Nadia

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CUANDO estaba en casa de los tíos de mi madre tuve una recaída. Vivían en una casa rudimentaria, muy apartada y sin higiene, y acabé pillando una infección. Ellos y sus mujeres ni se inmutaron. Aunque me pasara el día en la cama les traía sin cuidado, nadie se acercaba a preguntarme qué me pasaba. Cada vez me sentía peor y me daba cuenta de que en esa casa no me iba a curar. Una noche, cuando regresó uno de los tíos de mi madre, me decidí a hablar con él. Le exigí que me llevara de inmediato a casa de mi tía de Cheraga. Lo hizo sin rechistar, encantado de librarse de mí. Una vez más mi tía me cuidó hasta que estuve completamente restablecida. El miércoles siguiente le expuse mi situación desesperada al jefe de los gendarmes de Eucalyptus.

—No puedo seguir así —dije—. Nadie quiere tenerme en su casa y yo estoy enferma, necesito un sitio para quedarme. Quiero volver a mi casa.

Accedió a mi petición. Me permitió volver a Hai Bunab, pero no a mi casa. Debido al refugio, los gendarmes la habían sellado. Fui a casa de mi madre, y pese a las recriminaciones de mi madre me quedé un mes. Mi madre me cuidó durante mi convalecencia.

Estábamos en junio, y el parto era para agosto. La solución más sensata era que pasara la última etapa del embarazo en casa de mi abuela, en Zeralda, para dar a luz en el hospital de ese pueblo. Me parecía que era el mejor lugar del mundo para tener a mi hijo. Allí no me conocían —ni los vecinos, ni los gendarmes, ni los funcionarios del ayuntamiento—. Y quería inscribir a mi hijo en el registro civil. En el ayuntamiento de Eucalyptus los funcionarios podían negarse a hacerlo, pues ya me habían negado el carné de identidad. El funcionario de turno me había despachado recordándome la triste realidad: —Te haremos los papeles cuando tu marido deje de quemar nuestras oficinas.

De todos modos, me había dado un salvoconducto para que pudiera circular. El jefe de los gendarmes de Eucalyptus fue el que, más adelante, me ayudó a sacar el carné.

Di a luz en agosto, en el hospital de Zeralda. Todos los amigos que me visitaron hicieron el mismo comentario:

—Creía que no ibas a parir un ser humano, sino un monstruo.

Otros se asombraron mucho de que siguiera viva. Se acordaban de cuando deambulaba de puerta en puerta, siempre de noche o de madrugada, en pleno invierno. Mi madre, por su parte, estaba convencida de que no criaría a mi hijo, o de que éste no sería normal. Lo más duro fue el dolor moral. El parto fue un trance muy triste, nunca me había sentido tan desamparada. El primer día esperaba que alguien viniera a preocuparse por mi salud. Nadie, excepto mi abuela enferma. Miraba a ese niño tan deseado y le odiaba tanto que no quería amamantarle, a pesar de que mis pechos estaban llenos a rebosar. A veces me entraban ganas de pegarle. Mi madre me hizo entrar en razón:

—Es tu hijo, te necesita y sólo te tiene a ti —me dijo—. No lo has llevado nueve meses en el vientre para dejarle morir de hambre.

Me atendió una doctora. Ni ella ni las enfermeras ahorraron esfuerzos para animarme. Sin que les dijera nada, adivinaron que yo era un caso especial, que no era una paciente como las demás. Sobre todo se dieron cuenta de que estaba sola —cosa rara en una mujer que acaba de tener su primer hijo—. Me trataron con especial cariño, creyendo que era madre soltera, pues sólo a ellas las abandonan de ese modo. Para que soportara mejor la soledad me trajeron regalos para el niño. Mi madre sólo vino a recogerme tres días después del parto. Esa noche paramos en casa de mi abuela, y al día siguiente regresamos a Hai Bunab. Mi madre no tenía dinero para un taxi, pues mi padre no se lo había querido dar, tratándose de un «hijo de terrorista». ¡Empezábamos bien! Con el crío en brazos y los puntos de sutura tirándome, subí con mi madre en el Renault J5 que hacía las veces del autocar de línea. Mi padre nos estaba esperando en el umbral:

—Vete con tu hijo a otra parte —me dijo, haciendo barrera con su cuerpo para que no entrara.

Yo no tenía fuerzas para replicarle, ni para quedarme de pie. Me senté en un escalón. Suerte que mi madre estaba conmigo. Cuando quiere, consigue que su marido la obedezca. Impidió que me echara en el estado en que me encontraba. Pero mi padre nos avisó:

—No pienso gastar un céntimo en ninguna fiesta. Una vez más fueron los vecinos quienes se ocuparon de mí. La primera vecina que vino a verme, una buena amiga, dijo en cuanto vio al niño:

—Espero que no sea un degollador como su padre. A ella la degolló Ahmed un mes después. Tenía un presentimiento. Todas las vecinas dijeron lo mismo: —Esperemos que no sea como su padre. Mi padre acabó cediendo a las súplicas de mi madre y pude quedarme en su casa un mes más. Hasta el día en que Ahmed volvió para preparar un escarmiento en la aldea.

El día anterior a su regreso los gendarmes también merodeaban por allí, pero con un día de antelación. Su espía estaba bien informado, en realidad fue el «grupo» el que retrasó su llegada un día. Los gendarmes pasaron la noche en nuestra casa y comieron nuestra cena. Llegaron a eso de las ocho de la tarde. Eran muchos y aporrearon la puerta. Poco después de su llegada sacaron a mi padre al patio, y luego oímos unos disparos. No cabía duda: acababan de matar a mi padre, pensamos todos. Toda la familia se puso a gritar, los niños chillaban: «Han matado a papá…», mamá se arañaba las mejillas y se golpeaba los muslos… En realidad, los gendarmes habían disparado al aire. Quizá tan sólo para avisar de que estaban con nosotros. Luego, cuando se dieron cuenta de su error, su jefe mandó que metieran a mi padre para que viéramos que estaba vivo. Los gendarmes pensaron que con todo ese jaleo los terroristas no se acercarían, a menos que fuera una estratagema. Una hora después, varios de ellos se marcharon para dar la impresión de que el peligro había pasado. Se quedaron cinco, dos en una habitación, vigilando por la ventana, y los demás fuera. Nos dijeron que pusiéramos la tele e hiciéramos como si no pasara nada, para que los terroristas no sospecharan nada, si es que llegaban. Esa noche nadie pegó ojo. Cada cual tenía sus motivos para velar. Teníamos miedo de los dos bandos. Mis hermanas pequeñas no paraban de llorar en un rincón, mi madre intentaba animar a mi padre, que temblaba de miedo, mis hermanos me lanzaban miradas sombrías para recordarme que yo era la causante de todo eso, y yo rezaba para mis adentros para que no se presentara Ahmed. Temía por su vida, luego por la de mi familia y finalmente por la mía. Nadie quería pensar en el baño de sangre que podía haber si los dos grupos llegaban a enfrentarse. Y nosotros estábamos en medio. A Dios gracias no pasó nada. Por la mañana los gendarmes se marcharon con las manos vacías. Fue la única vez que pasaron la noche en nuestra casa. Otra vez se presentaron al amanecer, creyendo que sus enemigos estaban en nuestra casa. Eran nueve, esperaron hasta el mediodía y se marcharon. Les habían informado mal. Los terroristas y los gendarmes jugaban así al escondite. A menudo fallaban, otras veces se cruzaban. Cada bando tenía sus espías, que a veces trabajaban para ambos.

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