Nadine

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Nadine » Capítulo 9

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Capítulo 9

Los celos hacia Maribel no habían surgido inmediatamente, sino que se habían cuajado de manera silenciosa en la oscuridad de su aturdimiento crónico, envenenándola gota a gota, hasta que brotaron como un monstruo incontrolable aquel día memorable en casa de María Teresa. Al principio, la entrada de Maribel en sus vidas había sido hasta un respiro, una bocanada de aire fresco dentro del aburrimiento profundo de su rutina matrimonial, una explosión de color en el desierto beis de decoración elegante e insulsa de la casa.

Maribel vestía siempre de rosa chillón salpicado de verde o amarillo. Su cabello, también amarillo, le caía sobre los hombros con mechones de forma desigual. Era una mujer menuda que sin duda se veía mejor vestida que desnuda. Utilizaba pantalones claros muy ajustados con cinturones vistosos de Gucci o Hermés. Llevaba las camisas abotonadas hasta la mitad del pecho, un pecho pequeño y apretado que vestía con sostenes de colores insinuantes. Tenía los pies diminutos, siempre calzados con botas de tacón alto o con zapatos con hebillas brillantes a juego con grandes bolsos. Aunque fuera invierno, siempre estaba bronceada como si acabara de llegar de la playa. No en vano las demás secretarias de la oficina la llamaban la Marbellí o la Barbie playera. Hubiera tenido una cara de aspecto plácido con ojos castaños almendrados de no haber sido porque su nariz pronunciadamente aguileña y su boca estrecha le conferían un aire abiertamente depredador. Sin embargo su voz, dulcemente aguda como el tintineo de una campanilla, borraba de inmediato esta primera impresión. Maribel seducía con la voz.

—¡Cuántas ganas tenía de conocerte! He oído tantas cosas de ti.

Maribel se había acercado rápidamente a Nadine. Siempre con palabras halagadoras, como sobrepasada con una admiración desmesurada hacia ella, mostraba constantemente un interés insaciable por obtener el menor dato sobre su vida, sus gustos, sus experiencias. Al principio, Nadine se reía de ella para sus adentros. Le parecía una mujer tan falta de sustancia y de inteligencia, sus conversaciones le resultaban increíbles por lo banales e intranscendentes. Ropa, abalorios, chismes absurdos de la oficina, historias irritantes sobre sus sobrinos.

Mientras tanto, Maribel se abría camino poniéndose perpetuamente al servicio de los demás. En la oficina acompañaba a Augusto en los quehaceres más aburridos y en las largas horas después del trabajo cuando tenía que preparar presentaciones o informes. Lo esperaba hasta la hora que fuera, se iba a la otra punta de la ciudad a hacer fotocopias, a recoger informes o documentación. Maribel también se mostraba extremadamente servicial incluso cuando la invitaban a casa. Siempre recogía los platos de la cena y acompañaba a Nadine a ordenar la cocina. La ayudaba a encontrar chicas de servicio, le llevaba prendas al tinte o le pedía citas con el dentista desde la oficina. Poco a poco se fue introduciendo en sus vidas, haciéndose imprescindible. Los fines de semana, incluso algunas tardes después del trabajo, pasaba por allí. Aunque Nadine tenía sus reservas al principio, pronto se acostumbró a la nueva situación. Augusto y ella pasaban mucho tiempo en silencio, cada uno en un lugar diferente de la casa. Y los fines de semana eran declaradamente aburridos.

Hacía tiempo que un extraño alejamiento se había apoderado de ellos. A veces Nadine buscaba los ojos de Augusto y advertía con ansiedad que él ya no le sostenía la mirada, como si resistiera su cercanía. Nunca salían juntos a no ser que fueran invitados a comer o a cenar por colegas de trabajo o por familia. Hacía más de un año que no habían tenido relaciones sexuales. Augusto siempre estaba cansado cuando llegaba a la cama. Ella tampoco insistía.

