Nana

Nana


Capítulo II

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Capítulo II

A las diez de la mañana del día siguiente, Nana aún dormía. Ocupaba en el bulevar Haussmann el segundo piso de una gran casa nueva, cuyo propietario la alquilaba a señoras solas. Un rico comerciante de Moscú, que había ido a París a pasar un invierno, la instaló allí pagando seis meses por adelantado. El aposento, demasiado grande para ella, nunca había sido amueblado por completo, y un lujo chillón, de consolas y sillas doradas, se entremezclaba con muebles de ocasión, veladores de caoba y candelabros de cinc que imitaban bronces florentinos. Todo aquello olía a cortesana abandonada muy pronto por su primer protector formal. Vuelta a caer en los amantes dudosos, volviendo al principio difícil, al lanzamiento frustrado, complicado con negativas de crédito y amenazas de expulsión.

Nana dormía boca abajo, estrechando entre sus brazos desnudos la almohada, en la que hundía su rostro vencido de sueño. El dormitorio y el cuarto de aseo eran las dos únicas piezas que un tapicero del barrio había arreglado. Cierta claridad se deslizaba bajo un cortinaje, y se distinguían los muebles de palisandro, las cortinas y las sillas forradas en damasco bordado con grandes flores azules sobre fondo gris. Pero en la tibieza de aquella alcoba adormecida, Nana se despertó sobresaltada, como sorprendida al sentir el vacío a su lado. Miró el almohadón que había junto al suyo, con el hueco aún caliente de una cabeza en medio de sus bordados. Y tentando con la mano, alcanzó el botón del timbre eléctrico de su cabecera.

—¿Así que se marchó? —preguntó a la doncella al acudir a su llamada.

—Sí, señora; el señor Paul se ha ido hace unos diez minutos. Como la señora estaba fatigada, no ha querido despertarla. Pero me ha encargado que le dijese a la señora que vendrá mañana.

Mientras hablaba, Zoé, la doncella, abrió las persianas, y la claridad del día inundó el dormitorio. Zoé, muy morena, peinada con muchos ricitos, tenía el rostro alargado, un hocico de perro, lívido y con unos costurones, la nariz aplastada, gruesos labios y ojos negros que no cesaba de mover.

—Mañana, mañana —repetía Nana, aún medio dormida—. ¿Es ese el día, mañana?

—Sí, señora; el señor Paul siempre ha venido los miércoles.

—¡Ah, no! Ahora que recuerdo —exclamó la joven, sentándose en el lecho.

Todo ha cambiado. Quería decirle eso esta mañana. Se encontrará con el negrillo, y tendremos un escándalo.

—La señora no me previno, y yo no podía saberlo —murmuró Zoé—. Cuando la señora cambie sus días, hará bien en avisarme, para que yo sepa… Entonces, el viejo tacaño, ¿ya no viene los martes?

Entre ellas llamaban así, sin reírse, viejo tacaño y negrillo a los dos hombres que pagaban: un comerciante del arrabal de Saint-Denis, de natural ahorrativo, y a cierto valaco, un pretendido conde cuyo dinero, siempre muy irregular, tenía un extraño olor. Daguenet se hizo conceder los días que seguían a los del viejo tacaño; como el comerciante tenía que estar temprano en su casa, a las ocho, el joven espiaba su salida desde la cocina de Zoé, y ocupaba su puesto, aún caliente, hasta las diez, y luego también él se iba a sus asuntos. Nana y él encontraban esto muy cómodo.

—Tanto peor —dijo Nana—. Le escribiré esta tarde, y si no recibe mi carta, mañana no le dejarás entrar.

Entre tanto, Zoé seguía en la habitación y hablaba del gran éxito de la noche pasada. La señora había demostrado mucho talento, y cantaba tan bien… Ahora podía estar tranquila.

Nana, con un codo apoyado en la almohada, sólo le contestaba afirmando vagamente con la cabeza. La camisa se le había desabrochado y sus cabellos sueltos y desordenados le caían sobre los hombros.

—Sin duda —murmuró ensimismada— ¿pero cómo lo haré mientras espero? Hoy será un día de los más aburridos. Dime, ¿ha vuelto a subir el portero esta mañana?

Entonces las dos hablaron seriamente. Le debían tres trimestres, y el casero pensaba echarla. Además, había una serie de acreedores: un alquiler de coches, una modista, un zapatero, un carbonero, y otros que acudían todos los días y se sentaban en un banquillo de la antesala; el carbonero era el más insolente, gritando en la escalera. Pero la verdadera tristeza de Nana era su pequeño Louis, un hijo que tuvo a los dieciséis años y que dejara en casa de su nodriza, en un pueblo de los alrededores de Rambouillet. Esa mujer exigía trescientos francos para devolverle a su Louiset. Presa de una crisis de amor maternal desde su última visita al pequeño, Nana se desesperaba por no poder realizar el proyecto que era su obsesión: pagar a la nodriza y dejar al pequeño en casa de su tía, la señora Lerat, en Batignolles, adonde ella iría a verlo siempre que quisiera.

No obstante, la doncella insinuaba que la señora debía confiar sus necesidades al viejo tacaño.

—¡Oh, se lo he dicho tantas veces…! —exclamó Nana—, y siempre me ha contestado que tiene muchos vencimientos. No pasa de sus mil francos mensuales… Y ahora el negrillo no levanta cabeza; creo que ha perdido en el juego. Y el pobre Mimí necesita que le presten a él; la baja le ha dejado seco, y ni siquiera puede traerme flores.

