Nana

Nana


Capítulo V

Página 10 de 28

Capítulo V

Se daba en el Varietés la trigésimo cuarta representación de La Venus Rubia. Acababa de concluir el primer acto. En el saloncito de los artistas, Simonne, vestida de lavandera, estaba frente a una consola con espejo, entre las dos puertas del ángulo, que se abrían al pasillo de los camerinos. Se repasaba y se pasaba un dedo bajo los ojos para corregir su maquillaje; los mecheros de gas, a cada lado del espejo, le calentaban el cuerpo con sus chorros de luz cruda.

—¿Acaso ya ha llegado? —preguntó Prullière, que entró con su traje de almirante suizo, su gran sable, sus enormes botas y su inmensa pluma.

—¿Quién? —preguntó Simonne sin molestarse, riendo al espejo para verse los labios.

—El príncipe.

—No lo sé; ahora bajo… Pero debe venir. Viene todos los días.

Prullière se había acercado a la chimenea, frente a la consola, en la que encendieron carbón de coque; otros dos mecheros de gas tenían mucha llama. Levantó la vista, miró el reloj y el barómetro, a izquierda y derecha, que sostenían dos esfinges doradas de estilo imperio. Luego se repantigó en un amplio sillón cuyo verde terciopelo, gastado por cuatro generaciones de comediantes, amarilleaba, y allí siguió, quieto y sin mirar a ningún sitio, en la actitud indolente y resignada de los artistas habituados a esperar el momento de salir a escena.

El viejo Bosc también hizo su aparición, arrastrando los pies, tosiendo y envuelto en un viejo carrik amarillo, uno de cuyos faldones, al echárselo a un hombro, dejaba al descubierto la casaca bordada en oro del rey Dagoberto. Poco después de dejar su corona sobre el piano, sin decir nada se paseó con una expresión bondadosa, pero temblándole las manos por un principio de alcoholismo mientras su larga barba blanca daba un aspecto venerable a su cara de borracho.

Luego, cuando en medio del silencio un chaparrón azotó los cristales del ventanal que daba al patio, hizo un gesto de desagrado.

—¡Qué tiempo más cochino! —gruñó.

Simonne y Prullière no se movieron. Cuatro o cinco cuadros de paisajes y un retrato del actor Vernet amarilleaban al calor del gas. Sobre un pedestal había un busto de Potier, una de las antiguas glorias del Varietés, que miraba con ojos vacíos. En aquel instante se oyó una voz. Era Fontan, con su traje del segundo acto, un simpático muchacho vestido de amarillo y guantes del mismo color.

—¡Eh! —gritó gesticulando—. ¿No lo sabéis? Hoy es mi santo.

—Vaya —repuso Simonne, que se le acercó sonriendo, como atraída por su gran nariz—, entonces te llamas Aquiles.

—Claro, y voy a decir a la tía Bron que suba champaña después del segundo.

Hacía ya un momento que se oía el tintineo de la campanilla. Su prolongado sonido se debilitaba, luego volvió, y cuando calló la campanilla se oyó un grito subiendo y bajando la escalera y perdiéndose por los pasillos: «¡A escena, para el segundo…! ¡A escena para el segundo!». Al acercarse esa llamada, un hombrecillo pálido pasó por delante de las puertas del saloncito, donde gritó con toda la potencia de su voz cascada:

—¡A escena para el segundo!

—¿Dices champaña? —preguntó Prullière, sin que pareciese haber oído el aviso—. Tú verás.

—Yo que tú haría que trajesen café —repuso el viejo Bosc, que se había sentado en una banqueta de terciopelo verde y apoyaba la cabeza en la pared.

Pero Simonne decía que debían respetarse las pequeñas ganancias de la tía Bron. Y aplaudía entusiasmada, comiéndose con la mirada a Fontan, cuya máscara de hocico de cabra se movía en un juego incesante de ojos, nariz y boca.

—Ese Fontan… No hay como él; nadie como él.

Las dos puertas del saloncito continuaban abiertas frente al pasillo que daba a los camerinos. A lo largo de la pared amarilla, vivamente iluminada por un mechero de gas que no se veía, desfilaban rápidas siluetas de hombres vestidos, de mujeres medio desnudas y envueltas en sus chales, además de la figuración del segundo acto, los danzantes del baile popular de La Boule-Noire, y se oía, al final del pasillo, el ruido de las pisadas en los cinco peldaños de madera que bajaban al escenario. Cuando la gran Clarisse pasó corriendo, Simonne la llamó, y ella le dijo que volvería en seguida y reapareció casi inmediatamente, temblando bajo la delgada túnica y el chal de Isis.

—¡Demonios! —exclamó—, hace frío. Y yo que me he dejado el abrigo en mi cuarto.

Luego, de pie ante la chimenea, calentándose las piernas, cuyas mallas se teñían de un rosa vivo, añadió:

—El príncipe ha llegado.

—¡Ah! —exclamaron los demás con cierto interés.

—Sí, corría por eso, pues quería verlo… Está en el primer proscenio de la derecha, en el mismo del jueves. Es la tercera vez que viene en ocho días. Tiene mucha suerte esa Nana. Yo estaba en que no volvería.

Simonne iba a hablar, pero sus palabras las cortó un nuevo grito a un paso del saloncito. Era el avisador que desde el pasillo chillaba: «Ya están avisados».

—Esto comienza a animarse. ¡Tres veces! —exclamó Simonne cuando pudo hablar—. Sabed que no quiso ir a casa de ella, y se la lleva a la suya. Parece que la cosa le cuesta cara.

—Naturalmente cuando se va a la ciudad —murmuró maliciosamente Prullière, levantándose para echar al espejo una mirada de hombre adorado por las damas en los palcos.

—¡Están avisados, están avisados! —repetía la voz del avisador, cada vez más lejana, mientras recorría los pisos y los pasillos.