Habían dejado de hablar de asuntos personales. La conversación con la cual se sentían más cómodos en los últimos tiempos era la bolsa y las inversiones financieras. Este era el tema preferido de Augusto y, aunque a Nadine le parecía lo más aburrido del mundo, siempre le seguía la corriente haciéndole preguntas y fingiendo interés. En el fondo, todo esto le producía tristeza, pero lo justificaba con llevar diecisiete años juntos. Suponía que las relaciones se asentaban, las emociones se pacificaban y se convertían en sillones viejos, cómodos y queridos aunque tuvieran la tapicería deslucida. Sin embargo, era también consciente de que la rutina en la que estaban sumidos formaba parte de la sensación de anestesia dentro de la cual ella vivía sumergida en los últimos años. Iba del trabajo, insoportablemente aburrido pero bien pagado, a su casa elegante y confortable, y pasaba la vida entre las flores en la terraza, libros de arte y literatura, cócteles del trabajo de Augusto y visitas a su familia política. Nadine no vivía. Solamente dormitaba mientras veía pasar la vida por la ventana de su salón blanco y beis, y se perdía entre las formas cambiantes de las nubes que se deslizaban frente a sus ojos entreabiertos.

Mientras tanto, Augusto iba y venía. Era un hombre callado de aspecto blando, pero en el fondo caprichoso y autoritario. Era un gran trabajador, un hombre de visión mercantil. En el área doméstica era perfeccionista, obsesivo con el orden, la limpieza, la apariencia correcta de las cosas. Con Nadine siempre había sido considerado, pero exigente. De más joven, cuando Nadine lo conoció, aunque siempre tuvo el mismo aspecto aplastantemente conservador, cuando se relajaba podía tener una sonrisa picara y una gracia natural para contar chistes y hacerle reír a carcajadas. Era el único ejecutivo joven que la empresa de consultoría de su padre había contratado en los últimos años, porque era al parecer un genio del marketing. Su padre, siempre buscando maneras de retornar a sus hijas a su área de influencia, tras haberse ido ellas de casa enfadadas con su nueva mujer, se lo había presentado a Nadine una Navidad en un cóctel de empresa, mientras decía con un entusiasmo inusual:

—Quiero que conozcas al hombre que puede terminar llevando este negocio.

Acababan de hacer la venta más importante de los últimos tres años. Nadine, con dos copas de más, miró primero a su padre rezumante de júbilo mercantil, y después a Augusto, cuyo aspecto inicial le pareció soso y poco atrayente, aunque después se sobresaltó al vislumbrar la llama de la tremenda ambición que asomaba desde el fondo de sus pupilas. Y esa llama parecía interesada en ella también. Avanzaba como una cuadriga de poderosos caballos, se introducía por el canalillo entre sus senos y bajaba por dentro del vestido, pasando por el ombligo en dirección al pubis. Augusto levantó la copa de vino y brindó:

—Encantado de conocerte, Nadine. Debes de ser el mayor orgullo de tu padre. —Y con los ojos la citó a seguir tomando copas con él esa misma noche.

Salieron unas cuantas veces juntos, él siempre de traje y corbata impecable, con un ligero olor a sala de juntas de oficina. La llevaba a los bares de hoteles caros, lugares de lujo impersonal con moquetas infinitas de color caramelo, camareros con uniformes color vino y viejos pianistas americanos nostálgicamente vertidos sobre la dentadura de grandes pianos de cola. Allí conversaban mientras tomaban cócteles exóticos como un Bloody Mary o un Rum Manhattan. Un día, bastante bebidos, apostaron por atreverse a alquilar una habitación y darse un baño de champán. Nadine abrió los grifos de la bañera y persiguió a Augusto por el cuarto despojándolo de corbata, camisa almidonada y pantalones grises, mientras él, riendo, aseguraba que no había pensado en llegar tan lejos y que no quería problemas con su padre. Una vez en la bañera, bebieron parte del champán y se tiraron el resto por la cabeza. Las últimas gotas las vertieron sobre sus cuerpos desnudos mientras se lamían y besaban por todas partes.

