Nana

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Imaginen que el incendio de Chicago de 1871 hubiera ardido durante seis meses antes de que alguien se diera cuenta. Imaginen que la inundación de Johnstown en 1889 o el terremoto de San Francisco de 1906 hubieran durado seis meses, un año, dos años, antes de que nadie les prestara atención.

Construir con madera, construir en fallas, construir en cuencas bajas, cada era crea sus propios desastres «naturales».

Imaginen una inundación de color verde oscuro en el centro de cualquier ciudad enorme, los rascacielos de oficinas y apartamentos sumergidos pulgada a pulgada.

Ahora, aquí y ahora, escribo desde Seattle. Un día, una semana, un mes tarde. Quién sabe cuánto tiempo después de los hechos. El Sargento y yo, todavía cazando brujas.

Los botánicos llaman Hederá helixseattle a esta nueva variedad de hiedra inglesa. Una semana, tal vez las plantas de las macetas del Olympic Professional Plaza parecían un poco demasiado crecidas. La hiedra estaba ahogando los pensamientos. Había enredaderas que se habían adherido a la fachada de ladrillo y estaban trepando pulgada a pulgada. Nadie se dio cuenta. Había estado lloviendo mucho.

Nadie se dio cuenta hasta la mañana en que los residentes del Park Senior Living Center encontraron las puertas de su vestíbulo selladas por la hiedra. Aquel mismo día, la pared sur del Fremont Theater, tres pies de grosor de ladrillo y cemento, amenazó con desplomarse sobre el público que abarrotaba el local. Aquel mismo día, parte del aparcamiento subterráneo de autobuses se hundió.

Nadie puede decir realmente cuándo echó raíces la Hederá helixseattle, pero es fácil de adivinar.

Mirando ejemplares viejos del Seattle Times, hay un anuncio en la sección de Ocio del 5 de mayo. Con tres columnas de ancho, dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DE ORACLE SUSHI PALACE

El anuncio dice:

«Si experimentan graves picores rectales causados por parásitos intestinales, pueden reunir las condiciones necesarias para entablar un pleito por demanda colectiva». Y da un número de teléfono.

Y yo, aquí con el Sargento, llamo al número.

Una voz de hombre dice:

—Despacho de abogados Dentón, Daimler y Dick.

Y yo digo:

—¿Ostra?

Digo:

—¿Dónde estás, cabroncete?

Y la línea se corta.

Aquí y allí, escribiendo esto en Seattle, en una cafetería justo delante de los parapetos del Departamento de Obras Públicas, una camarera nos dice al Sargento y a mí:

—Ahora no pueden matar las hiedras. —Y nos pone más café. Mira por la ventana las paredes verdes, infestadas de enredaderas gruesas y grises. Dice—: Es lo único que hace que se aguante esa parte de la ciudad.

Dentro de la red de enredaderas y hojas, los ladrillos están combados y movidos de sus sitios. El cemento está agrietado. Las ventanas han sido estrujadas hasta que se ha roto el cristal. La puerta no se abre de tan deformado que está el marco. Entran y salen volando pájaros de los acantilados verdes y erectos, comiéndose las semillas de hiedra, cagándolas por todas partes. A una manzana de distancia, las calles son cañones verdes, el asfalto y las aceras están sepultadas bajo el verde.

Los periódicos lo llaman «La amenaza verde». El equivalente en hiedra a las abejas asesinas. El Infierno de Hiedra.

Silencioso, imparable. El final de la civilización a cámara lenta.

La camarera dice que cada vez que los equipos de operarios podan las enredaderas, o las queman con lanzallamas, o las rocían con veneno —incluso la vez que trajeron cabras pigmeas para que se las comieran— las raíces de hiedra se extienden. Las raíces hunden túneles. Seccionan cables y tuberías subterráneos.

El Sargento marca el número del anuncio del sushi, una y otra vez, pero la línea sigue desconectada.

La camarera mira los dedos de hiedra que ya empiezan a cruzar la calle. Dentro de una semana se habrá quedado sin trabajo.

—La Guardia Nacional nos prometió que la contendrían —dice.

Y dice:

—He oído que la hiedra también ha llegado a Portland. Y a San Francisco. —Suspira y dice—: Está claro que esta la vamos a perder.

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