Nana

Nana


Capítulo VII

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Capítulo VII

Tres meses más tarde, en una noche de diciembre, el conde Muffat se paseaba por el pasaje de los Panoramas. El atardecer había sido muy suave, y un chaparrón acababa de llenar el paisaje con una oleada de gente.

Había allí un desfile pesado y lento, apretujado entre las tiendas. Estaban bajo los cristales blanqueados de reflejos, por una violenta claridad y una sucesión de luces, de globos blancos, de linternas rojas, de transparentes azules, de cornisas de gas, de relojes y de abanicos gigantes con rasgos de llama, ardiendo en el aire, y la mezcolanza de los escaparates, el oro de los joyeros, los cristales de los confiteros, las sedas claras de los modistas, brillando tras la pureza de los vidrios, en medio del foco de luz cruda de los reflectores, mientras que, entre el batiburrillo pintarrajeado de las muestras, un enorme guante de púrpura, a lo lejos, parecía una mano sangrante, cortada y atada a una manga amarilla.

Lentamente, el conde Muffat había subido hasta el bulevar. Echó una mirada a la calzada y luego volvió sobre sus pasos, arrimándose a las tiendas. Un aire húmedo y cálido dejaba un vapor luminoso en el estrecho pasadizo. A lo largo de las baldosas, mojadas por el gotear de los paraguas, sonaban los pasos continuamente, sin rumor de voces.

Los paseantes, codeándose a cada vuelta, se examinaban, con cara silenciosa y descolorida por el gas. Entonces, para escapar de aquellas curiosidades, el conde se situó delante de una papelería, y contempló con la mayor atención un muestrario de pisapapeles, de bolas de cristal en las cuales flotaban paisajes y flores.

No veía nada; sólo pensaba en Nana. ¿Por qué acababa de mentirle una vez más? Aquella mañana le había escrito para que no la molestase por la noche, pretextando que Louiset estaba enfermo y que ella pasaría la noche en casa de su tía, cuidándolo. Pero él, recelando, se había presentado en su casa y por el portero supo que precisamente la señora acababa de salir para su teatro. Esto le asombraba, porque ella no trabajaba en la nueva obra. ¿Por qué, pues, aquella mentira, y qué podía hacer ella en el Varietés aquella noche?

Empujado por un paseante, el conde, inconscientemente, abandonó los pisapapeles y se encontró delante de un escaparate de juguetería, mirando con su aire distraído una colección de carteras y petacas, que en un rincón tenían la misma golondrina azul.

Ciertamente, Nana había cambiado. En los primeros tiempos, después de regresar del campo, lo enloquecía cuando le besaba la cara, y la frente y las patillas, con sus arrumacos de gata, jurándole que era su perro querido y el único hombrecito que adoraba.

Ya no le tenía miedo a Georges, retenido en las Fondettes por su madre. Quedaba el gordo Steiner, a quien pensaba reemplazar, pero sobre el cual no se atrevía a provocar una explicación. Sabía que de nuevo estaba en extraordinarios apuros de dinero, casi a punto de ser denunciado en la Bolsa, agarrándose a los accionistas de las Salinas de las Landas, procurando hacer soltar su último dividendo. Cuando lo encontraba en casa de Nana, ésta le explicaba, con palabras razonables, que no quería echarlo a la calle como a un perro después de lo que había gastado por ella.

Luego, desde hacía tres meses el conde vivía en medio de tal aturdimiento sensual que, fuera de la necesidad de poseerla, no veía nada muy claro. Era el despertar tardío de su carne, una glotonería de chiquillo que no le dejaba lugar para la vanidad ni para los celos. Sin embargo, una sensación precisa llamaba su atención: Nana se volvía menos amable y ya no le besaba más en la barba. Esto le inquietaba, y se preguntaba qué tenía ella que reprocharle, como hombre que desconoce a las mujeres.

No obstante, creía que contentaba todos sus caprichos. Y siempre volvía a la carta de aquella mañana, a aquella complicada mentira, con el único fin de pasar la velada en su teatro.

Tras un nuevo empujón de la muchedumbre, había atravesado el pasaje y se rompía la cabeza ante el vestíbulo de un restaurante, los ojos fijos en una alondra desplumada y en un gran salmón que había en el escaparate. Por fin pareció arrancarse de este espectáculo. Se sacudió, levantó los ojos y vio que eran cerca de las nueve. Nana estaría a punto de salir y le exigiría la verdad.

Caminó acordándose de las veladas pasadas en aquel pasaje, cuando acudía a recogerla a la puerta del teatro. Todos los establecimientos le resultaban familiares, reconocía los olores en aquel ambiente cargado de gas, sentía las emanaciones fuertes del cuero de Rusia, los perfumes de la vainilla subiendo del sótano de la chocolatería, los vahos de almizcle despedidos por las puertas abiertas de las perfumerías.

No obstante, no se atrevía a detenerse delante de los rostros pálidos de las señoras de los mostradores, que le miraban plácidamente, como persona conocida. Por un momento pareció estudiar la fila de ventanillas redondas que había encima de los almacenes, como si las viese por primera vez entre el hacinamiento de muestras. Luego volvió a subir hasta el bulevar, donde se detuvo un minuto.

La lluvia ya no caía más que como un polvillo fino, cuyo frescor, al mojarle las manos, le calmaba. Ahora pensó en su esposa, que estaba cerca de Macon, en un castillo en el cual su amiga, la señora de Chezelles, se encontraba muy enferma desde el otoño; los coches, sobre la calzada, rodaban en medio de un río de barro, y pensó que el campo estaría abominable con aquel tiempo.

Pero de pronto se apoderó de él la inquietud y volvió al calor sofocante del pasaje, caminando a grandes zancadas entre los paseantes; pensó que si Nana desconfiaba, podía escaparse por la galería de Montmartre.

