Nana

Nana


Capítulo IV

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Y llamando a Fauchery con gesto imperioso, dijo:

—Querido, tengo tus zapatillas en casa. Haré que se las lleven mañana a tu portero.

Él quiso bromear, pero ella se alejó con aires de reina. Clarisse, que se apoyaba en una pared con el deseo de beber tranquilamente un vaso de kirsch, se encogió de hombros.

¡Bonitos desplantes para un hombre! ¿Acaso, desde el momento en que dos mujeres se encontraban reunidas con sus amantes, la primera idea no era la de quitárselos? Eso era lo reglamentado. Ella, por ejemplo, si hubiese querido, habría arrancado los ojos a Gagá por culpa de Héctor. ¡Ah, sí! Le tenía sin cuidado. Luego, cuando Héctor cruzó ante ella, se limitó a decirle:

—Vaya, si que te gustan mayorcitas. Ya no son maduras, sino pasadas las que necesitas.

Héctor pareció muy humillado. Estaba inquieto. Al ver que Clarisse se burlaba de él, tuvo sospechas.

—Nada de bromas —murmuró—. Tú me cogiste el pañuelo; devuélvemelo.

—Va a fastidiarnos con su pañuelo —exclamó ella—. A ver, idiota, ¿por qué habría de cogértelo?

—Pues —dijo él con desconfianza— para enviárselo a mi familia y comprometerme.

Mientras, Foucarmont no paraba de beber y seguía riendo socarronamente mirando a Labordette, que tomaba café con las señoras y soltaba frases sin acabar de concretar lo que quería decir. Para unos, hijo de un tratante de ganado, y otros decían que era el bastardo de una condesa; nada claro, pero siempre con veinticinco luises en el bolsillo; el criado de las mujeres, un bribón que no se acostaba nunca…

—¡Jamás, jamás! —exclamaba irritado—. No, ya lo veis; tengo que abofetearle.

Vació un vasito de Chartreuse. El Chartreuse no le hacía el menor daño. «Ni tanto así» decía, y hacía chascar la uña de su pulgar en el borde de los dientes. Pero de pronto, en el momento en que avanzaba hacia Labordette, palideció y se derrumbó ante el aparador como un fardo. Estaba borracho como una cuba.

Louise Violaine se quedó desolada. Ya decía ella que aquello acabaría mal; tendría que pasar el resto de la noche cuidándole. Gagá la tranquilizó examinando al oficial con ojo de mujer experimentada; dijo que no era nada y que el curda dormiría doce o quince horas seguidas. Se llevaron a Foucarmont.

—A ver ¿dónde está Nana? —preguntó Vandeuvres.

Justo, Nana había desaparecido al levantarse de la mesa. Ahora se acordaban de ella y todos la reclamaban. Steiner, inquieto desde hacía un momento, preguntó a Vandeuvres por el anciano aquél, que también había desaparecido. Pero el conde le tranquilizó, pues acababa de acompañar al viejo a la salida, un extranjero, del que era inútil decir el nombre, un sujeto muy rico que se contentaba con pagar las cenas.

Luego, cuando se olvidaban nuevamente de Nana, Vandeuvres descubrió a Daguenet, que asomaba la cabeza por una puerta y lo llamaba con un ademán. Y en el dormitorio encontró a la dueña de la casa sentada, rígida, los labios blancos, mientras Daguenet y Georges, de pie, la contemplaban con gesto consternado.

—¿Qué tiene? —preguntó sorprendido el conde.

Ella no respondió, ni siquiera volvió la cabeza. Él repitió su pregunta.

—¡Pues tengo —gritó ella—, que no quiero que se burlen de mí en mi casa!

Entonces soltó mil pestes. Sí, sí, ella no era una imbécil y lo veía claro. Se habían burlado de ella durante la cena, diciendo barbaridades para demostrar que la despreciaban. ¡Un hatajo de marranas que no le llegaban a la suela de los zapatos! Y se había desvivido por agasajarles, para que la despedazasen inmediatamente. Aún no sabía qué la retenía y no ponía a toda aquella gentuza de patitas en la calle. Y, ahogándola la ira, la voz se le rompió en sollozos.

—Vamos, pequeña; estás borracha —dijo Vandeuvres tuteándola—. Tienes que ser razonable.

