Nana

Nana


Capítulo IX

Página 18 de 28

Capítulo IX

En el Varietés se ensayaba Duquesita. Acababan de ensayar el primer acto e iban a empezar el segundo. En el proscenio, en viejos sillones, Fauchery y Bordenave discutían, mientras que el apuntador, el tío Cossard, un jorobadito sentado en una silla de enea, hojeaba el manuscrito con un lápiz en los labios.

—¿Qué estamos esperando? —gritó de pronto Bordenave, golpeando furiosamente las tablas con el puño de su bastón—. Barillot, ¿por qué no se empieza?

—Es el señor Bosc, que ha desaparecido —respondió Barillot, que era segundo regidor.

Entonces fue el acabóse. Todo el mundo llamaba a Bosc mientras Bordenave juraba.

—Estoy hasta la coronilla. Siempre ocurre lo mismo. No se hace más que llamar y siempre están donde no hace falta… Y aún gruñen cuando se les retiene después de las cuatro.

Bosc llegaba con la mayor tranquilidad.

—¿Qué? ¿Qué me quieren? Ah, es a mí. Con decirlo… Bueno, Simonne, dame la réplica: «Ya llegan los invitados» y yo entro… ¿Por dónde entro?

—Por la puerta, claro —declaró Fauchery molesto.

—Sí, ¿pero dónde está la puerta?

Esta vez Bordenave cayó sobre Barillot, jurando y aporreando las tablas a bastonazos.

—¡Estoy harto! Dije que colocasen una silla que hiciese de puerta. Todos los días hay que empezar con la misma canción… ¡Barillot! ¿Dónde está Barillot? ¡Otra vez lo mismo! Todos se largan.

Barillot fue a colocar la silla, silencioso, como si no fuesen contra él los rugidos. Y empezó nuevamente el ensayo.

Simonne, con sombrero y su abrigo de pieles, adoptaba aires de sirvienta en plan de arreglar los muebles. Se interrumpió para decir:

—Saben, aquí no hace calor con que ensayo con las manos en el manguito.

Luego, mudando la voz, acogió a Bosc con un grito afectuoso:

—Vaya, si es el señor conde. Usted es el primero, señor conde, y la señora va a ponerse muy contenta.

Bosc llevaba un pantalón lleno de barro, un impermeable amarillo y una gran bufanda enrollada al cuello, las manos en los bolsillos y un viejo sombrero puesto; contestó con voz sorda, sin interpretar, arrastrándose:

—No moleste a su ama Isabel; quiero sorprenderla.

El ensayo continuó. Bordenave, ceñudo, hundido en el fondo de su sillón, escuchaba con gesto de cansancio. Fauchery, nervioso, cambiaba de posición, sintiendo a cada minuto deseos de interrumpir, pero se reprimía.

Luego, detrás de él, en la sala oscura y vacía, oyó un cuchicheo.

—¿Está ahí por casualidad? —preguntó inclinándose hacia Bordenave.

Éste respondió afirmativamente, con un movimiento de cabeza.

Antes de aceptar el papel de Géraldine, que le ofrecían, Nana quiso ver la obra, porque aún dudaba si interpretar un papel de buscona. Ella soñaba con un papel de mujer honrada. Estaba oculta en la sombra de un palco con Labordette, quien le ofreció su mediación con Bordenave. Fauchery la buscó con la mirada y luego puso de nuevo su atención en el ensayo.

Sólo el proscenio estaba iluminado. Una derivación, una llama de gas cogida de la candileja central, cuyo reflejo arrojaba la claridad sobre los primeros planos, parecía un gran ojo amarillo abierto en medio de la semioscuridad, con una tristeza lóbrega.

Junto a la delgada cañería de la derivación, Cossard levantaba el manuscrito para ver mejor, bajo el resplandor que denunciaba el relieve de su joroba. Bordenave y Fauchery se ahogaban en la oscuridad. Aquello, en medio de la gran nave y en el espacio de algunos metros solamente, parecía el fulgor de una linterna clavada en el poste de una estación, en la cual los actores adoptaban aires de visiones barrocas, con sus sombras bailando tras ellos. El resto del escenario se llenaba de una humareda semejante a la de una cantera de demoliciones, a una nave despanzurrada, atestada de escaleras, de bastidores, de decorados, en los que las pinturas desteñidas parecían montones de escombros, y en el aire, los telones de fondo que colgaban adquirían una apariencia de andrajos pendiendo de las vigas de algún almacén de trapos. Y arriba, un rayo de sol entrando por una ventana cortaba con barra de oro la oscuridad de la bóveda. Mientras, en el fondo del escenario los actores hablaban en espera de las réplicas. Poco a poco iban levantando la voz.

—¿Qué? ¿No querrán callarse? —gritó Bordenave, que se movió rabioso en su asiento—. No oigo una palabra… Váyanse fuera si quieren hablar, nosotros estamos trabajando… Barillot, si continúan hablando, ponga una multa a todo el mundo.

Se callaron inmediatamente. Formaban un grupo sentado en un banco y en unas sillas rústicas en un rincón del jardín, el primer decorado de la noche, que estaba allí para ser colocado. Fontan y Prullière escuchaban a Rose Mignon, a quien el director del Folies-Dramatiques acababa de hacer una oferta soberbia. Pero una voz gritó:

—¡La duquesa! ¡Saint-Firmin! Vamos, la duquesa y Saint-Firmin.

Hasta la segunda llamada, Prullière no se acordó que él hacía de Saint-Firmin. Rose, que interpretaba a la duquesa Hélène, ya le esperaba para su entrada.

Lentamente, arrastrando los pies sobre las tablas vacías y sonoras, el viejo Bosc volvió a sentarse. Entonces, Clarisse le ofreció la mitad del banco.

—¿Qué demonios tiene para chillar así? —dijo ella hablando de Bordenave—. Se va a poner bueno dentro de poco… Ahora ya no se puede montar una obra sin que tenga sus ataques de nervios.

