Nadia

Nadia


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CONOCÍ a Nadia (llamémosla así) cuando estaba buscando mujeres víctimas del terrorismo para hacer un reportaje. La vi en la sede de la asociación El Azar, que preside una amiga mía, Dalila Alai Nadia estaba sin un céntimo y pedía ayuda desesperadamente. Su marido llevaba año y medio sin dar señales de vida, y ella sabía que ya no podía contar con su vuelta, de modo que había decidido valerse por sí misma. Sus padres, con los que vivía entonces, no se cansaban de repetirle que era una carga y que, mientras estuviera con ellos, todos les rechazarían, por lo que ni siquiera podía volver a su casa. Nadia se enteró viendo la televisión de que existía la asociación de Dalila. Fue a verla para pedirle que la ayudara a encontrar un albergue y así poder dejar a su familia. Dalila se compadeció de ella y trató de ayudarla sin meterse en su vida. Consiguió colocarla con una familia de acogida, donde vive hoy.

Nadia se avino a contar en este libro su vida con un emir local de un pueblo de Mitiya. Ahmed, su exmarido, es el prototipo de miembro del GIA. Analfabeto, sin ninguna instrucción, acostumbrado a vivir a trancas y barrancas, era uno de esos parias de la sociedad a los que el GIA había dado la oportunidad de alcanzar una posición social relevante. Supo aprovecharla: con pocos escrúpulos llegó a ser un cabecilla local, y los que antes le tenían por un granuja de medio pelo se pusieron a su servicio. Porque ellos también creyeron que la situación había dado un vuelco definitivo. Nadia, ingenuamente, llegó a creerse una «madre de los creyentes», por ser la esposa del jefe. La euforia duró poco, y Nadia se encontró sin domicilio fijo, buscando cada día un techo para cobijarse, rechazada por todos, especialmente por los que hasta hacía poco le habían hecho creer que era su señora. Los sueños de poder y glorié se habían desvanecido.

Esta joven de 22 años no ha tenido inconveniente en contar su vida, sin florituras ni trampas. Me ha contado incluso algunos detalles referentes a su familia y su vida íntima. Lo ha hecho porque desea que su historia sirva de lección a otras chicas. La única condición que ha puesto para la publicación de este libro es que los protagonistas no puedan ser reconocidos, pues desea proteger a algunos de sus seres queridos, que ya han sufrido bastante por su culpa. Por eso hemos cambiado los nombres de todos estos personajes. También hemos cambiado o intercambiado los de algunos lugares, y el nombre de la aldea donde se desarrolla la acción es inventado. Pero he procurado que los lugares citados en este libro —y que existen— tengan una configuración geográfica, sociológica y política idéntica a la de aquéllos donde se ha desarrollado realmente esta historia.

El lector puede estar seguro, en cambio, de que los hechos son reales, tal como me los ha contado Nadia.

Sé que este libro tendrá detractores. En ambos bandos.

Habrá quien piense que las fuerzas de seguridad salen demasiado bien paradas. Es verdad que se puede tener esa sensación al leer el libro. Pero también es cierto que, en su desgracia, Nadia, pese a todo, tuvo suerte. Desde el principio el jefe de la brigada de gendarmería de su pueblo se compadeció de ella y la vio más como víctima que como culpable. Lo cual no significa que el trato que recibió Nadia pueda generalizarse.

En el otro bando no faltará quien piense, por el contrario, que presento a los terroristas —y a sus familias— con un rostro demasiado humano, y que soy demasiado severa con los patriotas al atribuirles ejecuciones gratuitas de familiares de terroristas. Incluso pueden llegar a pensar que la madre de un terrorista que llora ante el cadáver de su hijo se lo tiene merecido, por no haber condenado su acción. O también les costará admitir que en un momento dado todos los habitantes de un pueblo llegaran a apoyar al GIA por convicción. Quizá prefieran seguir refugiándose en el viejo populismo, según el cual el pueblo es bueno y si alguna vez se pasa al bando de los malos es porque no ha tenido más remedio. La realidad, a menudo, es mucho más compleja.