Contestó que no quería y que se quedaría allí.

—Es posible que esté borracha, pero quiero que me respeten.

Desde hacía un cuarto de hora, Daguenet y Georges le suplicaban inútilmente que volviese al comedor. Ella, terca, decía que sus invitados podían hacer lo que quisieran, que los despreciaba tanto que no volvería a su lado. ¡Nunca, nunca! Aunque la hicieran pedazos, se quedaría en su habitación.

—Debí suponérmelo —prosiguió—. Es ese camello de Rose quien tramó el complot. Ahora estoy en que Rose impidió que viniese esa señora decente a quien esperaba esta noche.

Hablaba de la señora Robert. Vandeuvres le dio su palabra de honor de que la señora Robert se negó por sí misma. Escuchaba y discutía sin reír, acostumbrado a aquellas escenas, sabiendo cómo debía tratarse a las mujeres que se encontraban en semejante estado. Pero cuando trataba de cogerla de las manos para levantarla de la silla y llevársela, ella se revolvía con mayor cólera. Nadie la convencería, por ejemplo, de que Fauchery no había impedido que el conde Muffat viniese. Ese Fauchery era una verdadera serpiente, un envidioso, un hombre capaz de encarnizarse con una mujer y destruir su felicidad. Porque al fin lo sabía: el conde estaba encaprichado con ella. Ella hubiera podido tenerlo.

—¿Él, querida? ¡Jamás! —exclamó Vandeuvres, olvidando su aplomo y riendo.

—¿Por qué no? —preguntó ella, algo más despejada.

—Porque siempre anda entre curas, y si la tocase con la punta de los dedos, iría a confesarlo al día siguiente… Siga un buen consejo. No deje escapar al otro.

Por un momento se quedó silenciosa, reflexionando. Luego se levantó para ir a lavarse los ojos, pero cuando quisieron llevarla al comedor, volvió a gritar furiosamente que no. Vandeuvres abandonó el dormitorio con una sonrisa y sin insistir más. Y cuando salió, Nana sufrió una crisis de ternura y se arrojó a los brazos de Daguenet repitiendo:

—Ah, querido Mimí, nadie como tú… ¡Te amo, sí! Te amo mucho. ¡Qué dicha si pudiéramos vivir siempre juntos! ¡Dios mío, qué desgraciadas somos las mujeres!

Luego, viendo que Georges se ponía muy encarnado al ver cómo se besaban, también lo abrazó y le besó. Mimí no podía tener celos de un crío. Quería que Paul y Georges siempre estuviesen de acuerdo, porque sería muy agradable estar así, los tres juntos, sabiendo que se querían mucho.

Pero un extraño ruido les llamó la atención; alguien roncaba en la alcoba. Entonces, después de buscar, descubrieron a Bordenave, que luego de tomarse su café debió instalarse allí cómodamente. Dormía sobre dos sillas, la cabeza apoyada en la cama y la pierna estirada.

Nana lo encontró tan gracioso con la boca abierta y la nariz hinchándosele a cada soplido, que se echó a reír como una loca. En el acto salió de la habitación seguida de Daguenet y de Georges, atravesó el comedor y entró en el salón riendo escandalosamente.

—¡Ah, querida! —dijo echándose casi en brazos de Rose—. No puede hacerse idea. Venga a ver esto.

Todas las mujeres tuvieron que seguirla. Las cogía de las manos con caricias y las arrastraba en un arranque de jovialidad tan franco que todas rieron confiadas. La banda desapareció y luego regresó, después de estar un minuto sin casi respirar contemplando a Bordenave, instalado magistralmente.

Y estallaron las carcajadas. Cuando una de ellas pedía silencio, se oían a lo lejos los ronquidos de Bordenave.

Ya eran cerca de las cuatro. En el comedor habían preparado una mesa de juego, a la que se sentaron Vandeuvres, Steiner, Mignon y Labordette. De pie, tras ellos, Lucy y Caroline apostaban, y Blanche, adormilada y descontenta de su noche, preguntaba cada cinco minutos a Vandeuvres si iban a marcharse en seguida.

En el salón trataban de bailar. Daguenet se sentaba al piano, a la cómoda, según decía Nana; Mimí ejecutaba valses y polcas a medida que se los pedían. Pero el baile languidecía, las señoras hablaban entre sí, amodorradas en los sofás.