Entonces el conde se puso al acecho en la misma puerta del teatro. No le gustaba esperar en aquel extremo del pasillo. Temía que le reconociesen. Era en la esquina de la galería del Varietés y de la galería Saint-Marc, un rincón oscuro con tiendas lóbregas: una zapatería sin clientela, almacenes de muebles polvorientos y un gabinete de lectura ahumado, somnoliento, cuyas lámparas encapuchadas dormitaban por la noche en una claridad verdosa, y allí no había más que señores elegantemente vestidos y pacientes, que rodaban entre lo que abunda en una entrada de artistas, borracheras de tramoyistas y guiñapos de figurantas. Frente al teatro sólo había un mechero de gas, en un globo deslustrado, iluminando la puerta.

Muffat tuvo la idea, por un instante, de preguntar a la señora Bron; luego temió que Nana, prevenida, se le escapase por el bulevar. Reemprendió su marcha, resuelto a esperar aunque le echasen fuera para cerrar las verjas, como ya le había ocurrido otras dos veces; la idea de tener que dormir solo le oprimía el corazón de angustia.

Cada vez que alguna muchacha sin sombrero y algún hombre con ropa sucia salían y le miraban, volvía a colocarse delante del gabinete de lectura, donde, entre dos carteles pegados a un cristal, veía el mismo espectáculo: un viejecito, tieso y perdido en la inmensa mesa, en medio de la mancha verde de la lámpara y leyendo un periódico verde sostenido con sus manos verdes.

Unos minutos antes de las diez, otro señor, un alto y apuesto tipo rubio, muy enguantado, también se paseó por delante del teatro. Entonces, ambos, a cada vuelta, se miraban de soslayo y con desconfianza. El conde llegaba hasta la esquina de las dos galerías adornada con un alto espejo, y allí, al verse reflejado, la cara seria, el porte correcto, sentía una vergüenza mezclada de miedo.

Dieron las diez. De golpe, Muffat pensó que le era muy fácil saber si Nana estaba en su camerino. Subió los tres peldaños, atravesó el pequeño vestíbulo estucado de amarillo, y luego salió al patio por una puerta que sólo se cerraba con pestillo. A aquella hora, el patio, angosto, húmedo como el fondo de un pozo, con sus retretes apestosos, su fuente, el hornillo de cocina y las plantas que la portera amontonaba, estaba anegado de un vapor negro; pero salía luz de las ventanas que había en las dos paredes; abajo, el almacén de accesorios y el retén de bomberos; a la izquierda, la administración, y a la derecha y arriba, los camerinos de artistas.

A lo largo de aquel pozo eran como bocas de horno abiertas a las tinieblas. El conde en seguida vio los cristales del camerino iluminados en el primer piso, y, tranquilo, feliz, olvidó sus angustias mirando hacia arriba, desde el grasiento lodo y el hedor de aquella parte trasera de una vieja casa Parisiense. Grandes gotas caían desde una gotera abierta. Una franja de gas que salía de la ventana de la señora Bron amarilleaba un extremo del pavimento musgoso, la parte baja de una tapia comida por las aguas del vertedero, un rincón de basuras amontonadas en cubos viejos y barreños rotos y donde verdeaba en un tiesto un enclenque bonetero. Se oyó gruñir una falleba y el conde escapó. Seguramente Nana descendería. Se acercó otra vez al gabinete de lectura; en la sombra adormecida, manchada por una claridad de lamparilla, el viejecito no se había movido y su perfil continuaba hundido en su periódico.

Siguió caminando. Ahora su paseo lo empujaba más lejos; atravesaba la galería grande, seguía la galería del Varietés hasta la Feydeau, desierta y fría, hundida en una oscuridad lúgubre, y regresaba, cruzando por delante del teatro, torcía en la esquina de la galería Saint-Marc y se arriesgaba hasta la galería Montmartre, donde una máquina de cortar azúcar le llamaba la atención en una tienda de ultramarinos. Sin embargo, a la tercera vuelta, el temor de que Nana se escapase a espaldas suyas, le hizo perder el respeto humano. Se plantó igual que el señor rubio delante del mismo teatro, cambiaron una mirada de humildad fraternal, encendida por un resto de desconfianza sobre una posible rivalidad.

Varios tramoyistas que salieron a fumar su pipa en el entreacto los empujaron sin que uno ni otro se quejasen. Tres mujerzuelas mayores, mal peinadas y con el vestido sucio, aparecieron en el umbral mordisqueando unas manzanas y escupiendo las pepitas; ellos inclinaron la cabeza y siguieron soportando el descaro de sus miradas y la crudeza de sus palabras, salpicados, manchados por aquellos tipejos que encontraban divertido echárseles encima y empujarlos.

Justamente entonces Nana bajaba los tres peldaños, y se quedó pálida al ver a Muffat.

—Ah, es usted… —balbuceó.

Las figurantas, que se reían, tuvieron miedo al reconocerla, y se quedaron plantadas en fila, con el gesto humilde y serio de sirvientas sorprendidas por la señora cuando cometen una maldad. El alto señor rubio se había apartado, tranquilizado y a la vez triste.

—Bien, deme usted el brazo —repuso Nana con impaciencia.

Se fueron despacio. El conde, que había preparado sus preguntas, no sabía qué decirle, y fue ella quien en seguida soltó su historia: había estado en casa de su tía hasta las ocho, y luego, viendo que Louiset se encontraba mucho mejor, tuvo la ocurrencia de ir un momento al teatro.

—¿Por algún asunto importante? —preguntó él.

—Sí, una nueva obra —respondió ella después de dudar—. Querían mi opinión.

Comprendió que ella mentía, pero la sensación tibia de su brazo, apoyado en el suyo, le dejaba sin fuerzas. Ya no sentía rencor ni cólera por su larga espera, y su único cuidado era conservarla, ahora que ya la tenía. Al día siguiente trataría de saber lo que ella había ido a hacer en su camerino.

Nana, siempre dudosa, visiblemente presa de esa lucha interior de la persona que trata de reponerse y tomar una decisión, se detuvo al doblar la esquina de la galería del Varietés, ante el escaparate de una tienda de abanicos.

—Mira —murmuró ella—, qué bonito ese varillaje de nácar con plumas.