En los dos bandos, desde que estalló la violencia en Argelia, la pasión ha ofuscado la visión clarividente y el juicio sereno. Cada uno ha considerado a priori enemigo al otro. La mayoría de los grandes analistas y políticos han mantenido posiciones inamovibles, y han defendido una versión ciegamente maniquea de la situación, echando leña al fuego en vez de aplacar los ánimos. Por el contrario, se ha desoído a los que han procurado mantener la cordura sin elegir previamente un bando.

Esta visión simplista es la causa de que tan pocas personas, en Argelia y en el extranjero, se hayan esforzado por entender realmente lo que estaba pasando.

BAYA GACEMI

AHMED, mi marido, murió hace un mes. Le mataron durante una operación de las tuerzas de seguridad en Chréa[1]. Se encontró su cuerpo, pero no ni cabeza. Loa gendarmes creen que fue decapitado por sus amigos, quienes habrán escondido la cabeza. Es una práctica habitual de los terroristas del GIA para dificultar la identificación, sobre todo si se trata de un emir[2], como en el caso de Ahmed. Le reconocieron por una herida que tenía en el brazo. Eso le dijeron los gendarmes a mi padre. A mí ya me había parecido ver su cadáver entre otros por televisión, pero los que nos enseñan suelen ser tan parecidos que resulta difícil distinguirlos.

Presentía su muerte. Desde hacía algún tiempo, todos los días, a las ocho de la tarde, me sentaba delante de la pantalla del televisor y esperaba ver su cuerpo entre los de los terroristas muertos. No me equivocaba, pues hace dos semanas los gendarmes del municipio de Eucalyptus, del que depende la aldea de Hai Bunab (donde vivía con él), le comunicaron su muerte a mi padre, encargándole que me lo dijera. Me dirigí enseguida al cuartel de la gendarmería con el libro de familia, esperando que las autoridades registraran en él mi nueva situación familiar. Estaba preparada para asumir la condición de viuda —a los 22 años— y madre de un hijo de año y medio. Llevaba mucho tiempo esperando esa noticia. Al fin me vería libre de la atadura que me unía a un hombre al que no veía desde marzo de 1996, pero cuya existencia cada vez me resultaba más agobiante. El jefe del puesto me recibió y me confirmó que tenía informes que atestiguaban la muerte de Ahmed.

—Los testimonios de otros terroristas que estaban con él y han sido capturados vivos lo confirman. Pero legalmente, mientras no identifiquemos su cadáver, no podemos considerarle muerto, y menos aún ponerlo en sus papeles.

Nueva decepción. Incluso muerto, me creaba problemas. Al ver mi contrariedad, el jefe del puesto me aconsejó presentar un escrito de demanda al fiscal para «autentificar» la defunción. Dicha demanda me permitiría registrar su defunción basándome en los testimonios si el cadáver de Ahmed no era identificado formalmente al cabo de unos meses. Ahora hacen eso porque muchos terroristas que mueren en el monte son enterrados allí mismo por sus amigos. El jefe del puesto también parecía aliviado. Se explayó con la amiga que me acompañaba:

—Su marido nos ha causado muchos problemas, a nosotros, a su familia y al pueblo —le dijo—. La verdad es que bien tonto ha sido. Estaba la mar de bien con su familia, pero ha sido un insensato. ¿Qué ha ganado con todo esto? Dejar una viuda con un huerfanito, y que le mataran como a un perro.

Esa noche, sola en la cama, lloré. De alivio… de cansancio… de alegría… no sé. Pero de tristeza, eso seguro. Aunque me alegraba del final de la pesadilla en la que vivía, a pesar de todo me habría gustado que mi vida de casada no terminara así. Que el padre de mi hijo, con el que sólo había vivido tres meses y al que había querido con pasión, no hubiera acabado tirado, sin cabeza, en un barranco de Mitiya.