Hablaba de Daguenet. En el abandono de su despertar, no tenía secretos para Zoé y ésta, acostumbrada a sus confidencias, las recibía con una simpatía respetuosa. Puesto que la señora se dignaba hablarle de sus asuntos, ella se permitía decirle lo que pensaba. En primer lugar, quería mucho a la señora, y había abandonado expresamente a la señora Blanche, y bien sabía Dios lo que la señora Blanche hacía para que volviese a su lado. Sitios no le faltaban, pues era muy conocida. Pero ella se quedaría en casa de la señora, a pesar de sus apuros, porque creía en el futuro de Nana. Y acabó por precisar sus consejos. Cuando se es joven se hacen tonterías, pero ahora había que abrir los ojos porque los hombres no pensaban más que en divertirse. ¡Y llegarían muchos! La señora no tendría más que decir una palabra para calmar a los acreedores y para encontrar el dinero que necesitaba.

—Todo eso no me da los trescientos francos —repetía Nana, hundiéndose los dedos en los mechones de su cabellera—. Necesito trescientos francos para hoy, en seguida. Es un fastidio no encontrar a alguien que dé trescientos francos.

Calculaba que habría enviado a Rambouillet a la señora Lerat, a quien precisamente esperaba aquella mañana. Su capricho contrariado le amargaba el triunfo de la víspera ¡Entre tantos hombres como la habían aclamado y no se encontraba uno que le entregase quince luises! Claro que no podía aceptar el dinero así como así. ¡Dios mío, qué desdichada era! Y siempre volvía a su bebé, que tenía unos ojos de querubín y balbuceaba «Mamá» con una vocecita tan graciosa que era para morirse de alegría.

En aquel momento se oyó la campanilla eléctrica de la puerta de entrada, con su vibración rápida y temblona. Zoé regresó murmurando en tono confidencial:

—Es una mujer.

Había visto más de veinte veces a aquella mujer, sólo que fingía no reconocerla e ignorar cuáles eran sus relaciones con las señoras en apuros.

—Me ha dicho su nombre… Señora Tricon.

—¡La Tricon! —exclamó Nana—. ¡Sí, ya la había olvidado! Hazla entrar.

Zoé introdujo a una señora ya vieja, muy alta, con tirabuzones y el aspecto de una condesa que acosa a los procuradores. Luego se esfumó, desapareció sin ruido, con el movimiento flexible del reptil, al salir de una habitación cuando introducía a un caballero. Por lo demás, hubiera podido quedarse. La Tricon ni se sentó. No hubo más que un breve cambio de palabras.

—Tengo uno para usted, hoy… ¿Lo quiere?

—Sí… ¿Cuánto?

—Veinte luises.

—¿A qué hora?

—A las tres… Entonces, ¿asunto convenido?

—Convenido.

La Tricon habló inmediatamente del tiempo que hacía, un tiempo seco que invitaba a caminar. Aún tenía que ver a cuatro o cinco personas. Y se marchó consultando un librito de notas. Nana, al quedarse sola, pareció librarse de un gran peso. Un ligero estremecimiento le recorrió la espalda, se arrebujó en el lecho caliente, blandamente, con una pereza de gata friolenta. Poco a poco se le cerraron los ojos; sonreía ante la idea de vestir con un lindo traje a su Louiset al día siguiente; en el sueño que volvía a ella, aparecía su febril ensueño de toda la noche y un prolongado rumor de bravos acunó su lasitud.

A las once, cuando Zoé introdujo a la señora Lerat en su habitación, Nana aún dormía. Pero se despertó con el ruido y en seguida dijo:

—¿Eres tú? Hoy irás a Rambouillet.

—Vengo para eso —repuso la tía—. Hay un tren a las doce y veinte. Tengo tiempo de cogerlo.

—No, no tendré el dinero tan pronto —advirtió la joven desperezándose y levantando el pecho—. Almorzarás y luego veremos. Zoé le trajo un peinador, diciéndole:

—Señora, el peluquero está aquí.

Pero Nana no quiso pasar al tocador y gritó:

—Entre, Francis.

Un señor, vestido correctamente, empujó la puerta. Saludó. En aquel preciso momento Nana salía del lecho, con las piernas al aire. No se inmutó, y alargó las manos para que Zoé pudiese meterle las mangas del peinador. Y Francis, muy correcto, esperaba sin volverse. Luego, cuando ella se sentó y él empezó a pasar el peine, dijo:

—Tal vez la señora no ha visto los periódicos… Hay un artículo muy bueno en Le Fígaro.

Había comprado el periódico. La señora Lerat se puso sus lentes y leyó el artículo en voz alta, de pie ante la ventana. Erguía su talle de gendarme, y su nariz se contraía cada vez que pronunciaba algún adjetivo galante. Se trataba de una crónica de Fauchery escrita a la salida del teatro: dos columnas muy cálidas, con una ingeniosa malicia para la artista y una brutal admiración para la mujer.

—Excelente —repetía Francis.

Nana se reía de lo que bromeaba sobre su voz. Era muy amable aquel Fauchery; ya le recompensaría por sus buenos modales. La señora Lerat, después de releer el artículo, declaró abiertamente que los hombres tenían el diablo en las piernas, y se negó a explicar más, satisfecha de aquella alusión picaresca que sólo ella comprendía. Francis acababa de levantar y anudar los cabellos de Nana. Saludó diciendo:

—Echaré una mirada a los periódicos de esta tarde… Como de costumbre, ¿verdad? ¿A las cinco y media?

—Traedme un tarro de pomada y una libra de bombones de casa Boissier —le gritó Nana a través del salón en el momento en que cerraba la puerta.

Al quedarse solas las dos mujeres recordaron que no se habían abrazado, y se besuquearon las mejillas. El artículo las abrumaba. Nana, medio dormida hasta entonces, se sintió arrebatada nuevamente por su triunfo. Vaya, ¡bonita mañana debía estar pasando Rose Mignon!

Como su tía no quiso ir al teatro porque, según decía, las emociones se le fijaban en el estómago, se puso a contarle toda la velada, emborrachándose con su propio relato, como si París entero se hubiera desmoronado bajo los aplausos. Luego, interrumpiéndose repentinamente, preguntó riendo si alguien se habría imaginado aquello cuando ella paseaba sus nalgas de mocosa por la calle de la Goutte d’Or.