Luego, en un tono de indiferencia preguntó:

—¿Me acompañas a casa?

—Sin duda —dijo él asombrado— ya que tu hijo está mejor.

Nana lamentó haber contado aquella historia. Tal vez Louiset sufría una nueva crisis, y habló de regresar a Batignolles, pero como él se ofrecía para acompañarla, no insistió. Por un momento sintió la indignación callada de la mujer que se ve atrapada y debe mostrarse amable. No obstante, se resignó y decidió ganar tiempo, pues con tal de que se deshiciese del conde hacia medianoche todo se arreglaría según su deseo.

—Es verdad que estás soltero esta noche —murmuró ella—. Tu mujer no regresa hasta mañana por la mañana, ¿no es eso?

—Sí —respondió Muffat un poco molesto al oírla hablar familiarmente de la condesa.

Pero ella insistió, preguntando la hora del tren, queriendo saber si iría a esperarla a la estación. Volvió a reducir el paso, como muy interesada por las tiendas.

—Mira —exclamó deteniéndose nuevamente ante una joyería— ¡qué hermoso brazalete!

Nana adoraba el pasaje de los Panoramas. Aquélla era una pasión que conservaba desde sus más tiernos años: le gustaba el oropel de los artículos de París, las joyas falsas, el cinc dorado, el cartón imitando cuero. Cuando pasaba por allí no podía apartarse de los escaparates, como en la época en que arrastraba sus zuecos de mocosa, olvidándose de todo ante las golosinas de una pastelería, oyendo tocar el organillo en una tienda vecina, y sobre todo dominada por el gusto chillón de las baratijas económicas, de los estuches de concha de nuez, de los capachos de los traperos, de las columnas de Vendôme y de los obeliscos con termómetros.

Pero aquella noche estaba demasiado preocupada, y miraba sin ver. La aburría aquello de no saberse libre, y en su revuelta sorda, surgía la furiosa necesidad de hacer una tontería. ¡Bonita ganga tener hombres de posición! Acababa de comerse al príncipe y a Steiner con sus caprichos de chiquilla, sin que supiese por dónde había pasado el dinero.

Su apartamento del bulevar Haussmann ni siquiera estaba completamente amueblado; sólo el salón, tapizado en raso rojo, desentonaba por demasiados adornos y demasiado lleno. Ahora los acreedores la atormentaban más que en otros tiempos, cuando no tenía un céntimo, y eso la sorprendía mucho, pues ella se tenía por un modelo de economía.

Desde hacía un mes, aquel ladrón de Steiner apenas encontraba mil francos los días en que ella le amenazaba con echarle fuera si no se los llevaba. En cuanto a Muffat, era un idiota; ignoraba lo que se daba en aquellos casos y ella no podía tacharle de avaro. ¡Con qué placer habría mandado a paseo a toda esa gente si no se hubiese repetido continuamente sus máximas de buena conducta! Tenía que ser razonable; Zoé se lo decía todas las mañanas, y ella misma tenía presente, como un recuerdo religioso, la visión regia de Chamont, engrandecida y evocada sin cesar. Y por eso, a pesar de un temblor de cólera reprimida, se hacía la sumisa dando el brazo al conde, yendo de un escaparate a otro, en medio de los paseantes, cada vez más escasos.

Fuera del pasaje el pavimento estaba seco. Un viento fresco que penetraba en la galería barría el aire cálido de las vitrinas, espantando a los farolillos de colores, a los rastrillos de gas, al abanico gigante, y quemándolo todo como un fuego artificial. Un camarero apagaba los globos en la puerta de un restaurante, y en las tiendas vacías y flamantes, las señoras del mostrador parecían dormir inmóviles y con los ojos abiertos.

—¡Oh, qué bonito! —repuso Nana ante el último escaparate, retrocediendo unos pasos para enternecerse con una galguita de bizcocho, una pata levantada ante un nido oculto entre rosas.

Al fin abandonaron el pasaje y ella no quiso subir en coche. El tiempo era muy bueno, dijo, y como nada les urgía, sería agradable regresar caminando. Después, al llegar al café Anglais, se le ocurrió que quería comer ostras, con el pretexto de que no había comido nada desde la mañana a causa de la enfermedad de Louiset. Muffat no se atrevió a contrariarla, pero como todavía no se exhibía con ella en público, pidió un reservado, andando rápido a lo largo de los pasillos. Ella lo seguía como mujer que conocía la casa, y entraron en un reservado que el camarero ofrecía con la puerta abierta, y al mismo tiempo, de un salón vecino, del que salía un alboroto de risas y gritos, surgió bruscamente un hombre. Era Daguenet, quien exclamó:

—¡Si es Nana!

El conde se metió en el acto en el reservado, cuya puerta quedó entreabierta, pero cuando su hombro desaparecía, Daguenet guiñó un ojo, añadiendo en tono burlón:

—Caramba, los coges en las Tullerías.

Nana sonrió, y se llevó un dedo a los labios para rogarle que callase. Le veía muy animado, y no dejaba de serle grato el encuentro, pues aún le guardaba un rincón de ternura a pesar de su ruindad de no reconocerla cuando acompañaba a señoras decentes.

—¿Qué es de ti? —preguntó ella en tono amistoso.

—Me vuelvo formal. De veras, pienso casarme.

Ella se encogió de hombros con gesto compasivo. Pero él, bromeando, siguió diciendo que no era vida aquello de ganar en la Bolsa lo justo para regalar unos ramos de flores a las mujeres. Sus trescientos mil francos le habían durado dieciocho meses, y quería ser práctico: se casaría con una buena dote y acabaría siendo perfecto, como su padre.

Nana sonreía, todavía incrédula. Indicó el saloncito con un movimiento de cabeza.

—¿Con quién estás ahí?

—Con una pandilla —dijo él, olvidando sus proyectos en una ráfaga de embriaguez—. Figúrate que Léa nos cuenta su viaje a Egipto. Tiene mucha gracia. Sobre todo la historia de cierto baño…

Y contó la anécdota. Nana se retrasaba a su gusto. Habían concluido por apoyarse, uno frente al otro, de espaldas en las paredes del pasillo. Los mecheros de gas ardían bajo el techo de escasa altura, y un vago olor a cocina dormía entre los pliegues de los cortinajes. A veces, para entenderse cuando el alboroto del salón aumentaba, debían acercar sus rostros.