Fue así como regresé a Hai Bunab, después de año y medio sin aparecer por allí. Como siempre, en esta época primaveral, la comarca está preciosa. Dan ganas de rodar por la alfombra de hierba verde salpicada de margaritas amarillas… como hacía cuando era una niña inconsciente. Los huertos seguían tan frondosos como siempre, y los naranjos conservaban en sus ramas los últimos frutos que los agricultores no se habían molestado en recoger. Igual que antes. Esta comarca siempre ha dado prosperidad a los que han sabido explotarla. Empezando por los antiguos colonos franceses. Viendo este espectáculo paradisíaco te preguntas cómo es posible que la gente de aquí pueda llegar a ser tan violenta.

En la plaza del pueblo de Eucalyptus, a unos metros del cuartel de los gendarmes, me encontré con Ali, con su uniforme de guardia comunal[3]. Me costó reconocerle. Tiene 45 años, pero ya parece un viejo. En menos de dos años, ha envejecido mucho. Se le han endurecido los rasgos y tiene una expresión cansada. Acompañaba a unos gendarmes, en un control de carretera, con un fusil al hombro. Me detuve para saludarle. Delante de mí no pudo evitar una actitud culpable, ni tampoco mencionar el asunto:

—Imagínate, con todo lo que yo había hecho por ellos, quisieron llevarse a mis hijas por la fuerza y obligarme a construir un escondite en mi casa…

No le contesté. La discusión habría sido demasiado dolorosa e inútil. Además, no era él quien me preocupaba. Me limité a preguntarle por sus hijas, que eran amigas mías. No le guardo rencor. Desde que denunció a mi marido y sus amigos, Ali vive en un antiguo baño público de Eucalyptus. Los gendarmes le instalaron allí con su familia numerosa por miedo a una venganza de los terroristas. No es el único que se ha visto obligado a cambiar de casa o huir. El terrorismo ha causado el éxodo de mucha gente y ha destrozado muchas familias.

Al ver a Ali en su nueva función, él que había sido uno de los apoyos más firmes del GIA, me di cuenta de que las cosas habían cambiado mucho. La vida recuperaba su curso normal, pero faltaba la alegría de antes, que sólo los campesinos saben dar a su tierra. ¿Cómo podía ser de otra forma, si en cuanto nos acercamos al pueblo todos los hombres con los que nos cruzamos llevaban armas? Fui a la aldea —que está a unos dos kilómetros— para visitar a mi madre, que acababa de instalarse en nuestra antigua casa apenas dos semanas antes. No había vuelto a Hai Bunab —ni yo tampoco— desde el día en que nuestros antiguos vecinos y amigos nos apuntaron con sus armas —recién adquiridas—, amenazando con quemar el camión cargado con nuestros muebles y enseres que nos transportaba. Con la alegría de volver, por fin, a casa, habíamos olvidado que para ellos éramos ante todo una familia de terroristas. Tuvimos que dar la vuelta sin rechistar. Nuestra casa se conservó gracias a que los gendarmes se la cedieron a una familia necesitada, dejando bien claro que se quedaban allí sólo para guardarla. En la mía, ante la que tengo que pasar para ir a la de mi madre, todavía se ven las señales del incendio y la demolición, lo cual no impidió que fuera ocupada por una familia. Mi madre me ha contado que son buena gente, que perdieron su casa en una explosión y le han dicho que están dispuestos a marcharse en cuanto yo se lo pida.

Los habitantes de nuestra aldea creyeron en la victoria del GIA. Yo tenía que creer necesariamente en ella, puesto que era la mujer de Ahmed Shaabani, el «emir» de Hai Bunab y sus alrededores. Todos contribuimos a la aparición y el desarrollo del terrorismo. Con nuestro silencio, y también con nuestro apoyo logístico. Durante más de tres años ellos dictaron la ley aquí. Con el consentimiento de la población, que lo aceptaba todo y sólo se rebeló contra el GIA cuando se dedicó a aterrorizar a los mismos que le habían ayudado. La rebelión fue tan rápida como violenta. Yo, por mi parte, no me hacía preguntas. Quería a mi marido, sin más. Se lo perdonaba todo. Y lo pagué muy caro.

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