La señora Lerat meneó la cabeza. No, no, jamás se habría previsto. A su vez habló adoptando un tono serio y llamándola hija suya. ¿Acaso no era su segunda madre, ya que la verdadera había ido a reunirse con su papá y la abuela? Nana, muy enternecida, estuvo a punto de llorar, pero la señora Lerat repetía una y otra vez que el pasado, pasado estaba. ¡Oh, sucio pasado de cosas que no conviene remover cada día!

Hacía mucho tiempo que había dejado de ver a su sobrina porque en la familia la acusaban de perderse por la pequeña. Como si eso fuera posible, gran Dios. No le pedía ninguna confidencia y creía que siempre había vivido honradamente. Ahora, esto le bastaba, pues la encontraba en una buena posición y con buenos sentimientos hacia su hijo. Aún no había en este mundo nada como la honradez y el trabajo.

—¿De quién es ese niño? —dijo interrumpiéndose y brillando en sus ojos una gran curiosidad.

Nana, sorprendida, vaciló un segundo antes de contestar:

—De un señor.

—¿Sí, eh? Pues se decía que lo tuviste de un albañil que te zurraba. En fin, ya me contarás eso cualquier día, pues sabes que soy discreta. Lo cuidaré como si fuese el hijo de un príncipe.

Había dejado su oficio de florista y vivía de sus ahorros: seiscientos francos de renta amasados céntimo a céntimo. Nana le prometió alquilarle un bonito alojamiento y le daría cien francos mensuales. Ante esta cifra, la tía se olvidó y gritó a su sobrina que los exprimiese, ya que los tenía en sus manos; hablaba de los hombres. Volvieron a besarse, pero Nana, en medio de su alegría y cuando volvía la conversación sobre Louiset, pareció entristecerse bruscamente por un recuerdo.

—¡Qué fastidio tener que salir a las tres! —murmuró—. Pero hay que trabajar.

En aquel momento entró Zoé para decir que la señora estaba servida. Pasaron al comedor, en donde una señora de edad ya estaba sentada a la mesa. No se había quitado el sombrero, vestía un traje oscuro de color indefinido, entre de pulga y ganso. Nana no pareció asombrarse de verla allí. Simplemente le preguntó por qué no había entrado en su habitación.

—Oí voces —respondió la anciana—, y pensé que estaba acompañada.

La señora Maloir, dama de aire respetable y de buenos modales, servía a Nana de vieja amiga; le hacía compañía y salía con ella. La presencia de la señora Lerat pareció inquietarla en seguida, pero cuando supo que se trataba de una tía la miró con dulzura y una leve sonrisa. Mientras tanto, Nana, que dijo que tenía el estómago en los talones, atacó el plato de rábanos, comiéndoselos sin pan. La señora Lerat, muy ceremoniosa, no quiso rábanos porque, dijo, le producían pituitaria. Luego, cuando Zoé trajo las chuletas, Nana se dedicó a pellizcar la carne, contentándose con chupar los huesos. De vez en cuando miraba de soslayo el sombrero de su amiga.

—¿Es el sombrero nuevo que le regalé? —preguntó al fin.

—Sí, lo he reformado —murmuró la señora Maloir, con la boca llena.

El sombrero resultaba extravagante, abierto sobre la frente y adornado con una gran pluma. La señora Maloir tenía la manía de rehacer todos sus sombreros; sólo ella sabía lo que le sentaba mejor, y en un abrir y cerrar de ojos hacía del más elegante sombrero el más horrible gorro. Nana, que precisamente le había comprado aquel sombrero para no avergonzarse de ella cuando salían juntas, estuvo a punto de enfadarse, y le gritó:

—Por lo menos quíteselo.

—No, gracias —respondió la vieja dignamente—. No me molesta; puedo comer muy bien con él.

Después de las chuletas, hubo coliflor y una sobra de pollo frío. Pero Nana, a cada nuevo plato, hacía una ligera mueca, tosía, olfateaba y lo dejaba. Al final comió un poco de mermelada.

Los postres se prolongaron. Zoé no quitó el mantel para servir el café. Las señoras se limitaron a apartar los platos. No hacían más que hablar de la hermosa velada de la víspera. Nana se liaba los cigarrillos y fumaba balanceando la silla.

Y como Zoé se había quedado allí, apoyada en el aparador y con los brazos caídos, se le ocurrió pedirle que contase su vida. Dijo que era hija de una buena mujer de Bercy, que tuvo muy poca suerte. Primero había entrado en casa de un dentista, luego en casa de un agente de seguros, pero aquello no marchaba, y en seguida citó con cierto orgullo a las señoras a quienes sirvió como doncella. Zoé hablaba de ellas como si hubiera tenido sus fortunas en sus manos. Lo seguro era que más de una habría tenido graves disgustos de no ser por ella. Así ocurrió un día en que la señora Blanche estaba con el señor Octave, y apareció el viejo. ¿Qué hizo Zoé? Fingió desmayarse en medio del salón, el viejo se precipitó hacia ella, corrió a la cocina en busca de un vaso de agua, y el señor Octave pudo huir.

—Muy bien, muy bien —exclamó Nana, que la escuchaba con interés y una especie de sumisa admiración.

—Yo también he tenido muchas desgracias… —empezó a decir la señora Lerat.

Y acercándose a la señora Maloir le hizo algunas confidencias mientras la una y la otra se comían terrones de azúcar mojados en coñac. Pero la señora Maloir recibía los secretos de los demás sin decir nunca ninguno suyo. Se decía que vivía de una pensión misteriosa, en una habitación donde no entraba nadie.

De repente, Nana gruñó:

—Tía, no juegues con los cuchillos… Ya sabes que eso me pone nerviosa.