Bosc se encogió de hombros. Él estaba por encima de todas aquellas broncas. Fontan murmuraba:

—Huele el fracaso. Esta pieza me parece idiota.

Luego se dirigió a Clarisse, volviendo sobre la historia de Rose:

—¿Crees en las ofertas del Folies…? Trescientos francos por noche y durante cien representaciones. ¿Y por qué no una casa de campo también? Si diesen trescientos francos a su mujer, Mignon abandonaría a Bordenave.

Clarisse creía en los trescientos francos. Ese Fontan siempre hablaba mal de sus camaradas. Pero Simonne les interrumpió. Estaba tiritando. Todos, abrochados y con la bufanda al cuello, miraron en el aire el rayito de sol que lucía, sin bajar hasta la fría tristeza del escenario. En la calle helaba, bajo un claro cielo de noviembre.

—¡Y no hay fuego en la chimenea! —dijo Simonne—. Esto es repugnante. Se está convirtiendo en un avaro… Tengo ganas de marcharme; no quiero coger una enfermedad.

—¡Silencio! —gritó de nuevo Bordenave con voz de trueno.

Durante algunos minutos no se oyó más que el recitado confuso de los actores. Apenas accionaban, y hablaban a media voz para no fatigarse. Sin embargo, cuando marcaban una frase intencionada, dirigían ojeadas a la sala, la cual aparecía ante ellos como un agujero amplísimo en el que flotaba una vaga sombra, como un finísimo polvillo cayendo de un alto granero sin ventanas.

La sala, sin luces, iluminada sólo por la semiclaridad del escenario, parecía dormitar en un recogimiento melancólico. En el techo, una oscuridad opaca anegaba las pinturas. De arriba abajo de los palcos, a derecha y a izquierda, caían grandes lienzos grises para proteger las tapicerías, y las fundas eran bandas de tela tendidas sobre el terciopelo de las barandillas, ciñendo las galerías como un sudario y ensuciando las tinieblas con su tono pálido.

En aquel descolorido general, no se distinguían más que los fondos más oscuros de los palcos, que delineaban el esqueleto de los pisos, con la mancha de los sillones, cuyo rojo terciopelo se veía negro. La araña, bajada a pocos palmos del patio, casi cubría la orquesta con sus colgajos, haciendo pensar en una mudanza, en una partida del público para un viaje del que no regresaría más.

Y precisamente Rose, en su papel de duquesita extraviada en casa de una ramera, avanzaba en el escenario hacia la rampa en aquel instante. Levantó las manos, hizo una mueca adorable a aquella sala vacía y oscura, triste como una casa en duelo, y dijo subrayando la frase para producir cierto efecto:

—¡Dios mío, qué mundo más raro!

En el fondo del palco en que se ocultaba, Nana, envuelta en un gran chal, escuchaba la obra y trituraba a Rose con los ojos. Se volvió a Labordette y le preguntó en voz baja:

—¿Estás seguro de que va a venir?

—Muy seguro. Sin duda llegará con Mignon, para tener un pretexto… Cuando aparezca, subirás al camerino de Mathilde, adonde yo te lo llevaré.

Hablaban del conde Muffat. Era una entrevista preparada por Labordette en un terreno neutral. Había tenido una conversación seria con Bordenave, a quien dos fracasos sucesivos acababan de hacer tambalear su negocio. De ahí que Bordenave no dudase en prestar su teatro y ofrecer un papel a Nana, deseando hacerse agradable al conde con vistas a un empréstito.

—Y de ese papel de Géraldine, ¿qué dices? —preguntó Labordette.

Nana, inmóvil, no contestó. Después del primer acto, en que el autor demostraba que el duque de Beuarivage engañaba a su mujer con la rubia Géraldine, una estrella de operetas, en el segundo acto se veía a la duquesa Hélène acudir a casa de la actriz, en una noche de baile de máscaras, para aprender por qué mágico poder aquellas mujeres conquistaban y retenían a sus maridos.

Un primo, el bello Oscar de Saint-Firmin, era quien la introducía, esperando seducirla. Y como primera lección, para su gran sorpresa, oía cómo Géraldine tenía una discusión de carretero con el duque, muy sumiso y con gesto satisfecho, lo que le hizo exclamar: ¡Muy bien! Así es como se debe hablar a los hombres.

Géraldine no tenía más que esta escena en el acto. En cuanto a la duquesa, no tardaría en ser castigada por su curiosidad: un viejo verde, el barón de Tardiveau, la tomaba por una buscona y se mostraba muy solícito con ella, mientras en un diván Beaurivage hacía las paces con Géraldine, besándola. Como el papel de esta última aún no estaba distribuido, el tío Cossard se había levantado para leerlo, y ponía las intenciones a pesar suyo, figurando en los brazos de Bosc. Estaban en esta escena y el ensayo se arrastraba en un tono desabrido cuando Fauchery saltó de pronto en su sillón. Se había contenido hasta entonces, pero sus nervios ya no soportaban más.

—¡Eso no es así! —gritó.

Los actores interrumpieron el diálogo, quedando con los brazos caídos. Frunciendo la nariz y con su gesto de reírse de todo el mundo, Fontan preguntó:

—¿Qué dice? ¿Qué eso no es así?

—Nadie está en su papel; ninguno, ninguno —repitió Fauchery, gesticulando y cruzando el tablado a grandes zancadas para corregir la escena—. Usted, Fontan, comprenda bien el arrebato de Tardiveau; es preciso que se incline, con ese gesto, para coger a la duquesa… Y tú, Rose, es entonces cuando haces tu pasada con viveza, de este modo, pero no demasiado pronto, sino cuando oigas el beso…

Se interrumpió y gritó a Cossard, en el calor de sus explicaciones:

—Géraldine, da el beso… ¡Fuerte! para que se oiga bien.

El tío Cossard, volviéndose hacia Bosc, hizo chascar ruidosamente los labios.

