Nana

Nana


Capítulo VIII

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Pero la señora Lerat no tenía esta filosofía. Cada vez que Nana le enseñaba un nuevo morado, gritaba hasta enronquecer. Le mataban a su sobrina, y aquello no podía durar. La verdad era que Fontan había echado a la señora Lerat, diciendo que no quería volver a verla en su casa, y desde aquel día, cuando ella estaba allí y él regresaba, debía salir por la cocina, lo que la humillaba horriblemente.

Así pues, no agotaba los reproches contra tan grosero personaje. Le reprochaba, sobre todo, ser tan mal educado, con gestos de mujer muy versada, a quien nadie podía igualar en asuntos de buena educación.

—Eso se ve en seguida —le decía a Nana—; ni siquiera tiene el sentimiento de las menores conveniencias. Su madre debió de ser una ordinaria; no me digas que no, porque salta a la vista… Y no hablo por mí, aunque una persona de mi edad tiene derecho a toda clase de consideraciones… Pero tú, ¿cómo puedes soportar sus malos modales? Porque, sin adornarme, siempre te he enseñado a comportarte, y en tu casa recibiste los mejores consejos, ¿eh? Nuestra familia estaba muy bien educada.

Nana no protestaba; escuchaba sin decir nada, con la cabeza gacha.

—Además —continuaba la tía— has conocido a personas distinguidas… Precisamente ayer en mi casa hablamos de eso con Zoé. Ella tampoco lo comprende. ¿Cómo es posible —dijo Zoé— que la señora, que llevaba como si fuera un perrito al señor conde, un hombre tan perfecto (entre nosotras, parece que le hacía andar de cabeza) cómo la señora puede dejarse golpear por ese payaso? Yo le tengo dicho que los golpes aún se soportan, pero jamás toleraría la falta de consideraciones… ¡Y con su cara! No lo querría en mi alcoba ni en pintura. Y tú te arruinas por ese pajarraco; sí, te arruinas, querida, te deslomas, cuando hay tantos, y, además, ricos, y gente que es del Gobierno… Pero me callo. No soy yo quien debe decirte estas cosas. Pero a la primera grosería, le plantaría con un Señor, ¿por quién me ha tomado usted? Y ya sabes; con tu aire majestuoso, le dejarías con un palmo de narices.

Entonces Nana estalló en sollozos, y balbuceó:

—¡Oh, tía…! Le amo.

La verdad es que la señora Lerat estaba inquieta viendo que su sobrina le daba, haciendo un sacrificio, monedas de veinte céntimos de vez en cuando, para pagar la pensión de Louiset. Sin duda ella se sacrificaría teniendo al pequeño en espera de tiempos mejores, pero la idea de que Fontan les impedía a ella, al pequeño y a su madre nadar en oro, la enfurecía de tal manera que negaba el amor. Y entonces concluía con estas severas palabras:

—Óyeme, el día en que te haya despellejado, vendrás a llamar a mi puerta y te abriré.

Pronto el dinero se convirtió en la gran preocupación de Nana. Fontan había hecho desaparecer los siete mil francos; sin duda estaban en lugar seguro, y ella jamás se hubiera atrevido a preguntarle, porque mostraba cierto pudor con aquel pajarraco, como le llamaba la señora Lerat. Temblaba ante la idea de que pudiera creerla capaz de amarle por el dinero.

Él había prometido subvenir a las necesidades del hogar. Los primeros días, cada mañana le daba tres francos, pero tenía exigencias de hombre que paga; con sus tres francos quería de todo: mantequilla, carne, primores; y si ella aventuraba alguna observación, le insinuaba que no podía ir al mercado con tres francos, él se irritaba, tratándola de criada derrochona, de inútil, de mala bestia a quien los vendedores robaban, y siempre amenazándola con buscar una pensión. Luego, al cabo de un mes, algunas mañanas se olvidaba de poner los tres francos sobre la cómoda.

Ella se había permitido pedírselos, tímidamente y de una manera indirecta. Entonces él salió con tales violencias, le hizo la vida tan difícil con el menor pretexto, que ella prefirió no contar con él. En cambio, cuando no había dejado las tres monedas de un franco y lo encontraba todo igual a la hora de comer, se mostraba contento como un jilguero, galanteador, besando a Nana y valseando con las sillas.

Y ella, muy dichosa, llegaba a desear no encontrarse nada en la cómoda a pesar de los apuros que pasaba para resolver la papeleta de la comida.