Cada veinte segundos, un camarero cargado de platos encontraba el pasillo obstaculizado, y los separaba. Pero ellos, sin interrumpirse, se apartaban como paredes tranquilas y volvían a hablar igual que si estuvieran en su casa, en medio de aquel ruido de comensales y de los empujones del servicio.

—Mira —murmuró él señalando la puerta del reservado por el que había desaparecido Muffat.

Los dos miraron. La puerta tenía ligeros estremecimientos, como si el viento la sacudiese. Luego, con una lentitud extremada, se cerró sin el menor ruido. Rieron sin que se oyese su risa. Al conde no le haría mucha gracia aquello, allí dentro y solo.

—A propósito —preguntó ella— ¿has leído el artículo de Fauchery sobre mí?

—Sí, «La mosca de oro» —respondió Daguenet—. No te hablaba de él temiendo molestarte.

—Molestarme, ¿por qué? Es muy largo el artículo.

Y ella se sintió halagada de que se ocupase de su persona Le Fígaro. Sin las explicaciones de su peluquero, Francis, que le había llevado el periódico, ni siquiera habría comprendido que se trataba de ella. Daguenet la observaba con atención, sonriendo burlonamente. Pero puesto que ella estaba contenta, todo el mundo debía estarlo.

—Con permiso —pidió un camarero que los separó, llevando en las manos una bombona helada.

Nana había dado un paso hacia el saloncito donde la esperaba Muffat.

—Adiós, adiós —repuso Daguenet—. Anda con tu cornudo.

Ella se detuvo nuevamente.

—¿Por qué le llamas cornudo?

—Porque es cornudo, caray.

Nana volvió atrás, apoyándose otra vez en la pared, muy interesada.

—Ah… —dijo simplemente.

—¿Cómo? ¿No lo sabías? Su mujer se acuesta con Fauchery, querida… Eso debió de empezar en el campo. Hace un momento que me ha dejado Fauchery, cuando venía aquí, y sospecho que tiene una cita en su casa para esta noche. Creo que han inventado un viaje.

Nana permaneció muda, sofocada por la emoción.

—Me lo suponía —dijo al fin, golpeándose los muslos—. Lo adiviné nada más verla, la otra vez, en la carretera. Sí, es posible que una mujer honrada engañe a su marido, ¡y con ese pelagatos de Fauchery! Lo que le enseñará…

—Bah —murmuró Daguenet malicioso—. No se trata de ningún experimento. Tal vez ella sepa tanto como él.

Entonces ella exclamó indignada:

—¡Qué asco de mundo! Eso es demasiado sucio.

—Perdón —gritó un camarero cargado de botellas, separándolos.

Daguenet la atrajo hacia sí y la retuvo un instante de la mano. Había adoptado su voz metálica, una voz de notas armoniosas que tenía éxito con las mujeres.

—Adiós, querida… Sabes que te sigo amando.

Ella se desprendió, sonriendo, ahogadas sus palabras en una tempestad de gritos y bravos que hacían temblar la puerta del salón.

—Tonto, eso concluyó… Pero no importa. Sube uno de estos días; charlaremos.

Luego, poniéndose más seria y en un tono de burguesa indignada, agregó:

—¿Conque es cornudo…? Eso, querido, es muy aburrido. A mí siempre me ha empalagado un cornudo.

Cuando al fin entró en el reservado, vio a Muffat sentado en un estrecho sofá, con aire resignado, pálido y las manos temblorosas. No le hizo ningún reproche. Ella, turbada, vacilaba entre la piedad y el desprecio. ¡Pobre hombre, a quien una infame mujer engañaba tan indignamente! Tenía deseos de echársele al cuello, para consolarle. Pero, por otro lado, era justo, porque él era idiota con las mujeres; eso le enseñaría. No obstante, la piedad pudo más. No le abandonó después de comerse las ostras, como se había prometido. Apenas permanecieron un cuarto de hora en el café Anglais, y regresaron al bulevar Haussmann. Eran las once; antes de medianoche habría encontrado un buen medio para despedirlo sin brusquedad.

Por prudencia, en la antesala, le ordenó a Zoé:

—Lo esconderás y le recomendarás que no haga ruido si el otro sigue conmigo.

—¿Pero dónde lo meto, señora?

—Escóndelo en la cocina. Es lo más seguro.

Muffat, en la habitación, se quitaba la levita. Ardía un buen fuego. Siempre la misma alcoba, con sus muebles de palisandro, sus colgaduras y sus sillas de damasco bordado con grandes flores azules sobre fondo gris. Por dos veces Nana había soñado renovarla, la primera en terciopelo negro y la segunda en raso blanco y con rosas enlazadas, pero desde que Steiner consentía, el dinero que eso costaría lo exigía para comer. Sólo tuvo el capricho de una piel de tigre delante de la chimenea, y de una lamparilla de cristal, colgada del techo.

—Ya no tengo sueño y no me acuesto —dijo Nana cuando se encerraron.

El conde la obedecía con una sumisión de hombre que ya no teme ser visto. Su único cuidado era no enojarla.

—Como quieras —murmuró.

No obstante, aún se quitó los botines antes de sentarse frente al fuego.

Uno de los placeres de Nana consistía en desvestirse ante el espejo de su armario, en el que se veía de pies a cabeza. Dejaba caer hasta la camisa; luego, totalmente desnuda, se olvidaba de lo demás y se contemplaba largamente. Era una pasión de su cuerpo, un arrobamiento por la tersura de su piel y la línea ondulante de su talle, y se quedaba alelada, y absorta en un amor a sí misma. Con frecuencia el peluquero la encontraba así, sin que ella volviese la cabeza. Entonces Muffat se enfadaba y ella se sorprendía.

¿Qué le importaba? Aquello no era para los demás, sino para ella.

