Nadia

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DE modo que fue allí, en Hai Bunab, donde el que sería mi marido —casi al mismo tiempo que le nombraron «emir» del GIA— se instaló con su familia en la primavera de 1992. Al lado de nosotros: la casa de mis padres es el número 1 de la calle, y la de los Shaabani el 2. Ahmed tenía entonces 18 años y carácter de adulto. Los sufrimientos de su infancia le habían endurecido. Yo tenía 16. Lo recuerdo como un verdadero granuja. Pero con mucho encanto, de modo que todo el mundo acababa queriéndole. Su comportamiento resultaba chocante en nuestra apacible aldea. Por ejemplo, cortejaba a todas las chicas del vecindario. Sin tapujos. Los padres estaban muy desconcertados. Eran muy conservadores y consideraban que su actitud faltaba a las más elementales reglas de convivencia. Pero su peor vicio era… el hurto. Robaba fruta en los huertos de los alrededores para venderla en el mercado. Era incorregible, no paraba de hacer cosas censurables. Todos recelaban de él. Los padres por sus hijas y los agricultores por sus cosechas. Consiguió que mi hermano menor fuera su compañero de correrías. Fue él quien introdujo entre nosotros la mala costumbre del hurto. Antes nadie lo hacía.

La familia Shaabani, como sólo tenía chicos, era envidiada por las demás —muchos varones en la misma familia se considera señal de prosperidad futura—. Y como las que íbamos por agua éramos las chicas, por consejo de mi madre fui a ofrecer mis servicios a la señora Shaabani. Era la costumbre: ayudarse mutuamente entre vecinos para que a nadie le faltara nada. Cuando llamé a su puerta me abrió Ahmed. Creo que me gustó desde el primer momento, aunque al principio no me di cuenta. Era la primera vez que tenía esa sensación. Extraña y agradable al mismo tiempo. Traté de quitarme ese sentimiento de la cabeza. Entre nosotros está muy mal visto que las jovencitas piensen en un chico de esa manera. Me habían educado con el miedo a la deshonra, y los tabúes son sagrados. Creo que yo también le gusté, pues se metió conmigo a pesar de que me veía por primera vez. Confieso que no me molestó. Más bien me dio risa. Sabía que no podía permitir que tuviera esa actitud conmigo, porque si se enteraban los vecinos me llamarían desvergonzada. De modo que para disculparme y evitar cotilleos le conté lo sucedido a su hermano Bilal, que le llamó la atención. Como era el mayor, Bilal tenía la responsabilidad de la casa y procuraba mantener buenas relaciones con sus vecinos. No quería problemas, y menos de ese tipo, nada más llegar a Hai Bunab. Menos mal que no se lo conté a mi padre. Si no lo hice fue porque, en el fondo, quería seguir viendo a Ahmed. Además, mientras su hermano le reprendía, yo reía con descaro, a propósito, para provocarle… Siempre recuerdo nuestro primer encuentro con mucha nostalgia. Qué poco imaginaba entonces adonde me llevaría.

Desde ese día no pude dejar de pensar en él. Dos meses después de que los Shaabani vinieran a vivir a Hai Bunab otra familia se instaló entre nosotros. Tenían una hija un año mayor que yo, Naima, muy bonita y simpática. No tardamos en hacernos amigas. Me pareció natural confiarle mis secretos y lo que sentía por Ahmed, pensando que me ayudaría a conquistarle. Pero un día les sorprendí juntos. Ella estaba asomada a la ventana, y él en la calle. Estaban abrazados, discutiendo. Fue mi primer desengaño amoroso. Se lo dije a Naima, que no se inmutó. Me sentía muy desgraciada, no paraba de llorar. Afortunadamente para mí, Naima era tan inconstante como Ahmed. Antes de vivir en Hai Bunab había tenido otro amigo en Eucalyptus, y no había roto con él. Ese amigo iba al mismo instituto que ella, en Baraki. Naima, que no era tan recatada como las demás chicas de la aldea, se dejaba ver con él. Iban juntos a Chréa, al cine de Argel, a la playa, etc. Ahmed se acabó enterando y la dejó. Lo cual, por supuesto, me vino de perlas. Por fin podría recuperar al hombre que amaba. Gracias a este episodio me di cuenta de cuáles eran mis sentimientos hacia él, de modo que decidí precipitar las cosas y hacérselo saber antes de que alguna otra se me adelantase. Recurrí a una estratagema muy sencilla: un día, cuando él pasaba por delante de mi casa, me las arreglé para llamar su atención y le miré fijamente, con una sonrisa muy sugestiva. Lo entendió y reaccionó de inmediato. Me escribió una nota y me la mandó con su hermana pequeña. En ella me decía que yo le gustaba mucho y quería profundizar nuestra relación. Con la misma rapidez le contesté que estaba de acuerdo, pero a condición de que no se enteraran ni mi padre, ni mis hermanos, ni los vecinos. Pero ¿cómo podíamos vernos sin despertar sospechas? Sabía que dos días después mis padres iban a estar fuera, así que me cité con él para ese día. Sin más rodeos me habló de matrimonio, y al día siguiente fue a ver a mi padre para pedirle mi mano. Mi padre, aunque apreciaba su faceta trabajadora, no le tomó muy en serio. Lo que menos le gustaba de él era su incorregible afición a robar. A mí tampoco me gustaba, y se lo dije. Incluso traté de ponérselo como condición para nuestra relación: «Si me quieres, deja de robar», le dije. Pero fue inútil, siguió haciendo lo mismo. Al ver que no había manera, traté de justificarle. Me dije a mí misma que como se había criado sin familia, desamparado y sin cariño, era normal que tuviera ese comportamiento de ratero. En resumidas cuentas, mi padre rechazó su petición de matrimonio sin pensárselo dos veces ni hablar conmigo.