Hasta un día le devolvió sus tres francos, inventando una historia para decir que aún tenía dinero del día anterior, pero como él no se lo había dado, se quedó un momento indeciso, temiéndose una lección.

Más ella lo miraba con ojos amorosos, y le besaba en un abandono absoluto, por lo que él se embolsó las monedas con el ligero temblor convulsivo de un avaro que recupera una cantidad comprometida.

Desde aquel día ya no se preocupó más, ni preguntó nunca de dónde procedía el dinero, poniendo cara triste cuando sólo había patatas, riendo hasta desencajar las mandíbulas cuando había pavo y carnero, sin perjuicio, no obstante, de largar algunas bofetadas a Nana, incluso en su dicha, para que no se le olvidase la mano.

Nana había encontrado el medio de soportarlo todo. La casa, algunos días, rebosaba de alimentos. Dos veces a la semana Bosc cogía una indigestión.

Cierto día en que la señora Lerat se retiraba, rabiosa al ver en el fuego una opípara cena que ella no comería, no pudo evitar preguntarle brutalmente quién pagaba. Nana, sorprendida, se quedó como una boba hasta que se echó a llorar.

—Muy bien, ¡viva la decencia! —dijo la tía, que lo comprendió todo.

Nana se había resignado, para tener paz en casa. Luego había sido culpa de la Tricon, a quien había encontrado en la calle Laval un día en que Fontan se marchó rabioso por causa de un plato de bacalao. Entonces le dijo que sí a la Tricon, que precisamente se encontraba en un aprieto.

Como Fontan no regresaba antes de las seis, disponía de casi toda la tarde, y esto le proporcionaba cuarenta francos, o sesenta, y a veces más. Habría podido exigir diez y quince luises si hubiera conservado su situación, pero se daba por contenta con aquel dinero que le permitía ir tranquila al mercado.

Por la noche se olvidaba de todo, cuando Bosc reventaba de comida y Fontan, con los codos sobre la mesa, se dejaba besar los ojos con la petulancia del hombre que es amado por su cara bonita.

Entonces, a la vez que adoraba a su querido, a su perro amado, con una pasión tanto más ciega cuanto que ahora era ella quien pagaba, Nana volvió a caer en el fango de sus comienzos. Callejeaba, recorría el empedrado con sus antiguas chancletas, en busca de una moneda de cinco francos.

Un domingo, en el mercado de La Rochefoucauld, hizo las paces con Satin, después de habérsele echado encima y dedicar los peores insultos a la señora Robert. Pero Satin se limitó a responderle que cuando no se amaba más que una cosa, no era motivo para que hubiese que aborrecer las demás.

Y Nana, de espíritu amplio, cediendo a esa idea filosófica de que nunca se sabe dónde se acabará, perdonó. Incluso, avivada su curiosidad, le preguntó acerca de las particularidades del vicio, y se quedó estupefacta al aprender más, a pesar de sus años y después de lo que ya sabía, y se reía, aun encontrando aquello divertido, y un poco repugnante, porque en el fondo era una severa burguesa para lo que no entraba en sus hábitos.

Así pues, volvió a Casa Laure, comiendo allí cuando Fontan lo hacía en la ciudad. Se divertía con las historias, los amores y los celos que apasionaban a las clientas, sin hacerle perder el equilibrio. Sin embargo, no siempre estaba al corriente, como decía ella.

La gorda Laure, con su maternidad enternecida, la invitaba a menudo a pasar unos días en su finca de Asnières, una casa de campo con habitaciones para siete mujeres. Ella se negaba, por temor, pero Satin le juró que se engañaba, que había señores de París que las columpiaban y jugaban a la rana, y entonces prometió ir más delante, cuando pudiera ausentarse.

Por aquellos días, Nana, muy atormentada, no estaba para bromas. Le hacía mucha falta el dinero. Cuando la Tricon no la necesitaba, lo que sucedía con frecuencia, no sabía dónde poner su cuerpo. Entonces hacía con Satin desesperadas salidas por las calles de París, metida en ese vicio tan bajo que ronda por las callejuelas cenagosas, a la turbia claridad del gas.

Nana volvía a los bailongos de la barrera, donde le hicieron caer sus primeras enaguas sucias; revivió los rincones oscuros de los bulevares exteriores, los poyos sobre los cuales los hombres, a sus quince años, la besaban cuando su padre la buscaba para darle unos azotes en el trasero.