Cuando llegaron a la cama, Nadine se lanzó sobre Augusto y le besó apasionadamente. Recorrió con los labios las axilas, los pectorales y el abdomen hasta las ingles. Pero, cuando después de un rato, sorprendida por su inercia, miró hacia arriba, vio que se había dormido. Lo zarandeó y le palmoteo la cara, pero todo fue inútil. Augusto yacía extendido en la cama, roncando profundamente como un hombre derrumbado. Derrumbado no se sabía bien si por el alcohol, la larga jornada en la oficina o la intensidad del juego de seducción. Nadine, desnuda y jadeante, bebió la última copa de champán frente al gran ventanal que miraba hacia la ciudad oscura dibujada en luces. Al final se tumbó en la cama a su lado esperando el amanecer. Ya desde ese momento supo que Augusto era de esa clase de amantes que son capaces de montar un escenario excitante, pero que nunca llegan a satisfacer las expectativas que han creado. Ese tipo de amantes cuya sexualidad se crece en el juego preliminar, pero se retracta frente a la fusión final. Y supo también que ella podía caer presa del juego de esperar al próximo encuentro para quedar satisfecha. Sin embargo siguieron saliendo, y un año más tarde se casó con él.

*

—¿Cómo te puede interesar un hombre que se duerme en mitad de una orgía? Solo sales con él para complacer a papá. No te dejes manipular por sus ambiciones de casarnos con los hombres de negocios que le convienen.

Alexandra, descalza y con unos jeans cortados con tijera por la parte alta de los muslos, atizaba los carbones de la pequeña barbacoa improvisada sobre el tejado de la buhardilla. Nadine, sentada sobre un taburete, y todavía pringosa de champán bajo el vestido de la noche anterior, sujetaba un plato sobre las rodillas y mordisqueaba una sardina asada que Alexandra le acababa de pasar. A su alrededor los tejados formaban un mosaico de colores ocre y salmón entretejidos en formas geométricas misteriosamente imperfectas. La ciudad antigua palpitaba bajo su vista, acalorada y humeante después de la larga jornada de verano. En el horizonte, nubes como hilachas largas desgarradas, teñidas de índigo y carmín, embriagaban el cielo.

Hacía tiempo que Nadine había dejado también la casa de su padre y se había ido a vivir con Alexandra. Alquilaban por aquel entonces una buhardilla diminuta en la calle del Olivar, a la cual solo se podía llegar subiendo cinco pisos de escaleras empinadas. Por una de las ventanas se podía salir a un pequeño rellano entre tejados que usaban de terraza. En las noches de verano hacían barbacoas y bebían vino, escuchaban música, y hablaban hasta entrada la madrugada. A veces invitaban a amigos y hacían fiestas hasta que los vecinos abrían los ventanucos de alrededor y les mandaban callar.

El barrio estaba poblado mayoritariamente por gente mayor, parroquianos humildes, encorvados y vestidos de negro, que habían vivido allí posiblemente toda su vida. La misma casera era una mujer vieja, castiza y malhumorada, con las piernas horriblemente hinchadas, que vivía en el primer piso y ni siquiera había podido enseñarles la buhardilla a la hora del alquiler, porque no podía subir las escaleras. Los meses en los que todavía le debían el arrendamiento tenían que entrar a toda prisa por la escalera, antes de que le diera tiempo a salir a la puerta y reclamarles. Cuando le adeudaban más de dos meses seguidos y se topaban con ella, solo Alexandra lograba apaciguarla.

—Elvira, enséñenos la foto de su marido cantando en la Zarzuela, ande, que quiero que mi hermana vea lo guapo que era. ¿Porque sabías, Nadine, que Elvira y su marido cantaban zarzuelas?

