Nana

Nana


Capítulo XIII

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Las duquesas la señalaban con la mirada, y las burguesas enriquecidas copiaban sus sombreros; a veces su landó, para pasar, detenía una fila de poderosos carruajes, de financieros que tenían a Europa en su caja, de ministros cuyos gruesos dedos apretaban la garganta de Francia. Y ella estaba entre aquella sociedad del Bosque ocupando un sitio considerable, conocida en todas las capitales, solicitada por todos los extranjeros, añadiendo a los esplendores de aquella muchedumbre el arrebato de su libertinaje, como la misma gloria y el agudo goce de una nación. Luego las relaciones de una noche, los continuos cambios, en los que cada mañana perdía el recuerdo, la paseaban por los grandes restaurantes, a menudo en el Madrid en los buenos días. El personal de las embajadas desfilaba, ella cenaba con Lucy Stewart, Caroline Héquet, María Blond, en compañía de señores que destrozaban el francés, pagando para que les divirtiesen, cogiéndolas para la velada con la orden de ser alegres, tan gastados y tan vacíos que ni siquiera las tocaban. Y ellas llamaban a esto «ir de juerga» y regresaban muy satisfechas de sus desdenes para terminar la noche en los brazos de un amante apetecido. El conde Muffat fingía ignorarlo, cuando ella no le arrojaba los nombres a la cara. Por otra parte, sufría mucho con las pequeñas vergüenzas de su existencia cotidiana. El hotel de la avenida de Villiers se convertía en un infierno, en una casa de locos, donde los desórdenes de cada momento conducían a odiosas crisis. Nana había llegado al extremo de pegarse con los criados. Durante un breve tiempo se mostró muy amable con Charles, el cochero; cuando ella se detenía en un restaurante, le enviaba jarros de cerveza por un camarero; le hablaba desde el interior de su landó, alegremente, encontrándole divertido en medio de los atascos de carruajes cuando él querellaba con los cocheros de alquiler. Después, sin motivo, lo trataba de idiota. Siempre se enzarzaban por la paja, por el heno y por la avena; a pesar de su cariño a los animales, encontraba que sus caballos comían demasiado. Cierto día que pasaban cuentas, como ella lo acusase de robarle, Charles se enfureció y la llamó cerda, y por supuesto que sus caballos valían más que ella, pues no se acostaban con todo el mundo. Ella le respondió en el mismo tono y el conde tuvo que separarlos y despedir al cochero. Éste fue el principio de la desbandada entre el servidumbre. Victorine y François se marcharon después de un robo de diamantes. El mismo Julien desapareció, y corría una anécdota: el propio señor conde le suplicó que se marchara, dándole una crecida suma, al descubrir que se acostaba con la señora. Cada ocho días se veían en la cocina caras nuevas. Nunca se había despilfarrado tanto; la casa era como un pasadizo por donde el desecho de las oficinas de colocación desfilaba en un concurso de saqueo. Zoé permanecía, con su aire de decencia, y su único cuidado era ordenar aquel desorden mientras no tuviese con qué establecerse por su cuenta, proyecto que maduraba desde hacía mucho tiempo. Y esto no era más que los incidentes confesables. El conde soportaba la estupidez de la señora Maloir, jugando a las cartas con ella, a pesar de su olor a rancia; aguantaba a la señora Lerat y sus chismes, a Louiset y las quejas tristes de un niño minado por la enfermedad, alguna podredumbre heredada de un padre desconocido.

Pero aún pasaba horas peores. Una tarde, detrás de una puerta, había oído a Nana contar a su doncella que un pretendido rico acababa de timarla; sí, un supuesto hombre que se decía americano, con minas de oro en su tierra; un cerdo que se había largado mientras dormía, sin dejarle un céntimo y llevándose incluso un paquete de cigarrillos, y el conde, más pálido que nunca, volvió a bajar la escalera de puntillas para no saber más. En otra ocasión se vio obligado a saberlo todo. Nana, encaprichada por un barítono de café concierto y abandonada por él, soñó con suicidarse en una crisis de sentimentalismo negro; se tragó un vaso de agua en la que había desleído un puñado de cerillas, lo cual la puso horriblemente enferma, pero no la mató. El conde tuvo que cuidarla y soportar toda la historia de su pasión, con las lágrimas y los juramentos de no fiarse nunca más de los hombres. Pero en su desprecio a esos cerdos, como ella los llamaba, no podía permanecer con el corazón libre, teniendo siempre algún amante querido bajo sus faldas, rodando tras caprichos inexplicables y gustos perversos en el abandono de su cuerpo.

Desde que Zoé se abandonaba por cálculo, la buena administración del hotel iba de cabeza, a tal punto que Muffat no se atrevía a empujar una puerta, descorrer una cortina o abrir un armario; ya no valían las habilidades, los señores se arrastraban por todas partes y tropezaban unos con otros. Ahora tosía antes de entrar, sobre todo desde que estuvo a punto de encontrar a Nana colgada del cuello de Francis una noche que se ausentó dos minutos del tocador para ordenar que enganchasen, y mientras el peluquero daba el último toque al peinado de la señora. Eran abandonos bruscos a espaldas suyas, el placer recogido en todos los rincones, vivamente, en camisa o con traje suntuoso, con el primero que llegase. Luego se reunía con él, encendida y dichosa con el engaño. Sus trampas se sucedían, abominables todas. El desdichado, en la angustia de sus celos, llegaba a estar tranquilo cuando dejaba a Nana y a Satin juntas. La habría empujado a este vicio con tal de apartarla de los hombres. Pero también por este lado todo fracasaba. Nana engañaba a Satin del mismo modo que engañaba al conde, enardeciéndose con caprichos monstruosos, recogiendo rameras en las esquinas de las calles. Cuando regresaba en coche, a veces se enamoraba de un pingajo visto en el arroyo, enardecía sus sentidos y desbordaba su fantasía, y entonces hacía que subiese, la pagaba y la despedía. Luego, con un disfraz de hombre, emprendía aventuras por casas de lenocinio, con espectáculos de desenfreno que divertían su aburrimiento. Y Satin, irritada por verse abandonada continuamente, trastornaba todo el hotel con escenas atroces; había acabado por tener dominio absoluto sobre Nana, que la respetaba.