Las dos lo recorrían todo, infatigables; seguían los bailes y los cafés de un barrio, subiendo escaleras húmedas de escupitajos y de cerveza vertida, caminaban despacio, calle arriba y calle abajo, plantándose de pie contra las puertas cocheras. Satin, que había debutado en el barrio latino, conducía a Nana a Bullier y a las cervecerías del bulevar Saint-Michel. Pero como se acercaban las vacaciones, el barrio olía a demasiada miseria. Y regresaban siempre a los grandes bulevares. Allí era donde tenían más suerte.

Desde las alturas de Montmartre al llano del Observatorio, recorriendo así toda la ciudad. Noches de lluvia en que los zapatos chorreaban agua, anocheceres cálidos que se les pegaba el corpiño a la piel, plantones prolongados, paseos sin fin, empujones y peleas, últimas bestialidades de un paseante llevado a cualquier tugurio miserable y descendiendo con reniegos los peldaños grasientos.

El verano concluía, un verano tormentoso, de noches ardientes. Las dos se iban después de cenar, hacia las nueve de la noche. En las aceras de la calle Notre-Dame de Lorette, dos filas de mujeres cruzaban ante las tiendas, las faldas recogidas, la mirada en el suelo, apresurándose hacia los bulevares con aspecto atareado y sin dirigir una mirada a los escaparates. Era la bajada hambrienta del barrio de Bréda a las primeras luces de gas.

Nana y Satin bordeaban la iglesia y cogían siempre por la calle Le Peletier. Luego, a cien metros del café Riche, como llegaban al campo de maniobras, soltaban la cola de su vestido, recogida hasta entonces con mano cuidadosa, y se ponían a remover el polvo, barriendo las aceras y meneando la cintura, para andar a pasitos, y aún acortaban más su marcha cuando pasaban ante la luz cruda de un gran café.

Pavoneándose, la risa fuerte, con miradas hacia atrás a los hombres que volvían la cabeza, estaban allí como en su casa. Sus rostros blancos, pintados de rojo los labios y de negro los párpados, adquirían en la sombra el encanto turbador de un Oriente de pacotilla abandonado en medio de la calle.

Hasta las once, entre los empujones de la muchedumbre, permanecían alegres, soltando de vez en cuando un «valiente cochino» a la espalda de los necios cuyos talones les arrancaban un volante; cambiaban pequeños saludos familiares con los camareros, se paraban a charlar delante de una mesa, aceptaban consumiciones, que bebían lentamente, como personas felices de sentarse para esperar la salida de los teatros.

Pero a medida que avanzaba la noche, si no habían hecho uno o dos viajes a la calle La Rochefoucauld, se volvían malas zorras y la cacería se hacía más áspera. Al pie de los árboles, a lo largo de los bulevares sombríos que se vaciaban, tenían lugar los regateos feroces, las palabrotas y los golpes, mientras las familias honestas, el padre, la madre y las hijas, habituadas a tales encuentros, pasaban tranquilamente y sin apresurar el paso.

Luego, después de haber ido diez veces de la Ópera al Gimnasio, cuando decididamente los hombres se desasían y marchaban más rápidos en la oscuridad creciente, Nana y Satin permanecían en las aceras del arrabal Montmartre. Allí, hasta las dos de la madrugada, los restaurantes, las cervecerías y las salchicherías resplandecían, mientras un hormigueo de mujeres se obstinaba frente a las puertas de los cafés, último rincón iluminado y viviente del París nocturno, último mercado abierto a los acuerdos de una noche, donde los tratos se hacían entre los grupos, crudamente, de un extremo al otro de la calle, como en el pasillo abierto de una casa pública. Y las noches en que regresaban de vacío, las dos amigas disputaban.

La calle de Notre-Dame de Lorette se extendía oscura y desierta, y las sombras de las mujeres se arrastraban arriba y abajo; era el regreso retrasado del barrio, las pobres prostitutas exasperadas por una noche de paro forzoso, obstinándose, discutiendo todavía con voz enronquecida con algún borracho perdido, que retenían en la esquina de la calle Bréda o de la calle Fontaine.