La mujer se hinchaba, halagada, y se olvidaba de su reclamación mientras se adentraba en el pasillo oscuro arrastrando penosamente los pies y clavando el bastón a cada paso, en busca de sus recuerdos de juventud. Nadine y Alexandra conspiraban entonces inventando excusas para el impago del alquiler.

El importe, aunque era una auténtica minucia, era difícil de reunir. Buscaban empleos a destajo en bares, oficinas y ferias, y vivían prácticamente sin nada. Los muebles de la buhardilla eran regalados o los habían encontrado en la basura, y muchas noches cenaban solo pan con un poco de queso. Pero eran libres y felices. Se despertaban tarde con el arrullar de las palomas que anidaban bajo las tejas; pasaban el día pintando, escribiendo, cantando, callejeando por el barrio. Una cuerda colocada de pared a pared con una sábana separaba un espacio que hacía de dormitorio. Si alguna de ellas traía un amante, dormía con él sobre el único colchón, mientras la otra se acomodaba en el sofá desvencijado de al lado escuchando a su hermana hacer el amor. A la mañana siguiente analizaban hechos y detalles de la noche anterior.

En aquella época, Amadeo ya había empezado a frecuentar a Alexandra. Al llegar una tarde a la buhardilla, Nadine se había sorprendido al ver a un hombre bastante mayor que su hermana sentado en calzoncillos en el sofá. Sus ojos verdes saltones la miraron con una mezcla de interés y astucia. Sin inmutarse por su desnudez, estiró levemente la mano hacia ella sin mover un centímetro el resto del cuerpo, y dijo:

—Hola, Nadine, soy Amadeo, el director teatral de Alexandra. Nadine se quedó paralizada en el umbral de la puerta y, sin entrar en la habitación, preguntó:

—Y Alexandra, ¿dónde está?

—Ha ido a comprar algo de beber. Ahora sube —dijo Amadeo, dejando caer la mano sobre el regazo. Nadine entró en la estancia y puso su bolsa en el armario—. Espero que no te moleste que me haya quitado la ropa. Es que hace un calor infernal en este cuchitril vuestro. ¿Qué tal, Nadine? Me ha dicho Alexandra que escribes poesía y que te interesa el teatro. —Amadeo la miraba con descaro.

De soslayo, Nadine también lo observaba con atención. Andaría en la treintena. Era un hombre alto y musculoso, moreno, con cabello y cejas negras, y de facciones muy definidas. Su nariz era grande y sus labios anchos. Se podría decir que era atractivo, aunque había una cierta cualidad grosera en sus rasgos que le recordaba al ogro de una lámina de un cuento que tenía de pequeña. Era consciente de que él también la examinaba con desconfianza. En ese momento entró Alexandra.

—Ah, ya veo que os habéis conocido.

—Sí —musitó Amadeo sin apartar los ojos de Nadine—. Ya nos hemos hecho grandes amigos.

Amadeo fue el primer hombre que desestabilizó la vida en la buhardilla. El segundo fue Augusto. Con la llegada de ambos, Nadine sintió que la intimidad entre ella y su hermana se empezó a disipar. Amadeo pasaba mucho tiempo en la buhardilla, y pronto empezó a cambiar cosas. Introdujo muebles provenientes del atrezo del teatro, una mesa demasiado grande, un biombo chinesco cutre, baúles, cortinas polvorientas. El espacio, ya de por sí estrecho, se volvió claustrofóbico. Amadeo, además, tenía una personalidad arrolladora. Hablaba todo el tiempo, emitía constantemente opiniones. A Alexandra la tenía hipnotizada. Le había prometido convertirla en una estrella, actuar y participar en la producción de su teatro, aunque por el momento solo la tenía vendiendo entradas y ayudándolo en la limpieza del local.