Muffat también soñó con una alianza. Cuando no lograba imponerse, provocaba a Satin. Dos veces ella había obligado a su querida a que lo tomase; mientras él se mostraba agradecido, la advertía y se esfumaba ante ella a la menor señal. Sólo que la armonía casi no duraba. Satin también estaba cansada. Algunos días lo rompía todo; medio extenuada, se destrozaba en un frenesí de cólera y de ternezas, que incluso la embellecía. Zoé debía de entusiasmarla, porque la cogía en los rincones, como si quisiera contratarla para su gran negocio, del que aún no hablaba a nadie.

Sin embargo, al conde Muffat aún le sacudían ciertas rebeliones. Él, que toleraba a Satin desde hacía meses, que acababa de aceptar a los desconocidos, ese rebaño de hombres galopando a través de la alcoba de Nana, se irritaba ante la idea de ser engañado por alguno de su clase o simplemente por sus conocidos. Así, cuando ella le confesó sus relaciones con Foucarmont, padeció tanto que encontró la traición del joven tan abominable que quiso provocarle y batirse en duelo.

Como no sabía dónde buscar testigos para semejante asunto, se dirigió a Labordette, quien le miró estupefacto, sin poder contener la risa.

—¿Un duelo por Nana…? Pero, querido señor, todo París se burlaría de usted. Nadie se bate por Nana; es ridículo.

El conde palideció. Y dijo con violencia:

—Pues le abofetearé en plena calle.

Durante una hora Labordette trató de que razonase. Una bofetada haría odiosa la historia; por la noche todo el mundo sabría la verdadera causa del encuentro y sería la comidilla de los periódicos. Y Labordette acababa siempre con esta misma conclusión:

—Imposible, eso es ridículo.

Esta palabra caía cada vez sobre Muffat, clara y cortante como una cuchillada. Ni siquiera podía batirse por la mujer que amaba; era para soltar la carcajada. Jamás había sentido más dolorosamente la miseria de su amor, aquella gravedad de su corazón perdida en la burla del placer. Fue su última rebelión; se dejó convencer, y desde entonces asistió al desfile de los amigos, de todos los hombres que vivían allí, en la intimidad del hotel. Nana, en el espacio de algunos meses, los devoró glotonamente a unos después de otros. Las crecientes necesidades de su lujo enardecían sus apetitos, y de una dentellada dejaba a un hombre completamente limpio. Al principio tuvo a Foucarmont, que no le duró más que unos días. Él soñaba en abandonar la marina y había amasado en diez años de viajes unos treinta mil francos que quería invertir en Estados Unidos, pero hasta sus instintos de prudencia y de avaricia fueron barridos; lo dio todo, hasta firmas en pagarés de favor que comprometían su porvenir.

Cuando Nana lo echó, estaba desnudo. Pero ella se mostró muy bondadosa: le aconsejó que volviese a su barco. ¿Para qué obstinarse? Pues no tenía dinero, la cosa no era posible. Debía comprenderlo y ser razonable. Un hombre arruinado caía de sus manos como un fruto maduro, para pudrirse en tierra por sí mismo.

Nana en seguida se abatió sobre Steiner, sin repugnancia, pero sin ternura. Lo trataba de cochino judío, parecía saciar un antiguo odio, del que ni ella misma se daba cuenta. Era grueso y estúpido, y ella lo atropellaba, tragándose pedazos dobles, queriendo acabar lo más pronto posible con aquel prusiano. Él había abandonado a Simonne. Su asunto del Bósforo empezaba a peligrar. Nana precipitó el hundimiento con locas exigencias.

Durante un mes aún estuvo debatiéndose, haciendo milagros; llenaba Europa de anuncios, de prospectos, en una publicidad colosal, y conseguía dinero de los países más lejanos. Todos estos ahorros, los luises de los especuladores, como las monedas de las pobres gentes, se hundían en el abismo de la avenida de Villiers. Por otra parte, se había asociado con un maestro herrero, en Alsacia, y allá en un rincón de provincia, los obreros ennegrecidos de carbón, chorreantes de sudor, que noche y día tensaban sus músculos y oían crujir sus huesos, se afanaban para subvenir a los placeres de Nana.

Ella lo devoraba todo como una hoguera: los robos del agio y los frutos del trabajo. Esta vez concluyó con Steiner, lo devolvió al arroyo, chupado hasta la médula, tan vacío que quedó incapacitado para inventar otra nueva truhanería. Con el hundimiento de su casa de banca, tartamudeaba y temblaba ante la idea de la policía. Acababan de declararle en quiebra y la sola palabra dinero, a él que había manejado millones, le sumía en un embarazo grotesco.

Una noche, en casa de Nana, se echó a llorar y le pidió un préstamo de cien francos para pagar a su criada. Y Nana, enternecida y divertida por el fin del terrible buen hombre que pirateaba la Bolsa de París desde hacía veinte años, se los dio diciéndole:

—Te los doy porque es gracioso… Pero escucha, querido, ya no tienes edad para que te mantenga. Búscate otra ocupación.

Entonces Nana empezó inmediatamente con Héctor de la Faloise. Hacía mucho tiempo que ansiaba el honor de ser arruinado por ella, a fin de ser un perfecto elegante. Le faltaba esto, y necesitaba una mujer que lo lanzase. En dos meses todo París lo conocería y leería su nombre en los periódicos. Bastaron seis semanas. Su herencia consistía en propiedades, tierras, prados, bosques y granjas. Tuvo que vender rápidamente, sin tregua, sin respiro.

A cada bocado, Nana engullía una propiedad. Los follajes estremeciéndose al sol, el trigo maduro, las viñas doradas en setiembre, los pastos crecidos y donde las vacas se hundían hasta el vientre, todo pasaba por allí en un deglutir de abismo; incluso desaparecieron un salto de agua, una cantera de yeso y tres molinos.

