Nadia

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AL llegar a Hai Bunab, por la ventanilla del coche que me llevaba a casa de mis padres vi a Ahmed en compañía de varios amigos. Estaban construyendo nuestra futura casa. En estos lugares, donde la mayoría de las construcciones son anárquicas, no es necesario poseer una finca ni tener permiso para construir. Basta con levantar cuatro paredes de piedra en un terreno cualquiera para tener una casa. Al ver esa casucha sin acabar me puse muy contenta. Tres días después nos casamos en el ayuntamiento de El Harrach. La ceremonia tradicional se celebró dos días después. Después de presentarnos ante el alcalde y volver cada uno a su casa, Ahmed fue a ver a mis padres. Insistió en hablar conmigo cara a cara, pese a la desaprobación de mi padre, quien consideraba que yo no estaba aún bajo la tutela de Ahmed, pues el matrimonio aún no se había consumado. Pero mi marido no quiso oír las protestas de mi padre, que acabó por acceder a su petición. Quería decirme que ya no era el mismo, hablarme de su nueva vida desde que se había afiliado al GIA. Pero no le dio tiempo a hacerlo, pues se quedó pasmado al verme. Una prima me había preparado para la boda. Me había teñido el pelo, peinado, depilado las cejas y maquillado. Cuando Ahmed entró y me vio, dio un grito. Luego se puso a renegar y a invocar a Dios. Esta vez la sorprendida fui yo. Antes de nuestra separación me había dicho muchas veces que le gustaban las mujeres naturales, pero no creía que un poco de maquillaje le molestaría de ese modo. Me preguntó:

—¿Por qué has hecho eso? Sin saber qué decir, contesté:

—No he sido yo, ha sido la peluquera. Y, además, todas las novias se ponen guapas el día de su boda.

Él no pensaba lo mismo, al parecer. Me dijo con un tono solemne:

—A partir de ahora no irás a los baños ni a la peluquería. En cuanto al maquillaje, que sea la última vez que te veo así.

Desconcertada, le dije que no entendía por qué me prohibía ir a los baños. Él me explicó:

—El baño es pecado. Una mujer no debe desnudarse ni siquiera delante de otra mujer. —Luego me ordenó—: Ponte el jimar[15] No quiero volver a ver ese pelo teñido.

Fue entonces cuando empecé a preguntarme si no sería verdad lo que me habían contado de él. Para cerciorarme recurrí a la provocación:

—Cántame una canción de Cheb Hasni, como hacías antes. ¿Sabes que lloré mucho el día que le asesinaron?

Me contestó con un tono que no admitía réplica:

—Te prohíbo que llores por ese tagut[16]. Merecía morir. Con sus canciones descarriaba a la juventud.

Estaba claro, pero insistí y le recordé que antes no se despegaba el aparato de radio de la oreja para escuchar a su ídolo, Cheb Hasni, y se sabía de memoria todas sus canciones. Me replicó con un tono severo:

—Entonces yo vivía en la era de la ignorancia[17].

No cabía la menor duda. Lo que me habían contado de él era cierto. Después de dos años de separación tenía ante mí a un hombre completamente distinto del que había conocido. Sentí una enorme decepción. Había imaginado un reencuentro bien distinto. Sentía tal angustia que en cuanto salió del cuarto no pude contenerme y me puse a gritar. Mi madre llegó corriendo, alarmada. Cuando le hablé de mi descubrimiento se limitó a decirme:

—Te lo habíamos advertido. Tú lo has querido, ahora carga con las consecuencias.

Me di cuenta del inmenso error que había cometido pero, contra toda evidencia, aún me quedaba una chispa de esperanza. Pensaba que a lo mejor sólo era un juego, o que una vez casados lograría cambiarle. Aunque la verdad es que en ese momento lo más importante para mí era ser su esposa y vivir con él. Pasara lo que pasara a partir de entonces, creí que no le dejaría jamás.

La víspera de la ceremonia tradicional, Ahmed le pidió a mi padre unas planchas de chapa ondulada que tenía guardadas, para cubrir las paredes de piedra de nuestra casa sin terminar. La falta de comodidad no me preocupaba en absoluto. Ahmed me dio para mi dote 35.000 dinares, con los que me compré dos vestidos y dos cadenas de oro. Fue mi madre quien lo decidió, una casada no se va a vivir con su marido sin joyas. Después de estos gastos moderados no me quedó nada para los preparativos de la boda. Mi padre, que desde el principio se había opuesto de forma clara y rotunda al matrimonio, no movió un dedo para ayudarnos a salvar la cara. La verdad es que con su salario de barrendero tampoco podía permitirse muchas alegrías, pero podía haber pedido dinero prestado a sus hermanos… Fue mi madre quien lo organizó todo para que hubiera una fiesta como Dios manda. Una vez más, los vecinos nos echaron una mano. Unos se brindaron a preparar dulces, otros carne para el banquete…

El día D, Ahmed y sus hermanos tenían que venir a buscarme a las once. Esperé hasta las dos de la tarde. Sus hermanos no vinieron. Su madre, que también se oponía a nuestra boda, se lo había prohibido. Él llegó con unos amigos en tres coches nuevecitos, dos Mercedes Phantom y otro cuya marca no conocía, pero igual de vistoso. Cuando le pregunté por el motivo de su retraso me contestó que había estado con el «grupo»[18]. Así tuve la confirmación de que ese «grupo» por el que había descuidado incluso su matrimonio era muy importante para él.