Aquella noche, queriéndose contemplar mejor, encendió las seis velas de los apliques, pero cuando dejaba resbalar la camisa, se detuvo, preocupada desde hacía un momento con una pregunta que tenía en la punta de la lengua.

—¿No has leído el artículo del Fígaro? El periódico está sobre la mesa.

La risa de Daguenet le volvía a la memoria, y la asaltaba cierta duda. Si ese Fauchery la había criticado, se vengaría.

—Dicen que trata de mí el artículo —repuso ella afectando un aire indiferente—. ¿Qué opinas tú, querido?

Y soltando su camisa, esperando que Muffat acabase la lectura, permaneció desnuda.

Muffat leía lentamente. La crónica de Fauchery, titulada La mosca de oro, era la historia de una muchacha nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, la sangre viciada por una larga herencia de miseria y embriaguez, que en ella se transformaba en una degradación nerviosa de su sexo. Había crecido en un arrabal, en el arroyo Parisiense, y alta, hermosa, de carne soberbia como planta de estercolero, vengaba a los indigentes y a los abandonados, a los cuales pertenecía. Con ella, la podredumbre que se dejaba fermentar en el pueblo ascendía y pudría a la aristocracia. Ella se convertía en una fuerza de la naturaleza, en un fermento de destrucción, sin quererlo ella misma, corrompiendo y desorganizando París entre sus muslos de nieve. Y al final del artículo aparecía la comparación de la mosca, una mosca de color de sol y envuelta en basura, una mosca que tomaba la muerte de las carroñas toleradas a lo largo de los caminos y que, zumbando, bailando, lanzando brillos de joya, envenenaba a los hombres con sólo ponerse sobre ellos, en los palacios que invadía entrando por las ventanas.

Muffat levantó la cabeza, con los ojos fijos, mirando al fuego.

—¿Y qué? —preguntó Nana.

Pero no respondió. Pareció que quería releer la crónica. Una sensación de frío recorría su espalda desde la nuca. Aquella crónica estaba escrita diabólicamente, con un cabrioleo de frases, una exageración de palabras imprevistas y de reproches barrocos. No obstante, quedó impresionado por una lectura que de golpe le acababa de despertar todo lo que no quería remover desde hacía unos meses.

Entonces levantó la mirada. Nana se había absorbido en su arrobamiento de sí misma. Inclinaba el cuello, mirando con atención en el espejo un pequeño lunar que tenía encima de la cadera derecha, y se lo tocaba con la punta de un dedo, haciéndolo resaltar más, sin duda porque lo encontraba gracioso y bonito en aquel sitio… Luego estudió otras partes de su cuerpo, divertida y dominada por sus curiosidades viciosas de chiquilla. Siempre la sorprendía el contemplarse; tenía el aspecto asombrado y seducido de una muchacha que descubre su pubertad… Lentamente abrió los brazos para destacar su busto de Venus mórbida, doblando la cintura para examinarse de frente y de espalda, deteniéndose en el perfil de sus senos y en las redondeces fugitivas de sus muslos. Y acabó por recrearse en el singular juego del balanceo, a derecha e izquierda, las rodillas separadas y el talle girado sobre sus riñones, con el estremecimiento continuo de una almea bailando la danza del vientre.

Muffat la contemplaba. Ella le daba miedo. El periódico había caído en sus manos. En aquel minuto de visión clara, se despreciaba. Eso era: en tres meses ella había corrompido su vida, y ya se sentía viciado hasta la médula por suciedades que jamás habría sospechado. Todo iba a pudrirse en él en aquellos momentos. Y por un instante tuvo conciencia de su mal, vio la desorganización aportada por aquel fermento: él envenenado, su familia deshecha, y un rincón de la sociedad que crujía y se desvanecía. Y, no pudiendo apartar los ojos, la miró con fijeza y trató de saciarse con la visión de su desnudez.

Nana no se movía. Un brazo tras la nuca y una mano cogiendo la otra, echaba hacia atrás la cabeza, separando los codos. Muffat veía de soslayo sus ojos entornados, su boca entreabierta y su rostro ahogado en una risa amorosa, y por detrás, su mata de cabellos rubios destrenzada que le caía sobre la espalda como la melena de una leona. Doblada y el flanco tendido, mostraba sus riñones sólidos, sus senos duros de guerrera y los músculos fuertes bajo la blancura satinada de la piel. Una línea fina, apenas ondulada por el hombro y la cadera, la recorría desde uno de sus codos a los pies.

Muffat seguía con la vista aquel perfil tan tierno, aquellas fugas de carne rubia, ahogándose en sus luminosidades doradas, en aquellas redondeces donde la llama de las bujías ponía reflejos de seda.

Pensaba en su antiguo horror a la mujer, al monstruo de la Escritura: lúbrica, oliendo a fiera.

Nana era velluda; una pelusa rubia le dejaba un cuerpo de terciopelo, mientras que en su torso y en sus muslos de hembra, en los relieves carnosos cruzados de pliegues profundos, que daban al sexo el velo turbador de su sombra, había la bestia. Era una bestia de oro, inconsciente como una fuerza y cuyo solo aroma envilecía al mundo. Muffat continuaba mirando, obsesionado, poseído, hasta el punto de que habiendo cerrado los párpados para no ver más, el animal reapareció en el fondo de las tinieblas, agrandado, terrible, exagerando su postura. Ahora permanecería allí, delante de sus ojos, en su carne, para siempre.

Nana se apelotonaba sobre sí misma. Un estremecimiento de ternura pareció recorrer todos sus miembros; con los ojos húmedos, se encogía, como para sentirse mejor. Luego, separando las manos, las deslizó a lo largo de sus flancos, hasta los senos, que oprimió en un ademán nervioso. Y arrogante, se fundía en una caricia de todo su cuerpo, frotándose las mejillas, a derecha e izquierda, contra sus hombros, con mimo gatuno. Su boca golosa soplaba sobre sí el deseo. Alargó los labios, se besó largamente junto a una axila, riendo a la otra Nana, que, como ella, también se besaba en el espejo.