Entonces Fontan, que sabía qué pasó la primera vez entre el príncipe y Nana, contó la historia a las dos mujeres que estaban pegadas a él, riendo fuerte cuando se inclinaba para dar ciertos detalles. El viejo Bosc no se había movido, demostrando indiferencia. Aquellas maquinaciones no le interesaban. Acariciaba un gato rojo, hecho una bola sobre la banqueta, beatíficamente, y acabó por cogerlo con la bonachona ternura de un rey complaciente. El gato arqueaba el lomo, y luego de oler largamente la barba blanca, sin duda asqueándole el olor a cola, volvió a enroscarse en la banqueta. Bosc estaba serio y absorto.

—Eso no tiene importancia; yo de ti tomaría el champaña en vez del café; es mejor —dijo a Fontan cuando éste terminó su historia.

—¡Ha empezado! —gritó la voz desgarrada del avisador—. ¡Ha empezado, ha empezado!

El grito duró un instante. Le siguió un ruido de pasos rápidos, y por la puerta del pasillo, abierta bruscamente, entró una bocanada de música, un rumor lejano, y la puerta se cerró, oyéndose el golpe seco del batiente acolchado. De nuevo reinó una paz sorda en el saloncillo de artistas, como si estuviese a cien leguas de aquella sala donde aplaudía la muchedumbre. Simonne y Clarisse continuaban hablando de Nana. Otra que no se daba gran prisa. Todavía la noche anterior había retrasado su entrada en escena. Todos se callaron al ver que una muchacha alta acababa de asomar la cabeza, pero, viendo que se equivocaba, corrió hacia el final del pasillo. Era Satin, con un sombrero y un velo, dándose aires de gran señora en visita. «Bonita trotacalles», murmuró Prullière, que se la encontraba desde hacía un año en el café Varietés. Y Simonne contó cómo Nana, al ver que Satin era una antigua amiga de pensión, intimó con ella y trató de que Bordenave la hiciese debutar.

—Hola, buenas noches —dijo Fontan estrechando las manos a Mignon y a Fauchery, que entraban entonces.

El viejo Bosc también les alargó la mano y las dos mujeres besaron a Mignon.

—¿Está bien la sala esta noche? —preguntó Fauchery.

—¡Oh, sí! Soberbia —respondió Prullière—. No hay más que ver cómo la gozan.

—Eh, muchachos —observó Mignon—, ya os debe tocar.

Sí, en seguida. Aún estaban en la cuarta escena. Sólo Bosc se levantó con el instinto del practicón que presiente su salida. Precisamente el avisador aparecía en la puerta.

—Señor Bosc, señorita Simonne —llamó.

Simonne se echó con rapidez un abrigo de pieles sobre los hombros y salió. Bosc, sin apresurarse, fue a buscar su corona, que se colocó de un golpe en la frente: luego, arrastrando su capa y mal sostenido por sus piernas, se fue gruñendo, con gesto de hombre a quien han fastidiado.

—Ha sido muy amable en su última crónica —repuso Fontan dirigiéndose a Fauchery—. ¿Pero por qué dice que los comediantes son vanidosos?

—Sí, querido, ¿por qué dices eso? —preguntó Mignon, que descargó sus manazas sobre los flacos hombros del periodista, quien casi se dobló.

Prullière y Clarisse contuvieron la carcajada. Desde hacía algún tiempo todo el teatro se divertía con una comedia que se representaba entre bastidores. Mignon, furioso por el capricho de su esposa, vejado al ver que Fauchery no aportaba al matrimonio más que una publicidad discutible, imaginó vengarse de él colmándole de pruebas de amistad, y cada tarde, cuando lo encontraba en el escenario, lo molía a golpes como impulsado por un exceso de ternura, y Fauchery, raquítico al lado de aquel coloso, debía aceptar los manotazos sonriendo contrariado, para no enfadarse con el marido de Rose.

—Pero, muchacho; insultas a Fontan —agregó Mignon siguiendo la broma—. ¡En, guardia! Una, dos, y ahora al pecho.

Y se tiró a fondo, arreándole tal mamporro que el joven palideció y se quedó sin habla. Con un guiño, Clarisse señaló a los demás la presencia de Rose Mignon, de pie en el umbral, quien había visto la escena. Se fue derecha al periodista, como si no viese a su marido, y poniéndose de puntillas y levantando los brazos, desnudos con su traje de Bebé, le presentó la frente con gesto de infantil zalamería.

—Buenas noches, Bebé —dijo Fauchery, besándola con familiaridad.

Éstas eran sus revanchas. Mignon ni siquiera pareció notar el beso; todo el mundo besaba a su mujer en el teatro. Pero se rió, dirigiendo una ligera mirada al periodista, quien seguramente pagaría cara la bravata de Rose.

La puerta acolchada del pasillo se abrió y volvió a cerrarse, llegando al saloncito una tempestad de aplausos. Simonne volvía después de su escena.

—El tío Bosc ha causado un efecto… —exclamó—. El príncipe se tronchaba de risa, y aplaudía como los demás, como si fuera de la claque. Decidme, ¿conocéis al señor alto que está al lado del príncipe, en el proscenio? Qué hombre más guapo, más distinguido, con unas soberbias patillas.

—Es el conde Muffat —respondió Fauchery—. Sé que el príncipe, anteayer, en casa de la emperatriz, lo invitó a cenar para esta noche. Pronto habrá juerga.

—¿El conde Muffat? Nosotros conocemos a su suegro, ¿verdad, Auguste? —dijo Rose dirigiéndose a Mignon—. Ya sabes, el marqués de Chouard, que canté en su casa… Precisamente también está en el teatro. Le he visto en un palco. Vaya un viejo más…

Prullière, que acababa de encasquetarse su gran pluma, se volvió para llamarla.

—Eh, Rose; vamos.

Ella le siguió corriendo, sin concluir su frase. En aquel momento la portera del teatro, la señora Bron, pasaba por delante de la puerta con un enorme ramo de flores. Simonne preguntó bromeando si era para ella, pero la portera, sin responder, señaló con la barbilla el camerino de Nana, al fondo del pasillo. ¡Era Nana…! La cubrían de flores. Luego, cuando la señora Bron regresaba, entregó una carta a Clarisse, quien dejó escapar un reniego ahogado. ¡Otra vez el pelma de Héctor de la Faloise! Y que no la dejaba en paz. Y cuando supo que la esperaba en la portería, gritó:

—Dígale que bajaré al terminar el acto… En la cara le dejaré marcados mis cinco dedos.