—¡Muy bien! Así ha de ser el beso —dijo Fauchery triunfante—. Otra vez, repita el beso… Lo ves, Rose, he tenido tiempo de hacer la pasada, y entonces lanza un ligero grito: ¡ah! ella lo ha besado. Pero para esto, es preciso que Tardiveau se levante… ¿Entiende usted? Fontan, levántese… Vamos, ensayemos eso todos.

Los actores repitieron la escena, pero Fontan ponía tan mala voluntad que la cosa no marchaba. Dos veces Fauchery debió repetir sus indicaciones, rogando cada vez con más calor. Todos le escuchaban con aire lánguido, mirándose como si les pidiese que caminasen cabeza abajo, y en seguida, intencionadamente, ensayaban y se callaban a las pocas frases, con la rigidez de muñecos cuyos hilos acaban de romperse.

—No, esto ya es demasiado para mí. No lo entiendo —acabó por decir Fontan con su voz insolente.

Bordenave no había despegado los labios. Hundido en su sillón, no se veía, a la lóbrega luz que llegaba hasta él, más que la parte alta de su sombrero, echado sobre los ojos, a la vez que tenía el bastón cruzándole el vientre, pareciendo que dormía. Pero bruscamente se puso en pie.

—Oye, querido; eso es estúpido —le soltó a Fauchery con voz segura.

—¡Cómo estúpido! —exclamó el autor palideciendo—. El estúpido es usted, querido.

De pronto Bordenave empezó a irritarse. Repetía la palabra estúpido, pero buscaba algo más fuerte, y encontró imbécil y cretino. Silbarían y el acto no llegaría al final. Y como Fauchery, fastidiado, sin que por otra parte se sintiese muy ofendido por aquellas palabrotas que se repetían entre ellos a cada nueva obra, le trató abiertamente de bruto, Bordenave perdió los estribos. Hizo el molinete con el bastón y resopló como un buey al gritar:

—¡Maldita sea! Dejadme en paz… Hemos perdido un cuarto de hora con estupideces… Sí, estupideces. Porque eso no tiene sentido. Y es tan sencillo…

—Tú, Fontan, no te mueves para nada. Tú, Rose, haces este pequeño movimiento, lo ves, nada más, y te inclinas… Vamos, hacedlo esta vez. Dé el beso, Cossard.

Entonces todo fue confusión. La escena no iba mejor. Bordenave empezó a declamar con la gracia de un elefante, mientras Fauchery sonreía burlón, encogiéndose de hombros piadosamente. Luego quiso meterse Fontan, y el mismo Bosc se permitió unos consejos. Rose, aburrida, acabó por sentarse en la silla que hacía de puerta. Ya nadie sabía por dónde andaba. Para colmo, Simonne creyó haber oído la réplica e hizo su entrada antes de tiempo y en medio del desorden; aquello enfureció a Bordenave hasta tal punto que el bastón, lanzado en un molinete vertiginoso, le dio de pleno en el trasero.

Con frecuencia pegaba a las mujeres en los ensayos, si se había acostado con ellas. Simonne escapó perseguida por este grito furioso:

—Métete eso en el bolsillo, idiota. Cerraré la barraca si seguís fastidiándome.

Fauchery acababa de ponerse el sombrero, con cara de abandonar el teatro, y ya bajaba a la sala cuando vio que Bordenave volvía a sentarse. Y volvió a su sitio, en el otro sillón. Permanecieron un momento uno al lado del otro, sin moverse, mientras un pesado silencio caía sobre la oscuridad de la sala. Los actores esperaron cerca de dos minutos. Estaban agotados, como si saliesen de un trabajo de esclavos.

—Bien, continuemos —dijo al fin Bordenave con su voz natural y ya tranquilo.

—Sí, continuemos —repitió Fauchery—. Arreglaremos esa escena mañana.

Y se arrellanaron en sus asientos mientras el ensayo volvía a tomar su ritmo de aburrimiento y ejemplar indiferencia. Durante la agarrada del director y el autor, Fontan y los demás pasaron un buen rato en el fondo, en el banco y las sillas viejas. Todo eran risitas, gruñidos y palabras muy gráficas.

Pero cuando Simonne regresó, con el bastonazo en el trasero y la voz rota por los sollozos, le dijeron que ellos en su lugar habrían estrangulado a aquel cerdo. Ella, secándose los ojos, aprobaba con movimientos de cabeza; aquello había acabado, lo abandonaba, y más recordando que Steiner se le había ofrecido para lanzarla.

Clarisse se quedó sorprendida, pues el banquero no tenía dónde caerse muerto, pero Prullière se echó a reír y recordó la hazaña de aquel condenado judío, cuando se enredó con Rose y acabó perdiendo en la Bolsa su negocio de las Salinas de las Landas.

Precisamente estaba trabajando en un nuevo proyecto, un túnel debajo del Bósforo. Simonne escuchaba muy interesada.

Clarisse no cabía en sí de rabia desde hacía una semana. ¿Pues el animal de Héctor de la Faloise, a quien ella había lanzado a los brazos venerables de Gagá, no iba a heredar a un tío muy rico? Sólo a ella le pasaban esos chascos.

Luego estaba aquel sucio de Bordenave, que ahora le daba un papelucho de cincuenta líneas, como si no pudiese interpretar la Géraldine. Soñaba con este papel y esperaba que Nana lo rechazase.

—¿Y yo qué? —dijo Prullière muy resentido—. Yo no tengo ni doscientas líneas. Quisiera devolver mi papel… Es indigno hacerme interpretar ese Saint-Firmin, un verdadero buñuelo. ¡Y qué estilo, muchachos! Veréis cómo la obra se va al foso.

Pero Simonne, que hablaba con el tío Barillot, volvió a decir sofocada:

—A propósito de Nana, está en la sala.

—¿Dónde? —preguntó con viveza Clarisse, levantándose para mirar.

El rumor circuló inmediatamente. Todos se inclinaban. El ensayo se interrumpió un instante, pero Bordenave salió de su inmovilidad, gritando:

—¿Qué hay? ¿Qué sucede ahora? ¡Acaben el acto…! ¡Y silencio ahí abajo! Esto es insoportable.