Entonces Muffat exhaló un suspiro fatigado y largo. Ese placer solitario le exasperaba. Bruscamente se sintió arrebatado como por un fuerte viento. Cogió a Nana entre sus brazos, en un arranque de brutalidad, y la arrojó sobre la alfombra.

—Déjame —gritó ella—; me haces daño.

Él tenía conciencia de su derrota; la sabía estúpida, soez y embustera, y la quería, aunque estuviese envenenada.

—¡Qué bruto! —exclamó furiosa cuando dejó que se levantase.

No obstante, se calmó. Ahora se iría. Después de ponerse una camisa de noche con encajes, se sentó en el suelo, delante del fuego. Era su sitio preferido. Al preguntarle de nuevo a Muffat sobre la crónica de Fauchery, él contestó con vaguedad, deseando evitar una escena. Además, ella declaró que a Fauchery se lo pasaba por cierta parte. Luego cayó en un largo silencio, pensando en el medio de despedir al conde. Quería encontrar una manera amable, porque en el fondo era una buena muchacha, y le molestaba disgustar a las personas, sobre todo cuando ese era cornudo, idea que concluyó por enternecerla.

—Entonces —dijo al fin—, ¿mañana esperas a tu esposa?

Muffat se había estirado en un sillón, con aire adormilado y los miembros laxos. Dijo sí con un gesto. Nana le contemplaba, seria y cavilando. Sentada sobre una pierna, se cogía el otro pie con las manos y maquinalmente le daba la vuelta de un lado a otro.

—¿Hace tiempo que estás casado?

—Diecinueve años.

—Ya… ¿Y tu mujer es amable? ¿Os lleváis bien?

Él se calló. Luego, con tono distante, le dijo:

—Sabes que te he rogado que no hables nunca de esas cosas.

—¡Vaya! ¿Y por qué no? —replicó Nana molesta—. No me comeré a tu mujer hablando de ella, puedes estar seguro… Querido, todas las mujeres valemos lo mismo…

—Te ruego que no vuelvas a hablarme, en el sentido que lo has hecho otras veces, de las mujeres honradas —dijo el conde con cierta dureza—. ¡Tú no la conoces!

Al oír esto, Nana se irguió sobre sus rodillas:

—Que no las conozco… ¡Pero ni siquiera son limpias tus mujeres honradas! No lo son. Me haces reír con tus mujeres honradas. No me exasperes, ni me obligues a decirte cosas de que luego me arrepentiría.

El conde, por única respuesta, masculló sordamente una injuria. A su vez, Nana se puso blanca, de puro pálida y le contempló algunos instantes sin hablar. Después, con su voz clara:

—¿Qué harías —le preguntó—, si tu mujer te engañase?

Muffat hizo un gesto amenazador.

—Bien, ¿y si te engañase yo?

—Oh, tú —murmuró él, encogiéndose de hombros.

Verdaderamente Nana no tenía mal fondo. Desde las primeras palabras, resistía al deseo de espetarle la verdad y llana. Hubiera preferido decírselo amistosa y tranquilamente. Pero, al fin, él la exasperaba, y era cosa de acabar.

—Entonces pequeño —repuso ella—, no sé qué diablos estás haciendo aquí… Desde hace dos horas me estás abrumando… Vete, vete a buscar a tu mujer, que está engañándote con Fauchery… Sí, precisamente, calle Taitbout, esquina a la calle de Provence… ¡Ya ves que te doy las señas!

Después triunfante, viendo a Muffat ponerse en pie con la vacilación de un buey aturdido por un golpe de maza:

—¡Si las mujeres honradas se dedican a birlarnos nuestros queridos, buenas están vuestras mujeres honradas!

Pero no pudo proseguir. Con un movimiento terrible, el conde la derribó en tierra, y levantando el pie, quería aplastarle la cabeza para hacerla callar. Por un momento, Nana tuvo un miedo atroz. Muffat, ciego como un loco, se había puesto a recorrer la habitación.

Entonces, el silencio que reinó, la lucha que le agitaba, la conmovieron hasta hacerle verter lágrimas. Experimentaba un remordimiento moral, y acurrucándose ante el fuego, intentó consolarle:

—Te juro, querido mío, que creí que lo sabías. A no ser así, ten la seguridad de que no se hubiera hablado de ello… Además, quizás no sea verdad. Yo nada afirmo. Me lo han dicho; la gente charla; pero eso ¿qué prueba? ¡Haces mal en encolerizarte! ¡Si yo fuese hombre, maldito el caso que haría de las mujeres! Las mujeres tanto las más encopetadas, como las más bajas, todas valen lo mismo, sí, todas son lo mismo.

Hablaba mal de las mujeres; por abnegación, queriendo hacer el golpe menos cruel. Pero él ni la escuchaba, ni la oía. Había vuelto a ponerse sus botines y su gabán. Todavía permaneció un momento recorriendo la estancia. Después, en un postrer arranque, tropezando al fin con la puerta, se marchó. Nana quedó confusa.

—¡Ea, buen viaje! —prosiguió diciendo en voz alta ella sola—, ¡vaya una finura la de ese hombre cuando le hablan! He sido la primera en arrepentirme, y he procurado demostrárselo. Además, su presencia me exaltaba los nervios.

Sin embargo, estaba descontenta, rascándose las piernas con ambas manos. Pero en seguida se consoló. ¡Bah! ¡No tengo yo la culpa de que le engañen!

Y corrió a arrebujarse en la cama, llamando a Zoé para que hiciese entrar al otro, que estaba de espera en la cocina.

En la calle, Muffat caminó violentamente. Acababa de caer un nuevo chaparrón. Resbalaba sobre el grasiento empedrado. Alzando la cabeza con un movimiento maquinal, vio jirones de nubes color de hollín, que corrían ante la luna.