De pronto se oyó un alboroto. Once jóvenes que llegaban en bandada reían abiertamente en la antesala y se empujaban hacia la puerta del salón; salían del baile del Ministerio del Interior, en frac y corbata blanca, con rosetas de cruces desconocidas. Nana, indignada ante aquella entrada tan escandalosa, llamó a los camareros, que estaban en la cocina, y les ordenó que echasen a aquellos señores fuera, jurando que nunca los había visto.

Fauchery, Labordette, Daguenet y todos los hombres avanzaron para obligar a que respetasen a la dueña de la casa. Se cruzaron palabras gruesas y se levantaron los brazos. Por un momento dio la impresión de que se oirían bofetadas, pero un rubito de aspecto enfermizo repetía con insistencia:

—Vamos, Nana… la otra noche, en casa de Peters, en el gran salón rojo… Acuérdese: usted nos invitó.

¿La otra noche en casa de Peters? No se acordaba de nada. ¿Qué noche fue ésa? Y cuando el rubito le dijo el día, el miércoles, ella recordó haber cenado el miércoles en casa de Peters, pero no había invitado a nadie; estaba casi segura.

—Sin embargo —murmuró Labordette, que empezaba a tener sus dudas—, si los invitaste… Tal vez estuvieses un poco alegre.

Entonces Nana se echó a reír. Era posible, pero no se acordaba. En fin, ya que aquellos señores estaban allí, podían entrar. Todo se arregló y varios de los recién llegados encontraron amigos en el salón, con lo que el escándalo acabó en apretones de manos.

El rubito de aspecto enfermizo tenía uno de los apellidos más ilustres de Francia. Y anunciaron que aún vendrían más, lo que era cierto, pues a cada momento se abría la puerta, presentándose caballeros de rigurosa etiqueta que salían del baile del Ministerio.

Fauchery, burlándose, preguntó si no estaba con ellos el ministro, y Nana, ofendida, replicó que el ministro iba a casas peores que la suya. De lo que no hablaba era de su esperanza de ver entrar al conde Muffat entre aquel cortejo. Podía haber cambiado de parecer y sin dejar la conversación con Rose, espiaba la puerta.

Dieron las cinco. Ya no se bailaba. Sólo los jugadores seguían en su sitio. Labordette había cedido su puesto, las señoras volvieron al salón.

Una somnolencia de velada prolongada invadía el ambiente bajo la luz temblona de las lámparas, cuyas mechas carbonizadas enrojecían los globos. Aquellas señoras estaban en esa hora de vaga melancolía en que sienten la necesidad de contar su vida.

Blanche de Sivry hablaba de su abuelo, el general, mientras Clarisse inventaba una novela: un duque que la había seducido en casa de su tío, adonde iba a cazar jabalíes, y las dos, dándose la espalda, se encogían de hombros y preguntaban si era posible contar aquellos cuentos. Lucy Stewart, por su parte, confesaba tranquilamente su origen, y se relamía hablando de su juventud, cuando su padre, engrasador del ferrocarril del Norte, le regalaba cada domingo una tarta de manzana.

—Dejadme que os cuente —gritó bruscamente la pequeña María Blond—. Frente a mi casa vive un señor, un ruso, vaya, un hombre inmensamente rico. Pues ayer recibí un canastillo de frutas. ¡Un canastillo de frutas! Melocotones enormes, uvas así de gordas, vaya, algo extraordinario para la estación… Y en medio, seis billetes de mil… Era el ruso. Naturalmente, todo se lo devolví, pero lo sentí mucho, sobre todo por la fruta.

Las señoras se miraron unas a otras y se mordieron los labios. A su edad, la pequeña María Blond tenía mucho tupé. ¡Como si esas historias les sucedieran a las de su especie! Entre ellas se profesaban el más profundo desprecio. Sobre todo estaban celosas de Lucy, tan orgullosa con sus tres príncipes. Desde que Lucy daba todas las mañanas un paseo a caballo por el bosque, que fue lo que la lanzó, todas montaban a caballo, con la rabia en el cuerpo.