Nana pasaba igual que una invasión, como una de esas nubes de langosta, cuyo vuelo de llama arrasa una provincia. Quemaba la tierra donde posaba su piesecito. Granja tras granja, pradera tras pradera, se comió la herencia, con su aire gracioso, sin advertirlo siquiera, como si entre almuerzo y cena devorase un paquete de almendras garrapiñadas puesto sobre sus rodillas.

Esto no tenía importancia, eran golosinas… Pero una noche ya no quedó más que un bosquecillo. Ella se lo tragó con gesto desdeñoso, porque para eso ni siquiera valía la pena molestarse en abrir la boca.

Héctor se reía como un idiota, chupando el puño de su bastón. Las deudas lo aplastaban, no tenía ni cien francos de renta, y se veía obligado a regresar a provincias para vivir con un tío maniático, pero esto no tenía importancia; él era un elegante, y Le Fígaro había impreso su nombre dos veces, y con el pescuezo flaco entre las puntas inclinadas de su cuello postizo, el talle ajustado bajo una chaqueta demasiado corta, se balanceaba con exclamaciones de cotorra y lasitudes afectadas de títere de madera que jamás ha sentido una emoción. Nana, a quien irritaba, acabó por pegarle.

Entretanto, Fauchery había vuelto, traído por su primo. Este desventurado Fauchery, en aquellos momentos tenía su hogar. Después de romper con la condesa, cayó en manos de Rose, quien lo usaba como un verdadero marido. Mignon seguía simplemente como mayordomo de la señora.

El periodista, instalado como dueño, mentía a Rose y adoptaba toda clase de precauciones cuando la engañaba, lleno de escrúpulos, como un buen esposo que desea vivir como es debido.

El triunfo de Nana consistió en tenerle y comerle un periódico que había fundado con el dinero de un amigo; ella no le exhibía; por el contrario, se complacía en tratarle como señor que debe ocultarse, y cuando ella hablaba de Rose, siempre decía «esa pobre Rose».

El periódico le proporcionó flores durante dos meses; ella tenía los abonados de provincias; lo cogía todo, desde la crónica hasta los ecos teatrales; luego, después de haber ahogado la redacción dislocado la administración, se mantuvo en un gran capricho: un jardín en un rincón de su hotel, que se comió la imprenta. Por lo demás, esto no pasaba de ser una broma.

Cuando Mignon, feliz por la aventura, corrió a ver si podía dejarle a Fauchery totalmente, ella le preguntó si se burlaba: un mozo sin un céntimo que sólo vivía de sus artículos y sus obras, ¡vamos, vamos! Esa tontería estaba bien para una mujer de talento como la pobre Rose.

Y desconfiando, temiendo alguna traición por parte de Mignon, que era muy capaz de denunciarles a su esposa, despidió a Fauchery, quien ya tan sólo le pagaba en publicidad.

Pero conservaba un buen recuerdo suyo, pues se habían divertido mucho juntos a costa del idiota de Héctor de la Faloise. Tal vez jamás se les hubiese ocurrido la idea de volver a verse si el placer de burlarse de semejante fatuo no les excitara. Esto les parecía algo gracioso; se abrazaban en sus narices, se corrían las grandes juergas con su dinero y hasta le enviaban de recadero al otro extremo de París para quedarse solos; luego, cuando regresaba, todo eran bromas y alusiones que él no podía comprender.

Un día, incitada por el periodista, Nana apostó que le pegaría una bofetada a Héctor, y aquella misma noche le abofeteó, y luego continuó golpeándole, encontrando aquello muy divertido, feliz al demostrar lo cobardes que eran los hombres. Nana le llamaba «su cajón de tortas», le decía que se acercase para recibir su torta, y pegaba bofetadas que le enrojecían la mano, pues no estaba acostumbrada a darlas todavía.

Héctor de la Faloise se reía con su aire extenuado y lágrimas en los ojos. Esta familiaridad le encantaba, la encontraba asombrosa.

—¿Sabes? —le dijo muy entusiasmado una noche, después de haber recibido unas cuantas bofetadas—. Deberías casarte conmigo… Nos divertiríamos los dos.

Ésta no era una frase dicha en broma. Había proyectado secretamente este matrimonio con el deseo de asombrar a todo París. El marido de Nana. ¡Vaya, vaya! ¡Qué elegancia! Una apoteosis algo excéntrica. Pero Nana le desilusionó con buenas razones.

—¿Yo? ¿Casarme contigo? ¡Estás bueno! Si esa idea me atormentase, hace tiempo que habría encontrado esposo. Y un hombre que valdría veinte veces más que tú, querido. He recibido infinidad de proposiciones. Tú cuenta: Philippe, Georges, Foucarmont, Steiner ya son cuatro, sin contar otros que no conoces. Es el estribillo de todos. No puedo mostrarme amable, porque en seguida se ponen a cantar: «Yo quiero casarme contigo, yo quiero casarme contigo…».

Se exaltaba. Luego estalló con vehemente indignación:

—¡Pues no, no quiero…! ¿Es que estoy hecha para esas cosas? Mírame bien; yo no sería Nana si me colgara un hombre a la espalda. Además, eso es demasiado sucio.

Y escupía con un gesto de asco, como si hubiese visto extenderse bajo ella toda la suciedad de la tierra.

Una noche desapareció Héctor. Ocho días después se supo que estaba en provincias, en casa de su tío, el que tenía la manía de herborizar, él le arreglaba el herbario y corría la suerte de casarse con una prima muy fea y muy devota.

Nana ni siquiera le echaba de menos. Le dijo sencillamente al conde:

—Vaya, cochinito mío, ya tienes un rival menos. Hoy debes de rebosar de júbilo… Pero es que se lo tomó en serio. Quería casarse conmigo.

Como Muffat palideciese, ella se colgó de su cuello, riendo y hundiéndole una de sus crueldades en una caricia.