A aquella hora, en el bulevar Haussmann, los transeúntes eran muy escasos. Bordeó las empalizadas de la ópera buscando la oscuridad y tartamudeando frases sin hilación. Aquella mujer mentía; había inventado aquello por estupidez y crueldad. Él debió haberle aplastado la cabeza cuando la tenía bajo sus pies. Al fin y al cabo, era ya demasiada vergüenza; no la volvería a ver ni a tocar, o sería preciso que fuese muy cobarde. Y respiraba profundamente, como el que se ve libre de un ominoso yugo ¡Ah, aquel monstruo desnudo, estúpido, destilando baba sobre todo lo que él respetaba desde hacía cuarenta años!

La luna se había despejado, y una sábana blanca bañó la desierta calle. Tuvo miedo y rompió en sollozos, repentinamente, desesperado, enloquecido, como si hubiese caído en una sima inmensa.

—¡Dios mío! —balbuceó—. ¡Se acabó todo; ya nada existe!

A lo largo de los bulevares, los rezagados apresuraban el paso. Trató de calmarse. La historia de aquella ramera volvía a su cerebro hecha una brasa. Hubiera querido razonar.

Por la mañana la condesa debía regresar del castillo de la señora de Chezelles. Nada, en efecto, le impedía regresar a París la tarde del día anterior y pasar la noche en casa de aquel hombre. Ahora se acordaba de ciertos detalles de su estancia en las Fondettes. Una tarde había sorprendido a Sabine bajo los árboles, tan conmovida, que ni siquiera acertaba a contestarle. El hombre está allí.

¿Por qué no iba a estar ella ahora en su casa? A medida que lo recordaba, la historia le parecía más verosímil. Acabó por encontrarla natural y necesaria. Mientras él se quedaba en mangas de camisa en casa de una ramera, su mujer se desvestía en la habitación de un amante; nada más simple ni más lógico.

Razonando así, se esforzó en permanecer tranquilo. Era una sensación de caída en la locura de la carne que se alargaba, ganando y llevándose a todo el mundo que le rodeaba. Las imágenes tibias le perseguían. Pensando en Nana desnuda, evocó bruscamente a Sabine desnuda. Ante esta visión que las aproximaba en un aparente impudor, bajo un mismo soplo de deseo, se tambaleó. En la calzada estuvo a punto de aplastarle un coche. Unas mujeres que salían de un café le dieron unos codazos, riéndose.

Entonces, vencido de nuevo por las lágrimas, a pesar de su esfuerzo por no querer llorar ante la gente, se metió en una calle oscura y vacía, la calle Rossini, y a lo largo de las casas silenciosas, lloró como un niño.

—Se acabó —decía con voz sorda—. Ya no hay nada. ¡Nada más!

Lloraba tan violentamente que se apoyó en una puerta, escondiendo el rostro entre sus manos mojadas. Un ruido de pasos le hizo huir. Sentía una vergüenza y un miedo que le obligaban a huir de la gente, con el inquieto caminar de un merodeador nocturno. Cuando los paseantes se le cruzaban en la acera, trataba de adoptar una postura desenvuelta, imaginando que leían su historia en el balanceo de sus hombros.

Había seguido la calle de la Grange-Batelière hasta la calle del arrabal de Montmartre. El brillo de las luces le sorprendió y retrocedió sobre sus pasos. Durante casi una hora recorrió así todo el barrio, escogiendo los lugares más sombríos. Sin duda tenía un fin al que sus pies le llevaban por sí mismos, pacientemente, y a través de un camino complicado continuamente por sus vueltas. Por fin, en la esquina de una calle, levantó la mirada. Había llegado. Era la esquina de la calle Taitbout y la calle de Provence. Había tardado una hora para llegar allí, cuando en cinco minutos habría llegado.

Se acordó de que una mañana del mes anterior había subido a casa de Fauchery para darle las gracias por una crónica acerca del baile de las Tullerías, en la que le nombraba el periodista. El apartamento estaba en el entresuelo, con ventanitas cuadradas, medio ocultas por la gran pancarta de una tienda. Hacia la izquierda, la última ventana aparecía cortada por una banda de viva claridad, un rayo de luz que pasaba entre las cortinas entreabiertas. Y se quedó con los ojos fijos en aquella raya luminosa, absorto, esperando cualquier cosa.

La luna había desaparecido en un cielo color de tinta, del que caía una niebla helada. Sonaron las dos en la Trinidad. La calle de Provence y la de Taitbout se desvanecieron con las manchas vivas de los mecheros de gas, que se ahogaban a lo lejos en medio de un vaho amarillento. Muffat no se movía. Allí estaba la alcoba; se acordaba. Forrada de andrinópolis rojo, con una cama Luis XIII al fondo. La lámpara debía de estar a la derecha, sobre la chimenea.

Sin duda estaban acostados, porque no pasaba ni una sombra ante la luz, que brillaba, inmóvil, como el reflejo de una lamparilla.

Y él, siempre con los ojos fijos, seguía mentalmente su plan: llamaba, subía a pesar de las protestas del portero, echaba abajo la puerta con los hombros, caía sobre ellos, en la cama, y sin darles tiempo a deshacer su abrazo.

Durante un momento, la idea de que no estaba armado le detuvo, y entonces decidió que los estrangularía. Volvía a su plan y lo perfeccionaba, esperando siempre algún indicio, algo que le diese la certeza. Si una sombra de mujer hubiese aparecido en aquel instante, habría llamado.

Pero la idea de que pudiera engañarse le helaba. ¿Qué diría? Las dudas le asaltaban; su mujer podía no estar en casa de aquel hombre; era monstruoso e imposible.

No obstante, permanecía allí, invadido poco a poco por un abandono, hundiéndose en una lasitud que la larga espera alucinaba con la fijeza de la mirada.

Cayó un chaparrón. Dos vigilantes nocturnos se aproximaron y tuvo que abandonar el rincón de la puerta en que se había refugiado. Cuando se perdieron por la calle de Provence, regresó, mojado y estremecido. La raya luminosa continuaba brillando en la ventana. Esta vez estuvo a punto de irse cuando pasó una sombra. Fue tan rápida que creyó haberse equivocado.