Fontan se precipitó, repitiendo:

—Señora Bron, espere… Oiga, señora Bron: traiga seis botellas de champaña para el entreacto.

Pero el avisador reapareció, jadeando y repitiendo, ronco casi:

—¡Todo el mundo a escena! Usted, señor Fontan, aprisa, aprisa, dese prisa.

—Sí, sí, allá voy, tío Barillot —respondió Fontan aturdido.

Y corriendo detrás de la señora Bron, repetía:

—¿Ha entendido? Seis botellas de champaña, al saloncito, en el entreacto… Es mi santo. Soy yo quien paga.

Simonne y Clarisse se habían ido con un gran revuelo de faldas. Todo se esfumaba, y cuando la puerta del pasillo volvió a cerrarse sordamente, se oyó en el silencio del saloncito un nuevo chaparrón azotando la ventana. Barillot, un vejete pálido, empleado en el teatro desde hacía treinta años, se había acercado familiarmente a Mignon y le presentaba su tabaquera abierta, y la toma ofrecida y aceptada le daba un minuto de reposo en sus continuas carreras a través de la escalera y los pasillos de los camerinos. Aún quedaba la señora Nana, como él la llamaba, pero Nana no hacía más que su capricho y se burlaba de las multas; cuando quería retrasar su entrada, lo hacía. Él se detuvo asombrado, murmurando:

—Toma, ya está preparada… Debe saber que el príncipe ha llegado.

En efecto, Nana aparecía en el pasillo, vestida de verdulera, los brazos y el rostro blancos, y con dos placas de colorete bajo los ojos. Se limitó a saludar con un movimiento de cabeza a Mignon y a Fauchery, sin entrar.

—Muy buenas; ¿todo bien?

Sólo Mignon estrechó la mano que ella alargaba. Y Nana siguió su camino, majestuosamente, seguida por su camarera, quien, pisándole los talones, se agachaba para arreglarle los pliegues de la falda. Luego detrás de la camarera y cerrando el cortejo, marchaba Satin, procurando darse aires de gran personaje y aburriéndose a rabiar.

—¿Y Steiner? —preguntó bruscamente Mignon.

—El señor Steiner se fue ayer a Loiret —dijo Barillot, que volvía al escenario—. Creo que va a comprar por allí una finca.

—Ah, sí; ya sé: la finca para Nana.

Mignon se quedó serio. Steiner, que en otros tiempos había prometido un hotel a Rose… En fin, era preciso no enfadarse con nadie y esperar otra ocasión, si se presentaba. Abstraído en sus sueños, pero siempre superior, Mignon se paseaba de la chimenea a la consola. No quedaban más que él y Fauchery en el saloncito. El periodista, fatigado, acababa de estirarse en un gran sofá, y estaba muy tranquilo, los párpados medio cerrados ante las miradas que le echaba el otro al pasar. Cuando estaban solos, Mignon no le arreaba ni el menor guantazo, pues ¿para qué, si no había nadie que se divirtiese con la escena? Le desagradaba lo bastante para no divertirse con sus farsas de marido burlón. Fauchery, feliz por esta tregua de unos minutos, estiraba lánguidamente los pies ante el fuego, la mirada en el vacío, del barómetro al reloj. Mignon se colocó frente al busto de Potier, lo contempló sin verlo, luego volvió a la ventana, desde donde se veía el espacio sombrío del patio. Había cesado la lluvia, siguiendo un profundo silencio que aún se hacía más pesado por el mucho calor del coque y la llama de los mecheros de gas. Ni un solo ruido llegaba de los bastidores. La escalera y los pasillos parecían muertos.

Era una de esas paces ahogadas de fin de acto, cuando toda la compañía levanta en el escenario el alboroto ensordecedor de algún final mientras el saloncito vacío se adormece en un ronroneo de asfixia.

—¡Ah, maldita canalla! —gritó de pronto la voz enronquecida de Bordenave.

Acababa de llegar y ya vociferaba contra dos figurantas, que estuvieron a punto de echar abajo la escena de imbéciles que eran. Cuando descubrió a Mignon y a Fauchery, los llamó para enseñarles algo: el príncipe acababa de expresar su deseo de felicitar a Nana en su camerino durante el entreacto. Pero mientras los acompañaba hacia el escenario, pasó el regidor.

—Poned una multa a esas burras de Fernande y María —dijo furioso Bordenave.

Luego, tranquilizándose, trató de adoptar una dignidad de padre bondadoso, y después de pasarse el pañuelo por el rostro añadió:

—Voy a recibir a Su Alteza.

El telón caía en medio de una prolongada salva de aplausos. Inmediatamente hubo una desbandada en la semioscuridad de la escena, que la batería no iluminaba; los actores y figurantes se apresuraron a volver a sus camerinos mientras los maquinistas quitaban rápidamente el decorado. No obstante, Simonne y Clarisse se habían quedado en el fondo hablando en voz baja. Estando en escena y entre dos de sus réplicas, habían acordado el encuentro. Clarisse, después de pensarlo bien, prefería no ver a Héctor de la Faloise, quien no se decidía a dejarla para irse con Gagá. Simonne iría a decirle que no se pegase a una mujer de aquella manera. Claro que se lo diría.