Sin embargo, había buenas gangas, luises atrapados con señores bien que subían, escondiéndose su condecoración en el bolsillo. Sobre todo Satin tenía buen olfato. Las noches húmedas, cuando París mojado exhalaba un olor insípido de gran alcoba no muy limpia, sabía que ese tiempo lánguido, esa fetidez de los rincones lóbregos, enardecía a los hombres. Y acechaba a los mejor vestidos, leyendo el deseo en sus ojos pálidos. Era como una ráfaga de locura carnal pasando por la ciudad. Ella había tenido algún miedo porque la mayoría de los hombres bien eran los más sucios. Todo el barniz elegante saltaba, aparecía la bestia y exigía gustos monstruosos, refinando su perversión. Así era como esta arrastrada de Satin carecía de respeto, carcajeándose de la dignidad de las gentes de coche, diciendo que sus cocheros eran más limpios, porque respetaban a las mujeres y no las mataban con sus ideas inmundas.

La caída de estas gentes elegantes en la crápula del vicio sorprendía a Nana, que todavía conservaba sus prejuicios, de los cuales la iba librando Satin. Entonces, como ella decía cuando hablaban de seriedad, ¿es que no hay virtud en el mundo? De lo más alto a lo más bajo, todo rodaba. Pues eso debía ser lo propio de París desde las nueve de la noche a las tres de la madrugada, y se reían, asegurando que si pudieran ver todas las alcobas, se habría asistido a algo muy gracioso: los personajillos dándose hasta el hartazgo y no pocos personajes, aquí y allá, con las narices metidas en la porquería más profundamente que los otros. Esto completaba su educación.

Una noche, yendo en busca de Satin, reconoció al marqués de Chouard, que bajaba la escalera, las piernas vacilantes, agarrándose a la barandilla y con el rostro pálido. Nana fingió que se sonaba. Luego, una vez en el piso, encontró a Satin en medio de una suciedad espantosa, la cocina abandonada desde hacía ocho días, la cama infecta, tarros por el suelo, y se asombró de que ella conociese al marqués. ¡Ah, sí! claro que lo conocía, y hasta les había fastidiado a ella y a su pastelero cuando vivían juntos. Ahora acudía de vez en cuando, pero la abrumaba, husmeaba por todos los rincones sucios, hasta en sus zapatillas.

—Sí, querida, en mis zapatillas… ¡Oh! es un viejo cochino. Siempre está pidiendo cosas.

Lo que más inquietaba a Nana era la sinceridad de tan soeces disoluciones. Se acordaba de sus comedias de placer, cuando era una mujer lanzada, y veía a las muchachitas que la rodeaban degradarse un poco más cada día.

Además, Satin le metía un miedo horrible a la policía. Sobre este particular, tenía un repertorio. En otros tiempos se acostaba con un agente, para que la dejase tranquila; ya en dos redadas había evitado que la inscribieran en el registro, y ahora temblaba si volvían a cogerla, porque su oficio estaba bien claro. Y esto era de esperar. Los agentes, para obtener sus gratificaciones, arrestaban al mayor número posible de mujeres, se quedaban con todo, y hacían callar de una bofetada a la que gritaba, seguros de ser apoyados y recompensados, incluso cuando habían cogido entre el montón a una muchacha honrada. Durante el verano, en grupos de doce o quince, operaban a saco por el bulevar, sitiaban una acera y pescaban hasta treinta mujeres en una velada.

Sólo Satin conocía el terreno; en cuanto veía la nariz de un agente huía en medio de la desbandada azorada de vestidos de larga cola, que desaparecían entre la multitud. Era un pánico a la ley, un error a la prefectura tan grande, que algunas se quedaban paralizadas a la puerta de los cafés, ante el golpe de fuerza que barría la avenida. Pero Satin temía mucho más las denuncias; su pastelero se había mostrado bastante cerdo, amenzándola con denunciarla cuando lo abandonase; sí, los hombres vivían de sus queridas con estos trucos, sin contar con las cochinas mujeres que las entregaban traidoramente si se era más guapa que ellas.

Nana escuchaba estas revelaciones presa de crecientes temores. Siempre había temblado ante la ley, ese poder desconocido, esa venganza de los hombres que podían suprimirla, sin que nadie en el mundo la defendiese. Saint-Lazare le parecía como una fosa, un agujero oscuro en donde enterraban a las mujeres vivas después de haberlas rapado. Y se decía que le bastaría abandonar a Fontan para encontrar protecciones; Satin se había cuidado de explicarle que los agentes disponían de ciertas listas de mujeres, acompañadas de fotografías, que debían consultar, con la prohibición de tocarlas nunca, pero no por esto dejaba de temblar y de imaginarse siempre atropellada, arrastrada y arrojada al día siguiente a la visita, y ese sillón de visita la llenaba de angustia y de vergüenza, a pesar de que ya se había quitado la camisa ante todos los vientos.