El teatro Espiral estaba en aquel momento situado dos calles más abajo de la buhardilla, y consistía en un pequeño local al fondo de un largo pasillo. Allí Amadeo había montado una tarima de madera a modo de escenario rodeado de sillas diferentes que había ido encontrando aquí y allá. Su intención era representar obras clásicas y alternativas de autores como Arrabal, Ionesco y Brecht, intercaladas con otras escritas por él. El local pertenecía a un tío suyo que tenía una bodega en el mismo edificio, donde Amadeo, abusando del carácter débil y la generosidad del viejo, se emborrachaba a menudo hasta el amanecer. Cuando bebía, contaba historias sobre sus experiencias en teatros alternativos de Londres y París, ciudades en las que había vivido cuando era más joven y donde aseguraba haberse iniciado en las artes escénicas. Como actor era increíblemente histriónico, declamaba a gritos con gestos excesivamente exagerados. Como director era un soberano dictador y le gustaba humillar a los actores con comentarios crueles.

Pero la mayor debilidad de Amadeo eran las mujeres. A cualquier hembra, joven o vieja, flaca o gorda, bella o fea, tonta o lista, le encontraba alguna gracia. Era empalagosamente galante con cualquier ser femenino, desde una auténtica abuela del barrio hasta una preadolescente o ninfeta que pasara por la calle. Era un amante insaciable, y su constante afán de conquista no tenía por objeto tanto los jugos individuales de los cuerpos que sin duda atortujaba entre sus apasionados muslos, sino las colecciones de historias de seducción que le gustaba llevar colgadas del cinturón, como a los guerreros de antaño llevar las ristras de las cabelleras de sus enemigos vencidos. Además, siempre sacaba provecho de sus conquistas. Dinero, trabajo gratuito, largas estancias en casas ajenas, objetos interesantes. Era toda una leyenda en el barrio.

Una de las primeras veces que Alexandra lo había traído a la buhardilla, Elvira, que fregaba dificultosamente el portal, le dijo al verlo:

—Ten cuidado con este. Es un hombre con mala espina.

Amadeo, que ya subía la escalera se volvió hacia ella y, soltando una risotada, respondió:

—¡Ay, Elvira! Ya sabes lo que dicen «Piensa el ladrón que todos son de su condición».

—¡Vete de aquí, desgraciao! ¡Calavera, que eres un calavera! —Elvira intentaba alcanzarlo con la fregona, y Amadeo, riendo, la esquivaba saltando a los peldaños superiores de la escalera.

Pero Alexandra no escuchaba nada de lo que nadie dijera sobre Amadeo. Estaba totalmente loca por él. Hablaba de él todo el tiempo, lo esperaba todas las noches hasta el amanecer si hacía falta. Los días que no venía se despertaba abatida, con los ojos surcados por ojeras azuladas, y enseguida pensaba en mil excusas por las cuales no había pasado la noche con ella.

Alexandra tenía solo diecinueve años y era una auténtica belleza, con su pelo rojizo ensortijado que le llegaba hasta la cintura, y su piel tan blanca que casi podía ser transparente. Sus ojos verdes, siempre tan vivos, eran capaces de transmutarse súbitamente con cualquier emoción, como caleidoscopios cuyos mosaicos de color se iluminan y oscurecen dependiendo de la superficie sobre la cual se enfocan. Desde que se fue de la casa de su padre había dejado de tener rabietas, aquellas durante las que era capaz de destrozar un cuarto entero en veinte minutos o tirar por la ventana cualquier objeto que se le pusiera por delante. A veces Nadine pensaba que parecía una persona totalmente distinta, pero lo achacaba a que su hermana ya no tenía que soportar a nadie que le hiciera sentirse incendiaria.