—¿No es cierto? Eso es lo que te desespera a ti. Tú no puedes casarte con Nana. Cuando todos están fastidiándome con su matrimonio, tú rabias en tu rincón. ¡No es posible, hay que esperar que reviente tu mujer…! Si tu mujer reventase, qué pronto vendrías, cómo te echarías al suelo, cómo te ofrecerías así, con el gran juego de suspiros, de lágrimas y de juramentos. ¿Verdad? Querido, sí que sería bonito.

Nana había adoptado una voz dulce y hablaba con aire de zalamería feroz. Él, muy conmovido, empezó a sonrojarse devolviéndole sus besos. Entonces ella gritó:

—¡Por Dios! ¡Lo he adivinado! Ha pensado en eso, espera que su mujer reviente… Esto es el colmo. Aún es más bellaco que los otros.

Muffat había aceptado a los otros. Ahora ya sólo cifraba su última dignidad de ser el «señor» para los criados y los familiares de la casa, el hombre que, dando más, era el amante oficial. Y su pasión le devoraba. Se sostenía pagando, comprando muy caro hasta las sonrisas, incluso robándolas, y no teniendo jamás lo que por su dinero le correspondía, pero era como una enfermedad que le roía y no podía evitar padecerla.

Cuando entraba en el dormitorio de Nana, se limitaba a abrir las ventanas un momento para echar los olores de los otros, los perfumes de rubios y de morenos, las humaredas de sus cigarros, cuya acritud le sofocaba. Aquella habitación se había convertido en una encrucijada, continuamente se limpiaban las botas en su umbral, y ninguno se detenía ante la mancha de sangre a un palmo de la puerta.

Zoé seguía con una preocupación por aquella mancha, una manía de muchacha limpia, indignada al verla siempre allí, y sus ojos se fijaban en ella involuntariamente, no entrando en la alcoba de su señora sin decir:

—Qué extraño, eso no se borra… Y con la gente que pasa.

Nana, que recibía satisfactorias noticias de Georges, ahora convaleciente en las Fondettes con su madre, siempre daba la misma respuesta:

—Caramba, deja que pase el tiempo… Ya se borrará bajo las pisadas.

En efecto, cada uno de aquellos señores, Foucarmont, Steiner, Héctor, Fauchery, se habían llevado un poco de la mancha en sus suelas. Y Muffat, a quien el rastro de sangre preocupaba como a Zoé, la examinaba a pesar suyo, para leer, en su tono cada vez más borroso, la cantidad de hombres que pasaba por allí. Le tenía un miedo sordo, y siempre pasaba saltándola, con un temor repentino a aplastar alguna cosa viviente, un miembro desnudo yaciente en el suelo.

Luego, una vez allí, en aquel dormitorio, le embriagaba el vértigo.

Lo olvidaba todo, la recua de machos que la atravesaban, el luto que cerraba la puerta. Afuera, una vez en la calle, a veces lloraba de vergüenza y de indignación, jurando no volver. Pero desde el momento en que cerraba la puerta se sentía nuevamente preso, derritiéndose al tibio calor de la estancia, la carne penetrada de un perfume e invadida por un deseo voluptuoso de anonadamiento.

Él, devoto, acostumbrado a los éxtasis de las capillas ricas, encontraba igualmente sus sensaciones de creyente cuando, arrodillado bajo un vitral, sucumbía a la embriaguez de los órganos y los incensarios. La mujer le poseía con el despotismo celoso de un Dios colérico, aterrándole, dándole segundos de goce agudo, como espasmos por las horas de espantosos tormentos, de visiones del infierno y de eternos suplicios. Eran los mismos balbuceos, las mismas plegarias y las mismas desesperaciones, sobre todo las mismas humildades de una criatura maldita, aplastada por el fango de su origen. Sus deseos de hombre, sus necesidades de un alma, se confundían, parecían subir del fondo oscuro de su ser, al igual que una única expansión del tronco de la vida. Y se abandonaba a la fuerza del amor y de la fe, cuya doble palanca conmueve al mundo. Y siempre, a pesar de las luchas de su razón, aquella alcoba de Nana lo hería alocadamente y desaparecía temblando en la omnipotencia del sexo, como si se desvaneciese ante lo desconocido del vasto cielo.

Entonces, cuando lo sentía tan humilde, Nana conseguía el triunfo despótico. Ella aportaba instintivamente el frenesí de envilecer. No le bastaba con destruir las cosas; las ensuciaba. Sus manos, tan delicadas, dejaban huellas abominables, descomponían todo lo que habían roto. Y él, imbécil, se prestaba al juego con el vago recuerdo de los santos devorados por los piojos y que se comían sus excrementos. Cuando ella lo tenía en su alcoba, cerradas las puertas, se recreaba con la infamia del hombre. Al principio, habían bromeado; ella le pegaba pequeños golpes, le imponía caprichos extraños, le hacía cecear como a un niño, repitiendo finales de frases.

—Di como yo: «Y chitón, que viene el cuco».

Él se mostraba dócil hasta reproducir su acento.

—«Chitón, que viene el cuco».

O bien ella hacía el oso, a cuatro patas sobre sus pieles, en camisa, revolviéndose con gruñidos, como si quisiera devorarle; e incluso le mordía las pantorrillas, para reírse. Luego, levantándose, le ordenaba:

—Hazlo tú un poco… A que no haces el oso como yo.

Aquello aún era encantador. Ella le divertía como oso, con su piel blanca y su cabellera rojiza. Él se reía y también se ponía a cuatro patas, gruñía, le mordía las pantorrillas, mientras ella se escapaba poniendo cara de espanto.