Eso no impidió que siguiéramos viéndonos. Nos las arreglábamos para encontrarnos en los rincones apartados de Hai Bunab. Cuando podíamos, íbamos a dar una vuelta a Baraki. No muy lejos. Mis amigas lo sabían y mis hermanitas también —mis hermanos no—. Cuando una de ellas le veía pasar, corría a avisarme y a decirme dónde le podía encontrar. Si no era muy lejos de mi casa, iba corriendo a verle y pasábamos un rato juntos. Nos veíamos siempre a escondidas. Pero nos gustaba, éramos felices así.

Teníamos una vecina que siempre estaba vigilando a la gente. Era una cotilla de cuidado, además de envidiosa y celosa. Un día me sorprendió con Ahmed. Le faltó tiempo para contárselo a mi madre, que no sabía nada. Mi madre se puso hecha una furia:

—¿De modo que sales con chicos? Y encima con ese ratero. ¿Es que quieres deshonrarnos? —me gritó, y también me pegó.

A partir de ese día me obligó a hacer todos los trabajos duros de la casa que no hacía antes.

—Si eres lo bastante mayor como para tener un lío amoroso, también lo eres para trabajar —me decía.

Lo peor fue que me prohibió salir, y no podía ver a Ahmed. Ante ese trato tan injusto procuré ablandar a mi madre contándole toda la verdad. Pero ella no entendía por qué entre todos los chicos de la aldea había ido a elegir al menos recomendable. Al que robaba fruta a los vecinos para comprarse Reebok y vaqueros nuevos, al ligón incorregible, al camorrista que siempre tenía un ojo a la virulé, etc. Luego, al darse cuenta de que sus sermones no daban resultado, acabó convenciéndose de que le quería de verdad y de que sus intentos por apartarme de él serían inútiles. La verdad es que las dos habíamos estado siempre muy compenetradas. Se dio por vencida:

—Puedes seguir viéndote con él, pero cuidado con tu honor.

Además se había dado cuenta de que desde hacía algún tiempo mi comportamiento había cambiado. Cuando Ahmed se retrasaba me ponía como loca, lloraba sin razón aparente y hacía tonterías. Un día, después de una semana sin noticias suyas, estaba tan enojada que sin darme cuenta cogí unas tijeras y me dejé el pelo lleno de trasquilones.

Ahmed se ausentaba a menudo. Su trabajo de mozo en el mercado central ya no era rentable, según él. Quería ganar mucho dinero, y deprisa. Como tenía madera para los negocios se asoció con unos amigos y organizó viajes a Setif[12], muy lejos de Hai Bunab, para comprar género de contrabando y revenderlo en Argel. De allí traía vajilla, ropa, comida, etc. Todo fabricado en el extranjero. También iba a Libia, a pesar de que no tenía pasaporte —sólo el carné de identidad y el de conducir—. Cruzaba la frontera por el sur del país y daba muchos rodeos hasta llegar a su destino. De Libia, además de esos productos, traía joyas, cosméticos y, a veces, coches. Luego los vendía enteros o por piezas.

Más adelante serían armas y explosivos.

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