pajaritas en vez de conjugar el verbo amar. El telón cayó después de la apoteosis, en que el arrodillado coro de cornudos cantaba un himno de gratitud a Venus, quien seguía sonriente y engrandecida en su soberana desnudez.

Los espectadores, ya en pie, se dirigieron a las puertas. Se nombró a los autores y hubo dos llamadas en medio de una tempestad de bravos. El grito de ¡Nana! ¡Nana! lo llenó todo. Luego, sin estar aún vacía, la sala quedó casi en tinieblas; la batería se apagó, la lámpara redujo su luz y largas cortinas de tela gris se deslizaron por los proscenios, envolviendo los dorados de las galerías, y aquella sala, tan cálida, tan enardecida, cayó de repente en un pesado letargo mientras se esparcía un vaho de moho y de polvo. La condesa de Muffat, en la barandilla de su palco, esperaba que la muchedumbre saliese; en pie, envuelta en pieles, miraba la sombra.

En los pasillos se empujaba a las acomodadoras, que perdían la cabeza entre los montones de prendas caídas. Fauchery y Héctor se habían apresurado para asistir a la salida. A lo largo del vestíbulo los hombres hacían calle, mientras que por la doble escalera descendían dos interminables colas, regulares y compactas. Steiner, arrastrado por Mignon, había salido de los primeros. El conde de Vandeuvres salió con Blanche de Sivry de su brazo. Por un momento Gagá y su hija parecieron confundidas, pero Labordette se apresuró a buscarles un carruaje, del cual cerró galantemente la puerta cuando ellas subieron. Nadie vio pasar a Daguenet. Como el colegial escapado, con sus mejillas ardiendo, había decidido esperar ante la puerta de los artistas, y corrió hacia el pasaje de los Panoramas, en donde encontró la verja cerrada. Satin, de pie en la acera, le acosó, pero él, desesperado, la rechazó brutalmente y luego desapareció entre la multitud, con lágrimas de deseo y de impotencia en los ojos. Los espectadores encendían sus cigarros y se alejaban tarareando: Cuando Venus ronda de noche… Satin había subido a colocarse ante el café Varietés, donde Auguste le dejaba comer el azúcar que quedaba de las consumiciones. Un hombre gordinflón, que salía muy animado, se la llevó hacia las sombras del bulevar.

No obstante, aún continuaba descendiendo gente. Héctor esperaba a Clarisse. Fauchery había prometido recoger a Lucy Stewart, con Caroline Héquet y su madre. Llegaron y ocuparon un rincón del vestíbulo, riendo muy alto, cuando salieron los Muffat con su aire glacial. Bordenave acababa de empujar una puertecita y en aquellos momentos obtenía de Fauchery la promesa formal de una crónica. Estaba sudoroso, rojo el rostro y como embriagado por el éxito.

—Con esto tendrá para doscientas representaciones —le dijo con galantería Héctor de la Faloise—. Todo París desfilará por su teatro.

Pero Bordenave, enfadándose, señaló con un brusco movimiento de su barbilla al público que llenaba el vestíbulo, aquella aglomeración de hombres con los labios secos, las miradas ardientes y dominados todavía por el deseo de poseer a Nana, y le replicó con violencia:

—Dirás por mi burdel, ¡maldito testarudo!

Ir a la siguiente página

Report Page