Entonces Simonne, vestida de lavandera de ópera cómica, los hombros cubiertos con su piel, bajó la estrecha escalera de caracol con escalones sucios y paredes húmedas que conducía al cuartucho de la portera. La portería, situada entre la escalera de los artistas y la de la administración, y de derecha a izquierda protegida por una pared de vidrio, era como una gran linterna transparente en la que ardían dos llamas de gas. En un casillero se apilaban cartas y periódicos. Sobre la mesa había varios ramos de flores que esperaban al lado de platos sucios olvidados y de un viejo corpiño cuyos botones cosía la portera. Y en medio de aquel desván destartalado, los señores de mundo, enguantados y correctos, ocupaban cuatro viejas sillas de paja, con gesto paciente y sumiso, volviendo vivamente la cabeza cada vez que la señora Bron llegaba de los camerinos con alguna respuesta. Precisamente en aquel instante acababa de entregar una carta a un joven, que se apresuró a abrirla en el vestíbulo, debajo del mechero de gas, y que había palidecido ligeramente al encontrar esa frase clásica, leída tantas veces en aquel sitio: «No es posible esta noche, querido; estoy comprometida».

Héctor de la Faloise estaba en una de aquellas sillas, al fondo, entre la mesa y la estufa; parecía dispuesto a pasarse allí toda la noche, inquieto a pesar de todo, encogiendo sus largas piernas porque una recua de gatitos negros se encarnizaban en torno suyo mientras la gata, sentada sobre sus patas, le miraba fijamente con sus ojos amarillos.

—¿Es usted, señorita Simonne? ¿Qué quiere? —preguntó la portera.

Simonne le rogó que hiciese salir a Héctor, pero la señora Bron no pudo satisfacerla en seguida.

Tenía bajo la escalera, en una especie de armario empotrado, una cantina adonde iban a beber los figurantes durante los entreactos, y como en aquellos instantes había cinco o seis diablos vestidos de danzantes de La Boule-Noire, muertos de sed e impacientes, andaba un poco de cabeza.

Un mechero de gas alumbraba el armario, y se veía una mesa cubierta por una lámina de hojalata y estantes con botellas empezadas. Cuando se abría la puerta, salía un violento tufo de alcohol que se mezclaba con el olor a grasa del cuartucho y con el penetrante perfume de los ramos abandonados sobre la mesa.

—Entonces —dijo la portera cuando hubo servido a los figurantes— es al morenito de allá a quien queréis.

—No diga majaderías —contestó Simonne—. Es el delgaducho de la estufa, ese al que su gata le huele el pantalón.

Y se llevó a Héctor al vestíbulo, mientras los demás se resignaban medio sofocados y los figurantes bebían en los peldaños de la escalera, dándose pescozones con la necia jovialidad de los borrachos.

En el escenario, Bordenave la emprendía contra los tramoyistas, que no acababan nunca de retirar los decorados. Lo hacían a propósito, para que al príncipe le cayese algún rompimiento sobre la cabeza.

—Asegurad, asegurad —gritaba el jefe de tramoyistas.

Por fin subió el telón de fondo y el escenario quedó libre. Mignon, que espiaba a Fauchery, aprovechó la ocasión para reanudar sus bromazos. Le estrujó entre sus brazos, gritándole:

—¡Tened cuidado! Poco ha faltado para que os aplastasen.

Lo levantó y lo zarandeó antes de volverlo a dejar en el suelo. Ante las exageradas risas de los tramoyistas, Fauchery se puso pálido, los labios le temblaron y estuvo a punto de revolverse mientras Mignon, haciéndose el bondadoso, le arreaba unos cariñosos manotazos en los hombros capaces de partirle en dos, repitiendo:

—Es que me interesa mucho su salud, caramba. Sería bonito que le sucediera algo.

Entonces hubo un largo murmullo: «¡El príncipe, el príncipe!», y todos volvieron los ojos hacia la puertecita de la sala. No se veían más que los anchos hombros de Bordenave y su cuello de carnicero, que se inclinaba y se deshacía presentando una serie de saludos obsequiosos. Luego apareció el príncipe, alto, fuerte, barba rubia y piel rosada, con una distinción innata y cuya robustez resaltaba bajo el corte irreprochable de su levita. Detrás de él seguían el conde Muffat y el marqués de Chouard. Aquel rincón del teatro estaba oscuro y el grupo se desvanecía en medio de grandes sombras móviles. Para hablar a un hijo de rey, al futuro heredero de un trono, Bordenave había adoptado una voz de exhibidor de osos, temblorosa y falsamente emocionada. Repetía:

—Si Su Alteza se digna seguirme… Si Su Alteza se dignase pasar por aquí… Tenga cuidado Su Alteza…

El príncipe no se apuraba lo más mínimo, sino al contrario; muy interesado, se retrasaba observando las maniobras de los tramoyistas.

Acababan de bajar un rastrillo, y la batería de gas, suspendida en sus mallas de hierro, iluminaba la escena con una larga raya de claridad. Muffat, que nunca había visto ni los bastidores de un escenario, estaba muy asombrado, sintiendo cierto malestar, una vaga repugnancia mezclada de miedo. Levantaba los ojos hacia la bóveda, en donde otros rastrillos, cuyos mecheros habían bajado, semejaban constelaciones de estrellitas azuladas en medio de aquel caos del telar y de cuerdas de todos los tamaños, de las pasarelas y los telones colgados como inmensas sábanas puestas a secar.

—¡Cargad! —gritó de pronto el jefe de tramoyistas.

Fue preciso que el mismo príncipe previniera al conde. Bajaban un telón. Se colocaba el decorado del tercer acto, la gruta del monte Etna. Unos hombres colocaban los mástiles en los laterales, otros iban a recoger los bastidores de las paredes del escenario y los ataban a los mástiles con fuertes cuerdas. En el fondo, para producir la llamarada que arrojaba la fragua ardiente de Vulcano, un técnico había fijado un candelabro, del que encendió los mecheros protegidos con cristales rojos. Aquello era una confusión, una apariencia de atropello, en la cual estaban regulados hasta los menores detalles, mientras que, en medio de aquel apresuramiento, el apuntador, para estirar las piernas, paseaba de un lado a otro.

—Su Alteza me honra —decía Bordenave sin dejar de inclinarse—. El escenario no es grande y hacemos todo lo que podemos… Ahora, si Su Alteza se digna seguirme…

El conde Muffat se dirigía hacia el pasillo de los camerinos, pero la pendiente bastante pronunciada del escenario le había sorprendido, y su inquietud provenía de aquel piso que se movía bajo sus pies, pues por las aberturas se percibía el gas de los fosos; era un vacío subterráneo, con las profundidades de la oscuridad, las voces de los hombres y tufos de bodega.