En el palco, Nana continuaba escuchando la obra. Por dos veces Labordette quiso hablarle, pero ella le hizo callar pegándole un codazo. Concluía el segundo acto cuando aparecieron dos sombras por el fondo del teatro. Caminaban de puntillas para evitar hacer ruidos, y Nana reconoció a Mignon y al conde Muffat, que fueron a saludar silenciosamente a Bordenave.

—Ahí están —murmuró ella con un suspiro de alivio.

Rose Mignon dio la última réplica, y Bordenave dijo que había que repasar otra vez el segundo acto antes de ensayar el tercero, y, abandonando el ensayo, acogió al conde con una cortesía desmesurada, mientras Fauchery fingía que estaba con los actores, agrupados en torno suyo. Con las manos a la espalda, Mignon silbaba, envolviendo con la mirada a su mujer, que parecía nerviosa.

—¿Subimos? —preguntó Labordette a Nana—. Te instalo en el camerino y bajo a buscarlo.

Nana abandonó su palco y tuvo que seguir a tientas el pasillo de butacas del patio, pero Bordenave la vio cuando se escabullía en la oscuridad, alcanzándola en el extremo del pasillo que pasaba por detrás del escenario, un rincón que alumbraba el gas día y noche.

Para apresurar el trato, se entusiasmó con el papel de la ramera.

—¡Qué papel! Tiene gancho. Está hecho para ti… Ven al ensayo mañana.

Nana no demostró entusiasmo. Quería conocer el tercer acto.

—¡Oh! el tercero es soberbio… La duquesa hace de buscona en su casa, lo que desagrada a Beaurivage y la corrige. Con esto hay un quid pro quo muy divertido; al llegar Tardiveau y creerse en casa de una bailarina…

—¿Y Géraldine está allí? —interrumpió Nana.

—¿Géraldine? —repitió Bordenave un poco molesto—. Tiene una escena no muy larga, pero muy lograda… Está hecho para ti, te lo digo yo. ¿Firmas?

Ella le miró con fijeza y al fin respondió:

—Pronto lo veremos.

Y se reunió con Labordette, que la esperaba en la escalera. Todo el teatro la había reconocido. Se murmuraba. Prullière, escandalizado por aquella vuelta; Clarisse, muy inquieta por su papel, y en cuanto a Fontan, se hacía el indiferente, con gesto frío, porque no acostumbraba murmurar contra una mujer a la que había amado; en el fondo, con su antiguo capricho convertido en odio, le guardaba un rencor feroz por sus abnegaciones, por su belleza, y por aquella vida en común, que sólo había querido por una perversión de sus gustos de monstruo.

Mientras tanto, cuando Labordette reapareció y se acercó al conde, Rose Mignon, puesta en guardia por la presencia de Nana, lo comprendió todo. Muffat la cansaba, pero la idea de ser abandonada así la sacaba de quicio.

Entonces, rompiendo el silencio que generalmente guardaba sobre estas cosas con su marido, le dijo crudamente:

—¿Ves lo que está sucediendo? Te juro que si ella repite la jugarreta de Steiner, le arranco los ojos.

Mignon, tranquilo y soberbio, se encogía de hombros como hombre que lo ve todo.

—¡Cállate! —murmuró—. Hazme el favor de callarte.

Él sabía a qué atenerse. Había profundizado en su Muffat y veía que a un gesto de Nana estaba dispuesto a tirarse al suelo para servirle de alfombra. No se podía luchar contra esa clase de pasiones. Además, conocedor de los hombres, no pensaba más que en sacar el mejor partido posible de la situación. Era preciso ver. Y esperaba.

—Rose, a escena, gritó Bordenave. Se vuelve al segundo acto.

—Anda, vete —repuso Mignon—. Déjame a mí.

Luego, burlándose, le pareció divertido felicitar a Fauchery por su obra.

Muy fuerte la obra, ¿pero por qué su gran señora era tan honrada? Eso no era natural. Y le preguntó quién le había servido de modelo para el duque de Beaurivage, el enamorado de Géraldine. Fauchery, en vez de enfadarse, sonrió. Pero Bordenave, echando un vistazo hacia el lado de Muffat, pareció contrariado, lo que asombró a Mignon y le hizo ponerse serio.

—¿Empezamos? —chilló el director—. Venga ya, Barillot. ¿No está aquí Bosc? ¿Es que quiere burlarse de mí?

Sin embargo, Bosc llegaba apaciblemente. El ensayo volvió a empezar en el momento en que Labordette se llevaba al conde, quien estaba tembloroso ante la idea de volver a ver a Nana. Después de su ruptura había sentido un gran vacío, se había dejado conducir a casa de Rose, desocupada, temiendo sufrir con el cambio de sus costumbres.

Por otra parte, en el aturdimiento en que vivía, prefirió ignorarlo todo, prohibiéndose buscar a Nana y rehuyendo una explicación con la condesa. Le parecía deber este olvido a su dignidad, pero un sordo trabajo se operaba en él, y Nana lo reconquistaba lentamente, con los recuerdos, con las cobardías de su carne, con los sentimientos nuevos, exclusivos, enternecedores y casi paternales.

La escena abominable se esfumaba; ya no veía a Fontan, ni oía a Nana echándole fuera a la vez que le gritaba el adulterio de su esposa.

Todo esto no eran más que palabras arrastradas por el viento, mientras él se quedaba con el corazón encogido, cuyo dolor le punzaba cada vez más fuerte, hasta ahogarle. Se le ocurrían candideces, se acusaba diciéndose que ella no le habría traicionado si realmente él la hubiera amado. Su angustia se le volvió intolerable y se sintió muy desgraciado. Era como la quemazón de una antigua herida, no tanto por aquel deseo ciego e inmediato que se avenía a todo, sino ante la pasión celosa de aquella mujer, una necesidad de ella solamente, de sus cabellos, de su boca, de su cuerpo, obsesionándole.