Precisamente, hacia finales de setiembre, una noche en que se paseaba por el bulevar Poissonnières con Satin, ésta se puso a correr de repente. Y como Nana le preguntase, Satin le gritó:

—¡Los agentes! ¡Corre, corre!

Fue una carrera loca en medio de la gente. Faldas que huían, que se desgarraban. Hubo golpes y gritos. Una mujer se cayó al suelo. La gente contemplaba riendo la brutal agresión de los agentes, quienes rápidamente cerraban su círculo. Nana, mientras, había perdido a Satin. Las piernas se le paralizaron y seguramente iba a ser detenida cuando un hombre la cogió del brazo y la arrastró por delante de los furiosos agentes.

Era Prullière, que acababa de reconocerla. Sin hablar, dieron la vuelta por la calle Rougemont, entonces desierta, y Nana pudo respirar, y tan desfallecida estaba que él tuvo que sostenerla. Ella ni siquiera le dio las gracias.

—Vamos —dijo él al fin— es forzoso que te sometas… Sube a mi casa.

Vivía cerca, en la calle Bergere. Pero ella en seguida se irguió.

—No, no quiero.

Entonces él se puso grosero, añadiendo:

—Si todo el mundo pasa… ¿Por qué no quieres?

—Porque no.

Esto lo decía todo, según su idea. Ella amaba demasiado a Fontan para traicionarle con un amigo. Los otros no contaban desde el momento que no le proporcionaban placer y que era por necesidad. Ante esa estúpida cabezonería, Prullière cometió la cobardía del hombre herido en su amor propio.

—Bien, como quieras. Sólo que yo no voy por tu lado, querida… Resuelve ese lío tú sola.

Y la abandonó. Volvió a apoderarse de ella el terror, y dio un enorme rodeo para regresar a Montmartre, deslizándose a lo largo de las aceras y palideciendo en cuanto un hombre se le acercaba.

Al día siguiente, aún con el trastorno de su miedo de la víspera, Nana se dirigía a casa de su tía cuando se topó con Labordette en el extremo de una callecita solitaria de los Batignolles.

De momento, uno y otra parecieron molestos. Pero él, siempre complaciente, tenía asuntos que ocultar, por lo que en seguida se repuso, y fue el primero que celebró el feliz encuentro. Verdaderamente, todo el mundo aún estaba estupefacto del eclipse total de Nana. La reclamaban, los antiguos amigos se consumían esperándola. Y, poniéndose paternal, acabó sermoneándola.

—Entre nosotros, querida, francamente, ha sido una necedad. Se comprende un capricho. Pero llegar al extremo de ser explotada y no recoger más que tortazos… ¿Aspiras al premio a la virtud?

Nana le escuchaba con gesto cohibido. Sin embargo, cuando él habló de Rose, que triunfaba con su conquista del conde Muffat, una llama brilló en sus ojos, y murmuró:

—Si yo quisiera…

Él propuso inmediatamente su mediación, como amigo complaciente, pero ella rehusó. Entonces la atacó por otro punto. Le dijo que Bordenave montaba una pieza de Fauchery en la que había un papel soberbio para ella.

—¿Cómo? ¿Una obra en la que tengo un papel? —exclamó extrañada—. Pero si no me ha dicho nada.

Ella no nombraba a Fontan. Por lo demás, en seguida se calmó. Nunca volvería al teatro. Sin duda, Labordette no estaba muy convencido, porque insistía con una sonrisa.

—Ya sabes que no tienes nada que temer conmigo. Respecto a Muffat, tú vuelve al teatro y te lo traigo por la oreja.

—¡No! —replicó ella enérgicamente.

Y lo dejó. Su heroísmo incluso la enternecía. No sería ese cochino de hombre quien se sacrificaría por nada, sin engañarla. No obstante, la sorprendió una cosa: Labordette acababa de darle exactamente los mismos consejos que Francis.

Por la noche, cuando Fontan regresó, le preguntó acerca de la obra de Fauchery. Él, desde hacía dos meses, había vuelto al Varietés. ¿Por qué no le había hablado de ese papel?