Pero cuando subía le detuvo un incidente: dos jovencitas vestidas para el tercer acto hablaban ante un ojo del telón. Una de ellas ensanchaba el ojo con los dedos para ver mejor, y buscaba en la sala.

—Ya lo veo —dijo bruscamente—. ¡Qué hocico!

Escandalizado, Bordenave se contuvo para no pegarles una patada en el trasero. Pero el príncipe sonreía, dichoso y excitado por haber oído aquello, envolviendo con la mirada a la jovencita, que no prestaba la menor atención a Su Alteza y se reía con descaro. No obstante, Bordenave se llevó de allí al príncipe y le decidió a seguirle. El conde Muffat, sudoroso, acabó por quitarse el sombrero, y lo que más le incomodaba era la pesadez del aire, que extremaba el calor, y olía la pintura de los bastidores, la peste del gas, la cola de los decorados, la suciedad de los rincones oscuros y el dudoso olor de los figurantes. Por el pasillo aún aumentaba el sofoco; la acidez de las aguas de tocador y el perfume de los jabones le cortaban la respiración. Al pasar, el conde echó un vistazo al hueco de la escalera, y al levantar la cabeza bruscamente sintió la ola de luz y de calor que le caía sobre la nuca. Arriba había un ruido de palanganas y un rumor de risas y llamadas, una serie de portazos que dejaban paso a aromas de mujer y al almizcle de los afeites mezclados a la rudeza leonada de las cabelleras. Y no se detuvo, apresurando su marcha, casi huyendo, mientras se llevaba a flor de piel el estremecimiento producido por aquella ardiente brecha que le mostraba un mundo ignorado hasta entonces.

—¡Qué curioso es un teatro por dentro! —decía el marqués de Chouard, encantado como un hombre que está en su casa.

Pero Bordenave ya había llegado al camerino de Nana, en el fondo del pasillo. Levantó tranquilamente el pestillo de la puerta y, apartándose, dijo:

—Si Su Alteza desea entrar…

Un grito de mujer sorprendida se oyó al instante, y vieron que Nana, desnuda hasta la cintura, escapaba a esconderse tras una cortina mientras su camarera, que la secaba, permanecía con la toalla en las manos.

—¡Es una bestialidad entrar así! —protestó Nana escondida—. No entren; ¿no ven que no se puede entrar?

Bordenave pareció disgustarse por aquella huida.

—Venid aquí, querida; eso no es nada —dijo—. Se trata de Su Alteza. Vamos, no seáis chiquilla.

Y como ella se negaba a aparecer, todavía sorprendida pero riéndose, él añadió con voz áspera y paternal:

—Por Dios, Nana… Estos señores saben muy bien cómo está hecha una mujer. No se os van a comer.

—Yo no aseguraría tanto —dijo finamente el príncipe.

Todo el mundo se rió de una manera exagerada, para halagarle. Una frase exquisita, muy Parisiense, como observó Bordenave. Nana no respondía; la cortina se movía y sin duda se decidía. Entonces el conde Muffat, rojas las mejillas, se puso a examinar el cuarto.

Era una habitación cuadrada, baja de techo y forrada por una tela de color habano claro. La cortina era de la misma tela, sostenida por una varilla de latón, que protegía una especie de gabinete. Dos amplias ventanas se abrían sobre el patio del teatro, a tres metros o más de una pared sucia, contra la cual, en la oscuridad de la noche, los cristales proyectaban cuadros amarillos. Un gran espejo giratorio quedaba frente a un tocador de mármol blanco, adornado con una gran cantidad de frascos y botes de cristal para los aceites, las esencias y los polvos.

El conde se acercó al espejo, muy encarnado y con finas gotas de sudor brillándole en la frente; bajó la vista y fue a colocarse delante del tocador, pareciendo que la palangana llena de agua jabonosa, los pequeños frascos de marfil y las esponjas húmedas le llamaban la atención. Aquel vértigo que había sentido en su primera visita a casa de Nana, en el bulevar Haussmann, le invadía nuevamente. Bajo sus pies, sentía hundirse la espesa alfombra del camerino; los mecheros de gas, que ardían en el tocador y junto al espejo, le silbaban en las sienes. Por un momento temió desfallecer ante aquel olor a mujer que volvía a encontrar, caldeado y multiplicado por aquel techo bajo; se sentó en el borde del sillón acolchado que había entre las dos ventanas, pero se levantó en seguida para volver al tocador, sin mirar nada, con los ojos hacia el vacío, pensando en un ramillete de nardos que se habían marchitado en otros tiempos en su dormitorio y que estuvo a punto de matarle. Cuando los nardos se descomponen, exhalan un olor humano.

—¡Apresúrate! —murmuró Bordenave, asomando la cabeza por detrás de la cortina.

El príncipe escuchaba complacido al marqués de Chouard, quien, cogiendo del tocador la pata de liebre, explicaba cómo se esparcía la crema blanca. En un rincón, Satin, con su rostro virginal, contemplaba a los señores, mientras la camarera, Jules, preparaba las mallas y la túnica de Venus.

Jules carecía de edad, con su rostro apergaminado y sus rasgos inmóviles, de solterona que nadie ha conocido joven. Se había disecado en el ambiente caldeado de los camerinos, en medio de los muslos y los pechos más célebres de París. Vestía un eterno traje negro, desteñido, y sobre su corpiño plano y sin sexo, un puñado de alfileres clavados en el sitio del corazón.

—Les pido perdón, señores —dijo Nana apartando la cortina— pero me han sorprendido.

Todos se volvieron. No se había acabado de vestir, pues sólo se había abotonado un pequeño corpiño de percal que apenas le ocultaba el pecho.