La señora Lerat, sin darse cuenta, acababa de poner dos cuchillos en cruz sobre la mesa. Por otro lado, la joven negaba que fuese supersticiosa. Así pues, la sal derramada no significaba nada, como tampoco los viernes, pero los cuchillos eran algo más fuerte, y aquello jamás fallaba. Con seguridad le sucedería algo desagradable. Bostezó, y después, con gesto de aburrimiento, exclamó:

—¡Las dos ya! Es preciso que salga. ¡Qué aburrimiento!

Las ancianas se miraron. Las tres mujeres menearon la cabeza sin hablarse. Lo cierto era que aquello no siempre resultaba divertido. Nana se recostó nuevamente sobre el respaldo, encendiendo un cigarrillo, mientras las otras se mordían los labios discretamente, con su cauta filosofía.

—Mientras la esperamos jugaremos una báciga —dijo la señora Maloir al cabo de un momento de silencio—. ¿La señora juega a la báciga?

¡Claro que la señora Lerat jugaba, y a la perfección! No había que molestar a Zoé, que había desaparecido; una esquina de la mesa bastaba, y se levantó el mantel por encima de los platos sucios. Pero cuando la señora Maloir iba a coger las cartas de un cajón del aparador, Nana dijo que le agradecería que antes de ponerse a jugar le escribiese una carta. A ella le fastidiaba escribir, pues no estaba segura de su ortografía, y, en cambio, su anciana amiga redondeaba unas cartas llenas de sentimiento. Corrió a buscar un buen papel a su dormitorio. Puso sobre la mesa un tintero y una botella de tinta de tres cuartos, con una pluma oxidada. La carta era para Daguenet. La señora Maloir escribió con su bonita letra inglesa: «Mi querido amor», y en seguida le advertía que no fuese al día siguiente, porque «no podía ser», pero «tanto lejos como cerca, en todos los momentos, no pensaba más que en él».

—Y termine «con mil besos» —murmuró.

La señora Lerat había aprobado cada frase con un movimiento de cabeza.

Sus ojos centelleaban, la encantaba intervenir en asuntos del corazón. Y quiso poner algo del suyo, por lo que con voz tierna añadió:

—Mil besos en tus hermosos ojos.

—Eso es. Mil besos en tus hermosos ojos —repitió Nana, mientras una expresión beatífica pasaba por los rostros de las dos ancianas.

Llamaron a Zoé para que bajase la carta a un recadero. Precisamente ella estaba hablando con el mozo del teatro, que traía a la señora un boletín de ensayo, olvidado por la mañana. Nana hizo entrar al hombre y le encargó que llevase la carta a casa de Daguenet cuando regresara. Después le interrogó. ¡Oh! el señor Bordenave estaba muy contento, pues ya había vendido todas las localidades para ocho días; la señora no podía imaginarse la cantidad de personas que habían pedido su dirección aquella mañana.

Cuando el mozo se marchó, Nana dijo que estaría fuera un poco más de media hora. Si llegaban visitas, Zoé las haría entrar. Mientras hablaba, sonó el timbre. Era un acreedor: el alquilador de coches; se había instalado en el banquillo de la antesala. Allí podía rascarse hasta la noche; no tenía prisa.

—¡Vamos, ánimo! —dijo Nana, entorpecida por la pereza, bostezando y estirándose de nuevo—. Ya debería estar allí.

Pero no se movía. Seguía el juego de su tía, que acababa de anunciar cien de ases, la barbilla sobre la mano, se abstraía. Pero tuvo un sobresalto al oír que daban las tres.

—¡Por Dios! —exclamó con ordinariez.

Entonces la señora Maloir, que contaba las bazas, la animó con su voz meliflua:

—Hija mía, sería mejor que se desembarazase de su encargo cuanto antes.

—Date prisa —dijo la señora Lerat barajando las cartas—. Tomaré el tren de las cuatro y media, si estás aquí con el dinero antes de las cuatro.

—No será cuestión de mucho tiempo —murmuró Nana.

En diez minutos Zoé la ayudó a vestirse y a ponerse un sombrero. Le daba igual presentarse mal arreglada. Cuando se disponía a bajar oyó otra vez el timbre. Ahora era el carbonero. ¡Muy bien! le haría compañía al alquilador de coches, y así se distraerían, pero temiendo una escena, atravesó la cocina y se escapó por la escalera de servicio, lo que hacía con frecuencia, y siempre para salir corriendo.

—Cuando se es buena madre, todo se perdona —sentenció la señora Maloir, al quedarse sola con la señora Lerat.

—Tengo ochenta de reyes —respondió ésta, a quien apasionaba el juego.

Se empeñaron en una partida interminable.

La mesa no había sido recogida. Una espesa niebla flotaba en el comedor con las emanaciones del almuerzo y la humareda de los cigarrillos. Las señoras habían vuelto a comer terrones mojados en coñac.

Hacía veinte minutos que jugaban cuando sonó por tercera vez la campanilla. Zoé entró bruscamente y las empujó como si fuesen compañeras.

—Vamos, que aún llaman. No pueden quedarse aquí. Si viene mucha gente, necesitaré todo el piso. ¡Vamos, arriba, arriba!

La señora Maloir quería terminar la partida, pero Zoé hizo ademán de coger las cartas, y decidió levantar el juego sin mezclar las bazas, mientras la señora Lerat recogía la botella de coñac, los vasos y el azúcar, y se fueron a la cocina, donde se instalaron en una esquina de la mesa, al lado de las cacerolas que se secaban y el lebrillo, todavía lleno de agua de fregar.

—Habíamos dicho trescientas cuarenta… Ahora usted.

—Juego corazón.

Cuando Zoé regresó las encontró absortas en el juego. Al cabo de un silencio, cuando la señora Lerat barajaba, la señora Maloir preguntó:

—¿Quién ha venido?