Cuando se acordaba de su voz, un estremecimiento recorría todos sus miembros. La deseaba con exigencias de avaro y delicadezas infinitas. Y este amor le había invadido tan dolorosamente que cuando Labordette, preparando la cita, le soltó las primeras palabras, se echó en sus brazos en un movimiento irresistible, aun cuando en seguida se avergonzó de aquel abandono tan ridículo en un hombre de su clase. Pero Labordette sabía comprenderlo todo. Y le dio una prueba de su tacto abandonando al conde ante la escalera con estas sencillas palabras, pronunciadas bajando la voz:

—En el segundo piso, el pasillo de la izquierda.

La puerta sólo está entornada.

Muffat se encontraba solo en el silencio de aquel rincón del teatro. Cuando pasaba por delante del saloncito de los artistas, vio, por entre las puertas abiertas, el desorden de la amplia sala, asquerosa de manchas y sin luz diurna.

Pero lo que más le sorprendía, al salir de la oscuridad y del tumulto del escenario, era aquella claridad blanquecina, la calma de aquel hueco de escalera que cierta noche había visto, ahumado de gas y resonando por el correr de mujeres en cada piso. Se veían los camerinos desiertos, los pasillos vacíos, sin un alma, sin un ruido, mientras que por las ventanas entraba el pálido sol de noviembre, arrojando rayos amarillos envueltos en la polvareda y entre la paz mortal que caía de arriba.

Se sintió feliz en medio de aquella calma y de aquel silencio; subió lentamente, tratando de recobrar el aliento; su corazón latía desacompasadamente mientras le invadía el miedo de comportarse como un chiquillo, con suspiros y lágrimas.

En el descansillo del primer piso se apoyó contra la pared, seguro de no ser visto, y con el pañuelo en los labios contempló los peldaños desgastados, la barandilla de hierro frotada por tantas manos, el estuco arañado, y toda aquella miseria de casa de tolerancia, exhibida crudamente en aquella hora pálida de la tarde en que las rameras todavía duermen.

No obstante, cuando llegó al segundo piso, tuvo que dar un brinco para no pisar un gran gato rojo, ovillado en un escalón. Con los ojos medio cerrados, el gato era el único guardián de la casa, dormitaba entre los olores encerrados y tibios que las mujeres dejaban allí cada noche.

En el pasillo de la derecha, en efecto, la puerta estaba entornada. Nana esperaba. La pequeña Mathilde, una puerca ingenua, tenía su camerino muy sucio, con una profusión de tarros rotos, una mesa de tocador mugrienta y una silla manchada de rojo, como si hubieran sangrado sobre la paja. El papel de las paredes y del techo estaba salpicado hasta arriba con gotas de agua jabonosa. Aquello olía tan mal que Nana abrió la ventana.

Permaneció allí acodada un minuto, respirando, inclinándose para ver abajo a la señora Bron, cuya escoba se oía encarnizarse con las baldosas verdosas del angosto patio, hundido en la sombra. Un canario, cuya jaula colgaba de una persiana, lanzaba penetrantes gorjeos. No se oían los coches del bulevar ni los de las calles vecinas; había una paz provinciana y un amplio espacio en el que el sol dormía.

Y levantando la mirada, vio los pequeños edificios y las relucientes vidrieras de la galería del pasaje, y más allá, frente a ella, las altas casas de la calle Vivienne, cuyas fachadas de la parte de atrás se elevaban mudas y como vacías. Las azoteas se extendían en graderío, un fotógrafo había puesto en un tejado una gran caja de cristal azul. Aquello era muy alegre, y Nana se olvidaba de todo cuando le pareció que habían llamado. Se volvió y gritó:

—Entre.

Al ver al conde, cerró la ventana. No hacía calor y la curiosa de la señora Bron no tenía por qué oírles. Los dos se miraron seriamente. Luego, como él permanecía muy tieso y con gesto asustadizo, ella se echó a reír y dijo:

—Muy bien; ya estás aquí, gran bestia.

La emoción de él era tan fuerte que parecía helado. La llamó señora; se sentía dichoso por volver a verla. Entonces, para precipitar las cosas, ella se mostró más familiar aún.

—No me vengas con dignidades. Ya que has deseado verme, no es para miramos como dos perros de porcelana… Los dos hemos cometido errores. Pero yo te perdono.

Y él se quedó convencido de que no se hablaría más de aquello. Asentía con la cabeza, y se tranquilizaba, pero aún no encontraba nada que decir a pesar de la oleada de palabras que le subía a los labios.

Sorprendida por aquella frialdad, Nana decidió su juego.

—Vaya, eres razonable —añadió con una débil sonrisa—. Ahora que ya hemos hecho las paces, démonos un apretón de manos y quedemos como buenos amigos.

—¿Como buenos amigos? —murmuró él, súbitamente inquieto.

—Sí; tal vez sea idiota, pero deseaba tu estimación… Ahora ya nos hemos explicado, y si nos encontramos no pareceremos dos memos.

Él hizo un gesto para interrumpirla.

—Déjame acabar… Ningún hombre, ¿entiendes? ha tenido que reprocharme una cochinada. Y me molestaba empezar contigo… Cada cual tiene su honor, querido.

—¡Pero si no es eso! —gritó él violentamente—. Siéntate y escúchame.

Y como si temiese verla marchar, la empujó hacia la única silla. Él paseaba con una agitación creciente. En el pequeño camerino, cerrado y lleno de sol, había un dulzor tibio, una paz húmeda que ningún ruido exterior turbaba. En los momentos de silencio sólo se oían los trinos del canario, parecidos a los de una flauta lejana.

—Escucha —dijo él plantándose delante de ella—, he venido para volver a cogerte. Sí, quiero reanudar… empezar. Tú lo sabes muy bien. ¿Por qué me hablas así? Responde… ¿Consientes?

Ella había inclinado la cabeza y arañaba con la uña la paja roja, que sangraba debajo de ella. Al verle tan ansioso, no se apresuraba. Por fin levantó la cara, seria la expresión, con sus bellos ojos, a los que había agregado un poco de tristeza.