—¡Qué necios somos!, ¿eh? —acababa diciendo ella—. No tienes idea de lo feo que estás, gatito mío. Por Dios, si te viesen en las Tullerías…

Pero estos jueguecitos en seguida se estropearon. No fue crueldad por parte de ella, pues continuaba siendo buena muchacha; aquello fue como un viento demencial que pasó y creció poco a poco en la habitación cerrada. Una extraña lujuria los descomponía, los impelía a las fantasías delirantes de la carne. Los antiguos espantos devotos de sus noches de insomnio volvieron ahora con una sed de bestialidad, un furor de ponerse a cuatro patas, de gruñir y morder. Un día, cuando él hacía el oso, ella lo empujó tan rudamente que cayó contra un mueble, y ella se echó a reír involuntariamente al verle un chichón en la frente. Desde entonces, cogido el gusto por aquellos ensayos con Héctor de la Faloise, ella lo trataba de animal, le pegaba y le perseguía a patadas.

—¡Vamos ya! ¡Vamos! Tú eres el caballo… ¡Arre, ya! ¡Sucio burro! ¿Quieres caminar?

Otras veces él hacía de perro. Ella le arrojaba su pañuelo perfumado al otro extremo de la habitación y él debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las rodillas.

—Tráemelo, «César». Espera, que voy a pegarte si te portas mal… ¡Muy bien, «César»! Obedece, sé amable, sé bonito.

Y él amaba su bajeza, saboreaba el goce de ser un animal. Y aún aspiraba a descender, gritando:

—Pega más fuerte. Guau, guau. Estoy rabioso; pega ya.

A Nana le asaltó un capricho, y le exigió que llegase una noche vestido con su traje de gala, de chambelán. Entonces sí que hubo risas y burlas cuando ella lo tuvo delante en todo su aparato, con la espada, el sombrero, los calzones blancos, el frac de paño rojo bordado en oro, llevando la llave simbólica colgada sobre su faldón izquierdo. Esta llave sobre todo era lo que más la divertía y la lanzaba a una fantasía alocada de explicaciones groseras. Riendo siempre, arrebatada por su irreverencia a las grandezas, por el gozo de envilecerle bajo la pompa oficial de aquel traje, le sacudía, le pellizcaba y le gritaba: «¡Eh, camina ya, chambelán!» y le acompañaba pateándole el trasero y esas patadas se las pegaba muy satisfecha a las Tullerías, a la majestuosidad de la corte imperial, gruñendo contra el miedo y la sumisión de todos. Esto era lo que pensaba de la sociedad. Era su revancha, un rencor inconsciente de familia, heredado con la sangre. Después, desvestido el chambelán y el traje por el suelo, le gritaba que saltase, y él saltaba; le ordenaba escupir, y él escupía; le gritó que caminase sobre el oro, sobre las condecoraciones y las águilas, y él caminó. Puf, paf, puf… Ya no había nada, todo se esfumaba. Ella destrozaba un chambelán de igual manera que rompía un frasco o una bombonera, y lo convertía en basura, en un montón de fango en el rincón de una callejuela.

Mientras tanto, los plateros habían faltado a su palabra, y el lecho no fue entregado hasta mediados de enero. Precisamente Muffat estaba en Normandía, adonde había ido a vender una última ruina; Nana exigía cuatro mil francos inmediatamente. Él no debía volver hasta el día siguiente, pero habiendo terminado su negocio apresuró el regreso, y, sin siquiera pasar por la calle Miromesnil, se dirigió a la avenida de Villiers. Eran las diez. Como tenía una llave de una puertecita que se abría a la calle Cardinet, subió libremente. Arriba, en el salón, Zoé, que limpiaba los bronces, se quedó sobrecogida, y no sabiendo cómo detenerle, empezó a contarle que el señor Venot, muy trastornado, no hacía más que buscarle desde la víspera, que había estado allí dos veces, rogándole que enviase al señor a su casa si acaso aparecía antes en casa de la señora.

Muffat la escuchaba sin comprender nada de aquella larga historia, dándose cuenta de su turbación y, preso de unos rabiosos celos, de los que no se creía capaz, se arrojó contra la puerta de la habitación, en la que oía risas. La puerta cedió, los dos batientes se abrieron, mientras Zoé se retiraba con un encogimiento de hombros. Lo que Dios quisiera. Ya que la señora se volvía loca, que se arreglase sola. Y Muffat, en el umbral, lanzó un grito ante lo que veía.

—¡Dios mío…! ¡Dios mío!

La nueva alcoba resplandecía con su lujo regio. Los cadarzos de plata sembraban de estrellas vivas el terciopelo rosa de té de las colgaduras, ese rosa de carne que el cielo toma en los hermosos anocheceres, cuando Venus se enciende en el horizonte, sobre el fondo claro del día que muere, y los cordones de oro que caían de los ángulos y los encajes de oro que enmarcaban los paños, eran como llamas tenues, cabelleras rojizas destrenzadas, cubriendo a medias la gran desnudez de la estancia, cuya voluptuosa solidez resaltaba. Luego, enfrente, estaba la cama de oro y de plata, que resplandecía con el brillo nuevo de sus cincelados; un amplio trono para que Nana pudiese extender la realeza de sus miembros desnudos, un ara de una riqueza bizantina, digna de la omnipotencia de su sexo, y donde ella, en aquel momento, se exhibía descubierta en un religioso pudor de ídolo temido. Y junto a ella, bajo el reflejo de nieve en su garganta, en medio de su triunfo de diosa, se revolcaba una vergüenza, una decrepitud, una ruina cómica y lamentable: el marqués de Chouard en camisa. El conde había juntado las manos. Sacudido por un gran estremecimiento, repetía:

—¡Dios mío…! ¡Dios mío!

Para el marqués de Chouard florecían las rosas de oro del barco, los montones de rosas de oro abiertas en los follajes de oro; para él se inclinaban los amorcillos, el grupo echado sobre el enrejado de plata, con risas de picardía amorosa, y a sus pies, el Fauno descubría para él el sueño de la ninfa ahíta de voluptuosidad, aquella figura de la Noche copiada sobre el célebre desnudo de Nana, hasta con los recios muslos que la hacían reconocible por todos.