Estaba a punto de amanecer. Nana apartó los ojos de la puerta, perdiendo toda esperanza. Se aburrían a rabiar. Rose Mignon se había negado a cantar La Pantoufle, apoltronada en el sofá, hablaba en voz baja con Fauchery, mientras esperaba a Mignon, que le ganaba unos cincuenta luises a Vandeuvres. Un señor gordo y de cara seria, acababa de recitar El Sacrificio de Abraham, en un dialecto de Alsacia:

Cuando Dios jura, dice:

«Sagrado nombre mío»,

pero Isaac responde siempre:

«Sí, papá».

Pero como nadie le entendía, el romance pareció estúpido.

Nadie sabía qué hacer para divertirse, para concluir alegremente la noche. Labordette pensó si denunciar a las mujeres al oído de Héctor de la Faloise, que las iba siguiendo para ver si alguna llevaba su pañuelo en el cuello. Luego, como aún quedaban botellas de champaña en el aparador, los jóvenes se pusieron a beber nuevamente.

Entonces aquel rubito cuyo apellido era uno de los más ilustres de Francia, deseando inventar algún juego y desesperado por no encontrar nada que les divirtiese, tuvo una idea: cogió una botella de champaña y la vació en el piano. Los otros le imitaron.

—¡Oh! —exclamó Tatán Néné asombrada—. ¿Por qué echan champaña en el piano?

—¿Cómo? ¿Pero tú no sabes eso? —respondió Labordette con mucha seriedad—. No hay nada tan bueno como el champaña para los pianos. Suenan mucho mejor.

—Ah… —murmuró Tatán Néné convencida.

Y como se le rieron, se enfadó. ¿Qué iba a saber ella de esas cosas?

Decididamente aquello empeoraba. La noche amenazaba con terminar mal. En un rincón, María Blond se había enzarzado con Lea de Horn, a la que acusaba de acostarse con tipos que no tenían dinero, y de palabras muy del arroyo llegaron a los arañazos. Y Lucy, que era fea, las tranquilizó diciéndoles que unos rasguños en la cara no significaban nada, que lo que importaba era tener buena figura.

Más allá, sentados en un sofá, el agregado de una Embajada tenía un brazo sujetando a Simonne por la cintura y trataba de besarle el cuello, pero Simonne, hastiada y malhumorada, lo rechazaba cada vez con un «No me fastidies» y dándole con el abanico en la cara. Además, ninguna quería que la tocasen. ¿Acaso las tomaban por mujerzuelas? Entre tanto, Gagá, que consiguió atrapar a Héctor, casi lo tenía sobre sus rodillas, y Clarisse se zafó de dos señores y se alejó riendo nerviosamente, lo mismo que si le hiciesen cosquillas. En el piano seguían el mismo juego, estúpidamente alegres y queriendo cada uno echar dentro el champaña que le quedaba en su botella. Era una idiotez que les hacía gracia.

—Toma, vejete mío; bebe un trago… Caramba con la sed que tiene este piano… ¡Atención, aquí hay otra! Hasta la última gota.

Nana estaba de espaldas a ellos y nos les veía. Decididamente se consagraba al gordo Steiner, sentado a su lado. Pues peor para Muffat, que no quiso ir. Con su vestido de seda blanco, ligero y coquetón como una camisa, con su principio de embriaguez, pálida y mirando al suelo, se ofrecía con aire de buena muchacha. Las rosas que se había puesto en el cabello y en el corpiño se habían deshojado, y sólo quedaba el tallo. Pero Steiner retiró rápidamente la mano de sus faldas, pues acababa de pincharse con los alfileres que puso Georges. Le salieron algunas gotas de sangre, y una gota le cayó sobre el vestido y se lo manchó.

—Esto es una firma —dijo Nana seriamente.

Apuntaba el día. Una claridad dudosa, de una extremada tristeza, penetraba por las ventanas. Entonces empezó la evasión, una desbandada presidida por el malhumor y el tedio. Caroline Héquet, fastidiada por haber perdido su noche, dijo que había que irse si no se quería ver lo que no se debía ver. Rose se las daba de mujer comprometida. Siempre ocurría lo mismo con esas mujeres; no sabían comportarse y resultaban desagradables. Mignon había desplumado a Vandeuvres y el matrimonio se fue sin preocuparse de Steiner y repitiendo su invitación al periodista para el día siguiente. Entonces Lucy se negó a que la acompañase Fauchery, a quien le gritó que se fuese con su comiquilla. Al oír esto, Rose se revolvió y gruñó un «¡Cochina zorra!» entre dientes. Pero Mignon, paternal siempre ante las peleas de mujeres, y de vuelta de todo, la empujó hacia fuera, aconsejándole que no hiciese caso. Detrás de ellos, y sola, Lucy bajaba la escalera como una reina.