Su madre tuvo una actitud hostil conmigo desde el primer día. Siempre le había caído mal. En aquella ocasión, había jurado hacer todo lo posible para no relacionarse conmigo ni con mi familia, de modo que tampoco ella fue a buscarme a casa de mis padres para llevarme a la suya, como manda la costumbre. Le cargó el mochuelo a la mujer de su hijo mayor. Yo no le di importancia, y pensé que más adelante las cosas cambiarían.

Cuando entré en el dormitorio vi unas cintas en la mesilla de noche. Me puse muy contenta, y pensé que al fin y al cabo Ahmed no había cambiado tanto como parecía, ya que seguía escuchando música igual que antes. Me apresuré a meter una en la grabadora. Pero eran… versículos del Corán. ¡Menuda decepción! Mis tías, que me habían acompañado, estaban desoladas. Llevaban, como es costumbre en estas ocasiones, unos vestidos escotados —además estábamos en agosto y hacía mucho calor—, algo que los islamistas tienen prohibidísimo. Temiendo la reacción de Ahmed se pusieron el velo[19]. Las que todavía no se acababan de creer su transformación tuvieron que rendirse a la evidencia, empezando por mí. A pesar de mi disgusto me puse un vestido bonito, como hacen todas las recién casadas, y le esperé. No sabía qué pensar. Me di cuenta de que las mujeres de su familia parecían asombradas por mi comportamiento. Sabían la verdad, y que mi actitud no era muy acorde con las normas de los islamistas. Luego llegó una de sus primas, Huria, que presumía de ser más piadosa que las demás. Me dijo con un tono categórico:

—No vuelvas a ponerte vestidos cortos, ni a teñirte el pelo, ni a maquillarte.

Luego me enteré de que Huria trabajaba con él «grupo». También me echó en cara haber dibujado un pájaro en una alfombra que había tejido especialmente para mi nueva casa:

—Has pecado al representar un ser vivo —me dijo—. El día del Juicio Final ese pájaro te exigirá que le des la vida.

Confieso que aquello me impresionó. Empecé a hacerme preguntas para las que, evidentemente, no tenía respuestas.

Al caer la noche mi suegra vino a saludarme. Según su costumbre, cuando una recién casada llegaba a la casa debía cubrirse el rostro con el velo hasta que uno de los hermanos del marido la descubriese. Pero sus hermanos estaban contra ese matrimonio a causa de los roces que había habido entre nuestras familias, de modo que tuvo que hacerlo uno de sus tíos en su lugar. Viendo la mala disposición de mi familia política, mi madre, cuando mi suegra trajo un café, lo tomó ella por temor a que me hechizaran.

Ahmed llegó muy tarde. Llevaba un traje y un albornoz prestados por un amigo suyo que se había casado una semana antes. Me dijo que había estado dudando entre ese traje y el atuendo de boda reglamentario de los islamistas: kamis[20], ojos pintados con alcohol, dientes blanqueados con siwak[21], cabello untado con aceite de oliva y alheña en manos y pies. Es así, según ellos, como iba el profeta Mohamed.

—Pero como nunca me habías visto así antes, pensé que podías asustarte, de modo que he venido con un traje normal —me dijo. Y luego me preguntó a quemarropa—: ¿Has rezado la oración de zuhr[22]?

No la había rezado, por supuesto. Me eché a reír para disimular, y luego recurrí a un subterfugio:

—Mira, tengo las uñas pintadas y no se puede rezar así, ya lo sabes.

Me miró severamente de arriba abajo:

—Si no has rezado la oración de zuhr tampoco habrás rezado la deasr[23] Eres impura, ¿y así te presentas ante mí?

Empezábamos bien. Luego reaccionó, dándose cuenta de que no era una forma de recibir a la esposa el día de la boda, y se suavizó un poco:

—Lo de las uñas pintadas no es tan grave, teniendo en cuenta que es el día de tu boda. Puedes rezar así.

Entonces me atreví a decirle tímidamente que lo que más me cohibía era salir el patio a hacer las abluciones, y además me iba a estropear el maquillaje. Me propuso una solución:

—Pues haz las abluciones con una piedra[24]. Así lo hice. Luego él se puso delante de mí y rezamos juntos. La oración duró unas dos horas. Interminable. No podía más. Al final me sentía muy cansada. Me dolían las rodillas y la cabeza me daba vueltas. Así rezan los «hermanos».

Pero eso no fue todo. Después de los rezos cogió un ejemplar del Corán que había en la mesilla y me pidió que leyera unos pasajes. ¡Estaba harta! Me entraron ganas de tirarle el libro a la cara. Tenía la impresión de que se estaba burlando de mí. Cuando me di cuenta de que iba en serio, sentí que me invadía una profunda tristeza. Mis pensamientos eran sombríos: las otras mujeres, el día de su boda, oyen música, bailan, son felices, y yo en cambio debía rezar y leer el Corán. Pero estaba demasiado cansada para resistirme. Leí varios versículos y luego me detuve, decidida a dejarle plantado al menor comentario. Al fin y al cabo tenía la casa de mis padres a una treintena de metros. Estaba agotada, y era muy tarde. Ahmed se dio cuenta de mi contrariedad, pues me dijo:

—Debes de estar cansada, ¿quieres dormir? Por fin nos acostamos. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento, y fue muy corto. Antes del amanecer, Ahmed se levantó y salió. Al salir me dijo:

—Cuando vuelva quiero que tengas preparada la comida para mis «hermanos» y para mí.

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