—No; eso es imposible, pequeño mío. Nunca volveré a unirme contigo.

—¿Por qué? —balbuceó él, mientras una contracción de indecible sufrimiento invadía su rostro.

—¿Por qué? Porque… es imposible; eso es todo. No quiero.

Aún estuvo mirándola unos segundos, ardientemente. Luego, con las piernas paralizadas, se abatió sobre la ventana. Ella, con aire de aburrimiento, se contentó con añadir:

—Bah, no hagas el chiquillo.

Pero ya lo hacía. Caído a sus pies, la cogía por la cintura y la abrazaba estrechamente, la cara entre sus rodillas, que hundía hasta la carne. Cuando la sintió así, cuando la encontró con el terciopelo de sus miembros, bajo la delgada tela de su vestido, le sacudió una convulsión, y tiritaba de fiebre, perdido, estrechándose contra sus piernas como si quisiera penetrar en ella.

La vieja silla crujía. Los sollozos del deseo se ahogaban en el techo bajo y en el aire agriado de los antiguos perfumes.

—Bien, ¿y después? —decía Nana dejándole que siguiera—. Todo esto no conduce a nada. Ya que no es posible… ¡Dios mío, qué niño eres!

Él se apaciguó. Pero siguió en el suelo, no dejándola y diciendo con voz entrecortada:

—Escucha por lo menos lo que voy a ofrecerte… Ya tengo visto un hotelito, junto al parque Monceau. Satisfaré todos tus deseos. Por tenerte sin compartirte daré mi fortuna… Sí, será la única condición; sin compartirte, ¿entiendes? Y si consientes en no ser más que mía, ¡oh! te haré la más hermosa, la más rica; coches, diamantes, vestidos…

A cada ofrecimiento Nana decía que no con la cabeza, soberbiamente. Luego, como continuase hablando de colocar dinero a su nombre, no sabiendo qué poner más a sus pies, pareció perder la paciencia.

—¿Qué? ¿Has acabado de manosearme? Soy buena muchacha y lo acepto un momento, porque te pones como enfermo, pero ya es bastante; ¿no te parece? Déjame levantarme; me cansas.

Se desprendió, y cuando estuvo de pie, repitió:

—No, no, no… No quiero…

Entonces él se arrastró penosamente, y, sin fuerzas, cayó sobre la silla, acodándose contra el respaldo, el rostro entre las manos.

Nana se puso a pasear. Durante un momento contempló el papel sucio, el tocador grasiento, aquel agujero asqueroso que lo llenaba un pálido sol. Luego, deteniéndose ante el conde, habló con una tranquila franqueza:

—Es muy gracioso. Los hombres ricos se imaginan que lo pueden tener todo con su dinero… ¿Y si yo no quiero? Me importan un bledo tus regalos. Me darías París, y seguiría diciendo no, siempre no… Ya ves que esto no es muy limpio. Pues lo encontraría muy agradable si me hiciese feliz vivir aquí contigo, pero reventaría en tus palacios si mi corazón te repeliese… ¡Ah, el dinero! Pobre perrito mío; lo tengo en cualquier sitio. Mira tú, le pego patadas al dinero, lo escupo.

Y ponía cara de asco. Luego, volviendo al sentimiento, añadió en un tono melancólico:

—Sé de algo que vale más que el dinero… ¡Ah, si me diesen lo que yo deseo…!

Él levantó lentamente la cabeza y en sus ojos brilló un pequeño rayo de esperanza.

—Pero no puedes dármelo —repuso ella—. Eso no depende de ti, y por eso te hablo de ello… En fin, hablemos… Desearía tener el papel de mujer honrada en su obra.

—¿Qué mujer honrada? —murmuró él asombrado.

—La duquesa Hélène… Si se creen que voy a interpretar a Géraldine… Un papel de nada, una escena y ni eso. Ya estoy hasta las narices de busconas. Siempre busconas; parecería que sólo tengo busconas en el vientre. Al fin y al cabo eso es humillante, pero ahora lo veo claro; creen que soy una mal educada… Pues sabe, pequeño mío, que se equivocan. Cuando quiero ser distinguida, lo soy como la que más. Mírame un momento.

Nana retrocedió hasta la ventana, luego avanzó pavoneándose, midiendo sus pasos con aire circunspecto de vieja gallina temerosa de ensuciarse las patas. Él la contemplaba, con ojos llenos de lágrimas, turbado ante aquella brusca escena de comedia que agudizaba su dolor. Ella se paseó un instante, para demostrar bien todo su juego, con finas sonrisas, con parpadeos suaves y balanceos de faldas, y clavándose de nuevo ante él, añadió:

—¿Eh? Me parece que es así.

—Sí, completamente —balbuceó el conde, aún ahogado y con la mirada temblorosa.

—Te aseguro que domino el papel de mujer honrada… Lo he ensayado en mi casa; ninguna tiene mi pequeño aire de duquesa que se burla de los hombres. ¿Lo has notado cuando he pasado por delante de ti, mirándote? Ese aire se lleva en las venas… Además, quiero hacer el papel de mujer honrada; sueño con él, y seré una desdichada si no me dan ese papel; ¿lo entiendes?

Se había puesto seria, la voz dura, muy conmovida, sufriendo realmente su estúpido deseo. Muffat, aún bajo el efecto de sus negativas, esperaba sin comprender nada. Siguió un silencio. Ni el vuelo de una mosca turbaba la paz de aquellas paredes vacías.

—Y sé una cosa —repuso ella abiertamente—; tú harás que me den ese papel.

Él se quedó estupefacto y, con gesto desesperado, dijo:

—Pero eso es imposible. Tú misma has dicho que eso no dependía de mí.

Ella le interrumpió con un encogimiento de hombros.

—Vas a bajar y le dirás a Bordenave que quieres ese papel… No seas ingenuo. Bordenave precisa de dinero… Pues tú se lo prestas, ya que lo tienes para arrojarlo por las ventanas.