—Bah, nadie —respondió la criada con indiferencia—. Un jovencito… Iba a echarlo, pero es tan guapo y sin vello en la cara, con ojos azules y rostro de niña, que le he dicho que espere. Trae un gran ramo de flores, pero no me lo ha querido dar.

Aún está para que le den unos azotitos. ¡Un enamorado que debería estar en el colegio!

La señora Lerat se levantó a buscar una jarra de agua para hacerse un grog; el coñac y el azúcar le habían sentado mal. Zoé dijo que ella también se tomaría uno. Tenía, dijo, la boca amarga como la hiel.

—Entonces, ¿lo ha dejado? —preguntó la señora Maloir.

—Claro. Está en el gabinete del fondo, en el cuartito que no está amueblado. No hay más que una maleta de la señora y una mesa. Allí es donde alojo a los novatos.

Y se azucaraba su grog cuando la campanilla eléctrica la sobresaltó. ¡Por todos los diablos! ¿Es que no la dejarían beber tranquilamente? Aquello prometía, si la campanilla sonaba tanto. Se apresuró a ir a abrir, y al volver, viendo que la señora Maloir la interrogaba con la mirada, dijo:

—Nada, un ramillete.

Las tres se refrescaron, brindando con un movimiento de cabeza. Sonaron, uno tras otro, dos nuevos timbrazos mientras Zoé levantaba la mesa y llevaba los platos al fregadero. Pero aquello no era serio. Iba y volvía de la cocina y repitió por dos veces su frase desdeñosa:

—Nada, un ramillete.

Sin embargo, las señoras, entre dos jugadas, tuvieron que reírse al oírle contar la cara que ponían los acreedores de la antesala a cada llegada de un nuevo ramo de flores. La señora encontraría los ramos en su tocador. ¡Lástima que aquello fuese tan caro y luego no pudiera sacarse ni un ochavo! Que todo era dinero perdido.

—Yo —dijo la señora Maloir— me contentaría con lo que en París los hombres gastan cada día en flores para las mujeres.

—Ya lo creo; no pide nada —murmuró la señora Lerat—. Sólo con el dinero gastado en hilo… Querida, sesenta de damas.

Eran las cuatro menos diez. Zoé se asombraba y no comprendía cómo la señora permanecía tanto tiempo fuera. Por lo general, cuando la señora se veía obligada a salir por la tarde, despachaba muy prontamente. Pero la señora Maloir aseguró que no siempre una podía arreglar las cosas a medida de su antojo. Cierto, siempre había tropiezos en la vida, decía la señora Lerat. Lo mejor era esperar si su sobrina se retrasaba, debía ser porque sus ocupaciones la retenían. ¿No es cierto? Además, allí no estaban mal. Se pasaba bien en la cocina. Y como no tenía corazones, la señora Lerat jugó tréboles. La campanilla volvía a sonar. Zoé reapareció entusiasmada.

—¡Amigas, el gordo Steiner! —dijo desde la puerta, bajando la voz—. A ese lo he metido en el saloncito.

Entonces la señora Maloir habló del banquero a la señora Lerat, que no conocía a aquellos señores. ¿Acaso estaba a punto de abandonar a Rose Mignon? Zoé meneaba la cabeza, porque sabía sus cosas. Pero nuevamente tuvo que ir a la puerta.

—Bueno, ¡una sorpresa! —murmuró al volver—. Aquí está el negrillo. Me he cansado de decirle que la señora ha salido, pero se ha instalado en el dormitorio… No le esperábamos hasta la noche.

A las cuatro y cuarto Nana aún no había vuelto. ¿Qué podía hacer? Era absurdo. Trajeron otros dos ramos de flores. Zoé, aburrida, miró si quedaba café. Sí, aquellas señoras acabarían bebiendo café, y eso las despertaría. Se estaban durmiendo, repantigadas en sus sillas y cogiendo continuamente cartas del montón, mecánicamente. Dio la media. Decididamente le había sucedido algo a la señora. Cuchichearon entre sí.

De repente, la señora Maloir, olvidándolo todo, anunció con voz estentórea:

—¡Tengo las quinientas! ¡Quinta mayor de triunfos!

—¡Cállese! —le rugió Zoé iracunda—. ¿Qué van a pensar esos señores?

Y en el silencio que reinó, en el murmullo sofocado de las dos viejas que discutían, se oyeron unos pasos que subían con rapidez la escalera de servicio. Al fin llegaba Nana. Antes de que abriese la puerta se escuchó su resuello. Entró acalorada y bruscamente. Su falda, cuyos tirantes debieron romperse, limpiaba los peldaños, y los volantes se habían empapado en un charco, lavazas tiradas seguramente de algún piso cuya criada sería un modelo de suciedad.

—Vaya, ¿ya estás aquí? Es una suerte —exclamó la señora Lerat, mordiéndose los labios, todavía molesta por las quinientas de la señora Maloir—. Puedes presumir de que haces esperar a la gente.

—Verdaderamente, la señora no es juiciosa —añadió Zoé.

Nana, que ya estaba disgustada, se irritó más aún con aquellos reproches. ¿Era así como la acogían después de las necedades que acababa de soportar?

—¡Dejadme en paz! —gritó.

—No levante la voz, señora —le pidió la doncella—. Hay gente esperando.

Entonces Nana preguntó en voz baja:

—¿Creen que me he estado divirtiendo? Aquello no acababa nunca. Me habría gustado verlas… Estaba rabiosa y tenía ganas de emprenderla a bofetadas… Y ni un mal coche para volver. Afortunadamente, está a dos pasos de aquí.

—¿Tienes el dinero? —preguntó la tía.

—¡Vaya pregunta! —respondió Nana.