—¿Qué papel? —dijo Fontan con acento desapacible—. ¿No será el papel de la gran señora? Y te crees con talento.

—Pero, pequeña, ese papel te aplastaría. ¡Qué graciosa eres!

Nana se sintió horriblemente ofendida. Durante toda la noche Fontan se burló de ella, llamándola señorita Mars. Y cuando más se metía con ella, más firme se mantenía, saboreando un amargo deleite en aquel heroísmo de su capricho, que lo hacía más grande y más amoroso a sus propios ojos.

Desde que iba con otros para mantenerle, lo amaba más, con toda la fatiga y todas las repugnancias que acarreaba. Él se convertía en su vicio, que ella pagaba; en su necesidad, de la que no podía prescindir bajo el aguijón de las bofetadas. Fontan, viéndola tan buena bestia, acababa por abusar. Le atacaba los nervios y le iba poniendo un odio feroz, hasta el extremo de no tener en cuenta sus intereses. Cuando Bosc le hacía algunas observaciones, gritaba exasperado, sin que se supiese por qué; le importaban un bledo ella y sus buenas comidas, y la plantaría aunque sólo fuera para regalar sus siete mil francos a otra mujer. Ése fue el desenlace de sus relaciones.

Una noche al regresar Nana hacia las once, encontró el cerrojo en la puerta. Llamó una vez y no obtuvo respuesta; una segunda vez, y también sin respuesta. Sin embargo, veía luz por debajo de la puerta, y Fontan, en el interior, no se molestaba en moverse. Aún volvió a llamar, gritando e incomodándose. Al fin se oyó la voz de Fontan, lenta y dura, soltando una sola palabra:

—¡Mierda!

Ella llamó con los dos puños.

—¡Mierda!

Aún llamó con más fuerza, capaz de romper la madera.

—¡Mierda!

Y durante un cuarto de hora la abofeteó la misma basura, respondiendo como un eco burlón a cada uno de los golpes con que ella sacudía la puerta.

Luego, viendo que ella no se cansaba, abrió bruscamente, se plantó en el umbral, los brazos cruzados y le dijo con la misma voz, brutalmente fría:

—¡Maldita seas! ¿Acabarás de una vez…? ¿Qué quieres…? ¿Quieres dejarnos dormir? ¿No lo ves que tengo compañía?

No estaba solo. Nana vio a la mujercita de los Bouffes, ya en camisa y con sus cabellos de calabaza sueltos y sus ojos como agujeros que reían en medio de aquellos muebles que ella había pagado. Pero Fontan dio un paso en el descansillo, con gesto terrible y abriendo sus dedos como tenazas.

—¡Lárgate o te estrangulo!

Entonces Nana estalló en sollozos nerviosos. Tuvo miedo y huyó. Esta vez era a ella a quien ponían de patitas en la calle. El recuerdo de Muffat le apareció de repente en medio de su rabia, pero, realmente, no era Fontan quien debía vengarlo con la misma moneda.

Una vez en la calle, su primer pensamiento fue el de ir a acostarse con Satin, si no tenía a alguien. La encontró delante de su casa, también echada a la calle por su casero, quien acababa de poner un candado en su puerta, contra todo derecho, ya que ella tenía allí sus muebles; Satin juraba y hablaba de arrastrarle ante el comisario. Pero estaban dando las doce y era necesario buscarse una cama. Y Satin, viendo más prudente no meter a la policía en sus asuntos, acabó por llevarse a Nana a la calle de Laval, a casa de una señora que tenía un hotelito amueblado. Les dieron en el primer piso una habitación estrecha, cuya ventana se abría a un patio.

Satin repetía:

—Me hubiese ido a casa de la señora Robert. Allí siempre hay un rincón para mí… Pero contigo no es posible. Se vuelve ridículamente celosa. La otra noche me pegó.

Cuando cerraron la puerta, Nana, que aún no se había tranquilizado, se deshizo en lágrimas y contó infinidad de veces la cochinada de Fontan. Satin la escuchaba complaciente, la consolaba, se indignaba más que ella, y la emprendía contra los hombres.

—¡Oh! los cerdos… ¡Oh! los cerdos… Lo ves, no hacen falta para nada esos cerdos.

Luego ayudó a Nana a desvestirse, y tuvo con ella atenciones de mujercita previsora y sumisa. Repetía con mimo:

—Acostémonos en seguida, gatita. Estaremos mejor. Qué tonta eres disgustándote. Te digo que son unos cochinos. No pienses en ellos… Yo te quiero mucho. No llores, hazlo por tu queridita.