La salida de la casa paterna había sido apocalíptica. Después de que su padre se casó en segundas nupcias, el piso pasó al dominio de su nueva esposa, Mercedes, una mujer guapa y voluptuosa, caprichosa y gastadora, a quien siempre le molestaron las dos hijas de su marido. Durante años pareció que Alexandra y Nadine vivían en un aparte dentro de la misma casa, y Nadine negociaba con su padre los gastos mínimos para ella y su hermana, dinero para comida, para ropa, para la cuota del colegio, mientras Mercedes entraba y salía divirtiéndose como si viviera en un piso de soltera con su novio. Aunque de vez en cuando se empeñaba en demostrar quién mandaba allí. Un día les obligó a limpiar la casa antes de que vinieran unas amigas suyas a merendar. No contenta con los resultados, les exigió que ordenaran todos los armarios de ropa. Alexandra se negó, y empezaron a pelear. En un arranque repentino de ferocidad, Alexandra abrió los cajones de la cómoda donde Mercedes guardaba su lencería y comenzó a tirar la ropa por el balcón abierto. Mercedes, dando alaridos, interpuso su voluminoso cuerpo entre el balcón y la cómoda intentando salvar con los brazos abiertos alguna prenda de la lluvia de ligueros, sostenes, fajas y bragas que salían catapultados hacia el cielo abierto y después caían en vertical sobre la calle. Germán entró en el cuarto justo cuando el último par de bragas de encaje morado salía disparado por el aire. Alexandra y Mercedes, con las caras encendidas y los ojos afilados por el odio, se miraban jadeantes.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Germán, y las dos comenzaron a chillar simultáneamente.

—¡Esta no me manda como si fuera mi madre!

—¡Qué clase de verdulera tienes por hija!

—¡Basta! —rugió Germán, y el cuarto quedó en silencio.

—No sé qué ha pasado, pero quiero que le pidas disculpas a Mercedes.

—Yo no le pido disculpas a esta imbécil.

—Alexandra, ahora mismo a tu cuarto.

—No me voy.

—Que no te lo diga otra vez.

—Que no me voy. —Era la primera vez que se enfrentaba así a su padre.

Germán empezó a temblar visiblemente y su voz adquirió un tono sordo y feroz.

—Entonces vete en este momento de mi casa, y no vuelvas nunca más.

Hubo un golpe de silencio. Alexandra bajó los ojos y se recompuso un momento. Después dijo con voz tranquila:

—Está bien, padre. Me voy. —Y salió de la estancia.

Nadine corrió al cuarto de su hermana. Alexandra había bajado una maleta de la parte alta del armario y la llenaba con ropas y libros.

—No seas loca, pídele perdón.

—No pienso hacerlo. Se acabó mi vida en este reformatorio familiar. No lo soporto más.

—¿Adónde vas a ir?

—Me da igual. A un hotel. Tengo dinero.

—¿Y después?

—Nadine, tu problema es que siempre estás cagada de miedo.

Alexandra arrastraba la maleta hacia la puerta de salida. Nadine corrió a su cuarto. De la caja de madera de la librería sacó un fajo de billetes que se metió apresuradamente en el bolsillo. Alexandra esperaba frente a la puerta del ascensor.

—¿Te acompaño por un taxi?

—No te lo aconsejo. Papá te desheredará.

En ese momento subía el portero por la escalera con una bolsa desbordada con toda la ropa interior de Mercedes.

—¿Es esto vuestro, niñas? —Era un hombre grande y tímido que bizqueaba en situaciones embarazosas o simplemente incomprensibles.

—No, es de Mercedes. Llame al timbre, Antonio, que las estará esperando.

Alexandra sonreía maliciosamente.

—Ahora todo el barrio le habrá visto las bragas —dijo, y Nadine tuvo que reír.

—Toma dinero y llámame mañana.

Todavía reían cuando se cerró la puerta del ascensor, desapareciendo tras ella Alexandra con su maleta.

Toda esa misma colección de lencería volverían a verla más tarde, cuando, después del accidente, recibieron los efectos personales que su padre y Mercedes llevaban en el maletero del vehículo en el que se estrellaron.

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