Se había sentado en una silla, contra el hornillo, las piernas molidas por la carrera, y sin recobrar el aliento se sacó del corsé un sobre en el que había cuatro billetes de cien francos. Los billetes se veían por la abertura que había hecho violentamente con el dedo para asegurarse de que estaban. Las tres mujeres, alrededor suyo, miraban fijamente el sobre, arrugado y sucio, en sus pequeñas manos enguantadas. Como ya era demasiado tarde, la señora Lerat no iría a Rambouillet hasta el día siguiente. Nana se puso a dar muchas explicaciones.

—Señora, hay gente esperándola —repitió la doncella.

Pero la joven se exaltó nuevamente. La gente podía esperar hasta que hubiese despachado sus asuntos. Y al ver que su tía alargaba la mano hacia el dinero, dijo:

—No, todo no. Trescientos francos para la nodriza y cincuenta para tu viaje y tus gastos, son trescientos cincuenta. Yo me quedo con cincuenta.

La dificultad estuvo en encontrar el cambio. No había ni diez francos en la casa. Se dirigieron a la señora Maloir, que escuchaba sin poner atención, pero sólo tenía el dinero para el ómnibus. Entonces Zoé dijo que iba a buscar en su bolso, y volvió con cien francos en monedas. Los contaron en un ángulo de la mesa. La señora Lerat se marchó inmediatamente, después de prometer que traería a Louiset al otro día.

—¿Dices que hay gente? —preguntó Nana, sin levantarse, descansando.

—Sí, señora; tres personas.

Y nombró primeramente al banquero. Nana hizo una mueca. Si ese Steiner creía que la engatusaría por haberle arrojado un ramillete la víspera…

—Además, ya tengo bastante. No recibiré a nadie. Ve a decirles que no me esperen.

—Piénselo la señora y reciba al señor Steiner —murmuró Zoé sin moverse, seria y molesta al ver a su patrona a punto de cometer una necedad.

Luego habló del valaco, que debía empezar a cansarse en el dormitorio.

Entonces Nana se irritó de verdad. A nadie, no quería ver a nadie. ¿Quién demonios le había echado un hombre tan pegajoso?

—Échalos a todos, voy a jugar una báciga con la señora Maloir. Prefiero eso.

La campanilla le cortó la palabra. Era el colmo. ¡Otro pelmazo! Prohibió a Zoé que abriese la puerta, y ésta, sin hacerle caso, salió de la cocina. Cuando volvió, dijo con voz autoritaria mientras alargaba dos tarjetas de visita:

—Les dije que la señora recibía. Estos señores están en el salón.

Nana se levantó rabiosa. Pero los nombres del marqués de Chouard y del conde Muffat de Beauville en las tarjetas la calmaron. Después de unos segundos preguntó:

—¿Quiénes son? ¿Les conoces?

—Conozco al viejo —respondió Zoé mordiéndose los labios de manera discreta.

Y como su patrona continuase interrogándola con la mirada, añadió con sencillez:

—Le he visto en algún sitio.

Estas palabras parecieron decidir a la joven. Abandonó la cocina con pena, pues era un refugio tibio en el que podía charlar y abandonarse y sentir el olor del café que se calentaba. Dejó a la señora Maloir, que ahora hacía solitarios; aún no se había quitado el sombrero, y para estar más cómoda había desatado las cintas, echándoselas hacia atrás.

En el tocador, donde Zoé la ayudaba a ponerse con rapidez el peinador, Nana se vengaba de las molestias que le causaban los hombres dedicándoles los más gráficos insultos, y sus palabrotas apenaban a la doncella, porque veía con desagrado que la señora aún no se desprendía de sus principios. Incluso se atrevió a rogarle que se tranquilizase.

—¡Ah, no! —respondió Nana crudamente—. ¡Son unos cerdos! No quieren más que eso.

A pesar de todo, adoptó sus aires de princesa, como ella decía. Zoé la había contenido en el momento en que se dirigía hacia el salón, y ella misma introduciría en el tocador al marqués de Chouard y al conde Muffat. Eso sería mejor.

—Señores —dijo Nana con una cortesía estudiada— siento haberles hecho esperar.

Los dos hombres saludaron y se sentaron. Un cortinaje de tul bordado mantenía el gabinete a media luz. Aquélla era la pieza más elegante del piso: tapizada con tela clara, tenía un gran tocador de mármol, y una cornucopia, un diván y sillones de raso azul. En el tocador había los ramos de rosas, de lilas y de jacintos, como un hacinamiento de flores que esparcía un perfume penetrante y fuerte, mezclado con el olor de algunas briznas de pachulí seco, desmenuzadas en el fondo de una copa. Y Nana, arreglándose su peinador mal ajustado, parecía haber sido sorprendida mientras se arreglaba, todavía con la piel húmeda, sonriendo azorada en medio de sus blondas.

—Señora —dijo gravemente el conde Muffat— nos excusará que hayamos insistido… Nos trae una colecta… El señor y yo somos miembros del Comité de Beneficencia del distrito.

El marqués de Chouard se apresuró a añadir, con acento galante:

—Cuando nos informaron de que una gran artista vivía en esta casa, nos prometimos recomendarle nuestros pobres de una manera especial… El talento no está reñido con el corazón.

Nana simulaba modestia. Respondía con ligeros movimientos de cabeza, mientras se hacía rápidas reflexiones. Debió de ser el viejo quien llevó al otro; sus ojos eran muy picaruelos. No obstante, había que desconfiar del otro, cuyas sienes se hinchaban grotescamente, y seguro que habría preferido ir solo. Así debía ser el portero les había dado sus señas, y ellos se empujaban, cada uno por su lado.

—Ciertamente, señores, que han hecho bien en venir —dijo ella con mucha amabilidad.

Pero la campanilla eléctrica la sobresaltó. Otra visita, y aquella Zoé abriendo a quien fuera. Prosiguió:

—Es una suerte poder aliviar a los que padecen.

En el fondo estaba fastidiada.