Pero de pronto, y sucesivamente, se cruzaron otras sombras; una gran agitación se percibía en el gabinete. Y él, clavado nuevamente en la acera, sentía una intolerable sensación de quemadura en el estómago… y ahora esperaba para comprender.

Los perfiles de brazos y piernas huían; una mano enorme pasaba con la silueta de un jarro. No distinguía nada claramente, y no obstante, le parecía reconocer un peinado de mujer. Y discutió consigo; habría dicho que era el peinado de Sabine, sólo que la nuca parecía más ancha. En aquellos momentos, no sabía más, no podía más. Su estómago le hacía sufrir de tal manera en una angustia de incertidumbre espantosa que se apretaba contra la puerta para reprimir el temblor que le atormentaba.

Luego, como a pesar suyo no apartaba los ojos de aquella ventana, su cólera se fundió en una imaginación de moralista: se veía diputado, tomaba la palabra en una Asamblea y arremetía contra la delegación, anunciando catástrofes, y rehacía el artículo de Fauchery sobre la mosca envenenada, y salía a escena afirmando que no había sociedad posible con aquellas costumbres de Bajo Imperio. Esto le alivió, pero las sombras habían desaparecido. Sin duda se habían vuelto a acostar. Pero él aún esperaba, mirando siempre.

Dieron las tres, luego las cuatro. No podía irse. Cuando caían chaparrones se metía en el umbral de la puerta, mojados los pies. Ya no pasaba nadie por allí. De vez en cuando los ojos se le cerraban, como abrasados por la raya de luz, de la cual pendía tozudamente, con una obstinación imbécil.

Otras dos veces las sombras se volvieron a cruzar, repitiendo los mismos gestos, pasando el perfil de un jarro enorme, y dos veces más la calma se restableció, arrojando la lámpara su discreta luz de complicidad.

Aquellas sombras aumentaban sus dudas. Por otro lado, una idea repentina le apaciguó, retrasando el momento de actuar: no tenía más que esperar que saliera su esposa. Reconocería a Sabine. Nada más simple; sin escándalo, y una seguridad absoluta. Bastaba con esperar allí.

De todos los sentimientos confusos que le habían agitado, ahora sólo percibía una sorda necesidad de saber. Pero el aburrimiento le adormecía en aquella puerta.

Para distraerse, trató de calcular el tiempo que habría de esperar. Sabine tenía que estar en la estación a las nueve.

Esto le daba cerca de cuatro horas y media. Seguro de su paciencia, no se movería por nada, y hallaba un encanto en soñar que su espera en la noche sería eterna.

De pronto la raya luminosa se apagó. Este hecho tan simple significó una catástrofe inesperada para él, algo desagradable y turbador. Evidentemente acababan de apagar la lámpara y se disponían a dormir. A aquella hora, era lo más razonable. Pero a él le irritó, porque ahora aquella ventana oscura ya no le interesaba. La observó durante un cuarto de hora, y luego el cansancio le hizo abandonar la puerta y estuvo paseándose hasta las cinco, yendo y viniendo mientras levantaba la vista de cuando en cuando.

La ventana continuaba muerta, y a veces se preguntaba si no habría soñado que danzaban sombras tras aquellos cristales.

Una enorme fatiga le atormentaba, un atontamiento que le hacía olvidar qué era lo que esperaba en la esquina de la calle, tropezando contra un bordillo, despertándose sobresaltado, con el glacial estremecimiento de un hombre que no sabe ya dónde está. No había nada que mereciese tanta molestia. Y ya que aquellas personas dormían, había que dejarles dormir. ¿Por qué meterse en sus asuntos?

La noche estaba muy oscura y nadie sabría jamás aquellas cosas. Y, entonces, todo se desvaneció en él, incluso su oscuridad, ante el deseo de acabar pronto y encontrar en algún sitio algún alivio.

Aumentaba el frío y la calle era a cada instante más insoportable; por dos veces se alejó y se aproximó arrastrando los pies, para alejarse luego. Aquello había acabado, ya no existía nada más; bajó hasta el bulevar y no regresó.

Fue una excursión sombría a lo largo de las calles. Caminaba despacio, siempre con el mismo paso, siguiendo las paredes. Sus talones resonaban y no veía más que su sombra girando, creciendo y replegándose a cada mechero de gas. Esto le mecía y le distraía maquinalmente. Más tarde nunca sabría por dónde había pasado; le parecería que estuvo arrastrándose durante horas, dando vueltas en redondo, en un círculo. Únicamente conservó un recuerdo muy claro.

Sin poder explicarse cómo, se encontró con el rostro pegado a la verja del pasaje de los Panoramas, sujetando los barrotes con las manos. No los sacudía, sólo trataba de ver el pasaje, invadido por una emoción que le hinchaba el pecho. Pero no distinguía nada; una ola de tinieblas recorría la galería desierta, y el viento que recorría la calle Saint-Marc le azotaba el rostro con una humedad de bodega. Y se obstinaba allí. Luego, saliendo de un sueño, se quedó asombrado, preguntándose qué buscaba a aquella hora pegado a aquella verja con tal apasionamiento que los barrotes se le habían clavado en el rostro. Entonces reemprendió el camino, desesperado, lleno el corazón de una última tristeza, como traicionado y solo, mientras seguía adelante, entre las sombras.

Al fin amaneció, con ese clarear sucio de las noches de invierno, tan melancólico en el cenagoso pavimento de París.

Muffat había vuelto a las anchas calles en construcción que rodeaban el terreno en obras de la nueva Ópera; empapadas por los chaparrones, holladas por las carretillas, el suelo gredoso se había transformado en un fangal. Y sin mirar dónde pisaba, Muffat continuaba caminando, escurriéndose y encontrando puntos de apoyo.

El despertar de París, las cuadrillas de barrenderos y los primeros grupos de obreros le trajeron una nueva turbación a medida que avanzaba el día. Se le miraba con sorpresa al verle con el sombrero chorreando agua, lleno de barro y como asustado. Durante mucho tiempo se refugió contra las empalizadas, entre los andamiajes. En su ser vacío sólo latía un pensamiento: el de que era una pobre ruina.

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