Y como aún se debatiese, ella se enfadó.

—Muy bien, lo comprendo. Temes enfadarte con Rose. Yo no te he hablado de ella cuando tú llorabas por el suelo, y tendría muchas cosas que decirte. Sí, cuando se le ha jurado a una mujer amarla siempre, no se coge al día siguiente la primera que aparece. ¡Oh! la herida está aquí, lo recuerdo… Además, querido, no tiene nada de apetitoso coger los restos de los Mignon. Antes de hacer el bestia sobre mis rodillas has debido romper con esa cochina gente.

Él protestaba, y acabó por decir una frase precisa:

—Pues me río yo de Rose. Ahora mismo voy a dejarla.

Nana pareció satisfecha por ese lado. Seguidamente añadió:

—Entonces, ¿qué es lo que te molesta? Bordenave es el amo… Me dirás que está Fauchery después de Bordenave…

Había suavizado la voz, porque llegaba al punto delicado del asunto. Muffat, con los ojos bajos, se callaba. Había permanecido en una ignorancia voluntaria sobre las asiduidades de Fauchery cerca de la condesa, tranquilizándose a la larga y esperando haberse engañado durante aquella noche espantosa, pasada en una puerta de la calle Taitbout. Pero aún conservaba por el hombre una repugnancia y una cólera sordas.

—¿Pero qué pasa con Fauchery? No es el diablo —repetía Nana, tanteando el terreno para saber cómo estaban las cosas entre el marido y el amante—. A Fauchery se le convencerá. En el fondo, te lo aseguro, es un buen muchacho… ¿Qué? Está claro que le dirás que es para mí.

La idea de semejante paso sublevaba al conde.

—No, no; ¡jamás! —gritó.

Ella esperaba. Le subía esta frase a los labios: «Fauchery no puede negarte nada», pero comprendió que era demasiado como argumento. Sólo esbozó una sonrisa, y esta sonrisa, que era burlona, decía la frase.

Muffat, habiendo levantado los ojos hacia ella, los bajó de nuevo, molesto y pálido.

—No eres muy complaciente —murmuró ella al fin.

—No puedo —dijo lleno de angustia—. Todo lo que tú quieras, pero eso no, amor mío; te lo ruego.

Nana no se detuvo en discutir. Con las manos le hizo volver la cabeza hacia ella, y luego, inclinándose, clavó su boca a la de él en un largo beso. Un estremecimiento le sacudió, se tambaleó bajo ella, perdido, los ojos cerrados.

Nana lo sujetó, diciéndole simplemente:

—Vete.

Él se dirigió hacia la puerta. Pero cuando salía, ella volvió a cogerle entre sus brazos, haciéndose la sumisa y la mimosa, la cara levantada y frotando su mentón de gata contra su chaleco.

—¿Dónde queda ese hotelito? —preguntó ella muy bajito, con el aire confuso y reidor de una chiquilla que vuelve por las golosinas que no ha querido.

—Avenida de Villiers.

—¿Y tiene coches?

—Sí.

—¿Y encajes, y diamantes?

—Sí.

—¡Oh, qué bueno eres, gatito mío! Sabes, hace un momento era por celos… Y esta vez te juro que no será como la primera vez, puesto que ahora comprendes lo que necesita una señora… Tú lo das todo, ¿no es eso? Pues entonces no necesito a nadie… Mira, no hay más que para ti. ¡Toma, toma y este otro aún!

Cuando lo hubo empujado fuera, después de haberle encendido con una lluvia de besos en las manos y en la cara, respiró un momento. ¡Dios mío, qué mal olía el cuarto de la descuidada Mathilde! Se estaba bien, con uno de esos tranquilos calores de las habitaciones de Provence, expuestas al sol de invierno, pero verdaderamente olía demasiado a agua de lavanda corrompida y a otras cosas nada limpias.

Nana abrió la ventana y se acodó nuevamente en el alféizar para examinar las vidrieras del pasaje y así distraer el rato de espera.

Muffat bajaba la escalera tambaleándose, atontado. ¿Qué iba a decir? ¿De qué manera abordaría aquel asunto que no le concernía? Llegaba al escenario cuando oyó una discusión. Se acababa el segundo acto, y Prullière se encolerizaba porque Fauchery quería cortar una de sus réplicas.

—¡Córtelo de una vez! —gritaba—. Lo prefiero. Ni siquiera tengo doscientas líneas, y todavía me las cortan. No; ya estoy harto, y devuelvo el papel.

Se sacó del bolsillo un pequeño cuaderno estrujado, lo retorció entre sus manos temblorosas, pareciendo que iba a arrojarlo sobre las rodillas de Cossard. Su vanidad resentida convulsionaba su cara pálida, adelgazándole los labios y encendiéndole los ojos, sin que pudiese ocultar su ira. ¡Él, Prullière, el ídolo del público, interpretar un papel de doscientas líneas!

—¿Por qué no me hacen sacar cartas en una bandeja? —preguntó con amargura.

—Vamos, Prullière, sosiéguese —dijo Bordenave, que le halagaba a causa de su influencia en los palcos—. No empiece con sus historias de siempre. Se le encontrarán efectos, ¿no es cierto? Fauchery le buscará efectos… en el tercer acto se le podría añadir una escena.

—Entonces —advirtió el cómico—, quiero la frase de bajada de telón… Creo que se me debe eso.

Fauchery pareció consentir con su silencio, y Prullière se volvió a meter el papel en el bolsillo, todavía trastornado e incluso descontento. Bosc y Fontan, durante la explicación, habían adoptado un aire de completa indiferencia; cada uno se ocupaba de sí, pues aquello no les interesaba y les tenía sin cuidado.

Todos los actores rodearon a Fauchery, preguntándole, buscando elogios, mientras Mignon escuchaba las últimas quejas de Prullière sin perder de vista al conde Muffat, cuyo regreso espiaba.