—Oh, señora —repuso el marqués— si supieseis cuánta miseria hay… Nuestro distrito tiene más de tres mil pobres, y es de los más ricos. No se imagina cuántas desgracias: niños sin comida, mujeres enfermas y privadas de todo auxilio muriéndose de frío…

—¡Pobres gentes! —exclamó Nana muy enternecida.

Su emoción fue tal que las lágrimas humedecieron sus hermosos ojos. Con un movimiento se había inclinado, para no fingir más; su peinador dejó ver sus senos, a la vez que sus rodillas separadas dibujaban bajo la delgada tela la redondez de sus muslos. Enrojecieron un poco las mejillas terrosas del marqués. El conde Muffat, que iba a hablar, bajó la mirada. Hacía demasiado calor en aquel gabinete, un calor sofocante, de invernadero. Las rosas se ajaban y del pachulí de la copa salía un olor que embriagaba.

—En semejantes ocasiones, una quisiera ser muy rica —añadió Nana—. En fin, cada uno hace lo que puede… Créanme, señores, que si lo hubiese sabido…

Estuvo a punto de soltar una necedad en medio de su enternecimiento, pero no concluyó la frase. Por un momento se quedó perpleja al no acordarse dónde había puesto sus cincuenta francos al quitarse el vestido. Pero se acordó: estaban en una esquina del tocador, debajo de un bote de pomada puesto boca abajo. Cuando se levantó, volvió a sonar la campanilla con insistencia. ¡Otro más! Aquello no se acababa.

El conde y el marqués también se habían puesto en pie, y las orejas del último se movieron, dirigiéndose hacia la puerta; sin duda conocía aquellos timbrazos. Muffat le observó; luego apartaron sus miradas. Se estorbaban; volvieron a adoptar su frialdad, uno tieso y sólido, y muy rígidamente peinado; el otro irguiendo sus huesudos hombros, sobre los que caía su corona de escasos cabellos blancos.

—A fe mía —dijo Nana, presentando sus diez grandes monedas de plata y decidiendo tomarlo a risa—: Señores, voy a hacerles ir cargados… esto para los pobres.

Y el adorable hoyito de su barbilla se ahuecó más. Tenía el aspecto de una buena muchacha, con el montón de escudos en su mano abierta y ofreciéndolos a los dos hombres como diciéndoles: Veamos, ¿quién los quiere? El conde fue el más listo y cogió los cincuenta francos, pero quedó una moneda, y para cogerla tuvo que tocar la piel de la joven, una piel tibia y suave que le produjo un escalofrío. Ella continuaba riendo.

—Muy bien, señores. Para otra vez espero darles más.

Ya no tenían más pretexto; saludaron y se dirigieron hacia la puerta, pero en el momento en que iban a salir sonó nuevamente la campanilla. El marqués no pudo ocultar una pálida sonrisa, mientras que una sombra oscurecía la seriedad del conde. Nana los retuvo unos instantes para permitir que Zoé encontrase otro rincón. No le gustaba que sus visitas se encontrasen en su casa. Sólo que aquel día debía estar atestada. Se tranquilizó cuando vio el salón vacío. ¿Los había metido Zoé en los armarios?

—Hasta la vista, señores —dijo deteniéndose en el umbral del salón.

Los envolvió en su sonrisa y su mirada abierta. El conde Muffat se inclinó, turbado a pesar de ser un experto; tenía necesidad de respirar al llevarse el vértigo de aquel tocador, un aroma de flor y de mujer que le ahogaba. Y detrás de él, el marqués de Chouard, quien, seguro de no ser visto, se atrevió a dirigirle a Nana un guiño, la cara descompuesta de repente y con la lengua fuera.

Cuando la joven volvió al gabinete, en donde Zoé la esperaba con cartas y tarjetas de visita, gritó, riéndose a carcajadas:

—¡Y dos ricachos me han birlado mis cincuenta francos!

No estaba enfadada, porque le parecía gracioso que los hombres se le llevasen el dinero. A pesar de todo, eran unos cerdos, y ella no tenía un céntimo. A la vista de las cartas y de las tarjetas volvió su mal humor. Las cartas podían pasar, pues eran de señores que después de haberla aplaudido la víspera, le dirigían sus declaraciones. Pero los visitantes… podían irse a paseo.

Zoé los había colocado por todas partes y hacía notar que el piso resultaba muy cómodo, porque cada cuarto daba al pasillo. No era como en casa de la señora Blanche, donde había que pasar forzosamente por el salón. De ahí que la señora Blanche tuviese tantos quebraderos de cabeza.

—Los echas a todos —ordenó Nana, que seguía con su idea— empezando por el negrillo.

—A ése, señora, hace un rato que lo he despedido —dijo Zoé con una sonrisa—. Sólo quería decir a la señora que no podía venir esta noche.

Aquello le produjo gran alegría. Nana aplaudió. No iría, ¡qué suerte! Entonces, estaba libre Y lanzó suspiros de alivio como si la hubiesen indultado del más abominable de los suplicios. Su primer pensamiento fue para Daguenet, aquel pobre gatito al que precisamente acababa de escribirle que le esperaba el jueves. ¡Pronto, la señora Maloir tenía que escribirle una nueva carta! Pero Zoé dijo que la señora Maloir se había marchado sin decir nada, como tenía por costumbre. Entonces Nana, después de hablar de enviar a cualquier otro, se quedó vacilando. Se sentía muy fatigada. Dormir toda una noche le iría tan bien… La idea de semejante regalo acabó por entusiasmarla. Por una vez, podía permitirse ese lujo.

—Me acostaré cuando vuelva del teatro —murmuraba, recreándose de antemano— y no me despertaré hasta el mediodía.

Luego, alzando la voz, exclamó:

—Hala, ahora échame a los otros a la escalera.

Zoé no se movía. Ella no se permitiría aconsejar abiertamente a la señora, pero se empeñaría en que la señora se aprovechase de su experiencia, cuando parecía empeñada en hacer un disparate.