Cuando aquellos señores la hicieron huir, se estaba quitando rápidamente su traje de verdulera. Por la espalda, el pantalón todavía dejaba asomar un poco de camisa. Y con los brazos desnudos, los hombros descubiertos y la punta de sus senos al aire en su adorable juventud de rubia llenita, seguía sosteniendo la cortina con una mano, como para cerrar nuevamente a la menor impertinencia.

—Sí, he sido sorprendida, pues nunca me atrevería… —balbuceó, simulando confusión, con rosados matices en el cuello y sonrisas forzadas.

—Vamos, pero si estáis muy bien —aseguró Bordenave.

Ella aún arriesgó ademanes vacilantes de ingenua, moviéndose como si le hiciesen cosquillas, y repitiendo:

—Su Alteza me hace un gran honor… Ruego a Su Alteza que me excuse si le recibo así.

—Soy yo el inoportuno —dijo el príncipe— pero no pude, señora, resistir el deseo de felicitarla.

Entonces, tranquilamente, para ir al tocador, pasó en pantalón entre aquellos señores, que le dejaron paso. Tenía las caderas muy amplias e hinchaban el pantalón; con el pecho hacia delante, se inclinaba y saludaba con su fina sonrisa. De pronto pareció reconocer al conde Muffat, y le tendió la mano amistosamente. Luego le reprendió por no haber asistido a su cena.

Su Alteza se dignó bromear con Muffat, que tartamudeaba, estremecido por haber tenido un segundo en su ardiente mano aquella manita fresca por las aguas del tocador.

El conde había cenado fuerte con el príncipe, que era gran comilón y mejor bebedor, y estaban un poco alegres, pero se mantenían muy dignos. Muffat, para ocultar su turbación, no encontró más que una frase sobre el calor.

—¡Por Dios, qué calor hace aquí! ¿Cómo podéis, señora, vivir con esa temperatura?

Y la conversación iba a continuar así cuando se oyeron gritos en la puerta del camerino. Bordenave abrió la mirilla enrejada como la de un convento. Era Fontan, seguido de Prullière y de Bosc, con botellas bajo los brazos y varias copas en las manos. Fontan repetía a gritos que era su fiesta y que él pagaba el champaña. Nana, con una mirada, consultó al príncipe, y, naturalmente, Su Alteza no quería molestar a nadie y se consideraría muy dichoso. Pero sin esperar el permiso, Fontan entraba repitiendo ceceante:

—Yo, no borracho; yo, pagar el champaña…

De pronto vio al príncipe, pues no sabía que estuviese allí, y se detuvo inmediatamente para adoptar un aire de solemnidad bufona, diciendo:

—El rey Dagoberto está en el pasillo y solicita brindar con Su Alteza Real.

El príncipe sonrió, encontrando aquello encantador. No obstante, el camerino resultaba pequeño para tanta gente. Fue preciso amontonarse; Satin y la señora Jules en el fondo, contra la cortina, y los hombres apretados en torno a Nana, medio desnuda. Los tres actores aún llevaban sus trajes del segundo acto, y mientras Prullière se quitaba su sombrero de almirante suizo, cuya gran pluma no hubiera cabido bajo el techo, Bosc, con su casaca púrpura y su corona de hojalata, se afirmaba sobre sus piernas de borracho y saludaba al príncipe, como un monarca que recibe al hijo de un poderoso vecino. Las copas estaban llenas, y se brindó.

—Brindo por Vuestra Alteza —dijo majestuosamente el viejo Bosc.

—¡Por el ejército! —añadió Prullière.

—¡Por Venus! —gritó Fontan.

Complaciente, el príncipe balanceaba su copa. Esperó, saludó tres veces y murmuró:

—Señora… almirante… caballero…

Y bebió de un trago. El conde Muffat y el marqués de Chouard le imitaron. Allí no se bromeaba; era como en la corte. Aquel mundo de teatro prolongaba el mundo real, en una farsa seria, bajo el vaho ardiente del gas.

Nana, olvidada de que estaba en pantalón y con un cabo de la camisa fuera, representaba a la gran señora, la reina Venus, abriendo sus saloncitos a los personajes del Estado. A cada frase soltaba las palabras Alteza Real, hacía convencidas reverencias y trataba a los disfrazados Bosc y Prullière como soberano cuyos ministros le acompañaban. Y nadie se reía de aquella extraña mezcla, de aquel verdadero príncipe, heredero de un trono, que se bebía el champaña de un comiquillo, muy a gusto en aquel carnaval de dioses, en aquella mascarada de realeza, en medio de un mundo de camareras y de prostitutas, de farsantes de teatro y de exhibidores de mujeres. Bordenave, entusiasmado por la puesta en escena, soñaba con las entradas que vendería si Su Alteza consintiera en aparecer de aquella manera en el segundo acto de La Venus Rubia.

—A ver —gritó en tono familiar—. Voy a hacer que bajen mis mujercitas.

Nana no quiso, pero perdía el dominio de sí misma. Fontan la atraía con su grotesca máscara. Se rozaba con él y lo envolvía en una mirada de mujer embarazada que tenía el capricho de comer algo vulgar de repente lo tuteó:

—¡Vamos, sirve, animal!

Fontan volvió a llenar las copas, y se bebió repitiendo los mismos brindis.

—¡Por Su Alteza!

—¡Por el ejército!

—¡Por Venus!

Pero Nana exigió silencio con un ademán. Levantó su copa muy alto y dijo:

—No, no, por Fontan. ¡Es la fiesta de Fontan! ¡Por Fontan, por Fontan!

Entonces se bebió por tercera vez y se aclamó a Fontan. El príncipe, que había observado cómo Nana se comía al cómico con la mirada, saludó a éste diciéndole muy cortésmente.

—Señor Fontan, bebo por su éxito —mientras, la levita de Su Alteza limpiaba por detrás el mármol del tocador.

Era como un fondo de alcoba, como un estrecho cuarto de baño, con el vapor de la palangana y de las esponjas y el penetrante perfume de las esencias mezclándose con el embriagador y agridulce champaña.