Echado allí como un guiñapo humano, corrompido y disuelto por sesenta años de libertinaje, el marqués de Chouard era como un rincón de osario en la gloria de las carnes esplendorosas de la mujer. Cuando vio abrirse la puerta, se levantó, dominado por el espanto de un viejo chocho; aquella última noche de amor aumentaba su imbecilidad, para volver a la infancia, y no encontraba palabras; medio paralizado, tartamudeando, helado, permanecía en una actitud de huida, la camisa remangada sobre su cuerpo esquelético, una pierna fuera de las sábanas, una pobre pierna lívida, llena de pelos grises. A pesar de su contrariedad, Nana no pudo evitar reírse.

—Acuéstate ya, métete en la cama —dijo ella derribándole y enterrándole bajo las sábanas, como a una basura que no puede exhibirse.

Y saltó para cerrar la puerta. Decididamente, no tenía suerte con su cochinito. Siempre aparecía en los momentos más inoportunos. ¿Por qué se había ido a buscar dinero en Normandía?

El viejo le había traído los cuatro mil francos y ella le dejaba hacer. Empujó los batientes de la puerta y gritó.

—Pues peor. Es culpa tuya. ¿Crees que se entra así? Anda, buen viaje.

Muffat seguía clavado ante la puerta cerrada, paralizado por lo que acababa de ver. Su escalofrío aumentaba, un temblor que le subía desde las piernas hasta el pecho y la cabeza. Luego, como un árbol sacudido por un vendaval, vaciló y se abatió sobre las rodillas con el crujido de todos sus miembros. Con las manos tendidas desesperadamente, balbuceó:

—¡Es demasiado, Dios mío! ¡Es demasiado!

Lo había aceptado todo, pero ya no podía más, se sentía en el límite de sus fuerzas, en esa negrura en que el hombre pierde la razón. En un arrebato extraordinario, las manos siempre más altas, buscando el cielo, llamaba a Dios.

—¡Oh! No, no lo quiero… Ven a mí, Dios mío; socórreme, haz que muera en seguida… No, ese hombre no, ¡Dios mío! Se acabó, llévame, que no vea más, que no sienta más… Te pertenezco, Dios mío. Padre nuestro que estás en los cielos…

Y continuaba, abrasado de fe, mientras una oración ferviente se escapaba de sus labios. Pero alguien le tocó en el hombro. Era el señor Venot, sorprendido de encontrarle rezando delante de aquella puerta cerrada. Entonces, como si el mismo Dios hubiese respondido a su llamada, el conde se arrojó al cuello del vejete. Al fin podía llorar, sollozaba y repetía:

—Hermano mío… hermano mío…

Toda su humanidad doliente se aliviaba en este grito. Muffat bañaba con sus lágrimas el rostro del señor Venot, y le besaba con palabras entrecortadas.

—Hermano mío, cuánto sufro… Sólo me quedas tú, hermano mío… Llévame para siempre; por favor, llévame de aquí.

Entonces el señor Venot estrechó al conde contra su pecho. También le llamaba hermano. Pero tenía un nuevo golpe que asestarle; desde la víspera lo buscaba para comunicarle que la condesa Sabine, en un arranque de suprema locura, acababa de fugarse con uno de los jefes de sección de un gran almacén de novedades; un escándalo horrible, del que hablaba todo París. Al verle bajo la influencia de tal exaltación religiosa, consideró el momento favorable para relatarle en seguida toda la aventura, ese final llanamente trágico en el que zozobraba su casa.

El conde no se conmovió; su mujer se había marchado, y eso no le decía nada; ya se vería más tarde. Y agarrotado nuevamente por la angustia, mirando la puerta, las paredes y el techo con gesto de terror, sólo repetía esta súplica:

—Lléveme de aquí… Ya no puedo más; lléveme.

El señor Venot le sacó de allí como a un niño. Desde entonces el conde le perteneció por completo. Muffat volvía a sus estrictos deberes religiosos. Su existencia estaba aniquilada. Había presentado su dimisión como chambelán, ante los pudores revueltos de las Tullerías.

Su misma hija, Estelle, entablaba un proceso contra él por una suma de sesenta mil francos, la herencia de una tía que debió recibir al casarse. Arruinado, viviendo estrechamente con los restos de su gran fortuna, se dejaba rematar paulatinamente por la condesa, que se comía los restos desdeñados por Nana.

Sabine, corrompida por la promiscuidad de aquella ramera, lanzada a todo, presenciaría el derrumbe final, el enmohecimiento del mismo hogar. Después de varias aventuras había regresado y el conde la recibió con la resignación del perdón cristiano.

Ella lo acompañaba con una vergüenza viviente, pero él, cada vez más indiferente, llegaba a no sufrir por estas cosas. El cielo le arrebataba de las manos de la mujer para llevarle a los mismos brazos de Dios. Era una prolongación religiosa de las voluptuosidades de Nana, con los balbuceos, las plegarias y las desesperaciones, las humildades de una criatura maldita aplastada bajo el fango de su origen.

En el fondo de las iglesias, heladas las rodillas al contacto de las baldosas, volvía a encontrar sus gozos de otros tiempos, los espasmos de sus músculos y los estremecimientos deliciosos de su inteligencia, en una misma satisfacción de oscuras necesidades de su ser.

La noche de la ruptura, Mignon se presentó en la avenida de Villiers.

Se acostumbraba a Fauchery, acababa de encontrar infinitas ventajas en la presencia de un marido en casa de su esposa, dejándole al cargo de los pequeños cuidados del hogar, descansando él para una mejor vigilancia y empleando en los gastos cotidianos de la casa el dinero de sus éxitos dramáticos; y como por otra parte Fauchery se mostraba razonable, sin celos ridículos, tan complaciente como el mismo Mignon sobre las ocasiones aprovechadas por Rose, los dos hombres se entendían cada vez más, contentos con su asociación fértil en felicidades de toda especie, haciendo cada cual su agujero, uno al lado del otro, en un hogar en el que no se andaban con cumplidos. Aquello estaba regulado y marchaba muy bien, y ambos rivalizaban en pro de la felicidad común.

Precisamente Mignon iba a casa de Nana por recomendación de Fauchery, para ver si podía llevarse a su doncella, cuya gran inteligencia había apreciado el periodista; Rose estaba desolada, pues desde hacía un mes no encontraba más que criadas inexpertas, que la ponían en continuos apuros.