El conde, al entrar nuevamente en aquella oscuridad, se detuvo en el fondo del escenario, dudando si acercarse al sitio de la discusión. Pero Bordenave le vio y en seguida se precipitó a él.

—¡Qué gente! —murmuró—. No puede imaginarse, señor conde, lo mal que lo paso con esta gente. Todos a cual más vanidoso, y pedigüeños como pocos, peores que la sarna, siempre con sucias historias y deseando que yo me deje aquí los riñones… Perdone, me dejo arrebatar.

Se calló y reinó el silencio. Muffat buscaba una transición, pero no se le ocurría nada, y acabó por decir abiertamente, para concluir antes:

—Nana quiere el papel de la duquesa.

Bordenave tuvo un sobresalto y gritó:

—¡Qué locura!

Luego, contemplando al conde, lo vio tan pálido y tan trastornado que se contuvo, murmurando:

—Diablo…

Y el silencio reinó nuevamente. En el fondo, igual le daba una que otra. Y tal vez resultase cómico ver a la gorda Nana haciendo el papel de la duquesa. Por otra parte, con aquella historia sujetaba sólidamente a Muffat. No tardó, pues, en tomar una decisión. Se volvió y llamó:

—¡Fauchery!

El conde había hecho un ademán para contenerle. Fauchery no oía.

Empujado contra el telón de embocadura por Fontan, se veía obligado a escuchar las explicaciones sobre la manera que comprendía el cómico el personaje de Tardiveau.

Fontan veía en Tardiveau un marsellés y con su acento, e imitaba el acento. Recitaba parlamentos enteros. ¿No estaba bien así? Parecía que sólo sometía ideas de las que él mismo dudaba. Pero Fauchery permanecía frío y hacía objeciones, lo cual en seguida molestó al actor.

Muy bien, desde el momento en que el espíritu del papel se le escapaba, sería mejor para todo el mundo que no lo interpretase.

—¡Fauchery! —gritó de nuevo Bordenave.

Entonces Fauchery se escapó, contento de huir del actor, quien se quedó ofendido ante tan rápida retirada.

—No nos quedemos aquí —indicó Bordenave—. Síganme, señores.

Para evitar que oyesen los curiosos, se los llevó al almacén de los accesorios, detrás del escenario. Mignon, sorprendido, les vio desaparecer.

Había que bajar algunos escalones. Era una pieza cuadrada cuyas ventanas daban al patio. Una claridad de bodega penetraba a través de los vidrios sucios, lóbrega en aquel techo bajo. Allí dentro, en estanterías que obstruían el sitio, había un montón de objetos de toda clase, como en el cuchitril de un revendedor de la calle Lappe que liquida, en una mezcla de feria barata, platos, copas de cartón dorado, viejos paraguas rojos, cántaros italianos, relojes de todos los estilos, bandejas y tinteros, armas de fuego y jeringas; todo bajo una capa de polvo de una pulgada, irreconocible, descolorido, roto y amontonado. Y un insoportable hedor a hierros viejos, a trapos, a cartonajes húmedos, llegaba de aquellos montones, donde se apilaban los restos de obras representadas hacía cincuenta años.

—Entren —dijo Bordenave—; por lo menos aquí estaremos solos.

El conde, muy molesto, dio algunos pasos para dejar que el director se atreviese con la proposición. Fauchery estaba sorprendido, y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Se lo diré, continuó al fin Bordenave. Se nos ha ocurrido una idea… sobre todo no salte. Es muy serio… ¿Qué piensa usted de Nana en el papel de duquesa?

El autor se quedó petrificado. Luego estalló:

—¡Ah, no! ¿Estás bromeando? ¡Lo que se reirían!

—Tampoco perjudica que se rían un poco. Piénselo, querido… La idea le agrada mucho al señor conde.

Muffat, para aparentar serenidad, acababa de coger, de entre el polvo, un objeto que no parecía reconocer. Era una huevera cuyo pie habían rehecho con yeso. Se la guardó sin darse cuenta y avanzó para murmurar:

—Sí, sí; estaría muy bien.

Fauchery se volvió hacia él con un gesto de brusca impaciencia. El conde no tenía nada que ver con su pieza. Y dijo claramente:

—¡Nunca…! Nana, de buscona, cuanto quiera, pero como señora, ni hablar.

—Usted se equivoca, se lo aseguro —repuso Muffat envalentonándose—. Precisamente acaba de hacerme el papel de mujer honrada…

—¿Dónde? —preguntó Fauchery, cuya sorpresa iba en aumento.

—Arriba, en su camerino… Estaba formidable, con mucha distinción. Sobre todo tiene una mirada… Y andando así.

Y con la huevera en la mano pretendió imitar a Nana, olvidándose de sí mismo en una apasionada necesidad de convencer a aquellos señores. Fauchery le miraba estupefacto. Acababa de comprenderlo todo, y no se mostró indignado. El conde, que sintió su mirada, en la que había algo de burla y de piedad, se detuvo, atacado de un débil rubor.

—Por Dios… es muy posible —exclamó el autor por complacencia—. Tal vez esté muy bien… Sólo que el papel ya está dado, y no podemos quitárselo a Rose.

—Si no es más que eso —dijo Bordenave—, yo me encargo de solucionar el asunto.

Pero entonces, viéndolos a los dos contra él, comprendiendo que Bordenave tenía un interés oculto, el autor, para no sucumbir, se revolvió con mayor violencia, con intención de cortar la entrevista.

—¡Ah, no, no! Aunque el papel estuviese libre, no se lo daría… Esto está claro. Déjenme tranquilo… No quiero hundir mi obra.

Siguió un silencio embarazoso. Bordenave, viendo que allí él sobraba, se alejó. El conde permaneció con la cabeza gacha. La levantó con gran esfuerzo y dijo con voz alterada:

—Querido, ¿y si le pidiese eso como un favor?

—No puedo, no puedo —repetía Fauchery debatiéndose.

La voz de Muffat se endureció:

—Se lo ruego… ¡Lo quiero!

Ir a la siguiente página

Report Page