El príncipe y el conde Muffat, entre los cuales estaba aprisionada Nana, tenían que levantar las manos para no rozarle las caderas o los senos al menor gesto. Y sin una gota de sudor, la señora Jules esperaba con su rigidez acostumbrada, mientras Satin, asombrada en su afán por ver a un príncipe y a unos señores de frac alternando con unos disfrazados cerca de una mujer desnuda, pensaba que las gentes elegantes no eran tan limpias como imaginaba.

Pero por el pasillo se acercaba el tintineo de la campanilla del tío Barillot, y cuando apareció en la puerta del camerino, se quedó parado al ver a los tres actores todavía con la ropa del segundo acto.

—¡Oh! señores, señores —balbuceó—. ¡Dense prisa; acaban de llamar en el vestíbulo del público!

—Bah —repuso tranquilamente Bordenave—. El público esperará.

No obstante, después de nuevos saludos y como las botellas estaban vacías, los comediantes subieron a vestirse. Bosc, habiendo mojado su barba en champaña, acabó por quitársela, y bajo aquel disfraz venerable reapareció su semblante estragado y pálido y de viejo actor entregado a la bebida. Se le oyó al pie de la escalera diciéndole a Fontan con su voz aguardentosa, hablando del príncipe:

—¿Qué? Lo he asombrado.

No quedaban en el camerino más que Nana, Su Alteza, el conde y el marqués. Bordenave se había ido con Barillot, recomendándole que no llamase sin advertir a la señora.

—Señores, me permiten —pidió Nana, pasándose pomada por los brazos y el rostro, que ella cuidaba con esmero para el desnudo del tercer acto.

El príncipe se sentó en el sofá con el marqués de Chouard, sólo el conde Muffat siguió en pie. Los dos vasos de champaña, en medio de aquel calor sofocante, habían aumentado su embriaguez. Satin, viendo a los señores encerrarse con su amiga, creyó discreto desaparecer detrás de la cortina, y esperó allí, sentada sobre una maleta, mientras la señora Jules iba y venía tranquilamente, sin una palabra ni una mirada.

—Ha cantado maravillosamente su parte —comentó el príncipe.

Entonces se entabló la conversación, pero con frases breves cortadas por silencios. Nana no podía contestar siempre. Después de untarse de pomada manos, brazos y rostro, extendía la crema blanca con la punta de un pañuelo. En un momento en que dejó de mirarse al espejo, sonrió y miró al príncipe.

—Su Alteza me halaga —murmuró.

Era una tarea complicada, que el marqués de Chouard seguía con un gesto de beatífico gozo. Luego, dijo:

—La orquesta, ¿no podría poner la sordina? Os cubre la voz, y es un crimen imperdonable.

Esta vez Nana no se volvió. Había cogido la pata de liebre, y se la pasaba ligeramente, aunque tan inclinada sobre el tocador que la blanca redondez de su pantalón resaltaba y se estiraba, con el pedazo de camisa. Pero quiso mostrarse sensible al cumplido del anciano, y se inclinó, destacándose más sus caderas.

Siguió un silencio. La señora Jules advirtió un descosido en la pierna derecha del pantalón. Se sacó un alfiler de los que parecía que tenía clavados en el corazón, se puso de rodillas, y arregló el descosido, que llegaba hasta el muslo de Nana, quien sin fijarse en ella se cubría de polvos de arroz, evitando empolvarse las mejillas. Pero como el príncipe decía que si ella iba a cantar a Londres toda Inglaterra acudiría a aplaudirla, Nana sonrió amablemente y se volvió a él, con la mejilla izquierda completamente blanca y en medio de una nube de polvo. Luego se puso repentinamente seria, pues aún tenía que ponerse carmín. De nuevo con el rostro pegado al espejo, untaba un dedo en un tarro y se pasaba el colorete bajo los ojos y lo extendía suavemente hasta las sienes. Los señores se callaban, muy respetuosos.

El conde Muffat aún no había abierto los labios. Pensaba en su juventud. Su habitación de niño fue totalmente fría.

Más tarde, a los dieciséis años, cuando besaba a su madre todas las noches, hasta en su sueño sentía la frialdad de aquel beso. Un día, al pasar cerca de una puerta entreabierta, vio a una sirvienta que se lavaba, y fue el único recuerdo que le turbó desde su pubertad a su matrimonio. Luego encontró en su esposa una estricta obediencia a los deberes conyugales, por los que sentía una especie de devota repugnancia. Creció y envejeció ignorando la carne, sometido a las rígidas prácticas religiosas y habiendo regulado su vida bajo los preceptos y las leyes. Y ahora bruscamente lo metían dentro de aquel camerino de actriz, delante de una mujer desnuda. Él, que jamás había visto a la condesa Muffat poniéndose las ligas, asistía a los detalles íntimos del tocador de una mujer, en medio de aquella serie de tarros y de frascos, en medio de aquel olor tan fuerte y tan dulce. Todo su ser se revolvía; la lenta posesión con que Nana lo envolvía desde hacía algún tiempo le espantaba, recordándole sus lecturas piadosas y los relatos de posesiones diabólicas con que habían envenenado su infancia. Creía en el diablo. Nana, confusamente, era el diablo, con sus risas, con sus senos y sus caderas, hinchadas de vicio. Pero se prometía ser fuerte. Sabría defenderse.

—Entonces, estamos de acuerdo —decía el príncipe muy a gusto en el sofá—; vendrá el año próximo a Londres, y la recibiremos muy bien, tan bien que ya no volverá a Francia… ¡Ah! mi querido conde, no hacéis mucho caso de estas bonitas mujeres. Nosotros os las quitaremos todas.

—Eso no le molestará —repuso maliciosamente el marqués de Chouard, que era un poco audaz en la intimidad—. El conde es la virtud personificada.

Al oír hablar de su virtud, Nana le miró tan intencionadamente que Muffat sintió una viva contrariedad. Aquel gesto le sorprendió y le molestó contra sí mismo. ¿Por qué la idea de ser virtuoso le molestaba delante de aquella mujer? Le habría pegado. Pero Nana, queriendo coger un pincel, lo dejó caer, y al agacharse ella, él se precipitó, sus alientos se encontraron y los cabellos sueltos de Venus rodaron sobre sus manos. Fue un gozo mezclado de remordimientos, uno de esos placeres de católico que el miedo al infierno aguijonea en el pecado.