Como Zoé fue quien lo recibió, la empujó en seguida al comedor. A las primeras palabras la doncella sonrió. Imposible; ella abandonaba a la señora para establecerse por su cuenta, y añadía con un aire de discreta vanidad que todos los días recibía proposiciones, las señoras se la disputaban, la señora Blanche le ponía un puente de oro para que volviera a su servicio. Zoé se quedaba con el establecimiento de la Tricon; un viejo proyecto largo tiempo meditado, una ambición de fortuna en la que iba a invertir todos sus ahorros; estaba llena de ideas elevadas, soñaba con ampliar la casa, alquilar un hotel y reunir todos los atractivos; con este mismo propósito había tratado de contratar a Satin, una pequeña estúpida que se moría en el hospital de tanto como se destruía.

Mignon insistió hablándole de los riesgos que se corren con el comercio, y Zoé, sin explicarle la clase de su establecimiento, se contentó con decirle con una sonrisa, como si hubiese cogido una confitería:

—Las cosas de lujo siempre marchan… Fíjese usted, hace mucho tiempo que estoy en casa de las demás; ahora quiero que las otras estén en mi casa.

Y una ferocidad grabó sus labios; al fin ella sería «señora», tendría a sus pies, por algunos luises, a aquellas mujeres para las que limpiaba palanganas desde hacía quince años.

Mignon quiso que le anunciase, y Zoé le dejó un instante, después de decirle que la señora había pasado un día muy malo.

Sólo había estado allí una vez y no conocía el hotel. El comedor le asombró, con sus Gobelinos, con su aparador y su vajilla de plata. Abrió familiarmente las puertas, visitó el salón, el invernadero y volvió al vestíbulo, y este lujo aplastante, los muebles dorados, las sedas y los terciopelos le llenaban gradualmente de una admiración que aceleraba sus latidos.

Cuando Zoé regresó a buscarlo, le ofreció enseñarle las demás habitaciones, el tocador, el dormitorio. Entonces, en la alcoba, el corazón de Mignon estalló; estaba conmovido, con un enternecimiento de entusiasmo. Aquella condenada Nana le dejaba estupefacto, a pesar de lo que la conocía.

En medio de aquel desastre de casa, del chorreo, del galope destructor de los criados, había allí tal amontonamiento de riquezas que incluso taponaban los agujeros y desbordaban por encima de las ruinas. Y Mignon, frente a aquel magistral monumento, se acordaba de las grandes obras.

Cerca de Marsella le habían enseñado un acueducto cuyas arcadas de piedra salvaban un abismo, una obra ciclópea que costó millones y diez años de esfuerzos. En Cherburgo había visto el nuevo puerto, unas obras inmensas donde cientos de hombres sudaban al sol y las máquinas volcaban en el mar grandes piedras, levantando una muralla en la que a veces se quedaban los obreros como una papilla sangrante.

Pero todo esto le parecía pequeño; Nana le exaltaba más, y volvía a encontrar ante su obra aquella sensación de respeto sentida por él una noche de fiesta en el castillo que un almacenista se había hecho construir, un palacio cuya única materia, el azúcar, había pagado el esplendor regio.

Ella lo había hecho con otra cosa, con una pequeña necedad que daba risa; un poco de su desnudez delicada, con esa nada vergonzosa y tan poderosa, cuya fuerza levantaba el mundo; ella sola, sin obreros, sin máquinas inventadas por los ingenieros, acababa de conmover París y de construir aquella fortuna en que dormían cadáveres.

—¡Dios mío, qué instrumento! —dejó escapar Mignon en su éxtasis, con un reconocimiento de gratitud personal.

Nana había caído paulatinamente en un hondo pesar. Primero el encuentro del marqués con el conde, que la sacudió con una fiebre nerviosa, en la que casi entraba la alegría. Luego la idea de aquel viejo medio muerto que se iba en un fiacre, y su pobre cochinillo, que ya no vería más después de haberle hecho rabiar tanto, le produjo un principio de melancolía sentimental.

Después se desconsoló al enterarse de la enfermedad de Satin, desaparecida quince días antes, y a punto de morir en Lariboisière. ¡En tan mísero estado la había dejado la señora Robert!

Cuando hacía que preparasen el coche para ir a visitar una vez más a aquella basura, Zoé se le acercó tranquilamente para decirle que se despedía, avisándola con ocho días de antelación. Nana se desesperó; le parecía que perdía a una persona de su familia. ¡Dios mío!, ¿qué iba a ser de ella completamente sola?

Y suplicaba a Zoé, la cual, muy halagada por su desesperación, acabó por abrazarla para demostrar que no se marchaba enfadada con ella, pero era preciso, el corazón debía callarse ante los negocios. Aquél era el día de los fastidios. Nana, muy disgustada, ya no pensaba salir, y se consumía en su saloncito cuando Labordette subió para hablarle de una compra de ocasión, unos encajes magníficos, y, entre frases insignificantes, soltó que Georges había muerto. Nana quedó petrificada.

—¡Zizí! ¡Muerto! —exclamó.

Y su mirada, en un movimiento involuntario, buscaba en la alfombra la mancha rosa, pero al fin la mancha se había borrado con tantas pisadas. Entretanto, Labordette daba detalles: no se sabía nada cierto; unos hablaban de una herida abierta nuevamente y otros contaban que se suicidó, al arrojarse a un estanque de las Fondettes.

—Muerto, muerto… —repetía Nana.