Después le llegó el turno a Héctor de la Faloise, a quien Gagá se tuvo que llevar, enfermo y sollozando como un chiquillo y llamando a Clarisse, quien se había ido mucho antes con sus dos señores. Simonne también había desaparecido, y no quedaban más que Tatán, Léa y María, de quienes Labordette, compadecido, tuvo que encargarse.

—Es que yo todavía no tengo sueño —repetía Nana—. Habrá que hacer algo.

Miraba al cielo a través de los cristales, un cielo lívido y con nubes de color de hollín. Eran las seis de la mañana. Enfrente, al otro lado del bulevar Haussmann, las casas, todavía dormidas, recortaban sus techumbres, húmedas bajo la ligera claridad; mientras, por la calle desierta, una cuadrilla de barrenderos se anunciaba con el ruido de sus zuecos. Y ante ese triste despertar de París, se sintió presa de un enternecimiento de chiquilla, de una necesidad de campo, de idilio, de algo suave y blanco.

—¿No lo suponéis? —dijo volviendo a Steiner—. Vais a llevarme al bosque de Boulogne, y beberemos leche.

Un gozo infantil la hacía palmotear. Sin esperar la respuesta del banquero, que naturalmente consentía, aburrido en el fondo y soñando con otra cosa, corrió a echarse una piel sobre los hombros.

En el salón ya no quedaba más que la pandilla de jóvenes, además de Steiner, pero como ya habían vertido en el piano hasta la última gota de sus copas, hablaban de irse, cuando uno de ellos se presentó triunfalmente, llevando en la mano la última botella encontrada en la despensa.

—¡Esperad, esperad! —gritó—. ¡Una botella de Chartreuse! El piano necesitaba Chartreuse, y eso lo mejorará. Y ahora, muchachos, vámonos. Somos unos idiotas.

Nana tuvo que despertar a Zoé, que dormía en una silla en el tocador. El gas seguía encendido. Zoé se estremeció mientras ayudaba a la señora a ponerse el sombrero y el abrigo.

—En fin, ya está; he hecho lo que tú querías —dijo Nana en un arranque de expansión, aliviada por haberse decidido—. Tenías razón; lo mismo da el banquero que otro.

La doncella estaba malhumorada y somnolienta. Gruñó que la señora hubiera debido decidirse la primera tarde. Luego, como la seguía, le preguntó al pasar por el dormitorio qué debía hacer con aquellos dos. Bordenave continuaba roncando. Georges, que había ido disimuladamente a hundir la cabeza en una almohada, acabó por dormirse con su ligero aliento de querubín.

Nana dijo que les dejase dormir, pero se enterneció nuevamente al ver entrar a Daguenet, quien la espiaba en la cocina y estaba muy triste.

—Vamos, mi querido Mimí; sé razonable —dijo ella cogiéndole de los brazos y besándole con toda clase de mimos—. No ha cambiado nada; sabes que siempre serás mi Mimí adorado… ¿No es cierto? Era preciso. Te juro que aún seré más amable. Ven mañana y combinaremos las horas… Anda, abrázame como tú sabes… ¡Más fuerte, más fuerte!

Y escapó para reunirse con Steiner, feliz y terca en su idea de beber leche.

En el aposento vacío quedaba Vandeuvres, solo, con el señor condecorado que recitó el Sacrificio de Abrahám, los dos clavados a la mesa de juego, sin saber dónde estaban ni viendo que era de día; Blanche mientras, decidió acostarse en un sofá, queriendo dormir.

—¿Estás ahí, Blanche? —gritó Nana—. Vamos a beber leche, querida… Ven con nosotros; a Vandeuvres lo tendrás aquí cuando volvamos.

Blanche se levantó perezosamente. La cara congestionada del banquero palideció de contrariedad ante la idea de llevarse a aquella gordinflona que sólo serviría para molestarle. Pero las dos mujeres lo tenían cogido, y repetían:

—Queremos que la ordeñen delante de nosotras.

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