En aquel momento se oyó la voz del tío Barillot detrás de la puerta:

—Señora, ¿puedo llamar? La sala se impacienta.

—En seguida —respondió tranquilamente Nana.

Había impregnado el pincel en un tarro de crema negra, y con la nariz pegada al espejo, cerrando el ojo izquierdo, se lo pasó suavemente por las cejas.

Muffat, detrás de ella, miraba. La veía en el espejo, con sus hombros redondos y sus senos ahogados en una sombra rosa. Y no podía, a pesar de sus esfuerzos, apartar la vista de aquel rostro, cuyo ojo cerrado hacía tan provocador, lleno de hoyuelos, como rebosante de deseos. Cuando Nana cerró el ojo derecho y se pasó el pincel, él comprendió que era su esclavo.

—Señora —gritó de nuevo la voz ronca del avisador—, están pateando y acabarán por romper las butacas. ¿Puedo avisar?

—¡Qué pesado! —contestó Nana, irritada—. Llame si quiere, y si no estoy lista, que esperen.

Se calmó y añadió con una sonrisa, mientras se volvía hacia aquellos señores:

—Vedlo: ni siquiera se puede hablar un minuto.

Ahora ya había terminado con los brazos y el rostro, y seguidamente se añadió, como si uno de sus dedos fuese un pincel, dos trazos de carmín en los labios. El conde Muffat aún se sintió más turbado, seducido por la perversión de los polvos y los afeites, preso del deseo desordenado de aquella juventud pintada, la boca demasiado roja en el rostro excesivamente blanco, los ojos agrandados por círculos negros y provocativos, como sedientos de amor. Entre tanto, Nana pasó un instante al otro lado de la cortina para ponerse las mallas de Venus, después de quitarse el pantalón. Luego, tranquila en su impudor, apareció desabrochándose su pequeño corpiño de percal, presentando los brazos a la señora Jules, quien le pasó las cortas mangas de la túnica.

—Rápido, que se enfadan —murmuró Nana.

El príncipe, con los ojos entornados, observó como experto las curvas turgentes de sus senos, mientras el marqués de Chouard hacía un involuntario movimiento de cabeza. Muffat, para no ver nada más, miró la alfombra. Venus estaba lista, con sólo aquella gasa en los hombros. La señora Jules daba vueltas alrededor suyo con su aspecto de viejecita de madera, con ojos vacíos y claros, y ágilmente iba sacando alfileres de la almohadilla inagotable que parecía adosada a su corazón asegurando la túnica de Venus y rozando las carnosas desnudeces con sus manos secas, sin un recuerdo y como desinteresada de su sexo.

—Ya está —dijo Nana mientras se miraba por última vez en el espejo.

Bordenave regresaba inquieto, diciendo que el tercer acto había empezado.

—Sí, sí; allá voy —replicó ella—. Lo que son las cosas; siempre soy yo quien espera a los demás.

Los señores salieron del camerino, pero no se despidieron, pues el príncipe había manifestado su deseo de ver el tercer acto entre bastidores. Al quedar sola, Nana miró extrañada a uno y otro lado, preguntando:

—¿Pero dónde está?

Buscaba a Satin. Cuando la encontró detrás de la cortina, sentada sobre la maleta, Satin le respondió tranquilamente:

—Comprenderás que no quería molestarte con todos esos hombres.

Y añadió que ahora se marchaba, pero Nana la retuvo. ¡Qué tonta era, si ya Bordenave consentía en contratarla! Lo resolverían después del espectáculo. Satin dudaba. Había demasiadas complicaciones, y aquel no era su mundo. No obstante, se quedó.

Cuando el príncipe descendía la escalerilla de madera, un ruido extraño, juramentos ahogados y pataleos de lucha estallaron al otro lado del escenario. Era una historia que inquietaba a los artistas que esperaban la réplica.

Hacía un momento que Mignon, bromeando nuevamente, atacó con sus caricias a Fauchery. Acababa de inventar un jueguecito: le daba papirotazos en la nariz para espantarle las moscas, según decía. Naturalmente que el juego divertía mucho a los artistas, pero de pronto Mignon espoleado por su éxito, se pasó de rosca y le soltó al periodista una bofetada, una verdadera y contundente bofetada. Esta vez fue demasiado lejos. Delante de aquella gente, Fauchery no podía aceptar riendo semejante golpe. Y los dos hombres, dejando de fingir, lívidos y con el rostro estallando de odio, se agarraron del cuello. Rodaron por el suelo, detrás de un bastidor, y se trataban con insultos el uno al otro.

—¡Señor Bordenave, señor Bordenave! —corrió a decir el regidor, asustado.

Bordenave le siguió, después de excusarse ante el príncipe. Cuando vio en el suelo a Fauchery y a Mignon, hizo una mueca de hombre contrariado.

Verdaderamente elegían una buena oportunidad, con Su Alteza al otro lado del escenario y toda la sala para oírles. Para colmo de males, llegaba Rose Mignon jadeante, en el preciso instante de su salida a escena. Vulcano le lanzaba su réplica, pero Rose se quedó estupefacta al ver a sus pies a su marido y a su amante, que se golpeaban, se estrangulaban, rodando, tirándose de los cabellos y con las levitas blancas de polvo. Le cortaban el paso; incluso un tramoyista tuvo que detener el sombrero de Fauchery en el momento en que el endiablado sombrero rodaba hacia el escenario. Vulcano, mientras, inventaba frases para distraer al público y daba una nueva réplica. Rose, inmóvil, seguía contemplando a los dos hombres.

—¡Pero no mires más! —le rugió furioso Bordenave en la nuca—. ¡Vamos, vamos ya! Éste no es asunto tuyo. Retrasas tu entrada.

Ir a la siguiente página

Report Page