Luego, con la garganta oprimida por un nudo desde la mañana, estalló en sollozos, y se alivió. Era una tristeza infinita, algo profundo e inmenso que la abrumaba. Labordette quiso consolarla respecto a Georges, pero ella le mandó callarse con la mano y tartamudeó:

—No es él sólo, sino todo, todo… Soy muy desdichada. Y aún dirán que soy una desvergonzada… Esa madre que se muere de pena allá abajo, y ese pobre hombre que gemía esta mañana ante mi puerta, y los otros arruinados en estos momentos, después de haberse comido su dinero conmigo… Eso es. Todo sobre Nana, todo sobre la bestia. Tengo buenas espaldas, y los oigo como si estuviera con ellos: esa condenada ramera que se acuesta con todo el mundo, que limpia a unos, que hace reventar a otros, que causa la desgracia de tantas personas…

Tuvo que interrumpirse, sofocada por las lágrimas, deshecha de dolor encima del diván, la cabeza hundida en un almohadón. Las desgracias que sentía alrededor suyo, las miserias que había cometido, la ahogaban con una ola tibia y continua de ternura, y su voz se perdía en una sorda queja de chiquilla.

—Me encuentro mal, me siento mal… No puedo más; esto me ahoga… Es demasiado duro no ser comprendida, ver cómo los demás se ponen contra una porque son los más fuertes… Sin embargo, cuando no hay nada que reprocharse, cuando se tiene la conciencia limpia… Pues no, no. ¡No!

Una rebelión surgía con su cólera. Se levantó, se enjugó las lágrimas y empezó a caminar con agitación.

—¡Pues no! Ellos dirán lo que quieran, pero no es culpa mía. ¿Acaso soy mala? Doy todo lo que tengo, no aplastaría ni una mosca… Son ellos; sí, son ellos… Jamás he querido serles desagradable. Y se han colgado de mis faldas, y ahí están, reventando, mendigando y lanzados todos a la desesperación…

Luego, deteniéndose delante de Labordette, le dio unas palmaditas en los hombros.

—A ver tú estabas aquí, di la verdad… ¿Era yo quien lo empujaba? ¿No eran siempre una docena a pelearse para inventar la más gorda porquería? Me daban asco. Yo me agarraba para no seguirlos, tenía miedo. Mira, sólo un ejemplo: todos querían casarse conmigo. ¿Eh? Vaya una porquería. Sí, querido; hubiera podido ser veinte veces condesa o baronesa si hubiese consentido. Pues siempre me negué, porque yo soy razonable… Les he evitado bajezas y crímenes… Hubieran robado, asesinado, matado a sus padres. No tenía más que decir una palabra, y no la dije… Ya ves ahora la recompensa… Es como ese Daguenet, a quien he casado; un muerto de hambre al que he dado posición después de haberlo tenido gratis durante semanas. Ayer le volví a encontrar y volvió la cabeza. ¡Vaya un cerdo! Soy menos sucia que él.

Había vuelto a andar, y ahora dio un fuerte puñetazo sobre un velador.

—Santo Dios, esto no es justo. La sociedad está mal hecha. Se acusa a las mujeres, cuando los hombres son quienes exigen las cosas… Mira, y ahora puedo decírtelo: cuando estaba con ellos, ¿comprendes? no me hacían gracia, ni placer me daban. Eso me fastidiaba, palabra de honor… Entonces, yo pregunto si tengo algo que ver con todo eso. Y me han aplastado. Sin ellos, querido, sin lo que ellos han hecho de mí, estaría en un convento rezando a Dios, porque siempre he sido religiosa… ¡Y basta! Después de todo, si han dejado su dinero y su piel, es culpa suya. Yo no tengo nada que ver.

—Sin duda —dijo Labordette convencido.

Zoé introdujo a Mignon, y Nana lo recibió sonriendo; había llorado mucho, pero ya se acabó. Mignon la felicitó por su instalación, aún enardecido por el entusiasmo, pero ella dejó traslucir que estaba harta de su hotel y que ahora soñaba con otra cosa, que lo subastaría todo «uno de estos días».

Mignon buscó un pretexto para su visita y habló de una representación a beneficio del viejo Bosc, clavado a una silla por una parálisis; ella se apiadó y se quedó dos butacas. Entonces dijo Zoé que el coche esperaba a la señora, y Nana pidió su sombrero; mientras se anudaba los lazos contó la aventura de la pobre Satin, añadiendo:

—Voy al hospital… Nadie me quiere como ella. Con razón se acusa a los hombres de falta de corazón… ¿Quién sabe? Tal vez no la encuentre más. No importa; pediré permiso para verla. Quiero abrazarla.

Labordette y Mignon esbozaron una sonrisa. Nana ya no estaba triste; sonrió igualmente, porque ellos no contaban. Y ambos la admiraron en un silencioso recogimiento mientras ella acababa de abotonarse los guantes.

Permanecía sola, de pie, en medio de las riquezas amontonadas de su hotel, con un pueblo de hombres abatidos a sus pies. Como esos monstruos antiguos, cuyo reducido dominio está cubierto de osamentas, ella ponía los pies sobre los cráneos, y la rodeaban catástrofes: la llamarada furiosa de Vandeuvres, la melancolía de Foucarmont, perdido en los mares de China; el desastre de Steiner, reducido a vivir como un hombre deshonrado; la imbecilidad satisfecha de Héctor de la Faloise, y el trágico hundimiento de los Muffat con el blanco cadáver de Georges, velado por Philippe, salido el día anterior de la cárcel. Su obra de ruina y de muerte estaba consumada; la mosca escapada de la basura de los arrabales, llevando el germen de las podredumbres sociales, había envenenado a aquellos hombres nada más posarse sobre ellos. Aquello estaba bien, era justo, había vengado a su gente, a los pordioseros y a los desheredados. Y mientras en su gloria su sexo ascendía y resplandecía sobre sus víctimas caídas, al igual que un sol que se alzase iluminando un campo de matanza, ella conservaba su inconsciencia de animal soberbio, ignorante de su obra, siempre buena muchacha. Ella seguía con sus carnes, rolliza, con buena salud y una bella alegría.

Todo esto ya no contaba, su hotel le parecía idiota, demasiado pequeño, lleno de muebles que la estorbaban. Una miseria; sencillamente, era cuestión de empezar. Así pues, soñaba con algo mejor, y salió elegantemente vestida para abrazar a Satin por última vez, limpia, sólida, renovada, como si nunca la hubiesen usado.

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