Y en seguida cogió a Nana entre sus brazos, a fin de calmarla. No quería oír más veces el nombre de Fontan, y cada vez que volvía a los labios de Nana, ella la paraba con un beso, con una bonita mueca de cólera, los cabellos sueltos y una belleza infantil y ahogada en ternura. Entonces, poco a poco, en aquel abrazo tan suave, Nana enjugó sus lágrimas. Estaba conmovida y devolvía a Satin sus caricias.

Cuando dieron las dos, la bujía aún estaba encendida; tenían ligeras risas sofocadas con palabras de amor. Pero bruscamente, ante un alboroto que conmovió a todo el hotel, se levantó Satin, medio desnuda, y se puso a escuchar.

—¡La policía! —dijo muy pálida—. ¡Por todos los diablos! ¡Estamos atrapadas!

Más de cien veces había contado las irrupciones que los agentes hacían en los hoteles. Y precisamente aquella noche en que habían ido a refugiarse en la calle de Laval; ni una ni otra pensaron en ella.

Ante la palabra policía, Nana perdió la cabeza. Saltó del lecho, cruzó la habitación y abrió la ventana, con la actitud de una loca que va a tirarse por ella. Pero afortunadamente el pequeño patio tenía un techo de vidrio, y había una tela metálica al mismo pie de la ventana. Entonces no dudó un segundo, saltó por el antepecho y desapareció en la oscuridad, la camisa flotando y los muslos al aire.

—Quédate —repetía Satin asustada—. Vas a matarte.

Luego, como golpeaban la puerta, fue buena amiga; cerró la ventana y metió las ropas de Nana en un armario.

Estaba resignada, diciéndose que, después de todo, si la inscribían en el registro ya no tendría que pasar aquel estúpido miedo. Fingió estar abrumada de sueño, bostezando, hablando y acabando por abrir a un gran mocetón de barba sucia, que le dijo:

—Enséñame tus manos… No tienes punzadas, pues no trabajas. Vamos, vístete.

—Pero yo no soy costurera; soy bruñidora —declaró Satin con descaro.

Sin embargo, se vistió dócilmente, sabiendo que no había discusión posible. Se oían gritos por todo el hotel: una muchacha se agarraba a las puertas, negándose a caminar; otra, que estaba acostada con su amante, y como éste respondía por ella, se hacía la mujer honrada ultrajada, hablando de formar un proceso al prefecto de policía. Durante cerca de una hora no hubo más que ruido de zapatos en los peldaños, de puertas aporreadas con los puños, de discusiones chillonas sofocándose en sollozos, de faldas que se deslizaban rozando las paredes; el despertar brusco y la marcha azorada de un rebaño de mujeres brutalmente recogidas por tres agentes, a las órdenes de un comisario bajito, rubio y muy fino. Después, el hotel quedó sumido en un gran silencio.

Nadie la había delatado. Nana estaba salvada. Regresó a tientas a la habitación, tiritando, muerta de miedo. Sus desnudos pies sangraban, desgarrados por la tela metálica.

Estuvo mucho tiempo sentada en el borde de la cama y escuchando. No obstante, hacia la mañana se durmió. Pero a las ocho, al despertarse, huyó del hotel y corrió a casa de su tía. Cuando la señora Lerat, que precisamente tomaba su café con leche con Zoé, la vio a aquellas horas, hecha un pingajo y desencajada, lo comprendió todo inmediatamente.

—¡Ya está hecho! —exclamó—. Te lo he dicho cien veces: te despellejará. Vamos, entra, que siempre serás bien recibida en mi casa.

Zoé se había levantado, murmurando con una familiaridad respetuosa:

—Por fin la señora ha vuelto… Ya esperaba a la señora.

Pero la señora Lerat quiso que Nana besase en seguida a Louiset, porque, decía ella, la felicidad de aquel niño estribaba en la buena sabiduría de su madre.

Louiset aún dormía, enfermizo, con la sangre empobrecida. Y cuando Nana se inclinó sobre su cara blanca y escrofulosa, todos sus sinsabores de los últimos meses se le agarraron a la garganta y la estrangularon.

—¡Oh! mi pobre pequeño, hijito mío —tartamudeó en una última crisis de sollozos.

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