—¿Al señor Steiner también?

—Claro está —respondió Nana— a él antes que a los demás.

La criada aún esperó un poco para dar tiempo a que su señora reflexionase. ¿No estaría orgullosa la señora de quitarle a su rival, a Rose Mignon, un caballero tan rico y tan conocido en todos los teatros?

—Pronto, querida —replicó Nana, que comprendía perfectamente— y dile que me fastidia.

Pero bruscamente cambió de parecer en el futuro podía necesitarlo, y gritó con un gesto de mocosa, riendo y guiñando los ojos:

—Después de todo, si quiero tenerlo, lo mejor es echarlo de casa.

Zoé pareció muy sorprendida. Miró a la señora, presa de súbita admiración, y se fue a echar a Steiner sin vacilar.

Nana esperó algunos minutos para dejarle tiempo de barrer el piso, como ella decía. No había sospechado aquel asalto. Asomó la cabeza por el salón; estaba vacío. El comedor también. Y cuando continuaba su visita, tranquilizada por la seguridad de no encontrar a nadie, se encontró frente a un jovencito al abrir la puerta de un gabinete. Estaba sentado sobre una maleta, tranquilo, con gesto prudente, y un ramo de flores sobre las rodillas.

—¡Dios mío —exclamó— todavía queda uno dentro!

El jovencito, al verla, se puso en pie de un salto, encarnado como una amapola. No sabía qué hacer con su ramo, y se lo pasaba de una mano a otra, sofocado por la emoción. Su juventud, su embarazo, la facha tan graciosa que tenía con sus flores, enternecieron a Nana, y se echó a reír.

¿También los niños? Ahora le aparecían los hombres en pañales. Se abandonó, familiar, maternal, golpeándose los muslos y preguntando en tono de broma:

—¿Quieres que te suene la nariz, pequeño?

—Sí —respondió el muchacho con voz baja y suplicante.

La respuesta divirtió más a Nana. Tenía diecisiete años y se llamaba Georges Hugon. La víspera estuvo en el Varietés, y venía a verla.

—¿Son para mí estas flores?

—Sí.

—Dámelas, bobo.

Pero cuando ella se las cogía, él se apoderó de sus manos con la glotonería de su dichosa edad. Tuvo que pegarle para que la soltara. ¡Vaya un mocoso más impaciente! Y mientras lo reprendía, se puso colorada y sonreía. Lo despidió, permitiéndole que volviese otro día. El muchacho se tambaleaba y no encontraba las puertas.

Nana volvió al tocador, donde Francis se presentó en seguida para peinarla definitivamente. Ella sólo se vestía por la tarde. Sentada ante el espejo, inclinando la cabeza bajo las manos ágiles del peluquero, permaneció muda y soñadora, hasta que entró Zoé diciendo:

—Señora, hay uno que no se quiere ir.

—Déjalo —respondió tranquilamente.

—A pesar de eso, aún siguen viniendo.

—Pues diles que esperen. Cuando tengan hambre se irán.

Su humor había cambiado. Ahora le encantaba hacer esperar a los hombres. Una idea acabó de entusiasmarla: se escapó de las manos de Francis y corrió a echar ella misma los cerrojos; ahora ya podían patear del otro lado; seguro que no reventarían la pared. Zoé entraba por la puertecita que comunicaba con la cocina. Sin embargo, la campanilla eléctrica no dejaba de sonar. Cada cinco minutos llegaba su tintineo claro y vivo, con su regularidad de máquina precisa. Y Nana contaba las llamadas para distraerse. Pero de pronto tuvo un recuerdo.

—¿Y mis garrapiñadas?

Francis también las había olvidado. Sacó una bolsa del bolsillo de su levita, con el gesto discreto de un hombre de mundo que ofrece un obsequio a una amiga; no obstante, a cada compra, ponía las garrapiñadas en la cuenta.

Nana se puso la bolsa entre las rodillas, y empezó a mordisquearlas, volviendo la cabeza bajo las ligeras presiones del peluquero.

—¡Caramba! —exclamó luego de un breve silencio—. Es toda una banda.

Tres veces, una tras otra, sonó la campanilla. Las llamadas se prodigaban. Las había modestas, que balbuceaban con el temblor de una primera confesión; las atrevidas vibraban bajo el peso de un dedo brutal; las impacientes atravesaban el aire con un estremecimiento rápido. Un verdadero repiqueteo, como decía Zoé; un carillón que revolucionaba al barrio, una cola de hombres oprimiendo sucesivamente el botón de marfil. Aquel maldito Bordenave había dado la dirección a todo el mundo; todos los espectadores de la víspera debían de estar allí.

—A propósito, Francis —dijo Nana ¿tiene cinco luises?

Él retrocedió, examinó el peinado y luego dijo tranquilamente:

—¿Cinco luises? Según.

—Si quiere garantías…

Y sin acabar la frase, con un expresivo ademán señaló las habitaciones vecinas. Francis le prestó los cinco luises. Zoé, en un momento de respiro, entró para preparar la ropa de la señora. En seguida tuvo que vestirla, mientras el peluquero esperaba para ir a dar un último toque al peinado. Pero la campanilla importunaba continuamente a la doncella, que dejaba a la señora a medio calzar, con sólo un zapato. Perdía la cabeza a pesar de su experiencia.

Después de haber colocado hombres por todas partes, utilizando los rincones más insospechados, se vio obligada a meter tres y cuatro juntos, lo que era contrario a todo principio. Tanto mejor si se devoraban. Así dejarían sitio. Y Nana, encerrada, se burlaba de ellos, diciendo que los oía resoplar. Debían tener buena cara, todos con la lengua fuera como perritos sentados en corro sobre sus patas. Era la prolongación del triunfo de la víspera; aquella jauría de hombres había seguido sus huellas.

—Mientras no rompan nada —murmuró.

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